Pétalos de papel

Iria G. Parente
Selene M. Pascual

Fragmento

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Dani

Todo fue por culpa del licántropo al principio del callejón.

Antes he escrito que cuando llegué a Albión pensé que estaba soñando, pero no fue exactamente así. Lo cierto es que en cuanto llegué, todo pareció real. Cuando abrí los ojos, tirada en el suelo en aquella calle angosta y sin salida, sentí el dolor de cabeza, el frío de la llovizna, la dureza de los adoquines debajo de mi cuerpo, el escozor de un arañazo en mi muñeca que no recordaba haberme hecho. También sentí miedo. El pavor absoluto de no saber dónde estás, de no recordar cómo has llegado a un lugar desconocido. Estuve a punto de entrar en pánico, porque lo último que recordaba era estar bebiendo en casa con Lía y, definitivamente, ya no estaba en casa ni con Lía.

Y entonces lo escuché. El aullido. Y después lo vi. Al licántropo. Su cuerpo inhumano y deforme, las fauces grandes y las garras que podrían haberme destrozado con un solo roce.

Era inmenso. Era aterrador.

Era total e innegablemente imposible.

Así que me relajé.

Quizá pienses que eso no tiene ningún sentido, pero es posible que esto pase varias veces a lo largo de lo que te quiero contar; muchas cosas de las que he hecho en los últimos tiempos no lo han tenido. Sin embargo, mi lógica fue la siguiente: había vivido noches de fiesta suficientes como para que despertarme en algún sitio extraño sin recordar mucho de la noche anterior no fuera algo demasiado raro. Lo que sí que era totalmente ilógico era que una figura peluda de casi dos metros se tambalease hacia mí entre gruñidos. Así que, aunque tendría que haber sido aquello lo que me asustara, aunque debería haber tenido ganas de gritar y salir corriendo, no fue así. En su lugar, aquella criatura me pareció, simple y llanamente, la prueba de que todo era un sueño. No tenía nada de lo que preocuparme: no era real. La bestia podría haberme matado, sí, pero en aquel momento solo pensé: «Si me mata, me despertaré en casa. Con resaca, probablemente».

Por eso no entré en pánico. Por eso tan solo me dejé llevar.

Lía siempre dice que ese es mi problema, que siempre me dejo llevar, que no pienso las cosas dos veces. Si hubiera estado allí, me habría echado la bronca. O quizá solo habría tirado de mí para intentar huir. Pero es que también fue justo eso lo que de­sencadenó todo lo demás: que Lía no estaba. Si Lía hubiera estado allí, esta historia no existiría.

La criatura aulló y se fijó en mí. Olfateó el aire y me enseñó los dientes; cualquiera habría temblado, pero yo no lo hice. No te equivoques: no es que yo sea la protagonista valiente e invencible que no le tiene miedo a nada. Estoy más cerca de ser la protagonista estúpida e inconsciente que tiene poco aprecio por su vida. Por eso me levanté, me sacudí la ropa y dije:

—¿Y tú de dónde sales?

Resulta que aquella era una pregunta bastante acertada, pero yo no podía ni imaginarlo por entonces. Por supuesto, la criatura no entendió mi intento de entablar una agradable conversación: se encogió sobre sí misma, gruñó y se lanzó hacia mí.

Ahí sí cerré los ojos y grité. Por mucho que pienses que estás soñando, impresiona ver a una especie de lobo retorcido ir hacia ti con la clara intención de arrancarte la cabeza de un bocado.

Pero el mordisco nunca llegó.

En su lugar, lo hizo la luz. La sentí por detrás de mis párpados apretados. Cuando los volví a abrir, confusa, creo que esperaba haberme despertado. Pensé que lo que vería sería mi habitación, con mi mural de fotos e ilustraciones junto al escritorio, mi estantería llena de libros pendientes y el teclado electrónico justo al lado. Supuse que la luz vendría de mi ventana, que Lía habría levantado la persiana de golpe y pronto la escucharía gritarme que iba a llegar tarde al trabajo.

Pero la luz no venía de mi ventana. Seguía siendo de noche, yo seguía en aquel callejón y Lía seguía sin estar conmigo. Delante de mí, a centímetros, tan cerca que podía sentir su respiración acelerada, la criatura se debatía contra un lazo dorado que le apretaba el cuerpo y el cuello. Los hilos que ataban al animal venían de unos pasos más atrás, donde dos siluetas se recortaban contra la oscuridad. Las miré un segundo. Una de ellas se acercaba. La otra, aquella que parecía controlar a la criatura, se quedó atrás.

Entonces tiró de la criatura y esta emitió un aullido que sonó a nota triste y sostenida.

No sé por qué me dio pena considerando que había estado a punto de acabar conmigo, pero lo hizo. Quizá fue por aquel lamento. Porque no fue solo un sonido furioso, sino… asustado. Quizá una parte de mí ya sabía que aquello estaba pasando de verdad y estaba aterrada. Quizá fuese aquel miedo lo que me conectó a la criatura. Lo que me hizo gritar:

—¡Espera! ¡Con cuidado!

La criatura me miró. Y de pronto me pareció más humana. Fueron los ojos, vistos de cerca, no tan distintos a los míos, aunque estuvieran rodeados de un pelaje fino y castaño y encima de un hocico alargado. En aquella mirada entendí que solo estaba desesperada, como quizá lo hubiera estado yo si hubiera elegido entender desde el principio que ya no estaba en mi casa. Estaba, de hecho, muy lejos de ella, sin poder volver.

Levanté la mano. Lo hice tal y como había visto a Lía hacerlo con algunos animales abandonados, enseñándosela apenas. Y la criatura entrecerró aquellos ojos humanos. Supe que me entendía. Sentí su aliento agitado en mi palma; observé la saliva en sus fauces entreabiertas; escuché el gruñido que emitió desde el fondo de la garganta, pero no me aparté. Alguien habló, lejos, pero yo no estaba escuchando.

Yo solo tenía ojos para la bestia, que parecía que empezaba a relajarse. Tras una duda y un resoplido, echó la cabeza hacia delante. Su pelaje encontró mis dedos, sus ojos se cerraron.

Y entonces cambió.

Primero lo hizo su estatura: de sacarme una cabeza, pasó a ser un palmo más baja. La forma del cuerpo mutó también: donde antes había habido un hocico alargado, ya solo había una cara humana; donde antes había habido pelaje, ya solo había un cuerpo desnudo y menudo. Los lazos dorados dejaron de sostenerlo y se derrumbó sobre mí.

Era apenas una niña, no podía tener más de diez años.

Se echó a llorar en cuanto me abrazó.

Tragué saliva, confusa. Quizá yo estuviera temblando en ese momento, no lo sé. Quizá fuese entonces cuando me convencí todavía más de que estaba soñando. Me dije que en aquella fantasía yo tenía que proteger a la niña a la que otra gente intentaba cazar, por eso la rodeé con los brazos y la sostuve mientras ella sollozaba. Cuando las figuras del callejón dieron pasos hacia delante, la apreté más contra mi cuerpo.

—No os acerquéis —gruñí.

La silueta que estaba más cerca de nosotras siguió avanzando, con una mano levantada como si yo fuese otra fiera a la que calmar.

Fue la primera vez que lo escuché:

—Estoy aquí para ayudar.

La persona que se había quedado en la retaguardia se acercó. Un haz de luz flotaba de manera imposible sobre la palma de su mano. Iluminó un rostro de tez morena y unos ojos ambarinos que me observaron con curiosidad antes de que yo me fijara en la persona que había hablado. La luz también llegaba hasta él.

