Tierra de narcos

Oscar Estrada

Fragmento

Tierra de narcos

El informante

—¿Puedo grabar? —pregunté, luego de acomodarme en el carro.

—Sí, claro —dijo.

Busqué la grabadora en mi mochila. Oscurecía en la ciudad de San Pedro Sula, la capital industrial de Honduras, situada a 250 kilómetros al norte de Tegucigalpa, y las luces comenzaban a reflejarse en el cristal blindado de la camioneta.

Meses antes un amigo me consultó si me interesaba entrevistar a un narcotraficante.

—¿Un narcotraficante? —dudé.

—Sí, a uno activo —contestó mi amigo—. Le pasé algo de tu trabajo y quiere que lo entrevistés para contar su versión de la historia.

—¿Quiere contar la historia del narcotráfico en Honduras?

—La que él sabe, por lo menos —respondió.

Yo acababa de leer el libro de Anabel Hernández, Los señores del narco; el Chapo Guzmán había sido arrestado en México (se encontró el libro CeroCeroCero de Roberto Saviano en su escondite) y esperaba su extradición a Estados Unidos, donde, años después, terminaría siendo condenado a pasar el resto de su vida en una cárcel de máxima seguridad —esta vez sin posibilidad de escape—. Pensé en todas las preguntas que tenía en torno a cómo funciona el negocio del narcotráfico en Honduras, esa fuerza abrumadora que parece determinarlo todo en el país. Quería saber por qué el narco creció de la manera como lo hizo en la última década, comprender aquel esquema complejo, repleto de nombres de grandes y poderosos señores que desde hacía años gobernaban sus territorios con mano dura y que, pese a todo, eran completamente desconocidos para aquellos que no eran de su círculo. ¡Imposible no aceptar la entrevista! Aunque no sabía realmente a lo que me estaba metiendo.

Pasaron varios meses y no volví a saber nada sobre aquel asunto. Llegué incluso a pensar que la entrevista no se daría. Seguí mi trabajo en el diario hasta que una tarde llamó mi amigo y me informó que la entrevista ya estaba arreglada.

—Será hoy en San Pedro Sula —me dijo.

—Pero eso está a cuatro horas de aquí —respondí, pensando que quizás había un error en el lugar de la cita, ya que yo me encontraba en Tegucigalpa.

—Yo sé, hay que alquilar un carro para que vayas.

Llamé a mi esposa explicándole que no iría a casa esa noche por asuntos de trabajo. Un rato después estaba en carretera con un carro alquilado, un cepillo de dientes nuevo, una libreta y una pequeña grabadora.

Ya en la carretera comencé a pensar en lo que estaba haciendo. Nadie más que mi amigo sabía que iba a verme con aquella persona a quien yo no conocía, no tenía un plan de escape ni una salida de emergencia.

“Si los amigos de IREX que nos dieron el taller de seguridad para periodistas, supieran…”, pensé, sin atreverme a concluir el razonamiento.

Iba solo en el carro y me esperaban cuatro largas horas durante las cuales tuve tiempo de darle vueltas a lo poco que se sabe en Honduras del narcotráfico, de los mitos de aquellas grandes fortunas, narcotraficantes todopoderosos que viven como estrellas de cine, vidas adornadas con el oropel de las narconovelas y la vio­lencia, sobre todo la violencia, aparentemente sin sentido, que había arrebatado ya la vida a miles de personas en el país.

Me registré en el hotel que me indicaron cerca de las zonas exclusivas de la ciudad y me senté a esperar, casi una hora, en el lobby, pendiente de la llegada de mi entrevistado.

—No vayás a hablar con nadie de lo que vas a hacer. No digás nada a la gente del hotel, que seguramente te estará vigilando desde que llegués —dijo mi amigo en Tegucigalpa.

Al rato recibí el mensaje por Sigmal.

—Salí —decía escuetamente.

A primera vista mi entrevistado no me impresionó. Parecía un burgués cualquiera, un hombre joven con sobrepeso, de manos suaves, acostumbrado a hacer nada. Anillos de oro, reloj Rolex, quizás un poco suntuoso para una ciudad tan pobre como San Pedro Sula. Su carro blindado era lo único que me alertaba del peligro que corría por estar allí en ese momento.

“Si alguien necesita un carro blindado, es porque espera que atenten en su contra…”, medité.

—¿Puedo grabar? —pregunté… y así comenzó esta historia.

