Así nació el diablo

Emmanuel Gallardo

Fragmento

Así nació el diablo

Introducción

El miércoles 24 de julio de 2019 era un día crucial para Mauricio Hiram. Estaba a punto de emprender una operación que, de ser exitosa, le garantizaba una promoción en su trabajo. Hacía 10 meses que el joven de 22 años había dejado a su familia en la Ciudad de México para unirse a las filas del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) en Puerto Vallarta. Ahí, en un rancho propiedad de la organización criminal, Mauricio fue entrenado bajo una estructura paramilitar por hombres colombianos y mexicanos en tácticas de guerra de guerrillas, tortura, descuartizamientos, manejo de armas y operaciones del tipo “morder y retirarse”, como en la que participó en aquella fecha dentro del restaurante Hunan, en el centro comercial Artz Pedregal, al sur de la Ciudad de México. Esa tarde, Mauricio Hiram Suárez Álvarez, el Mawicho, y Esperanza Gutiérrez Rojano asesinaron a balazos a los mafiosos israelíes Alon Azulay y Benjamin Yeshurun Sutchi, Ben Sutchi, como se conocía al pistolero y narcotraficante judío forjado en los intestinos de las principales mafias israelíes de los años noventa y socio en México de un grupo afín al Cártel de Sinaloa.

Tras el asesinato de los israelíes, Esperanza Gutiérrez Rojano fue detenida a los pocos minutos. El Mawicho logró escapar a la ciudad de Zapopan, en el estado de Jalisco, donde meses después se supo que fue ascendido a jefe de pistoleros.

* * *

En mayo de 2017 llegué a la redacción de la revista digital Yaconic para ofrecerle a su director, Daniel Geyne, dos reportajes sobre crimen y violencia en la zona metropolitana de la Ciudad de México. La primera historia era sobre una joven mujer que sobrevivió al ataque de su pareja, un empleado de un call center bilingüe en el Estado de México, quien en un arranque de celos la roció con gasolina para después aventarle un cerillo. Yo estaba en espera de que ella y su familia consideraran pertinente poder entrevistarlos. El otro reportaje se centraba en distintos ladrones a mano armada que operaban en la Ciudad de México.

Dos ladrones de comercios, automovilistas y transeúntes, así como un ladrón de coches por encargo, habían accedido a platicar conmigo gracias al Gato, un comerciante de Tlalnepantla al que conozco hace años y quien practicaba calistenia todas las mañanas en un gimnasio al aire libre en la alcaldía Gustavo A. Madero, a donde también acudían a ejercitarse varios jóvenes, la mayoría narcomenudistas y ladrones de todo tipo. El Gato, además de tatuador, taquero y vendedor de jugos, es un deportista activo y disciplinado que en aquel momento ya contaba con tres maratones de la Ciudad de México completados y quien despertaba admiración entre los jóvenes delincuentes de aquellas barras, no sólo por su físico, sino por la sencillez con la que accedía a ponerles intensas rutinas de ejercicio que podían durar hasta dos horas. Después del entrenamiento se sentaban en una banca de cemento, a un costado de la barra chimuela, para poncharse un toque y jugar por horas a la poliana, el juego de mesa creado en las entrañas de la cárcel de Lecumberri y el penal de Santa Martha Acatitla.

La familiaridad cultivada cada mañana entre los jóvenes delincuentes con los que el Gato hacía ejercicio pronto lo llevó a compartir las caguamas y las historias más duras y terrenales sobre sus seis años preso en una cárcel federal de Estados Unidos por tráfico de cocaína y de cómo después de cumplida su sentencia y de haber sido deportado a México no había vuelto a escuchar la voz de ninguno de sus tres hijos nacidos en la ciudad de Las Vegas, Nevada. En ese intercambio de experiencias personales y delictivas, de porros gordos y tragos de cerveza, los ladrones fueron abriéndose cada vez más con aquel duro y disciplinado extraficante de brazos tatuados, que a pesar de doblarle la edad a la mayoría se hizo parte de aquella comunidad de jóvenes delincuentes que cada mañana se reunían para hacer ejercicio.

“Creo que ahí podrías encontrar chingo de historias. Dame chance unos días y te consigo que hables con alguno de estos chavos”, me prometió el Gato mientras platicábamos en el patio de su casa donde cada noche montaba mesas, sillas y un enorme asador color naranja para la venta de tacos de carne asada. Así que me fui a entrenar con él por varios días. Lo veía a las seis de la mañana en la estación del metrobús Tenayuca y de ahí corríamos un trayecto de poco más de cinco kilómetros hasta llegar a las barras, donde varios cuerpos tatuados, magros y desnudos del torso ya comenzaban el calentamiento para evitar lesionarse. Siempre, como si fuera un ritual, después del calentamiento y antes de comenzar la rutina, alguien forjaba un porro gordo, sellado con saliva, que después se rolaba entre todos los que estábamos a punto de colgarnos de los tubos o de tumbarnos en el suelo para hacer lagartijas de formas variadas, mientras que la gente que pasaba por ahí miraba las densas y aromáticas bocanadas de humo con recelo y desconfianza.

En uno de esos días después de hacer rutina, pude meterme a una sesión de tatuaje en la casa del Kodak,1 un ladrón correoso de 19 años a quien el Gato le tatuaría una Santa Muerte en el pecho. El Kodak yacía tumbado en una silla ergonómica, aguantando las agujas que el Gato le enterraba en la carne con nula sutileza para sombrear la figura de una muerte encapuchada. “Se la debo”, decía el Kodak aguantando el dolor. Entre tragos de cerveza y fumadas a una pipa de madera, aquel joven me contó que llevaba poco más de 30 robos y cómo había empezado a delinquir desde los 15 años haciendo arrebatones de bolsas a transeúntes, en su mayoría mujeres. Me habló de cómo su hermano mayor fue su única imagen paterna por varios años y de cómo éste, aprovechando su buena facha, estudió por varios días los movimientos de un restaurante dentro una plaza comercial que días después el Kodak robó junto con sus primos, una banda de ladrones armados que operan en la colonia Doctores y en las inmediaciones de la plaza Parque Delta, de la Ciudad de México.

En los días de quincena y una vez caída la tarde, el Kodak y sus primos se abalanzaban pistola en mano sobre los automovilistas atascados en el embotellamiento del Viaducto Miguel Alemán para arrancarles el reloj, el celular y a veces hasta la quincena completa. Después salían como rayo rumbo al Panteón Francés, brincaban una de sus bardas y se perdían entre las tumbas hasta llegar a uno de los mausoleos olvidados donde los primos se repartían el botín. “Toda mi familia es la rata, carnal”, me confesó el joven ladrón con cierta resignación pero sin el menor dejo de vergüenza. Su padre era un exconvicto que había asesinado a un policía y que después de recuperar su libertad, tras más de 10 años preso, continuó moviéndose en el sórdido mundo del crimen organizado chilango.

El Kodak no tenía duda de ello. Más de una noche sorprendió a su papá en el patio de la casa lavándose las manos y los antebrazos con sus propios orines. Ese mismo día en el cuarto del Kodak también conocí al Negro, un l

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