Fue la primera vez que lo vi.

El cabello cobrizo, el rostro pálido. Los guantes negros que cubrían todos sus secretos. Los ojos morados tan imposibles como todo su mundo. El libro que sostenía entre las manos y que me enseñó como si pudiera significar algo para mí.

—Yo puedo devolverla a casa.

Marcus

Llevo días pensando cómo comenzar esto. Llevo días pensando que yo también quería hablar. Yo también quería que entendieras muchas cosas que ahora no puedes entender y al mismo tiempo me pregunto si podría hacerle justicia a todo lo que hemos vivido. Supongo que no. Tendrás que perdonarme por eso, igual que me has perdonado por todo lo demás.

Técnicamente, tú no me conoces. Para ti, ahora mismo, estas deben de ser las palabras de un completo extraño. Yo, sin embargo, tengo la sensación de que te conozco de toda una vida, y creo que eso es lo que se me hace más difícil: tener recuerdos en los que tú no sabes que has participado. Mi cabeza está llena de ti, de todos los momentos que hemos compartido, y duele saber que para ti nunca existieron, que podría equivocarme al hablar de conversaciones en las que solo estábamos nosotros y tú nunca podrías corregirme. Quizá por eso precisamente quiero que sepas todo lo que guardo dentro.

Intentaré ser fiel a la realidad. Intentaré que me creas, ya que no puedes recordar.

Permíteme que te cuente mi mitad de la historia. Permíteme que empiece como tú, justo en el momento en el que nos vimos por primera vez. Cuando pensé que necesitabas ayuda. Cuando pensé que era una suerte que Yinn y yo estuviésemos allí, porque íbamos a tener que intervenir para salvarte de aquella criatura. Tus ropas me hicieron intuir que eras una visitante, pero asumí que llevabas en Albión el tiempo suficiente como para saber cómo funcionaba todo. Desde el principio di por hecho muchas cosas que no eran ciertas: sobre la situación, sobre ti. Especialmente sobre ti. Aunque tú también te equivocaste conmigo, ¿verdad?

Quizá, si hubiéramos sido más como esa primera impresión, todo habría sido más sencillo.

Me sorprendió cuando cubriste el cuerpo de la niña con el tuyo, para protegerla de mí, y extendiste la mano. Al libro no le lanzaste más que un vistazo desinteresado.

—Tu abrigo. Dámelo.

Algo que tienes que saber sobre mí es que no estoy acostumbrado a seguir órdenes, sino a darlas, así que imaginarás que escucharte hablar como si tú fueses la que mandaba allí no me gustó. Aun así, cedí, porque tu acompañante estaba desnuda y temblando de frío. Te ofrecí el abrigo con el ceño fruncido y tú le diste un tirón y te giraste para ponerle la prenda a la niña sobre los hombros. Habría sido muy sencillo apartarte de ella en aquel momento. Si no lo hice fue solo porque supuse que querías protegerla, debías de ser la clase de persona que hace todo lo que está en su mano para ayudar. Al menos en eso no me equivoqué.

—Eso no será suficiente —te dije—. Hay que llevarla a casa. Los cazadores deben de estar al acecho.

—¿Cazadores? ¿Y qué hacen esos cazadores? ¿También atrapan a gente con…? —Una pausa confusa—. Con la mierda esa dorada que le ha lanzado tu compañero.

Yinn, a mi lado, se llevó una mano a la boca para ahogar una carcajada. En cuanto se dio cuenta de mi mirada, carraspeó.

—¿Cómo te llamas? ¿Dónde está tu casa? Te acompañaré —le decías a la niña.

—¿Dónde está la suya, señorita? No debería caminar sola a estas horas de la noche.

—¿Señorita? —repetiste, como si fuera el calificativo más extraño que te hubieran dedicado nunca. De hecho, recuerdo que me miraste de arriba abajo, como si usar esa palabra me convirtiera también en el hombre más extraño que hubieras visto nunca—. Pues no tengo ni idea de dónde está mi casa o de si la tengo siquiera. Aquí, quiero decir. Supongo que lo descubriré en algún momento o me despertaré antes.

—¿Se despertará?

—Cuando el sueño se acabe.

—Esto no es…

—No tenemos tiempo para esto —me interrumpió Yinn—. Es necesario devolver a la criatura a su casa. Y parece que a la muchacha también.

Asentí, consciente de que mi acompañante tenía razón: quedó claro que eras una recién llegada. Eché un vistazo alrededor, buscando otro libro en el suelo, pero no había nada. Tú tampoco parecías llevarlo encima. Di un paso hacia delante. Pero, por supuesto, tú seguías en medio, protegiendo a la niña como si la conocieses de toda la vida. La vi aferrarse a tu brazo y también vi tu gesto de dolor cuando te clavó los dedos en la piel. Cuando tembló y algo en ella pareció intentar volver a cambiar.

—Todo está bien, nadie va a hacerte nada —le dijiste. Y después te volviste hacia nosotros, como si nos retaras a llevarte la contraria—. Está muy nerviosa. Yo haré lo que haga falta.

Volví a enseñarte el libro, aunque ya había entendido que no te diría nada.

—No me acercaré más, le doy mi palabra. Pero debemos hacer esto rápido: será un problema si nos encuentran.

Con cuidado, dejé el libro en el suelo, abierto. La llovizna ya se había encargado de motear las tapas, pero aun así lamenté dejarlo sobre los adoquines húmedos. Las páginas empezaron a oscurecerse en cuanto lo hice.

—Apártese de ella. Tiene que soltarla para que vuelva a su hogar.

Tú seguías confundida, demasiado como para moverte. Recuerdo lo juntas que estaban tus cejas, la forma en la que las sombras se deslizaban por tu rostro. La luz mágica de Yinn parecía jugar a descubrirte a trozos y se perdía en la cortina de pelo oscuro que te enmarcaba la cara.

—¿Viene… de ahí? ¿Su casa es… un libro?

—Su casa está en el mundo del libro.

Supongo que la frase solo te confundió más. Supongo que ahora mismo te sentirás un poco igual, pero no pasa nada. Tienes que sentirte un poco perdida para que entiendas exactamente lo que se te pasaba por la cabeza en aquellos momentos y sepas lo desconcertante que puede ser llegar a un mundo nuevo donde se juega con otras reglas.

El hechizo fluyó bajo mi lengua, nuevo y conocido como cada mundo que se abría ante aquellas palabras que llevaba repitiendo toda la vida. Como tantas otras veces, el libro despertó. Ese es mi momento preferido, siempre. Los segundos antes de que se abra la puerta, el instante en el que la luz cálida se desprende de las palabras. Ese momento siempre trae olores y sonidos que no pertenecen a Albión, además de algo intangible que nadie nunca podrá capturar.

El libro que descansaba entre nosotros aquella noche cargó el aire de la energía de una tormenta y el sonido de un trueno en la distancia. En aquel estrecho callejón sin salida, por debajo del olor a lluvia se percibía otro: el de la tierra húmeda, el del bosque frondoso, el de las hojas y las flores fragantes.

Tú te apartaste un poco de la niña, sorprendida por lo que estaba ocurriendo ante tus ojos. Cuando te volviste, la viste con la cabeza ladeada, en trance, observando el libro como si cada página tuviera su nombre escrito. La luz se convirtió en una pequeña estrella que se había caído entre los adoquines y nos iluminó a todos.

