Guatemala corrupta

Henry Bin
Edwin Pitán

Fragmento

Guatemala corrupta

La corrupción que se mira, pero no se ve

Por Marta Sandoval

En el radio suena el noticiero a todo volumen. El autobús se des­pla­za lentamente en el tráfico de la Avenida Bolívar, su motor desven­cijado interrumpe la voz del locutor: “… la Fiscalía contra la Corrupción… brum, brum… maletas llenas de dinero… brum, brum… se presume… ploc, ploc, ploc… funcionario público”. Felipe mira el reloj, es tarde. Otra vez. Se baja en una calle angosta, busca el número 23 y toca el timbre.

Le recibe una señora sonriendo. “Pase, qué bueno que vino, Dios lo bendiga por la volada que nos va a hacer”, le dice. Felipe va directo al contador de luz y saca sus herramientas mientras la mujer lo observa desde lejos. “¿Escuchó eso de las maletas? Dice que encontraron millones en la casa de un ministro”, le comenta con un tono de indignación que Felipe comparte, él también estaba pensando en eso. “Cabal venía oyendo en el bus la noticia, es que los políticos son unos malditos. La gente muriendo de hambre y ellos siempre viendo qué sacan”, le responde con el ceño fruncido; después, sostiene con los dientes un desarmador y emplea ambas manos para afianzar dos cables. En unos cuantos minutos tendrá lista la conexión que conseguirá que la cuenta de energía eléctrica de la señora baje considerablemente, mientras el consumo se incrementa en la factura de la vecina. “Malditos políticos”, repite indignado.

Al salir se detiene en la farmacia de la esquina donde un hombre moreno y bajito lee el periódico del día. Felipe saluda cortés, pero el dependiente se toma unos segundos antes de reaccionar. “¡Una diputada se inventó una aldea!, ¿puede creer?”, le cuenta mientras deja el diario sobre el mostrador. La parlamentaria consiguió que el Ministerio de Comunicaciones construyera una carretera que llega únicamente a su finca. Para lograrlo aseguró que allí había una aldea con miles de habitantes que se beneficiarían del camino. Pero no era verdad, la autopista que nos costó millones a los guatemaltecos solo conduce a su propiedad. “¡Qué descarada!”, dice a voz en cuello desde los estantes donde busca el antibiótico que Felipe le pidió. Es la medicina que su hija necesita y que no había podido comprar. Mientras tanto el dependiente se cerciora de que nadie lo observa y despega con cuidado la etiqueta que dice Q175 en la caja del medicamento.

“Amigo, está de suerte, le puedo hacer una rebaja en este producto. Costaba Q250, pero le queda en Q200 con el descuento”. Felipe sonríe, está teniendo un buen día a pesar de todo. “Dios lo bendiga, mano”, le dice mientras entrega los dos billetes ajados que la señora del número 23 acaba de darle y se retira sin pedir factura.

A pocos kilómetros de allí, en un templo adornado con gruesas cortinas de terciopelo, la luz del sol entra por la ventana lateral y cae justo sobre la cabeza del pastor Ramiro. Ilumina las partículas de polvo en suspensión y de paso le da un aire de santidad al hombre de la voz enérgica que habla de la ira de Dios, de Belcebú y de cómo los corruptos nunca verán el reino de los cielos. Pronto la garganta le empieza a arder, baja el tono y se despide de los fieles con una sonrisa. La gente aprovecha para estrechar su mano, para abrazarlo y para pedirle bendiciones. Terminada la jornada Ramiro vuelve a su casa, va a la cocina y se sirve un vaso con agua. Mientras bebe admira el top de mármol de sus gabinetes, puede ver su reflejo sonriente en él. “Reluciente como los templos de Israel”, dice orgulloso. Los Q30 000 que le costó salieron de los diezmos de sus hermanos, para bendecirlo a él, su líder.

Dos calles más abajo Estuardo da un salto en su moto que casi le hace derrapar. Apenas consigue controlar el timón y detenerse en la acera. Le duele el hombro y la muñeca. Un intenso calor le llega al rostro cuando descubre que su llanta ha quedado inservible. Detrás, el agujero lleno de agua que no logró esquivar. “¡Maldito alcalde! Solo para hueviar sirve”, exclama furioso. Reparar ese neumático le va a salir caro. Hace cuentas, va a perder en eso por lo menos la mitad de lo que sacó vendiendo los vales de gasolina de la empresa donde trabaja, los que una secretaria, a cambio de un porcentaje, le pasa bajo la mesa. “¡Malditos corruptos robando el dinero del pueblo!”, vuelve a maldecir mientras busca su teléfono, necesita avisarle a su esposa que no llegará a tiempo para cenar.

