Prisionero del sistema

Rafael Méndez Valenzuela

Fragmento

Prisionero del sistema

Presentación

Y no pudieron quitarles esa otra libertad

Sorprenderá saber a muchos que este libro lo escribió un joven que estuvo preso desde sus 20 años hasta los 33.

Es que los textos no parecen obra de alguien que en 13 años pudo acumular motivos y palabras para recriminar acremente, sino más bien de otra persona, centrada, de pensamientos estructurados, con dones de narrador de los buenos, capaz de redactar 54 historias cortas y acuerparlas en 13 capítulos en apenas cuatro meses posteriores a que le decretaran su libertad corporal.

Este texto no es una novela, aunque tiene todo para serlo: historia central, suspenso prolongado, narraciones hiladas, estructura lógica, personajes definidos. Describe antes que adjetivar, con prosa sencilla y en primera persona; hace sentir momentos de pasmo, enojo y dramatismo, candor y romanticismo y bastante buen humor.

No, no es una novela —aunque mucho de sus contenidos se ­antojen increíbles—, porque los datos y escenas que describe provienen de una zona de la realidad mexicana mil veces denunciada: un sis­tema jurídico anacrónico que facilita la injusticia y la degradación humana de agentes policiacos, militares, ministerios públicos, jueces, gobernantes y, sobre todo, de la gente prisionera, que pocas veces puede recuperarse para una vida sin sobresaltos morales.

“La realidad vuela más alto que la ficción, a la que sirve a veces de alimento.” Eso lo saben bien los buenos literatos y pareció intuirlo Rafael al poner como acontecimientos escenas que para otros serían penalidades; al mostrar como esperanza de amor lo que en otros serían tormentos, de esos que produce la soledad prolongada.

Pero no es tan increíble esto que hizo Rafael. Hay una explicación que igual asombra como toda la historia contada por él mismo y en tan poco tiempo; el libro tiene otro hilo conductor paralelo, una historia que quizá ni él, ni su mecanógrafa, ni su correctora de estilo planearon configurar:

Todo el texto refleja que, aun entre muros, el joven adquirió pausadamente lucidez para observar, y no sólo mirar, para ubicarse en el tiempo y el espacio, interpretar, situar sus propias dimensiones, evitar la atracción hacia lo oscuro, aprender de leyes, leer muchas cosas más, ejercitarse; respirar profundo, pues, para poder desarrollarse.

Es decir, a lo largo de toda la narración se refleja cómo Rafael construyó mentalmente su libertad, cómo maduró paulatinamente eso que neurólogos y psicoanalistas llaman conciencia; esa condición humana que el cerebro engendra gracias a su interacción con el resto del cuerpo y su entorno. Hay quienes aseguran que el cerebro puede entrenarse para lograr conciencia de libertad, llegando incluso a cambiar su estructura fisiológica. Eso parece haberle ocurrido a Rafael.

“Ni lo social ni lo psicológico le roban a la persona su libertad noética y ésta al hacerse efectiva devuelve la autonomía y la capa­cidad de decisión”, sintetizó Viktor Frankl hace 55 años. Él era ­neurólogo, psiquiatra y filósofo austriaco que sobrevivió tres años (1942-1945) en varios campos de concentración nazis, incluidos Auschwitz y Dachau. Fue fundador de la logoterapia y del análisis existencial.

Hace menos años, en 2010, las investigadoras Cassandra Vieten, Marilyn Mandala Schlitz y Tina Amorok explicaron:

La noética es una disciplina que investiga la naturaleza de la conciencia, empleando para ello múltiples métodos de conocimiento, incluyendo la intuición, el sentimiento, la razón y los sentidos. Por consiguiente, la noética explora el mundo interior de la mente (la conciencia, el alma, el espíritu) […] La explicación a esto y a mucho más es lo que ha hecho que autores como Dan Brown consideren la noética como la única ciencia capaz de demostrar que la mente humana puede realmente alterar y transformar nuestra realidad propia.1

Mas esa evolución de Rafael, el prisionero, tuvo una fuerza adicional para que fuese más integral el sentido de esperanza, libertad, frescura y alegría que lo maduró en la cárcel. Esa fortaleza está presente en todo el libro, como estímulo anímico, como gestora, como tramitadora, como el centro de la resistencia para lo inaceptable del sistema judicial, como una ciudadela de lo indomeñable de Rafael. Se trata del segundo personaje protagónico de toda la historia que, aunque es poco citado, se transpira: Judith Valenzuela Ortiz, la madre de Rafael Méndez Valenzuela.

Judith es bien conocida en Culiacán, en todo Sinaloa, y cuando ella y Rafael le ganaron el infausto juego de vencidas al sistema, se le conoció en todo el país. Es alta, fuerte, norteña amable, pero con ­pocas condescendencias; autónoma, arrojada, de esas mujeres que buscan desarrollo profesional permanente para no depender de otros.

Ella tiene formación académica: cursó la licenciatura en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García (1983-1987); fue especializándose en cultura y como reportera de investigación de asuntos sociales y de seguridad; también es editora. Acude a cursos, talleres, a conferencias y ha tomado dos veces la Cátedra de Periodismo de El Colegio de Sinaloa. Participa en actividades del Colegio de Periodistas de Sinaloa y de la Asociación 7 de Junio, especialmente en asuntos de superación profesional y en acciones que reclaman justicia por el asesinato de Javier Valdez y para otros colegas agredidos. Y entre todo eso, durante 13 años, se dio tiempo para dedicar atención a Rafael.

Quizá alguien pueda probar científicamente que la conciencia de libertad es transmisible o hereditaria. Judith y Rafael ganaron más de esa libertad el 12 de diciembre de 2020. Por todo, este libro tal vez debiera llamarse El sistema no pudo quitarnos nuestra conciencia de libertad.

ROGELIO HERNÁNDEZ LÓPEZ
Tlatelolco, Ciudad de México
Primavera de 2021


1 Las cursivas son de RHL.

Prisionero del sistema

Prólogo

Estar un día en una prisión de máxima seguridad —­­de manera inocente—­ es de por sí un acto cruel. Estar durante 13 años ni siquiera tiene calificativo. No hay una sola palabra en el diccionario que pueda definir la suma de sentimientos —­como el mied

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