La visitante echó a andar y desapareció. Tras ella solo quedó una extraña electricidad en el aire y mi abrigo abandonado en el suelo.

Tú, incrédula, me miraste mientras me acercaba para recoger el libro y la prenda del suelo. Creo que no fuiste consciente de que temblabas, no sé si de frío o de miedo, porque cuando te ofrecí mi abrigo, ni siquiera te fijaste en él.

—Eso… ¿Eso ha sido lo que tenía que pasar? ¿Ha vuelto a casa? ¿Está bien?

—Está en casa, está bien. Ni siquiera recuerda nada de lo que ha ocurrido aquí.

—¿Vas a hacer lo mismo conmigo?

—Solo si usted quiere volver. Y solo si quiere mi ayuda.

Tú dejaste que te pusiera el abrigo sobre los hombros sin rechistar, pero ahora estoy convencido de que solo te estabas dejando llevar. Titubeaste un par de segundos, el tiempo que tardaste en decidir si podías asumir todo lo que estaba sucediendo o solo sobrellevarlo de la manera más sencilla. Fue lo segundo.

—Solo si dejas de tratarme de usted, se me hace rarísimo. Me llamo Dani.

Me quedé mirando la mano que me tendías como si fuera yo el que estaba en otro mundo o como si hubieras hecho algo especialmente extraño. Supongo que me lo pareció. Me había encontrado con muchos visitantes, pero ninguno se había presentado ante mí con aquella despreocupación. En parte me sentí… intrigado. Quizá fue eso mismo lo que hizo que también sintiera rechazo, uno que venía del terror hacia los cambios. Una parte de mí lo supo desde aquel momento: que serías una de esas novedades que pueden sacudirlo todo.

Si ahora, con todo lo que sé, consciente de todo lo que vendría después, me preguntases si volvería a aceptar esa mano, creo que también volvería a dudar. Pero no te equivoques, no tendría miedo de conocerte; estaría deseando volver a saberlo todo de ti, desde el principio. Dudaría porque sé que, si hubiéramos mantenido las distancias, quizá habrías sufrido menos.

Pero rara vez tenemos una segunda oportunidad para hacer las cosas bien. Aunque supongo que estas palabras son la nuestra, ¿verdad?

Deja que vuelva a presentarme, como me presenté aquella noche cuando finalmente acepté tu mano por primera vez:

—Mi nombre es Marcus. Marcus Abberlain. Bienvenida a Albión.

Dani

¿Con total sinceridad? Marcus Abberlain me pareció un imbécil al principio.

La postura. El tono. La mirada. Todo estaba calculado para dar una sensación de poder que me generó rechazo. Cuando nos dimos la mano, fue un gesto tan rápido que casi pareció que le asqueaba el mero hecho de tocarme. No contento con eso, me miró de arriba abajo, juzgándome con aquellos ojos morados, y dijo:

—No tiene ningún libro consigo, ¿verdad?

—¿Te parece que este es lugar para ponerme a leer?

—Sin su libro no puede volver a casa.

—No entiendo nada de lo que me estás diciendo.

Sentía que no le estaba pillando el ritmo a mi propio sueño: primero había aparecido en aquel sitio, después una criatura gigante había intentado comerme, dicha criatura había desaparecido en un libro y aquel chico que había hecho desaparecer a la criatura me decía que yo también necesitaba un libro que no tenía. Me apunté contarle todo a Lía en cuanto me despertara. Si es que me acordaba, claro, porque por lo general olvido todos mis sueños y suponía que olvidaría aquel también. Irónicamente, en eso tenía razón.

Marcus volvió a mirarme. No como cuando ves algo que te gusta, sino como cuando buscas una mancha en tu ropa.

—Será mejor que se tape.

—¿Perdona?

A su favor: no es que le escandalizase la ropa que llevaba, sino que estaba intentando evitar un desastre. A mi favor: yo no tenía ni idea, así que por supuesto que me pareció un imbécil, sobre todo cuando me ignoró y se fijó en su acompañante.

—¿Qué deberíamos hacer con ella?

—Estoy aquí, ¿eh?

Su compañero me dedicó una sonrisa comprensiva. Porque me comprendía, claro, aunque de eso me enteraría después. En otro tiempo, el que había estado perdido había sido él, aunque en su caso le había resultado muchísimo más sencillo asimilarlo todo en el momento en el que llegó a Albión. Yinn venía de un mundo en el que la magia estaba en su día a día, en él mismo; yo venía de un universo en el que la magia estaba relegada a cuentos antes de dormir y a efectos especiales en una pantalla.

—Si no tiene el libro, no quedan muchas opciones ahora mismo, ¿no?

Marcus dudó. La siguiente decisión que tomó fue la que hizo que aquel encuentro fortuito se convirtiera de verdad en el principio de una historia. De esta historia. Podía haber elegido muchas cosas, ¿sabes? Podría haberme dejado a mi suerte. Podría haberme llevado con Alyssa. Podría haberme dado dinero y dejar que me las apañase. Pero en su lugar, dijo:

—Síganos. Y tápese —repitió.

—¿Qué te pasa a ti con que me tape? ¿Y a dónde se supone que os tengo que seguir? Ni siquiera sé dónde estoy.

—Ya se lo he dicho: está en Albión.

—Sabes que eso es como no decirme nada en absoluto, ¿verdad? No se te ve muy hablador, pero seguro que puedes hacer un esfuerzo.

Marcus frunció el ceño y puede que en esa ocasión me mereciese un poco la mirada de hartazgo que me lanzó. A nuestro alrededor, la ciudad se descubrió bajo la luz tenue de las farolas: los edificios de dos o tres alturas, las casas de tejados pronunciados. Me encantaría hacer una descripción de esas capaces de hacerte viajar, pero no sé si seré capaz. Me dará pena olvidar eso también, ¿sabes? Amyas. Todos los sitios que he visto. Albión puede llegar a ser un lugar de pesadilla, pero sus monstruos se esconden debajo de la apariencia de un reino de cuento: la luz se reflejaba en los charcos de los adoquines desordenados, la luna llena brillaba en el río que cruzaba la ciudad, las nubes se mezclaban con el humo de los hogares del barrio residencial en el que parecíamos encontrarnos.

Aquel día, a aquellas horas, las calles estaban desiertas y quizá por eso resultaban tan misteriosas, puede que hasta un poco tétricas. Me sentía observada por las sombras que se arremolinaban en los espacios a los que las luces de la avenida principal no llegaban. Recordé que alguien había mencionado la palabra «cazadores» y un estremecimiento me recorrió la columna.

—Esto es Amyas, señorita Dani —intervino Yinn, mucho más agradable que su compañero—. La capital de Albión, nuestro pequeño pero gran mundo.

—Mundo —repetí.

—Así es. ¿De qué mundo viene usted?

—Tú.

Otra cosa que hizo que Yinn me cayera mejor que Marcus fue que él no protestó a la hora de tutearme. Aunque, siendo justa, no es que Marcus protestase: tan solo había decidido ignorarme.

—¿De qué mundo vienes tú?

—Pues supongo que lo llamaría Planeta Tierra, no sé, nunca había tenido que llamar a mi mundo de ninguna manera porque se supone que es el único que hay.

Yinn se rio. Quiero recordar, por si te parezco estúpida en este momento, que mi método de supervivencia ante haber roto las leyes de mi realidad era no creerme nada de lo que pasaba a mi alrededor. Hago esta aclaración porque Marcus me miró en aquel momento como si, en efecto, fuese estúpida. Por eso le respondí, con mala cara:

—¿Qué pasa?