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Los esposos Ferrari:
el inicio de los cárteles

No es posible hablar del narcotráfico en Honduras sin comenzar con Ramón Matta Ballesteros, aquel capo mítico, benefactor de los pobres, que en el momento más duro de la crisis económica de los ochenta ofreció pagar la deuda externa del país con el dinero que tenía apilado en su casa; amigo de Pablo Escobar Gaviria y los Arellano Félix, que ordenó la tortura y el asesinato en 1977 de sus antiguos socios traficantes de cocaína, esmeraldas y armas: Mario y Mary Ferrari.

En ese momento comienza la historia del narcotráfico en Honduras. Existen registros de denuncias por contrabando de drogas con anterioridad a este suceso, que permiten identificar a pequeños maleantes que movían cocaína por el país, militares corruptos que dejaban pasar los cargamentos a cambio de sumas de dinero y policías que intentaban, de alguna manera, controlar el movimiento de estupefacientes, pero las denuncias de narcotráfico aparecen, hasta entonces, como un rubro más de los muchos que manejan las bandas de contrabando. Fue aquella noche de diciembre de 1977, con el asesinato de los esposos Ferrari, cuando se conoció desde la raíz lo que luego llegaría a convertirse en el mundo del narco: los cárteles.

En la pequeña ciudad de Tegucigalpa, el matrimonio Ferrari era por todos conocido como el propietario del Autolote Panoramic, un modesto negocio de venta de autos usados situado cerca del Hospital Escuela, en la colonia El Prado. Era dueño, además, de una joyería y de un restaurante, y, aunque se sabía que eran socios con el coronel Reyes Sánchez, entonces director de la Penitenciaría Nacional, nada indicaba que sus empresas estuvieran ligadas a la droga, ni que usaran su fachada de empresarios para lavar dinero.

Durante los años setenta, el país estaba gobernado por los militares. Nada en el territorio se movía sin su conocimiento y consentimiento. Eran el poder. Si se quería hacer cualquier negocio, por pequeño que fuera, tenía que hacerse con aprobación de los oficiales: un permiso de trabajo, el registro de una propiedad, etcétera. Un empresario de éxito debía contar con la amistad y protección de las Fuerzas Armadas y la Policía para cuidarlo de campesinos sin tierra y obreros que, seguramente, le crearían problemas.

Los militares controlaban las aduanas terrestres, los permisos de importación y exportación, la seguridad interna y externa, las pistas aéreas y los puertos del norte y del sur. En consecuencia, los narcotraficantes necesitaban su colaboración para funcionar y durante muchos años lograron tenerla sin mayores escándalos, hasta la noche del secuestro de los Ferrari.

Según relata la prensa de la época, el matrimonio llegó a su casa a bordo de un pequeño carro Corolla. En la entrada reconocieron a los agentes de policía que los esperaban. No se asustaron, ellos eran amigos de los oficiales y no era extraño recibir sus visitas para solicitar ayudas económicas.

—Buenas noches, oficiales —dijo Mario.

—Solo necesitamos hacerles algunas preguntas —comentó, con seguridad, uno de los oficiales, apuntando con su pistola.

Mario y Mary subieron a la camioneta de la Fuerza de Seguridad Pública (Fusep) y no volvieron a ser vistos con vida.

En un inicio, la policía hondureña intentó restarle importancia al incidente de la desaparición de los Ferrari. Aunque la Doctrina de Seguridad Nacional no se había puesto en práctica todavía en el país, sí se conocían casos de personas que habían desaparecido después de ser arrestadas por oficiales. El teniente Juan Rafael Soto, encargado de la Dirección de Investigación Nacional (DIN) —en ausencia del entonces mayor Armando Calidonio—, dijo en una entrevista al diario Tiempo, el 6 de diciembre de 1977, que la de­sa­parición de los Ferrari se debía a “enemistades de tipo personal”, esperando con eso cerrar la noticia.

Pero el hermano de Mario Ferrari, al igual que su padre Luis, de 80 años, informaron a la prensa que habían escuchado decir a un coronel de apellido Arias que los esposos Ferrari se encontraban vivos en poder del Ejército y que su situación sería aclarada en los próximos días. Eso nunca ocurrió, pero el hecho puso la atención sobre los militares y la noticia se salió de control.

Los Ferrari eran el enlace entre Ramón Matta Ballesteros y un grupo de militares que permitían el paso de droga por los puertos, aeropuertos y fronteras terrestres del país. Hasta ese momento, Matta, contacto directo entre Pablo Escobar en Medellín y el cártel de Guadalajara en México, era un actor en la sombra, los rostros visibles eran los Ferrari.

Cuando la prensa comenzó a indagar sobre la desaparición del matrimonio, salió a la luz su relación con el tráfico de drogas. Se desnudaron, además, los vínculos de algunos uniformados hondureños con el negocio ilícito de los Ferrari, lo que dejó a la vista que no eran unos pocos oficiales quienes traficaban, sino la institución completa.

