Un burka por amor

Reyes Monforte

Fragmento

cap-1

 

PRIMERA PARTE

UNA NUEVA VIDA

1

—¿De Afganistán? Y eso, exactamente, ¿dónde está? ¿En otro planeta?

Cuando María supo que el hombre del que se estaba enamorando perdidamente, como una auténtica colegiala, había nacido en un país llamado Afganistán, no pudo parar de reír y de hacer bromas sobre la localización de aquel reino del que nada había oído hablar hasta ese momento. Era una risa nerviosa, floja, que ella misma hubiese definido de estúpida de no ser porque la sabía fruto de la fuerte atracción que sentía hacia Nasrad a las pocas horas de conocerle.

—¿Sabes qué, Nasrad? No sé nada de tu país. No sé en qué parte del mundo está, ni de qué vive, ni qué coméis, cantáis o bailáis en vuestras fiestas. Pero no me importa. No me importa nada. De hecho, me gusta. Porque tú me gustas mucho. Y no necesito saber más.

María no mentía. Era una mujer joven, de dieciocho años, deseosa de conocer el mundo y de abrirse a él, inquieta por vivir la vida, ansiosa por conocer gente, pero completamente alejada de la realidad que albergaba ese mundo que tanto codiciaba conocer. No dedicaba un minuto a ver los noticiarios de televisión, ni a leer los periódicos, ni tampoco escuchaba las noticias de la radio donde podía haber encontrado como el nombre de Afganistán aparecía siempre seguido de una estela de muerte, de guerra y de horror.

Había llegado a Londres hacía apenas un año desde su Mallorca natal, huyendo de la presión familiar, de las continuas desavenencias con un padre al que adoraba pero al que no comprendía cuando se afanaba en convencerla de que siguiera con sus estudios y se olvidara de salir con los amigos. Los consejos de su padre, viudo desde que María cumplió los dos años, eran interpretados a su entender como regañinas injustas y desproporcionadas.

Atrás quedaba una época adolescente de excesos, de malas compañías y de extraños comportamientos. En Mallorca quedaba su familia, ante la que se mostraba impaciente por demostrar algún día que ella era capaz de vivir por sus propios medios, que no necesitaba ayuda de nadie y que su recién estrenada mayoría de edad le daba el derecho que siempre había anhelado para poder decidir dónde, cómo y con quién ir por la vida.

María no había tenido tiempo de escuchar las estremecedoras historias de las mujeres en Afganistán, cómo morían a diario apedreadas por no haberse tapado el rostro lo suficiente, cómo encontraban la muerte en cualquier esquina de la ciudad por haber salido de casa sin la compañía de un varón. Desconocía cómo mujeres de dieciséis años recibían palizas mortales por parte de hombres que ni siquiera conocían porque se atrevían a sentarse en la parte posterior de un autobús público, reservado solo y únicamente para los hombres. No era consciente de cómo mujeres como ella podían encontrar la muerte en la calle al cometer la osadía de llevar un libro entre las manos, o por hacer un comentario en mitad de una conversación mantenida entre hombres. Tampoco conocía cómo las niñas de seis y siete años eran dadas en matrimonio por sus propias familias a hombres cuarenta y cincuenta años mayores que ellas a cambio de una irrisoria cantidad económica.

Nada sabía de lapidaciones, violaciones, ejecuciones públicas, aniquilaciones, torturas, mutilaciones sexuales, castigos físicos, vejaciones... La ignorancia y el desconocimiento abonaban la desgracia y el dolor de lo que en Afganistán sucedía y sigue sucediendo.

Nada conocía María sobre Afganistán y quizá por eso seguía sonriendo, sin desviar su mirada de los ojos negros de Nasrad, mientras cogía con las dos manos la taza del primer café que había compartido con aquel hombre del que no quería separarse, a pesar de que hacía un par de días que se habían conocido.

Había sucedido en las oficinas de la empresa de trabajo temporal en la que ambos estaban contratados. Ella trabajaba en esos momentos en una fábrica empaquetando relojes para su posterior venta en los aviones, aunque antes había estado empleada en una fábrica de carne de cerdo y en otra de compra y venta de bombones. Atrás habían quedado sus primeros meses de estancia en Londres, durante los que se puso a trabajar en casas particulares, limpiando y cuidando niños a la vez que aprendía inglés, una formación que intensificaba por las tardes acudiendo a una escuela de idiomas.

Había ido aquella mañana a las oficinas de su empresa porque algo en su contrato no coincidía con las condiciones establecidas. Durante la espera y de manera casual, Nasrad y ella coincidieron y entablaron pronto conversación; ya le había visto en alguna ocasión, pero nada sabía de aquel hombre, excepto que era musulmán y que trabajaba como soldador de puertas de los coches de Land Rover.

Cuando ambos terminaron de realizar sus respectivos trámites, quedaron para tomar un café al día siguiente. Ella pasó las horas previas a aquella primera e inocente cita en un patente estado de nervios, dando muestras de impaciencia, mirando constantemente su reloj y encendiendo cigarrillos sin parar. Tardó al menos tres horas en decidir qué ropa llevar en aquel encuentro. Finalmente optó por unos vaqueros ajustados y una camiseta que había adquirido en una tienda nada más llegar a Londres y que le encantaba, porque sabía que le favorecía.

Los dos llegaron puntuales. Parecían tener prisa por verse y encontrarse. Comenzaron a ponerse al día de sus respectivas vidas. María supo que Nasrad era de procedencia afgana, que había huido de su país hacía más de quince años por problemas con los rusos, que en aquella época ocupaban Afganistán. Le confesó que no mantenía casi contacto con su familia, pero que eso no le impedía ayudarlos económicamente todos los meses, lo que, posteriormente, según pudo saber ella, equivalía poco menos que a encargarse de su manutención. María, por su parte, le contó que era la menor de siete hermanos, tres hermanas y cuatro hermanos, y que se crio en un internado porque quedó huérfana de madre a muy temprana edad y su padre, hundido en una depresión por la muerte de su esposa, se vio incapaz de hacerse cargo de ella.

Le confesó que era buena estudiante, que siempre había soñado con convertirse en profesora o en enfermera, que le fascinaban los niños y que le encantaba reírse, como ahora lo estaba haciendo.

Y así estuvo María durante mucho tiempo, riéndose hasta que la vida, el destino, pero sobre todo el amor, la colocó en un país donde las mujeres no existen, un país donde las mujeres viven con la espada de Damocles en forma de muerte sobre sus cabezas. Un país donde el burka es la única protección de la mujer si quiere salir de casa y regresar con vida. Y eso teniendo suerte.

Y María, que no sabía nada, sonreía. Hasta que llegaron las noches de llanto ininterrumpido.

2

Al mes exacto de aquel primer café, María y Nasrad ya compartían piso.

—Es una pérdida de tiempo y de dinero que vivamos separados. Los dos queremos estar juntos y cada uno vivimos en una casa. Es absurdo.

A María, el argumento de Nasrad le pareció acertado y no hubo reparos ni vacilaciones a la hora de dar el paso.

Pasaban prácticamente todo el tiempo juntos. La joven mallorquina no había hecho muchas amistades en Londres y por eso se dejó arrastrar por Nasrad, que muy pronto la introdujo en el círculo de

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