—Nada —sacudió la cabeza y volvió la vista al frente. Supongo que estaba pensando en lo larga que estaba siendo la noche.

—¿Me vais a decir a dónde vamos?

—A la mansión del conde —respondió Yinn.

—¿Conde? ¿Qué conde?

El chico volvió a reírse y señaló a Marcus con la cabeza. Yo abrí mucho los ojos, incrédula. Ya sabes, la incredulidad habitual de cualquier chica de clase media con un trabajo normal que vive en un pisito heredado de su abuela que tiene que compartir con su mejor amiga, cuando le dicen que está delante de un maldito conde.

—¿¿¿Conde???

Marcus se pinzó el entrecejo como si estuviera empezando a dolerle la cabeza.

—No sé cómo será en Planeta Tierra, pero aquí por la noche la gente duerme, así que debería…

—Llamar así a mi mundo suena rarísimo.

—Pero si lo ha dicho usted.

—Ya, bueno, también he dicho que nunca había tenido que llamar a mi mundo de ninguna manera. ¿Cómo es eso de los mundos, de todos modos? ¿De qué va esto? ¿Por qué necesito un libro para volver a casa? ¿Qué ha pasado con la niña lobo? ¿No me puedo ir a mi mundo por el mismo libro por el que se ha ido ella?

Yinn me miraba como si yo fuera el último gran espectáculo que había llegado a la ciudad. Marcus solo parecía a punto de pedir ayuda a algún ente superior para que me callase.

—No, no funciona así. Necesita su propio libro: todos los que llegan tienen uno.

—Ajá. —Fingí entenderlo. Lo bueno de no creerme nada era también que no importaba si no lo hacía—. ¿Y dónde está?

—Eso es lo que…

Y se calló. Lo hizo de golpe, cuando al mirar al frente vio a una figura vestida de blanco en medio de la llovizna. Yinn, que hasta el momento había estado caminando justo a mi lado, se quedó de pronto dos pasos atrás. Marcus, tras un segundo de duda, me agarró el brazo y lo enganchó al suyo, arrimándome a él.

—Yinn, la ropa —siseó.

—No hay problema.

Tanto Marcus como yo lo miramos por encima del hombro, a tiempo de verlo hacer unos ademanes con las manos. Un sello dorado brilló en el aire y me golpeó la espalda. Después, sentí el cambio: la barriga que dejaba al descubierto el top estaba tapada; la comodidad de mis deportivas desapareció y, cuando bajé la vista, me encontré con unas botas altas. El propio abrigo del conde había cambiado y en su lugar se adaptaba a mi cuerpo, por encima de una falda ante la que tuve que parpadear dos veces. Marcus tenía a su vez un abrigo nuevo.

La situación me dejó demasiado descolocada. Era algo que volvía a desafiar las leyes de todo lo que me habían enseñado. Estuve a punto de entrar en pánico y decir algo estúpido por los nervios, como que me sentía una magical girl.

Mucho más acostumbrado a la magia que yo, el conde le hizo un gesto con la cabeza a su amigo en un agradecimiento silencioso antes de obligarme a agarrarme bien de su brazo. Lo hice igual que todo lo demás hasta aquel momento: por inercia.

—No diga ni una sola palabra —susurró.

Esa fue la segunda decisión, aquella noche, de la que Marcus se terminaría arrepintiendo.

Nunca le he preguntado si se arrepiente de verdad, a lo mejor porque no sé si quiero saber la respuesta. Si al final lo hace, supongo que nunca leerás esto. Pero quiero pensar que, pese a todo, volvería a tomar las mismas decisiones. Al menos yo no me arrepiento de no haberme separado en aquel momento. No me arrepiento de haberme dejado llevar, ni en ese instante ni en todos los que vinieron después.

Claro que me arrepiento de algunas cosas, pero no de lo que pasó entre nosotros. Y supongo que eso es lo más importante, lo que necesito que entiendas por encima de cualquier otra cosa: Marcus Abberlain me pareció un imbécil cuando lo conocí, pero lo conocería una y otra y otra vez.

Marcus

Tenía dieciocho años cuando mi padre murió y dejó sobre mis hombros el peso de este apellido, el peso de un don que nunca pedí y el peso de un título para el que creo que todo el mundo en Albión ha pensado alguna vez que no estoy a la altura. La muerte de mi padre también dejó tras de sí un fantasma con el que la sociedad me podía comparar todo el tiempo. Mi padre, por ejemplo, nunca salió de casa con la intención de buscar a un visitante para devolverlo a su hogar. Mi padre era un hombre serio, siempre ocupado, la clase de persona que movía tratos beneficiosos para unos pocos mientras brindaba por la amistad con las familias más poderosas de Amyas. Yo, por mi parte, hacía años que me había alejado de ellas.

Pese a las diferencias, sin embargo, lo cierto es que había cosas de mi padre que seguían muy vivas en mí y en mi forma de actuar. Además del hechizo para abrir portales, mi padre me había enseñado algunas de las lecciones más valiosas de mi vida.

La primera de ellas era que la forma más fácil de ocultar algo importante era dejarlo a la vista de todos.

La segunda era que no debía confiar en nadie. Incluso si ese alguien era mi propio hermano.

—¿Marcus?

Rowan siempre se ha parecido a nuestro padre más que yo. Al mismo tiempo, hay una diferencia entre ellos que nuestro padre consideraba insalvable: Rowan no tiene el don de los Abberlain. Mi hermano era solo el segundo hijo, sin magia y sin título, por eso su destino nunca fue más que dedicar su vida a servir a la reina como parte de su corte. Aquella noche se aproximó a nosotros con su uniforme blanco destacando en la oscuridad de la noche y la mano apoyada en la espada ropera que colgaba de su cinto. La luz de las farolas lanzó un destello a la rosa de cobre sobre su pechera, el símbolo de los caballeros de Su Majestad.

—Rowan —saludé—. ¿Qué haces tan lejos de palacio? ¿Va todo bien?

—Su Majestad ha escuchado que hay un visitante causando problemas: algo lo suficientemente grande como para que haya ordenado patrullar a todos los caballeros. Tenemos órdenes de llevar la criatura a palacio si la encontramos.

No dejé que mi rostro cambiara, pero me alegré de inmediato de que aquella niña ya estuviera de vuelta en su libro y de haberte encontrado antes que ellos.

—Lo más sorprendente es que tú estés fuera de la mansión. Y acompañado.

Sus cejas se alzaron cuando te miró y yo temí que sospechara algo de inmediato. Me tensé. Separé los labios, preparado para fabricar una mentira lo suficientemente rápido.

—Si lo que están buscando es grande y peludo, creo que pueden despreocuparse: el conde lo ha enviado a casa.

Creo que no fui el único sorprendido por tu voz. Todos te miramos, a ti y a tu sonrisa tranquila, y yo ni siquiera recordé enfadarme porque te había pedido silencio y tú habías decidido ignorarme. Tus ojos castaños se fijaron en mí como si fueras una amiga en vez de una absoluta desconocida a la que acaba de encontrar. Me engañaste incluso a mí, por un segundo. Tus dedos se apoyaron con más firmeza en mi brazo, quizá para animarme a seguir la conversación. Me recompuse cuando volví la vista hacia mi hermano y me encogí de hombros.

—La reina y la corte tienen sus deberes y yo tengo los míos —dije.

Rowan frunció levemente el ceño.

—¿Lo has mandado a su mundo?