El caso de los Ferrari se produjo cuando el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) intensificaba la guerra contra la dictadura de los Somoza en Nicaragua, un régimen que comenzaba a dar señales de debilitamiento y amenazaba la situación geopolítica en la región. Estados Unidos, alarmado por el ascenso del socialismo, necesitaba una estrategia de lucha anticomunista en Centroamérica, pero siendo incapaz de involucrarse directamente —dado el desastroso desenlace de la guerra en Vietnam— requería de sus aliados para echar a andar la lucha antiinsurgente.

Las Fuerzas Armadas hondureñas, sin embargo, no contaban con una buena imagen. La CIA, urgida de una institución armada que pudiera ser presentada a la prensa norteamericana como abanderada de la libertad y la democracia (los freedom fighters que luego promovería Reagan), buscó desaparecer el tema del narcotráfico de la agenda pública y centró sus acciones en la guerra contra el comunismo.

En una rueda de prensa sostenida el 9 de marzo de 1978, año y medio después del asesinato de los Ferrari, el general Policarpo Paz García intentó desvirtuar la información que indicaba la participación del Ejército en el asesinato de los esposos, afirmando que todo era responsabilidad de los cárteles. “No se trata de algo pequeño”, dijo, “sino de una mafia que maneja 2 o 3 mil millones de dólares, y por lo tanto está dispuesta a llegar a cualquier extremo para proteger este gigantesco negocio ilícito” (La Prensa, 10 de marzo de 1978).

Fue la primera vez que se habló, en la prensa nacional, de los cárteles de la droga en Honduras, y lo hizo el general Policarpo Paz.

El señor Luis Ferrari, padre de Mario, envió una carta al diario Tiempo indicando que: “algunos señores de alto rango militar estaban comprometidos con mi hijo en el contrabando de cocaína, negocio que proporciona buenas ganancias que él compartía con los responsables de su desaparición y la de su esposa”.

Las huellas que los militares habían dejado en el negocio del narcotráfico no se podían ocultar. De acuerdo a información desclasificada, entregada por la DEA al periodista estadounidense Jeremy Bigwood, en los meses de junio y julio de 1997, los Ferrari eran socios del coronel Leónidas Torres Arias, jefe de Inteligencia Militar; del coronel Ramón Reyes Sánchez, director de la Penitenciaría Central; del teniente coronel Juan Ángel Barahona, jefe de la Interpol; del coronel Armando Calidonio y del oficial Carlos Coello. Asimismo, en ese informe, la DEA señala a los militares Juan Blas Salazar, Gustavo Álvarez Martínez, José Abdenego Bueso Rosa, Guillermo Pinel Cálix, Humberto Regalado Hernández, Rigoberto Regalado Lara y Thomas Said Speer, como “sospechosos de estar en el asunto de las drogas o bajo su influencia”.

El coronel Torres Arias, uno de los socios de los Ferrari, merece mención especial en esta parte. Según artículos publicados por los periódicos Tiempo y La Prensa sobre el asesinato de los Ferrari, así como una crónica elaborada por la periodista Thelma Mejía para Transnational Institute: “el asesinato [de los Ferrari] fue planeado desde la oficina de inteligencia de Torres Arias en el G2, junto con Matta Ballesteros” (Thelma Mejía, “Honduras y su relación inconclusa con el narcotráfico”, Transnacional Institute, 1.° de noviembre de 1997).

La participación de Torres Arias en las operaciones de Matta Ballesteros parece haber ido mucho más allá de solo ayudar a aniquilar a sus rivales. El coronel también fue el mediador para los contactos oficiales en otros países, en particular con el coronel panameño Manuel Antonio Noriega. Torres Arias fue inicialmente apoyado por la CIA, que se hizo de la vista gorda frente a su parti­cipación en el narcotráfico debido a sus fuertes creencias antico­munistas.

En la ecuación del narcotráfico hondureño hay un segundo elemento: los hombres de inteligencia relacionados con la CIA. El coronel retirado Leónidas Torres Arias falleció en noviembre de 2018; quienes lo conocieron lo describen como un hombre misterioso, inteligente, educado, habilidoso, astuto y siniestro. El obituario de La Prensa lo reseña así: “Para Ramón Custodio López”, entonces presidente del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Honduras (Codeh), “el grado de penetración del narcotráfico en el país se implantó desde un principio al más alto nivel, puesto que entró en ese juego el entonces jefe de Inteligencia Militar, coronel Leónidas Torres Arias” (Obituario, La Prensa, 9 de noviembre de 2018).