En Guatemala la corrupción se mira, pero no se ve. Los corruptos son los funcionarios públicos, esa es la idea en el imaginario chapín, que les reserva a ellos un círculo del infierno privado, donde no cabe nadie más. La corrupción es exclusiva del que se enriquece con fondos públicos, piensan. Y llevan razón. Al menos en cuanto a leyes se refiere. El código penal guatemalteco reconoce el delito de corrupción solo cuando interviene un funcionario público.

El escritor David Foster Wallace cuenta esta historia: “Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice: ‘Buen día, muchachos. ¿Cómo está el agua?’ Los dos peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y le pregunta: ‘¿Qué demonios es el agua?’ ”

“El punto de la historia de los peces es simplemente que las realidades más obvias e importantes son con frecuencia las más difíciles de ver y sobre las que es más difícil hablar”, explica el escritor.

La corrupción es el agua en la que nadamos. La vemos solo cuando se convierte en olas intensas que arrasan corales, en mareas rojas que intoxican a los peces, en tsunamis que arrebatan todo a su paso. La corrupción en la que nos movemos a diario es tan difícil de ver como el agua para los peces, o como el oxígeno para los humanos. Pero existe. Y corroe todo lo que toca.

Los nombres de las personas en estas historias fueron cambiados por razones de seguridad, pero en realidad no hacía falta esconderlos. Seguramente cada lector los reconocerá. Cada uno lo verá con distinto tono de piel, con diferente cabello y otro rostro. Porque todos conocemos a personas así: que aprovechan un descuido para sacar un poco de dinero extra; que pagan a la secretaria de una oficina para que les dé prioridad en el trámite; ofrecen botellas de licor al profesor de la universidad a cambio de puntos; consiguen permisos falsos de conducir o invitan a apoteósicas comidas al jefe de Recursos Humanos que tiene el poder de contratarlos.

En mayo de 2021 la firma Cid Gallup realizó una encuesta sobre la percepción de la corrupción en los guatemaltecos. Descubrió que más del 80% de la población piensa que un diputado que recibe dinero de una empresa a cambio de legislar a su favor debe ser castigado por corrupto. Sin embargo, cuando se consulta si es un acto de corrupción que un político le consiga empleo a un familiar, valiéndose de su poder, solo el 59% piensa que sí lo es y debería recibir represalias. Únicamente la mitad de la población considera un hecho punible pagar a un ­empleado para agilizar la entrega de un documento de identidad.

En Guatemala muchas personas creen que la ley debe cumplirse solo si hay riesgo de ser descubierto. Si puedes burlarla, entonces no hay problema. Lo hacen los gobernantes y lo intentan muchos ciudadanos. El Latinobarómetro de 2021 recogió que más del 80% de los ciudadanos en El Salvador, República Dominicana, Guatemala, Panamá y Honduras confiesan no cumplir con la ley en alguna manera. En este mismo estudio se muestra que la percepción de la corrupción ha aumentado 49% en Guatemala.

La corrupción es la paja que se ve en el ojo ajeno. Se aplaude cuando beneficia a un familiar y se reprocha cuando enriquece a un funcionario. La corrupción propia y allegada se justifica. De miles de maneras. “Si quieres derrotar la corrupción debes estar listo para enviar a la cárcel a tus amigos y familiares”, dijo el primer ministro de Singapur Lee Kuan Yew en 1959, cuando inició una intensa lucha contra la corrupción a todo nivel.

¿Quién está listo para eso en Guatemala? En la Guatemala corrupta, donde los laberintos del poder siempre tienen puertas que se abaten con dinero.

Decía Immanuel Kant que nuestra conducta debe ser tan buena que sirva de ejemplo a los demás: “Obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley moral”. Pero en Guatemala ocurre lo contrario: el mal ejemplo ha permeado prácticamente todas las instituciones sociales y se ha convertido en estrategia y norma para muchas personas que, viviendo en un sistema corrupto, buscan aprovecharlo a su favor. Esas son otras de las cabezas de la Hidra: la corrupción del día a día, de la mordida, de pagar para obtener “favores”, de engañar y aprovecharse de los demás.