—Ahora no dará más problemas, puedes decírselo a la reina.

Mi hermano no pareció del todo complacido. Me miró, pensativo, y después asintió.

—Por supuesto. —Después, sus ojos cayeron sobre ti de nuevo—. ¿Usted está bien, señorita? Creo que no nos conocemos…

Llegaste a abrir la boca, pero esta vez me adelanté:

—Quizá no sea el mejor momento para presentaciones. Estamos cansados, está lloviendo y estoy seguro de que mi invitada está deseando volver a casa.

Tu mirada y la mía se encontraron otro segundo más. Creo que esperaba que vieras la advertencia en mis ojos. Con aquello esperaba que entendieras que no quería que aquella conversación continuase. Y lo hiciste, porque tus labios dibujaron una sonrisa que resultó encantadora.

—Me muero por un baño caliente.

Mi hermano nos observó con los ojos entornados y temí que ni siquiera apelar a sus modales fuera suficiente para que nos dejara ir sin más preguntas. Al final, sin embargo, lo único que le había quedado a Rowan siempre era precisamente eso: sus modales. Ser el perfecto caballero que le habían enseñado a ser. Por eso agachó la cabeza.

—¿En otra ocasión, entonces? —sugirió—. ¿Y se quedará mucho?

—Solo unos días —me apresuré a decir yo. Porque era mi plan. Porque mi objetivo era encontrar tu libro rápido y devolverte. Y si no podías regresar, te encontraríamos otro hogar. Exactamente igual que había pasado mil veces antes. Nada tenía que haber sido diferente.

—Ya veo —asintió Rowan. Volvió a fijarse en ti y sonrió—. Entonces espero que podamos encontrarnos con más calma en otro momento, no quiero que piense que todos los Abberlain somos como mi hermano.

—Dos minutos hablando con usted y ya sé quién se ha llevado el encanto en la familia.

Forcé una sonrisa cuando me miraste (con cierta malicia, una de esas miradas que después convertirías en una costumbre), aunque no creo que me quedara muy convincente.

—Buenas noches, Rowan.

Me hubiera gustado que no te volvieras una última vez para despedirte con la mano y sonreírle. Si conozco a Rowan al menos un poco, él todavía te estaría mirando cuando tú volviste la vista al frente.

—¿Qué ha sido eso? —murmuraste, en cuanto creíste que era seguro.

—Le dije que se quedara callada —repliqué yo, entre dientes.

—Así que ese era tu hermano… Realmente se quedó con toda la simpatía, ¿eh?

—Sí, por eso ahora quiere conocerla —resoplé, disgustado, y le lancé un vistazo a Yinn por encima del hombro—. Si en algún momento no estoy en casa…

—Me inventaré algo. Pero ahora tu hermano va a querer saber quién es tu invitada. Él y toda la corte, probablemente.

—Razón de más para que nos apresuremos a encontrar su libro y enviarla a casa.

—¿Podéis dejar de hablar como si no estuviera delante? ¿Qué pasa con ser tu invitada? ¿Es porque no soy digna de un conde? He leído un montón de novelas sobre eso. Y he visto My fair lady. Sé lo que hacer en caso de que sea necesario.

No tenía ni idea de lo que era My fair lady, así que te miré con serias dudas de que supieras lo que estabas diciendo.

—¿Y qué harías? —preguntó Yinn.

—Fingir ser una señorita. ¿No va de eso? Acabo de hacerlo, ¿verdad?

Yo resoplé y me separé de ti. Ya no había nadie a nuestro alrededor, así que no necesitábamos tocarnos para nada.

—Intuyo que convertirla en una señorita sería toda una hazaña —murmuré.

—¿Qué has dicho?

—Que, por suerte para todos, nadie va a necesitar hacer un esfuerzo semejante: usted se marchará cuanto antes. Nadie va a volver a verla a partir de este momento, porque eso sería arriesgarnos a que alguien averiguara que no es de aquí. —Te miré—. La enviaremos a casa y esta no será más que una anécdota de una noche. Para usted, incluso menos.

Ni siquiera parpadeaste. Solo respondiste a mi mirada fija con las cejas alzadas y una expresión de absoluto desinterés.

—Lo que tú digas, conde. Pero de verdad que me muero por ese baño caliente.

Dani

Marcus Abberlain me había parecido un pijo estirado en la primera impresión. Que fuera un puñetero conde lo había confirmado. Su mansión lo subrayó.

Para entrar tuvimos que cruzar una puerta de hierro coronada por dos halcones que parecían vigilarlo todo y cuyas figuras, en la noche, resultaban un poco amenazadoras. Más allá de la verja, había un camino que se extendía por un amplio jardín y que terminaba en un edificio de tres pisos y muchas ventanas con la fachada cubierta de enredaderas. El interior resultó todavía más abrumador, como estar de pronto en el decorado de una película de época. No había estado tan cerca de algo tan elegante desde mi visita al palacio de Versalles en el viaje de fin de curso de cuarto de la ESO.

Cuando Yinn me acompañó a lo que sería mi habitación, me entró la risa nerviosa.

—Vale, esto es demasiado.

Él se rio. Gracias a la luz de la casa, podía ver que sus orejas terminaban en una punta inclinada. En el camino me había explicado que era un genio, otra criatura más que podía existir en cuentos y leyendas pero que no tenía cabida en mi concepción del mundo. Me dejé caer sentada en una cama gigantesca mientras él se acercaba a un armario para dibujar sobre él el mismo sello que ya había visto antes.

—¿Tu casa es más pequeña? —me preguntó.

—Bueno, no vivo en una lámpara, pero los pisos que puedo pagar en Madrid tampoco son mucho más grandes…

Yinn dejó escapar una nueva risita.

—Te dejo el armario lleno de ropa limpia. El baño está tras aquella puerta. Con una espléndida bañera con agua caliente.

—En fin, supongo que este puede ser el mejor sueño de mi vida, a pesar de los licántropos y los condes desagradables.

—El conde no es tan desagradable —respondió, divertido—. Aunque seguro que lo descubres tú sola tarde o temprano.

Fue lo último que dijo antes de dejarme sola y yo dudé seriamente de que pudiera ser cierto, pero no me importó, porque estaba demasiado abrumada por todo lo demás. Recuerdo echarme hacia atrás en la cama y admirar el dosel que tenía. Recuerdo abrir la ventana y comprobar las vistas desde allí, lo grande que parecía el jardín repleto de árboles desnudos a la espera de la primavera. Me quité el abrigo y me dirigí rápido hacia un espejo que había en el cuarto para poder comprobar cómo me quedaba la ropa que Yinn había creado para mí. Por lo general, mi estilo es otro, así que me encontré extraña en aquella falda ancha y entallada a la cintura por encima de la blusa blanca, aunque por lo menos no llegaba hasta el suelo. También llevaba un maquillaje muy distinto al que podría haber llevado habitualmente y mi pelo estaba recogido en un moño bajo del que escapaban algunas ondas, en vez de suelto y liso. Me sentí disfrazada. Me pregunté si podría pedir un traje al día siguiente o si aquello afectaría mucho a mi papel de señorita.

Como ves, mis preocupaciones eran muy básicas. Muy… superficiales.

Eso empezó a cambiar cuando vi la marca.

La descubrí mientras me bañaba. Estaba cerca del hombro, sobre la clavícula: un libro dentro de un círculo de estrellas, casi un tatuaje sobre mi piel. Pero yo solo tenía un tatuaje: el nombre de mi abuela, muy cerca del corazón, donde la llevaba desde que había muerto.

