Desde mi ventana (Juntos y revueltos 2)

Eleanor Rigby

Fragmento

desde_mi_ventana-3

Capítulo 1

En busca de la heterosexualidad perdida

Eli

—¿Cuánto alquiler pagáis por este apartamento? —pregunta Edu, curioseando al otro lado del cristal—. Porque nada más que por las vistas que tienes desde esta ventana, ya tendría que costar más que el casoplón de George Clooney en el Lago di Como.

—No pagamos alquiler. Es propiedad de Eli, y yo me aprovecho de ella —anuncia Tay, satisfecha. Y delante de mis narices. Nunca ha tenido demasiada vergüenza, la verdad—. Pero la neta, esta vista no tiene abuela, y eso que estamos en el ­cuarto.

—¿En el cuarto? —repite Edu en tono inocente—. Yo estoy en el séptimo cielo.

Los dos se echan a reír como idiotas ante la rendija semiabierta de la ventana.

Pongo los ojos en blanco por sexta vez. A este paso voy a verme el cerebro más de lo que he visto a mi padre en los últimos diez meses. Que tampoco sería muy difícil, por otro lado. La competencia lo ha puesto fácil.

—Su madre debe de ser una paisajista profesional, porque tremenda visión —gimotea Edu, mordiéndose el labio.

—O arquitecta. Ese monumento no se construye solo.

—O pastelera..., que ese bombón no lo hace cualquiera.

Creo que ya ha quedado claro que con las «magníficas vistas de mi piso» no se refieren a una extraordinaria panorámica de la capital española. Las ventanas de la cocina no solo no dan al centro de Madrid, sino que ofrecen una perspectiva desoladora de la terracita interior donde solemos tender... y, a veces, del macizo y sudoroso cuerpo desnudo del galán que se mudó oficialmente al edificio hace unas semanas.

Edu, el cotilla número uno, aunque Tamara le disputa el podio, ya nos lo describió unos días antes de que se presentara de forma oficial.

—Dos minutos hablando con él y tengo las bragas como una pavesa de papel quemado —anunció—. Te juro que durante mi época de soltero habría dado todo lo que tenía porque me enchufara el pito. Lo habría cabalgado como Xena la Guerrera hasta la llegada de Gandalf; no lo habría soltado a menos que me diera la primera luz del quinto día.

—Y entonces habrías mirado al alba —le dije yo, por seguir la broma friki.

—Prefiero mirar a Cuenca, tú me entiendes... Pero vale, se acepta.

Estábamos sentados en la cafetería de la esquina, un lugar de confianza desde que nos contrataron a Tay y a mí como las proveedoras de la repostería, y una señora que justo pasaba por nuestra mesa lo miró consternada y se fue santiguándose.

—Le deseo buena suerte si se cree que echándome la maldición de Cristo va a curarme —bufó Edu después—. Me he pasado media vida siendo maricón en la sombra. Ya pueden volver a poner la mili obligatoria que voy a hablar de pollones todo lo que me dé la gana.

Y, en efecto, habló de uno de sus temas preferidos —que no el único, porque Edu tiene lengua para ti, para mí y para nuestras abuelas— durante el resto de la tarde, dando detalles enfermizamente concretos de la anatomía masculina del vecino.

Yo pensaba que Edu exageraba. Es a lo que tiende. Y no voy a decir que, al igual que su afán de chismorreo, eso le venga con lo de ser gay —no me gusta generalizar tan a la ligera—, pero uno no suele ser peluquero si no le encantan los cócteles prototípicamente femeninos, con sombrilla incluida, ni está al día de todos los cotilleos que son primicia en el ¡Hola!

En el ¡Hola! y en el barrio donde vivimos.

Sabiendo como sé que es un abanderado de la hipérbole, asumí que «el hombre más guapo de la historia de la humanidad», que fue como definió a Óscar Casanovas, era una frase hecha para describir a un tipo solo atractivo. Ahora que es el sex symbol del edificio, ves a las vecinas de otros bloques asomándose al portal y te enteras de que Virtudes Navas, la escritora romántica del momento —y dulce abuelita que vive justo enfrente de mí—, lo ha tomado de inspiración para su antología de relatos eróticos, no te queda otro remedio que aceptar que a lo mejor estabas equivocada y sí que es el hombre más guapo de la historia de la humanidad.

De todos modos, no es solo que sea un macho ibérico a valorar. Como dice el propio Edu, «no es lo que tengas, sino cómo lo manejes». En este caso, el misterio digno de Cuarto Milenio que envuelve al vecino es con quién lo maneja. ¿Hombres? ¿Mujeres? ¿Hombres y mujeres?

Cada uno tiene una opinión distinta.

—Qué bien le sienta esa camisa —dice Edu, observándolo en la distancia con los párpados entornados—. Y que conste que no solo me gusta porque quien la lleve sea claramente maricón.

—No mames —rezonga Tay—. Ahora se lleva mucho el color salmón y el estampado hawaiano. Si me dijeras que lo combina con unas cangrejeras o unas bermudas, te daría la razón, pero los Levi’s desgastados solo se los pone un heterazo como un sol de grande.

—Como un sol de grande tiene el agujero que yo me sé, y de tanto morder la almohada.

—Por Dios, Edu. —Sacudo la cabeza.

—¿Qué? Ese hombre es una pasiva, te lo digo yo, que mi gaydar huele estas cosas a diez kilómetros.

—Pues tu gaydar debe de haber olido mal, porque se echa Invictus, una colonia fulminabragas. El otro día le pregunté cuál llevaba, ¿sabes?

—¿Le has preguntado qué colonia utiliza? —le pregunto, perpleja. Pretendía mantenerme al margen y terminar los brownies para la fiesta de cumpleaños de esta tarde, pero en vista de que mis amigos no pueden dejar en paz al pobre vecino, me veo en el deber de recordarles lo que es la intimidad—. A ver, Tay, cielo...

Ella levanta la mano para cerrarme el pico.

—No, Eli. Esto se ha convertido en algo personal. Tengo que demostrarle a Edu como sea que a Óscar Casanovas le va el pescado, y si para ello debo meter la mano en su baño, así sea.

La miro alarmada.

—¿Has metido la mano en su baño?

—No, pero estoy planeando una excursión a su apartamento. Tengo la cámara cargando para hacer fotos de la escena del crimen y luego estudiarlas en mi cuarto.

—¿El crimen que tú vas a cometer por allanamiento de morada?

—El crimen de ser tan pinche sexy —me corrige Tay, de nuevo pendiente de la rendija de la ventana. Por lo menos esta vez no la ha abierto de par en par, lo que suele hacer para admirar sin ningún disimulo los estriptis de Óscar.

Edu me observa con un brillo ambicioso en los ojos.

—¿No estabas con nosotros cuando hicimos la apuesta?

—¿Qué apuesta? —pregunto.

—Ella dice que es hetero. —Señala a Tamara—. Yo digo que es marica. Anita y Matilda están conmigo. Susana y Gloria van con Tay, pero porque les daría rabia que no estuviera disponible para el público femenino. Virtudes es Suiza: se mantiene neutral.

Genial. Los gustos de Óscar se han convertido en tema principal para la mesa de debate de las marujas del edificio. Todas esas mujeres son mis vecinas, y sus edades oscilan entre los veintisiete y los setenta.

No sé de qué me sorprendo, viviendo donde vivo.

—¿Y qué? ¿Estáis buscando a alguien que desempate?

—Qué va. Cada uno ha apostado una cantidad de pasta. Si resulta ser gay, Tamara y sus seguidoras me tienen que invitar a copas durante tres meses consecutivos.

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