Ramón Custodio López afirmó que Torres Arias “permeó” las altas esferas de las Fuerzas Armadas y, desde entonces, “podemos decir que la extensión del narcotráfico ha sido por una capilaridad invertida de la cúpula hasta las raíces”.

El 15 de julio de 1978, los esposos Mario y Mary Ferrari fueron encontrados en el fondo de un pozo de malacate de la hacienda San Jorge en la colonia Cerro Grande de Tegucigalpa. Fueron asesinados a golpes, con tubos metálicos, luego de ser torturados, y los enterraron bajo montañas de arena y cal.

Policarpo Paz García —quien habló por primera vez de los cárteles en Honduras— dio, en agosto de 1978, un golpe de Estado al general Juan Alberto Melgar Castro, en lo que los periodistas Alexander Cockburn y Jeffrey St. Clair, autores del libro Whiteout: The CIA, Drugs and the Press, calificaron como el “golpe de la cocaína”. Según ese libro, el golpe de Estado de 1978 fue financiado por el cártel de Medellín y Juan Ramón Matta Ballesteros.

Por el asesinato de Mario y Mary Ferrari fueron capturadas cuatro personas que operaban como banda dedicada al tráfico de droga. Entre ellos se encontraban el exsargento Dimas Reyes y el colaborador de la Policía, Raúl Matta (sin parentesco con Ramón Matta Ballesteros).

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El secuestro de Matta

Luego del asesinato de los esposos Ferrari en 1977, el próximo in­cidente que la historia registra en el narcotráfico hondureño se dio el 5 de abril de 1988, cuando el general Humberto Regalado Hernández ordenó la “extradición” (secuestro) de Juan Ramón Matta Ballesteros para entregarlo a las autoridades norteamericanas. Esa mañana, los encargados de ejecutar el operativo dieron con Matta, que andaba por los alrededores de su casa, cerca del aeropuerto internacional Toncontín, en ropa deportiva, ejercitándose; lo capturaron y lo llevaron a la base aérea José Enrique Soto Cano, en Palmerola, construida por la Fuerza de Tarea Conjunta del Ejército de Estados Unidos a 80 kilómetros de la capital, donde esperaba un avión estadounidense con los motores encendidos, sin que su tripulación y varios marshals tocaran tierra hondureña.

Según indica el escritor Juan Ramón Martínez en su columna del diario La Tribuna, el presidente José Simón Azcona (1986-1990) no sabía de la operación; solo el general Regalado Hernández y la DEA la conocían. Cada uno de los oficiales que participó en el operativo recibió un bono de 2 mil dólares (La Tribuna, 19 de agosto de 2017).

La Constitución de entonces prohibía la extradición de nacionales. Oswaldo Ramos Soto, exrector y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), amigo íntimo de Ramón Matta Ballesteros, declaró a las emisoras capitalinas que el acto había sido ilegal. Sus declaraciones motivaron la protesta de cientos de jóvenes que salieron a las calles en re­clamo por la acción de Estados Unidos. Más de 3 mil personas se reunieron en las calles del centro de Tegucigalpa; se dirigieron por la ave­nida Gutenberg de El Guanacaste, hacia las instalaciones del Consulado y la Embajada de Estados Unidos, e incendiaron los edificios en protesta.

En las primeras horas de la noche de ese 5 de abril de 1988, circuló una hoja suelta, firmada entre otros diputados por Manuel Zelaya Rosales del Partido Liberal y Efraín Díaz Arrivillaga de la De­mocracia Cristiana, en la que se condenaba la violación de la Cons­titución al expulsar a un hondureño de su patria.

En el reporte judicial archivado de la apelación de la sentencia (USA, Plaintiff-Appellee, v. Juan Ramon Matta-Ballesteros, Dec. 15, 1995), se afirma que Juan Ramón Matta Ballesteros fue acusado, juzgado y condenado por “cometer, ayudar, instigar o conspirar para cometer un acto violento en apoyo de una empresa dedicada al crimen organizado; conspiración para secuestrar a un agente federal (el agente Enrique Camarena) y participar en el secuestro del agente federal”. Fue absuelto de los cargos de asesinato a un agente federal en ejercicio de sus funciones oficiales.

Matta Ballesteros argumentó durante el juicio que, debido a que fue secuestrado en Honduras y golpeado e interrogado durante su viaje a Estados Unidos, el tribunal de distrito no podía ejercer jurisdicción sobre él. También arguyó que los tratados de extradición entre Honduras y Estados Unidos prohibían su enjuiciamiento y que la naturaleza impactante de su secuestro y maltrato requería la desestimación.