Envuelta en una toalla, volví a acercarme al espejo en el que me había mirado antes. La línea de tinta sobre mi cuerpo era muy fina y la figura no era demasiado grande. La rocé con los dedos, la apreté con suavidad, pero no dolía, no parecía reciente. Supuse que era parte del sueño, una clave importante que tenía que descifrar. Así que me encogí de hombros, me puse una ropa interior horrible y un camisón que encontré en el armario y salí del cuarto en busca de explicaciones. Estaba segura de que el genio me diría todo lo que quisiera.

Sin embargo, cuando salí al largo pasillo y vi la línea de luz que se colaba bajo una de las puertas, no fue a Yinn a quien me encontré al otro lado.

Aquella noche entré por primera vez en el despacho de Marcus.

Aquel lugar terminaría convirtiéndose en un refugio, pero ese día solo fue otro extraño cuarto más. Aun así, me gustaron las paredes forradas de estanterías repletas de libros, la chimenea antigua y grande, y los dos sillones que había junto al fuego encendido.

El conde estaba de pie frente a las estanterías, con un libro entre las manos del que apartó la vista en cuanto escuchó la puerta abrirse. Se había quitado la chaqueta y se había arremangado la camisa, pero sus manos seguían cubiertas por los guantes negros. Fue la primera vez que me llamaron la atención de verdad: fuera de casa podrían haber tenido sentido, pero no en aquel momento. Él no me dio tiempo a preguntar antes de fruncir el ceño y decir:

—Es de muy mala educación entrar en una habitación sin llamar primero.

—En mi sueño tengo derecho a ser maleducada si quiero. Y, en realidad, todavía no he entrado —añadí, señalando mi posición en el umbral de la puerta.

—También es de muy mala educación abrir una puerta cerrada en una casa que no es la suya. ¿Nunca le han dicho que…?

—¿Se puede? —pregunté llamando insistentemente a la puerta.

Marcus respiró hondo y vi sus manos crisparse sobre el libro que tenía entre ellas.

—¿Sí, señorita? Pase, por favor. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Llamarme por mi nombre, para empezar.

—En este mundo tenemos unas normas de cortesía que claramente está decidida a ignorar, pero yo no haré lo mismo.

Puse los ojos en blanco.

—Lo que tú digas. Entonces, otras dos cositas de nada: ¿dónde puedo encontrar un pijama normal? Este camisón es lo más incómodo del mundo.

Marcus me lanzó un vistazo antes de volver a centrar su mirada en el libro que tenía entre las manos.

—Mañana puede pedírselo a Yinn.

—¿Y un traje? En mi mundo suelo llevar pantalones todo el tiempo, así que me sentiría más cómoda.

—Sí, un traje también —fue él quien puso los ojos en blanco entonces.

—¿Qué es exactamente Yinn? ¿Tu mayordomo? ¿Sois como Batman y Alfred?

—No sé de quiénes está hablando. Pero Yinn es… mi hombre de confianza. Se encarga de aquello que no dejaría que otra persona hiciese en mi nombre. Puede pedirle lo que necesite. ¿Algo más?

—Sí, esto.

Marcus dio un respingo cuando tiré del cordón de mi camisón y moví la prenda para enseñar mi piel. Creo que se puso un poco rojo, pero no puedo asegurar que eso no sea parte de cómo quiero recordar ese momento. A veces los recuerdos son así: inexactos, adornados por nuestra propia imaginación. Me gusta provocar que Marcus se ruborice, así que quizá por eso quiero pensar que lo hizo entonces.

Sea como sea, aunque al principio abrió la boca (supongo que para preguntarme qué estaba haciendo), calló cuando le enseñé la marca. Suspiró. Creo que en aquel momento entendió dos cosas: que podía ser que yo no me fuese tan pronto como a él le habría gustado y que sería peor no explicarme nada.

—Esa es su marca. La que indica que no nació aquí. No se preocupe, no supone ningún peligro si nadie la ve.

—¿Y si alguien la ve?

—Nadie va a…

—Ya, pero ¿y si sí? Cuéntame qué pasa exactamente con los que venimos de otros mundos, porque es obvio que es importante.

El conde apretó los labios. Aunque dudó, hizo un ademán hacia uno de los sillones que había frente a la chimenea. Dejó el libro que tenía entre las manos en su hueco de la estantería y se bajó las mangas de la camisa.

—Albión no es el lugar más justo del mundo con quienes vienen de fuera —me explicó, tras sentarse en el otro sillón—. El pensamiento general es que los visitantes deben servir a los nobles de Albión, y hay magia que se encarga de que ese orden se mantenga. Es una magia poderosa, que puede llegar a anular por completo su voluntad.

Por mucho que estuviera intentando convencerme de que nada de lo que estaba pasando me afectaba de verdad, no pude evitar el estremecimiento que me bajó por la columna.

—¿Esclavizáis a la gente que viene de otros libros? ¿Eso me estás diciendo?

Marcus apretó los labios.

—Algunos nobles lo hacen, sí. La gran mayoría, supongo.

—¿Y tú?

—Si quisiera esclavizar a alguien, ¿por qué habría enviado a esa visitante a casa?

—¿Porque era una licántropa que no parecía muy útil como esclava a no ser que quieras, no sé, participar en una guerra contra unos vampiros?

El conde volvió a poner los ojos en blanco.

—El único visitante que está atado a mi familia es Yinn. Y antes de que lo pregunte, es así por voluntad suya: fui yo quien lo encontró cuando llegó a este mundo y, cuando descubrió cómo funcionaba todo, quiso quedarse y se ofreció a trabajar para mí. Pero nunca le he dado ni una sola orden. Si tiene la marca de mi familia es solo por una cuestión de seguridad, para que nadie más pueda reclamarlo.

—¿La marca de tu familia?

—Es la manera en la que se hacen los contratos. —El conde hizo un ademán hacia mi hombro, que yo me había vuelto a cubrir con la ropa—. La marca que tiene sobre su piel puede sellarse con la sangre de un noble. Pero no necesita preocuparse por ello: no le va a pasar a usted.

Todo seguía sonando imposible, pero la manera en la que él lo explicaba, como si fueran verdades incontestables, consiguió que se me hiciera un nudo en el estómago. Creo que empecé a entenderlo ahí: que era posible que todo fuese real. A lo mejor estaba en un mundo nuevo, uno en el que podían llegar a esclavizarme, uno con magia y con genios y licántropos y chicos con ojos morados que abrían portales interdimensionales. Creo que empecé a ponerme nerviosa, pero me detuve a mí misma. No podía permitirme aceptar todo aquello.

—¿Y alguien de otro mundo no puede simplemente llegar aquí y ser… libre?

—Si consigue engañar a la gente adecuada. Por eso he insistido en que es mejor que nadie sepa que usted no es de Albión. Y que la vea el menor número de personas posible. Estará a salvo si se queda en esta casa y el resto del mundo piensa que es solo una amiga que está de paso. Se irá pronto, de todos modos: encontraremos su libro y todo estará arreglado.

Tomé aire, un poco mareada. De pronto, la idea de tener que fingir ser una señorita no me pareció solo una broma. Me vi teniendo que interpretar un papel perfecto, uno de nativa de un mundo que apenas empezaba a entender. Creo que Marcus se dio cuenta de que la situación estaba a punto de superarme, porque apretó suavemente los labios y después se levantó para servirme un vaso de agua.

—Será mejor que se vaya a descansar.

