Lo que la guerra transforma

Patricia Simón

Fragmento

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Estación de Lviv, de donde parte el tren nocturno a Kiev.

El primer impulso es el de asomarse a la ventana. En lugar de perderse, una vez más, en las vistas de la capital por las que eligieron este apartamento, hunde la nariz en el cristal para terminar de aceptar lo que lleva días rumiando con su marido: que tienen que abandonar su hogar.

Es 24 de febrero de 2022, las tropas rusas se adentran en suelo ucraniano y ellos concluyen que vivir junto a una base militar ha pasado de ser una ventaja por la ausencia de edificios altos en los alrededores a convertirlos, directamente, en un objetivo estratégico de los ataques del Kremlin. Y que permanecer en una octava planta, con todas las habitaciones con cristaleras orientadas al exterior, sería una decisión suicida. Aun así, Maryna Matvieieva, una publicista de treinta años, tapona, mecánicamente, el fregadero, el lavabo y la bañera, y abre los grifos para almacenar agua por si se corta el suministro. Su marido, el arquitecto Kirills Davido, mete a los dos gatos en los transportines, llena una maleta con unas pocas mudas para ambos, selecciona la documentación más importante —carnets, pasaportes, títulos académicos, contratos laborales— y le pregunta si se olvida de algo relevante.

Cuando se declara una guerra hay que decidir, de inmediato, qué es lo importante. La elección se vivirá con la contundencia o la vacilación propias de toda resolución irrevocable y final. A medida que el conflicto se alarga, habrá que volver a responder, una y otra vez, la pregunta, como quien destila la vida en busca de su esencia. Hasta descubrir que no queda más que la existencia misma, proteger la posibilidad de seguir siendo. Eso es la guerra.

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En la nevera de la cocina americana, varias decenas de imanes rememoran los viajes que Maryna, Kirills y sus amigos han realizado por Europa. Cuando cierran la puerta de la vivienda sin saber si al día siguiente seguirá en pie, en la estantería del dormitorio quedan un casco militar con la palabra «Maidán» pintada en blanco y varios libros de fotografías de las protestas en las que ambos participaron en 2013 y 2014. Se les ilumina el rostro cuando subrayan que fueron ellos quienes derrocaron con sus gritos y su perseverancia al entonces presidente, Víktor Yanukóvich. El multimillonario, apoyado por grandes oligarcas del país, había suspendido en el último momento la firma de un acuerdo de asociación y libre comercio con la Unión Europea. Miles de jóvenes como Maryna y Kirills se instalaron en la plaza de la Independencia de la capital. Querían ser ciudadanos de la Unión Europea, disfrutar de la modernidad que, pensaban, traería su inclusión en el bloque occidental, beneficiarse del crecimiento económico que han vivido todos los nuevos estados miembros de la Unión, dar la espalda a Rusia y, de paso, el portazo definitivo a su pasado soviético. Junto a ellos, también se instalaron miembros de la oposición política y de grupos de extrema derecha y neonazis. Apenas dos semanas después de la rebelión popular, el 17 de diciembre, Vladímir Putin anunciaba el levantamiento de las barreras aduaneras con Ucrania, un abaratamiento del precio del gas y la concesión de un préstamo «no condicionado» de once mil millones de euros.

El pulso entre los manifestantes y el Gobierno se agudizó hasta que el mes de febrero se convirtió en el más sangriento para Ucrania en sus más de veinte años de independencia: oficialmente, noventa personas asesinadas, cientos de desaparecidos y miles de heridos graves por las balas de los francotiradores y de las granadas de aturdimiento de las fuerzas antidisturbios. Pero la ciudadanía no abandonó la plaza, el Parlamento destituyó a Yanukóvich, el presidente depuesto huyó y Putin comenzó la anexión rusa de Crimea y la guerra en el Dombás.

Y entonces Bruselas volvió a estar lejos y en Kiev se restableció la paz, mientras los muertos se acumulaban en el Dombás y los jóvenes manifestantes capitalinos retomaban sus vidas, para las que, además del pan, querían las rosas. Así fueron entrando en la madurez, llenando los salones de sus casas con esos objetos con los que vamos atesorando los recuerdos de lo vivido y que no queremos olvidar. Como esa fotografía, que también se quedará atrás en la huida, de Alexis abrazado por su madre, profesora en un instituto de la capital hasta que los sonidos de los bombardeos se volvieron demasiado cercanos y decidió refugiarse en Lviv, ciudad fronteriza con Polonia. Precisamente a su casa se trasladan Maryna y Kirills: un bajo lejos del centro, exactamente lo opuesto de lo que siempre habían soñado.

La guerra es el abrupto estrechamiento del abanico de opciones hasta que, en la mayoría de las ocasiones, solo queda la esperanza de que alguna garantice la supervivencia. En su caso, un día después de la apresurada mudanza y a cien metros del dormitorio en el que duermen, caen las dos primeras bombas que golpean la capital, en la torre de telecomunicaciones de Kiev. «Ahí me di cuenta de que no había ningún sitio seguro en Ucrania y de que no me iba a marchar a ningún otro lugar», me dice Maryna, con una dureza que no atisbé en los primeros encuentros y que se fue haciendo cada vez más habitual entre los ucranianos.

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Cuando se declara una guerra nos asaltan unos conocimientos que parecieran haber estado siempre ahí, esperando no tener que aflorar nunca. Un resorte atávico de ideas que afilan los sentidos, la mirada y la musculatura de quienes siempre han vivido en paz hasta que un día se despiertan y empiezan a despedirse de todo porque ya nada es para siempre. Todo, de repente, al borde del precipicio: el trabajo, la casa, los amores, la vida.

Es entonces cuando se hace carne este poema de Wisława Szymborska:

Todo:

palabra impertinente y henchida de orgullo.

Habría que escribirla entre comillas.

Aparenta que nada se le escapa,

que reúne, abraza, recoge y tie

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