Heracles pudo derrotar a la Hidra gracias a la ayuda de su sobrino Yolao, quien, cada vez que el héroe cortaba una cabeza, quemaba el cuello para impedir que surgiera otra. Pero ¿dónde está Heracles cuando se le necesita? Como han explicado ampliamente Carl Jung y Joseph Campbell, en el inconsciente colectivo de la humanidad se encuentra la figura del héroe, ese personaje poderoso que aparecerá para vencer a los monstruos y salvar a los pueblos oprimidos. Quizá por eso inconscientemente ponemos nuestras iniciativas y nuestra indignación en pausa, a la espera de que ese líder honesto aparezca, empuñe su espada y corte de tajo todas las cabezas de Hidra. Y mientras esperamos a Heracles, como se espera a Godot, el monstruo se hace más fuerte y grande.

Heracles no vendrá, ningún héroe puede componer un sistema que ya se metió en todos los estratos de la sociedad, ni ­puede apaciguar los mares que se fortalecen a sí mismos, en cada acto de corrupción, en cada engaño, en cada estafa y prepotencia. Y eso también lo sabemos, quizá en horas de cruda sinceridad reconocemos que “esto ya no lo arregla nadie”. Se salió de control y quienes han tratado de cortar al menos una cabeza de la Hidra lo han pagado con el exilio o con la cárcel. Es parte de ese “ejemplo” que sirve para disuadir a los demás, para quitarles fuerzas y ganas de lanzarse al agua.

Hay una frase célebre que afirma que la maldad persiste por la indiferencia de los buenos. Es como si cada ciudadano tuviera que cargar su cuota de culpa por permitir que este sistema creciera y se multiplicara; pero ¿y si no es indiferencia, sino impotencia?

El psicólogo Martin Seligman se hizo famoso por sus estudios y experimentos acerca de la impotencia aprendida. Él y su equipo pusieron a varios perros en jaulas; todos recibían choques eléctricos cuando intentaban escapar, algunos podían oprimir un botón para impedir el choque, otros no tenían esa posibilidad. Los perros que no podían hacer nada para evitar la descarga cayeron en una impotencia total, simplemente dejaron de intentarlo, incluso cuando más tarde se les dio la oportunidad de salir, se quedaron acurrucados en la jaula.

Más tarde Seligman y otros investigadores decidieron probar con humanos la impotencia aprendida. En uno de los experimentos a algunos sujetos les permitían controlar un ruido molesto, solo tenían que averiguar cómo hacerlo. En cambio, otros no tenían opción y nada de lo que hicieran podía silenciar el ruido. Cayeron en el pesimismo, en la desesperanza y dejaron de intentarlo; incluso llegaron a nuevos experimentos con una actitud de derrota y pesimismo. La conclusión del estudio fue que, cuando las personas perciben que tienen algún control sobre la situación, seguirán luchando, insistiendo en cambiar las cosas. Pero quienes sienten que no tienen ningún control se rendirán.

La corrupción no solamente está robando el futuro a los niños sin escuela, el pan a los hambrientos y la medicina a los enfermos. Nos está robando la esperanza.

Un sistema democrático es la antítesis de un sistema corrupto. No se puede hablar de democracia cuando vemos que se utilizan los recursos del Estado para el enriquecimiento ilícito, y que en vez de temer un posible castigo la estrategia es neutralizar a quienes pueden hacer prevalecer la justicia.

Estamos viviendo en una novela de Kafka, en un laberinto oscuro y tortuoso al que no le vemos la salida y quizá nos estamos convenciendo de que no hay salida. Pero en algún lugar todavía se escucha el consejo de Kant: es tu conducta la que con la fuerza del ejemplo puede producir cambios. Entonces, nos queda lo que nadie puede arrebatarnos: nuestra conciencia y nuestra conducta.

Bienvenidos a las historias del país de la eterna corrupción.

Guatemala corrupta

Electricistas, ¿magos o demonios?

Por Henry Bin

Si su recibo de la luz sigue reflejando consumos altos es porque quizá no ha tocado a la puerta de su casa un electricista “experto” en conexiones ilegales. Ofrecen un catálogo de servicios fraudulentos para que sus dispendios desaparezcan de la factura como por arte de magia.

Felipe tiene 23 años, estudió hasta tercero básico, pero se aburrió de las clases, “ya no me gustó el estudio”, dice, al tiempo que cuenta cómo cambió las aulas por una carrera laboral y de vicios. El alcohol fue la primera droga lícita que probó y justo el día después de una borrachera, con una tremenda resaca a cuestas, recibió la llamada del padre de uno de los amigos con los que había estado bebiendo. Creyó que era para recriminarle, pero no fue así, quería pedirle que le apoyara ese día porque uno de sus trabaja­dores se había ausentado y tenía que realizar algunas conexiones eléctricas en una empresa.