—¿Puedo dormirme dentro de un sueño?

El conde titubeó. Yo no estaba preparada para que me dijera que no estaba soñando y él no parecía seguro de querer decirlo. Supongo que temía mi reacción tanto como yo temía lo que él podía responder. Llegó a separar los labios, pero yo lo corté:

—No estoy cansada. Y ahora tengo muchas preguntas más.

Cerró la boca. Creo que fue la primera vez que sintió un poco de pena por mí. Que vio la armadura tan fina con la que me estaba intentando proteger de lo que estaba pasando a mi alrededor. Supongo que por eso se volvió a sentar e hizo un ademán con una de aquellas manos enguantadas.

—¿Qué quiere saber?

Marcus

Lo llamaste «lore». Yo jamás había escuchado la palabra y debió de notarse en mi cara, porque comenzaste a explicar:

—Me refiero a las bases de este mundo. Como cuando te dicen que la gente puede tener mutaciones que les dan poderes sobrenaturales y tú lo aceptas. O… yo qué sé. Qué tipo de gente vive aquí. O la historia que tengáis: batallas, revoluciones, quién reinó cuándo.

—Aquí solo existe la reina Victoria…

—¿Victoria? —Por alguna razón, te hizo gracia el nombre—. ¿Es en serio?

—Sí, aunque nadie la llama por su nombre nunca, porque es la única reina que ha habido siempre.

—¿Siempre? ¿Cuánto tiempo es siempre?

—Seiscientos setenta y tres años, lo que lleva existiendo este mundo.

—¿Es una diosa o algo así?

—No, no creemos en dioses. Lo más parecido es la Creadora: la persona que se dice que escribió este mundo por primera vez. Pero es solo una leyenda, un cuento: nadie la idolatra ni hay cultos en su honor.

—Entonces la reina solo es… inmortal.

Asentí. Parecías muy concentrada, como si estuvieras a punto de ponerte a tomar notas. Lo aceptabas todo como solo se pueden aceptar las cosas que no terminas de creerte.

—Estaba aquí desde el principio, como las principales familias de nobles, que conforman su corte. Pero mientras que el resto envejecemos y morimos, ella siempre ha permanecido igual.

—¿Y tú formas parte de su corte también?

—En el sentido más estricto, sí. Pero los primeros en las líneas sucesorias, los que en algún momento heredamos un título, no servimos como caballeros en palacio: lo hacen nuestros hermanos pequeños. Como Rowan.

—¿Y por debajo están los…? ¿Cómo los has llamado? ¿Los visitantes?

—No todos los nacidos aquí son nobles: al final, a lo largo de los años, hubo visitantes que se quedaron e hicieron sus propias vidas y tuvieron hijos. Esa gente nace sin marca: son de Albión por derecho de nacimiento. Pero sí, los visitantes serían el último escalafón de nuestra sociedad, así que supongo que, a grandes rasgos, lo ha entendido.

—Vale. Y los visitantes vienen a través de los libros… y pueden volver a sus casas a través de ellos.

—Sí, y para eso necesitamos encontrar cada libro en concreto. Algunos visitantes aparecen con ellos. Otros los encuentran con el tiempo.

No te dije que había quienes no los encontraban nunca. Visitantes que, una vez aparecen, se encuentran en un callejón sin salida; no tan literal como el que te habías encontrado tú aquella noche, pero mucho más terrible. A ti ni siquiera se te pasó por la cabeza aquella posibilidad.

—Y tú me vas a ayudar a encontrar el mío.

Asentí.

—Necesito su nombre para eso. Completo.

—Daniela Ferrer. Pero nadie me llama Daniela si no es para echarme la bronca, así que no lo uses contra mí.

—Como habrá notado, no tengo ninguna intención de llamarla por su nombre, señorita Ferrer, así que no tiene nada de lo que preocuparse.

—Eres un encanto, ¿eh? —resoplaste.

Yo te ignoré.

—Y me vendría bien una descripción. Va a tener que hacer memoria: ¿se encontró con algún libro antes de acabar aquí?

—Trabajo en una librería, veo libros todos los días a todas horas, así que vas a tener que ser un poquito más concreto.

—¿Qué es lo último que recuerda antes de aparecer en aquel callejón?

Creo que estuviste a punto de decirme que los sueños no funcionaban así, pero debió de pasársete algo por la cabeza y te hundiste en el sillón, pensativa. No me había fijado demasiado en ti hasta entonces, pero cuando subiste los pies descalzos al asiento y te encogiste, envuelta en aquel camisón, me pareciste diminuta.

—Sí… que había un libro.

Me sorprendió que tu voz sonase tan titubeante. Nuestros ojos se cruzaron, pero tú los apartaste enseguida.

—Lo cogí de la librería. Era de los de segunda mano, de una biblioteca privada que estaban vendiendo. Las cajas estaban en el almacén y yo rebusqué entre ellas y… lo encontré. Me llamó la atención porque parecía muy viejo. Creo que se llamaba… El mundo de los mil mundos. Algo así. No tenía autor en la cubierta, solo era de color escarlata con filigranas doradas. No lo recuerdo muy bien, puede ser que tuviera estrellas en el lomo… Le eché un ojo por encima y me pareció un libro de cuentos, así que me lo llevé. Y luego llegué a casa y…

Y lo leíste. No lo dijiste en alto, en aquel momento no me diste los detalles de cómo fue, quizá porque te daba demasiado miedo pronunciar los recuerdos que se te habían acumulado en la cabeza. Te quedaste tan blanca, de pronto, que quise alejarte de ese límite al que estabas a punto de llegar.

—Con esa descripción es suficiente —dije. Y tú despertaste. Me miraste, con un parpadeo confundido, y después asentiste con ganas.

—Y si encontramos el libro, despertaré.

—Cuando yo encuentre el libro —te corregí—, todo estará bien, sí.

Tardé más de lo esperado en concluir que no se puede discutir contigo, ¿sabes? Sobre todo cuando sacas toda tu terquedad a relucir.

—Encontremos.

—Yo soy el que se va a encargar, conozco a la gente adecuada. Y usted no puede salir de esta casa, ya se lo he dicho: no quiere darle la oportunidad a nadie de que descubra quién es.

—Nadie tiene por qué hacerlo: soy una gran actriz. ¿O no actué de manera impecable con tu hermano? Yo creo que le caí muy bien.

—Rowan no es lo peor con lo que se puede encontrar: hay gente que vería el engaño a la primera.

—Ah, ¿sí? ¿Quién?

Varios nombres cruzaron mi cabeza en ese momento. Había uno en especial que no quería pronunciar, así que decidí que no mencionaría ninguno.

—Nadie. Todo el mundo.

—Además de ser encantador, eres superconcreto.

Me puse en pie, dispuesto a acabar con aquella conversación. Tú hiciste otro tanto, como si no quisieras ser menos, y cruzaste los brazos sobre el pecho.

—Dame una oportunidad.

—No. No puedo confiar en que no se perderá en cuanto me dé la vuelta. O en que obedecerá si le pido que no diga ni una sola palabra, como ya ha demostrado esta noche. Y le aseguro que todos sabrán que no es mi amiga en cuanto abra la boca. Es usted demasiado…

—¿Feliz? Es cierto que tú tienes bastante cara de amargado, sí.

Fruncí el ceño. En otro momento me habría callado, pero a lo largo de la noche habías conseguido el dudoso honor de agotar mi paciencia.

