Huesos olvidados (Nora Kelly 1)

Lincoln Child
Douglas Preston

Fragmento

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1

13 de octubre

Había anochecido temprano en la Ciudad de la Luz, y a la una de la madrugada, cuando unos nubarrones taparon la luna, París ya no hacía honor a su nombre. Incluso allí, junto al río, todo estaba oscuro y desierto. Para los residentes era demasiado tarde en una noche entre semana, y hacía demasiado frío para los turistas y los románticos. Salvo por un transeúnte que pasó a toda prisa con el cuello subido para protegerse del frío y por un barco con laterales de cristal, fantasmagórico y vacío, que se deslizaba silencioso por el río, rumbo al puerto una vez terminada ya la cena a bordo, el hombre tenía el paseo fluvial para él solo.

Paseo fluvial tal vez era un término demasiado grandilocuente para la pasarela de piedras antiguas que discurría junto al Sena, un poco por encima del nivel del agua. Aun así, incluso a altas horas de la noche, aquel tramo ofrecía unas vistas extraordinarias: la Île de la Cité justo en la otra orilla, con la silueta oscura del Louvre y las torres de Notre Dame tapadas parcialmente por el Pont au Double y elevándose hacia un cielo amenazador.

El hombre estaba sentado en un banco estrecho al lado de un andamio de madera erigido para reparar el viejo puente. Tras él se alzaba un muro de piedra de unos seis metros que llegaba hasta la calle, donde de vez en cuando se oían los vehículos que recorrían Quai de Montebello, al sur del Sena. Aproximadamente cada cuatrocientos metros, una escalera de piedra desgastada descendía desde la avenida hasta el paseo fluvial. Alguna que otra luz instalada en lo alto del muro de contención proyectaba estrechos charcos de color amarillo sobre los adoquines húmedos. La que se hallaba más cerca del hombre había sido retirada debido a las obras del Pont au Double.

A lo lejos apareció un gendarme con impermeable que iba silbando una canción de Joe Dassin. Sonrió y asintió en dirección al hombre, que le devolvió el saludo mientras se encendía un Gau­loises y lo observaba pasar por debajo del puente al tiempo que se alejaban las notas de Et si tu n’existais pas.

El hombre dio una honda calada a su cigarrillo, extendió el brazo y observó la punta incandescente. Sus movimientos eran lentos y fatigados. No había cumplido los cuarenta años y llevaba un traje de lana de buena confección. Entre sus elegantes zapatos italianos había una gruesa y rayada bolsa Gladstone de piel, de las que utilizaría un atareado abogado o un médico privado de Harley Street. Apoyado en el banco había un patinete nuevo y brillante. Nada habría distinguido a aquel hombre de cualquiera de los innumerables empresarios ricos de París, excepto sus rasgos —difusos en la oscuridad—, que tenían un toque exótico difícil de ubicar: asiático quizá, o tal vez kazajo o turco.

El suave rumor de la ciudad se vio alterado por el zumbido de una bicicleta. El hombre levantó la cabeza justo cuando aparecía una figura en lo alto de la escalera más cercana. Llevaba unos pantalones cortos de nailon negro, un maillot de ciclista oscuro y una mochila con tiras reflectantes, iluminadas por los faros de un coche que pasaba. El ciclista apoyó la bicicleta en la barandilla, le puso el candado, bajó las escaleras y se acercó al hombre vestido de traje.

Ça va? —saludó cuando se sentó en el banco.

A pesar del frío nocturno, llevaba la ropa empapada de sudor.

El hombre del traje se encogió de hombros.

Ça ne fait rien —respondió antes de dar otra calada al pitillo.

—¿Y ese patinete? —siguió el ciclista mientras se quitaba la mochila salpicada de barro.

—Es para mi hijo.

—No sabía que estabas casado.

—¿Y quién dice que lo estoy?

—Me lo tengo merecido por preguntar —rio el ciclista.

El hombre del traje tiró el cigarrillo al río.

—¿Qué tal fue?

—Mucho peor de lo que decía tu hombre. Yo imaginaba que sería un parque remoto y vacío. Putain de merde. ¡Estaba entre Gare Montparnasse y las catacumbas!

El hombre trajeado volvió a encogerse de hombros.

—Ya conoces París.

—Sí, pero no es algo que veas habitualmente.

Ambos callaron y contemplaron el río mientras pasaba una pareja cogida del brazo que no les prestó atención. Entonces, el hombre del traje habló de nuevo.

—Pero estaba desierto, ¿no?

—Sí, tuve suerte. Estaba justo al lado del muro de Rue Froidevaux. Si llega a estar un poco más adentro, me habrían visto desde el edificio de apartamentos que hay al otro lado de la calle.

—¿Fue complicado?

—La verdad es que no, excepto lo de actuar silenciosamente en todo momento. Y la puñetera lluvia de ayer. ¡Mira! —exclamó, señalando sus zapatillas de correr, que estaban aún más sucias que la mochila.

Quel dommage.

—Muchas gracias.

El hombre del traje miró a un lado y al otro del paseo, pero solo vio a los dos tortolitos alejándose.

—Vamos a echar un vistazo.

El otro abrió la mochila embarrada y mostró algo cubierto con varias capas de lona, plástico de burbujas y una suave gamuza. Entonces percibió un olor desagradable. El hombre del traje sacó una pequeña linterna para examinar cuidadosamente lo que había dentro y soltó un gruñido de aprobación.

—Bien hecho —dijo—. ¿Cuánto has tardado en llegar en bici?

—Unos diez minutos por los callejones.

—Será mejor que no nos quedemos aquí más tiempo del necesario.

El hombre se agachó y abrió la bolsa de piel que tenía entre las rodillas. En su interior, algo relució por un instante bajo la luz indirecta.

—¿Qué es eso? —preguntó el ciclista, mirando dentro—. No acepto plástico ni metales preciosos.

—Nada. Tu dinero está aquí —le aseguró, dándose una palmada en el bolsillo de la americana.

El ciclista esperó mientras su compañero metía la mano en el bolsillo del traje. Entonces levantó la cabeza con rapidez.

—¡Espera un momento! —susurró, acercándose a él—. Viene alguien.

Por instinto, el ciclista también se inclinó. Su compañero le puso una mano en el hombro para denotar intimidad a la vez que ocultaban sus rostros. Pero no había ningún transeúnte; el paseo estaba vacío. Cuando sacó la otra mano de la americana empuñaba una Spyderco Matriarch 2, una navaja táctica cuyo perfil en S estaba diseñado para un único fin. El sistema de apertura Emerson significaba que la hoja ya estaba desplegada cuando el cuchillo salió de la chaqueta.

El arma era poco más que un borrón negro cuando la hoja se deslizó entre la segunda y la tercera costilla y cortó las grandes arterias por encima del corazón antes de salir de nuevo. El hombre del traje limpió rápidamente la navaja en los pantalones del ciclista y volvió a guardársela con un gesto delicado. No le llevó más de dos segundos en total.

El ciclista se quedó quieto, con una mezcla de sorpresa y conmoción. Aunque la cavidad torácica ya se estaba llenando de sangre, la herida era tan pequeña que apenas se apreciaba la hemorragia a través del desgarro en el maillot. Entretanto, el otro metió la mano en su bolsa Gladstone y sacó una pesada cadena de acero y un candado. El resto de la bolsa estaba vacío, excepto por un revestimiento acolchado de goma y l

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