Con el estómago revuelto, el dolor de cabeza que le aquejaba y con poco o nulo conocimiento de esta actividad, decidió aceptar, sobre todo para mantener una buena relación con el papá de su amigo de parrandas.

Este joven pensó que sería un trabajo puntual y nada más, pero las llamadas siguieron hasta que, finalmente, el empleado a quien solía cubrir fue despedido de la empresa y él se quedó con esa plaza.

Los antiguos trabajadores compartieron sin reparos sus conocimientos y experiencias con el aprendiz de electricista. Los más importantes los aprendió cuando acudían a resolver problemas en empresas medianas o grandes. Pero las “sinvergüenzadas”, como él mismo las califica, las adquirió al visitar hogares para realizar trabajos modestos.

Los servicios eléctricos en las viviendas particulares son cubiertos por electricistas autorizados. Las empresas distribuidoras se enfocan en resolver aspectos que van desde la puerta de la vivienda hacia la vía pública, para todo lo demás están estos electricistas chantas.

A Felipe los días se le hacían interminables en la empresa, eran un verdadero suplicio, pero todo cambiaba cuando sonaba el teléfono del jefe para ir a una casa particular. En este momento su rostro se transformaba, sabía que aquella llamada podía ser la puerta para un negocio ilegal y de manera automática se disparaba la adrenalina acelerando su cuerpo y mente, igual que una droga, y eso le divertía.

Que cayera un chance significaba que las ganancias del día serían mayores y con eso podría engordar su billetera para emborracharse el fin de semana con sus amigos.

“Cuando en una casa particular el consumo de energía eléctrica incrementa considerablemente, nos llaman y piden revisiones de su contador y conexiones para que evaluemos si hay alguna falla que esté ocasionando que las facturas se disparen. Revisamos toda la estructura eléctrica y la mayor parte de las veces no hay fugas, todo funciona correctamente, lo que sucede es que la gente no es consciente de sus consumos, ni del solo hecho de que si tiene más electrodomésticos o no hace un uso adecuado de ellos pueden generar subidas en el consumo”, explica.

Luego del diagnóstico y de hacerles ver a los usuarios que seguirán pagando cifras que no son de su agrado, llega la pregunta crucial, la que más le gusta responder: “¿Y ustedes no saben de algo para hacer que uno no pague tanto?”

“Lo dicen con timidez, bajan la cabeza como avergonzados: saben que están pidiendo que violemos las normas y que les hagamos un chapuz para no pagar la luz que consumen”, cuenta.

Retorciendo el capítulo 2 del Génesis con gran habilidad, Felipe recita con convicción que, si el Señor autorizó al hombre a comer del fruto de todos los árboles del jardín, bien puede él aprovecharse de cualquier situación que le beneficie a él y los suyos.

Cuando tenía 17 años tuvo una novia que solo lo aceptaba si iba a la iglesia evangélica con ella, era más un requisito de los papás que de la chica y, entonces, ahí iba él todos los domingos “casi obligado” pero de la mano de la muchacha, un año menor que él, sin saber que las palabras del pastor le servirían años más tarde para limpiar su conciencia.

Pero no se le quedaron todas. De aquella cita bíblica olvidó la parte final: “[…] podrás comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás”.

La impresión que da el muchacho es que también siente culpa y por eso busca en la Biblia algo para defenderse: “Dios nos enseña a amar y servir al prójimo”, sigue recitando. Aunque solo un año fue novio de la chica, hay una semilla plantada que no siempre da los mejores frutos.

Según el joven, “esos trabajitos” los aceptan porque “pobre la gente. Muchas personas viven al día para la comida y en ocasiones no les alcanza para pagar el agua, la luz y el resto de servicios de una casa”. Su teoría es que con eso ayudan a las familias de escasos recursos, aunque también confiesa que los han realizado en viviendas con tres plantas y en colonias pudientes. “Es que uno puede vivir en una buena casa, pero no siempre tiene el dinero para mantenerla”, se justifica.

A este joven, que siempre tiene la palabra de Dios en la punta de la lengua, no le importa revelar cómo en cualquier momento se puede convertir en un verdadero mago o demonio —­según como se vea—­, ya que consigue que se haga la luz en la oscuridad.

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