—No: es usted maleducada, malhablada, terca y demasiado directa. Es un resumen de mi primera impresión, pero puedo elaborar.

—Y tú eres un pedante, aburrido, pijo y, como ya he dicho, amargado. Es un resumen de mi primera impresión, pero puedo elaborar.

Me miraste desafiante y yo lo acepté, con la barbilla alzada tal y como me habían enseñado desde que era pequeño. No sé qué nos estábamos jugando aquella noche, en aquella mirada, pero ganaste tú cuando resoplé y fui el primero en desviar la vista y dirigirme hacia la puerta. Tú, sin embargo, no ibas a dejar que todo quedase así: me cortaste el paso, a pesar de que te sacaba media cabeza.

—Mira, conde: o me llevas contigo a buscar mi libro o me encadenas al poste de la cama, porque será literalmente la única manera en la que vas a conseguir que me quede aquí encerrada.

Volviste a pronunciar mi título como si fuera otro insulto que echarme a la cara, pero no permití que me afectase: ni tu expresión ni la frustración en tus palabras.

—Entonces le pediré a Yinn que consiga unas buenas cadenas, porque usted no va a ir a ninguna parte. En cuanto diese un paso más allá de mi jardín, no podría protegerla.

—¿Y a ti quién te ha dicho que necesito que me protejas?

Ni siquiera te respondí. Estaba cansado de aquella noche y también de ti, de tu insistencia, de aquel carácter que no parecía que fuera a poder controlar. Había sido un día muy largo.

Aunque ni la mitad de largo de lo que sería el siguiente.

Dani

Desperté con el recuerdo de Lía gritando mi nombre.

Cuando empecé todo esto, te dije que Lía no estaba y que ese había sido precisamente el problema. La noche anterior, mientras hablaba con Marcus en su despacho, había pensado en ella de verdad por primera vez desde que había llegado. Mientras le hablaba al conde de aquel libro que había encontrado, recordé que lo había estado leyendo con ella. Nos habíamos tomado una botella de vino después de un día agotador en nuestros trabajos y después habíamos cogido el libro. Quise enseñárselo y ella, como tantas otras veces con tantos otros libros, me dijo que le leyera en alto como si fuese Blackwood, el trovador que a veces yo interpretaba en las partidas de rol que jugábamos con nuestro grupo de amigos.

Y entonces llegó la luz y Lía gritó mi nombre.

Abrí los ojos de golpe, jadeando. Y entonces la que gritó fui yo, aunque no por mi sueño, sino porque una carita redonda de ojos verdes y curiosos me miraba desde arriba.

La primera vez que vi a Lottie pensé que era una muñeca o que la habían sacado de un anime. Ella sí que parecía una magical girl, con su vestido de volantes y sus tirabuzones negros perfectos. El siguiente grito fue suyo. Se echó hacia atrás, sorprendida, y después procedió a fruncir el ceño y chistarme:

—¡No grites! ¡Van a saber que estoy aquí!

Por supuesto, ella podía provocarme un infarto, pero yo no podía responder de manera lógica a una desconocida que me miraba dormir. Me incorporé, confusa, con la espalda pegada al cabecero de la cama. Lancé un vistazo rápido alrededor para ubicarme. Seguía sin estar en mi casa. Lía seguía sin estar allí. En su lugar, en esa cama que no era mía, había una niña que podría haber sido una nueva versión de Claudia de Entrevista con el vampiro.

—¿Quién eres tú? —Estoy segura de que la voz me salió ahogada, pero ella no pareció darse cuenta de mi estado de histeria.

—¡Oh! ¡Me llamo Lottie! Bueno, Charlotte, pero nadie me llama así a no ser que estén enfadados conmigo. Y no quiero que nadie se enfade conmigo, pero lo harán si saben que estoy aquí, así que… —Se puso el dedo sobre los labios.

Bueno, no parecía peligrosa. Y al hablar no se le veían los colmillos.

—¿Por qué estás aquí si te han dicho que no puedes?

—Porque conocer a una visitante siempre es mejor que estar en clase. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes?

—Me llamo Dani. Y vengo pues… de Madrid. Aunque dudo que eso te diga nada.

—Nada en absoluto —confirmó ella—. ¿Cómo es?

—Eh… ¿Una ciudad contaminada?

—Oh, vaya. ¿Cómo de contaminada? ¿Tenéis que ir con máscaras? Una vez vino a casa un visitante que iba todo el tiempo con una y le daba miedo quitársela por si se ahogaba.

—No tan contaminada, pero dale unos años. ¿Y tú… vives aquí?

—¡Claro! ¡Soy…!

—Charlotte.

Las dos levantamos la mirada para ver a Yinn bajo el umbral de la puerta, que estaba haciendo un esfuerzo por mantener una expresión seria a pesar de que estoy segura de que le hacía gracia que la niña se hubiera escapado de sus clases. Lottie compuso una expresión angelical y pestañeó de manera tan encantadora que estoy segura de que en la otra punta del mundo se originó un huracán.

—¡Yinn! —exclamó ella, adorable.

—No deberías estar aquí. Tu maestra te está buscando por toda la casa.

—Estaba saludando. Mi maestra, precisamente, siempre dice que debo ser educada, y no dar la bienvenida a una invitada no sería nada educado…

—A tu padre no le va a gustar.

—Y por eso no tiene por qué enterarse.

—¿Su padre?

Para entonces ya había dado por hecho que aquella niña debía de ser la hermana pequeña del conde. Sin embargo, que mencionase a su padre me sorprendió, porque también había dado por hecho que no había más adultos en aquella casa.

—El conde —matizó Yinn.

Asentí de manera automática. Y dos segundos más tarde entendí lo que estaba diciendo.

—Pero si no puede ser mucho mayor que yo —dije, incrédula. Y después me giré hacia la niña—. ¿Cuántos años tienes?

—¡Voy a cumplir nueve pronto! Aunque todo el mundo dice que soy muy alta para mi edad, como ya habrás notado. —Y se puso en pie de un salto como si quisiera demostrarlo.

—¿Y ese estirado es tu padre? ¿Cuántos años tiene él?

—Veintisiete, pero no creo que le guste que hables así de él…

Levanté tanto las cejas que creo que me tocaron la línea del pelo. Aquello eran solo tres años más de los que yo tenía. Pensé que quizá por eso se le había quedado esa actitud de estar consumido por la vida: la paternidad adolescente tenía que ser algo muy complicado.

Yinn carraspeó y se acercó a la niña para ponerle las manos sobre los hombros.

—Alguien debería volver a clase —dijo antes de guiarla hacia la salida.

—¡Todavía tengo preguntas!

Ya éramos dos.

—Las preguntas que importan se las puedes hacer a tu maestra…

—¿No debo hacerme preguntas sobre el mundo que me rodea? Esto también es aprender. —Y con un movimiento preciso, se coló debajo del brazo de Yinn para volver hacia mí—. ¡Voy a necesitar mucha información cuando papá empiece a llevarme con él a devolver gente a sus mundos!

Me pareció una niña terrible que debía de traer al conde por el camino de la amargura. Quizá por eso la adoré de inme­diato.

—Parece que somos almas afines —concluí, y di un par de palmadas en el colchón para que volviese a sentarse a mi lado—. Yo también siento curiosidad por muchas cosas. ¿Qué te parece si hacemos un intercambio? ¿Información de mi mundo a cambio de información del tuyo?

A Lottie se le puso la cara que podría haber tenido cualquier niño la mañana de Navidad. Yo era su regalo, un regalo con un montón de dat

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