La corte, sin embargo, sostuvo que cuando los términos de un tratado de extradición no prohíben específicamente el secuestro forzoso de ciudadanos extranjeros, “el tratado no despoja a los tribunales federales de jurisdicción sobre el ciudadano extranjero”. Según la corte, “los tratados entre Estados Unidos y Honduras no especifican suficientemente la extradición como la única forma en que un país puede obtener la custodia de un ciudadano extranjero con fines de enjuiciamiento, lo cual permite el secuestro como una forma legítima de extracción”.

La sentencia de la corte afirmaba, además, que la forma como se llevó a Ramón Matta a juicio no afectó la capacidad del gobierno de Estados Unidos para juzgarlo. “Es particularmente problemático para nosotros”, cita el reporte judicial de la Corte Federal, “que los presuntos actos fueran realizados por alguaciles de Estados Unidos, funcionarios que supuestamente actúan en nuestro mejor interés […]. Si bien puede parecer inconcebible para algunos que los funcionarios que sirven a los intereses de la justicia se conviertan en agentes de intimidación criminal, sus acciones no han violado ningún derecho constitucional o estatutario reconocido”.

Según la sentencia de la apelación, “secuestrar” a Ramón Matta Ballesteros era la única forma de llevarlo a la justicia norteamericana, y el fin justificaba los medios. La acción solamente hubiera sido cuestionable, según el documento judicial, “si el acusado pudiera demostrar mala conducta gubernamental del tipo más escandaloso e indignante” (sic). El secuestro y la tortura, en ese caso, no fueron suficientes.

Durante esa audiencia, el tribunal escuchó el testimonio de Matta Ballesteros sobre cómo las pruebas en su contra fueron insuficientes para respaldar su condena. La corte determinó que las evidencias cumplían con los elementos esenciales de una conspiración, pues demostraron que Matta Ballesteros era miembro del cártel de Guadalajara y que participó en algunas de las reuniones con otros miembros del cártel que planeó el secuestro del agente de la DEA Enrique Camarena, asesinado en 1985. Las pruebas también mostraron que miembros del cártel secuestraron, torturaron y asesinaron a Camarena, y, aunque él no formó parte de esas reuniones, esa combinación circunstancial de hechos fue suficiente para garantizar la condena de Ramón Matta Ballesteros.

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El Plan Colombia y la Iniciativa Mérida

A mediados de los años setenta, Estados Unidos vivía una revolución cultural. La guerra de Vietnam estaba en su etapa final; la música disco, en pleno apogeo, y el consumo de la cocaína era más popular que nunca. Lo que hasta hace poco había sido un producto menor del contrabando sudamericano, ahora encontraba una gran demanda en las metrópolis norteamericanas que querían seguir la fiesta. Miles de millones de dólares comenzaron a viajar al sur del continente, alimentando la producción de la droga, que volvía luego a través de los canales que los cárteles iban construyendo hacia al norte, con la ayuda de los altos oficiales de las Fuerzas Armadas que Estados Unidos había formado y fortalecido en la región.

Para 1973, el presidente norteamericano Richard Nixon, buscando controlar el tráfico de narcóticos que comenzaba a generar violencia en los guetos pobres de las grandes ciudades, inició una cruzada personal encaminada a combatir el tráfico y consumo de drogas en Estados Unidos. Su agenda represiva tendría consecuencias durante décadas. Con este objetivo creó la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), que poco a poco fue ganando importancia en la lucha contra el narcotráfico a nivel internacional.

La presidencia que Ronald Reagan asumió en 1981, enmarcada en un proyecto anticomunista, guardó cierta continuidad en lo na­cio­nal con respecto a la política antidrogas iniciada por Nixon. Aumentó drásticamente la población encarcelada por delitos relacionados con posesión y tráfico de drogas, lo que castigó en especial a la población afroamericana del país, pero ignoró la relación que los oficiales centroamericanos tenían con los cárteles.

La lucha de Reagan contra el narcotráfico estaba supeditada a los mandatos geopolíticos de la Guerra Fría. Fue así como agentes de la CIA —expuestos más adelante por el senador John Kerry, posteriormente secretario de Estado durante el gobierno de Barack Obama, cuando sacó a la luz el escándalo Irán-Contra— comenzaron a participar en el tráfico de drogas y se vincularon con los cárteles mexicanos y colombianos como estrategia para brindar ayuda militar a la contrarrevolución nicaragüense.

Estados Unidos quería derrocar la revolución sandinista, pero tenía las manos atadas; el Congreso había bloqueado la posibilidad de ayuda directa a la Contra nicaragüense y la única opción que encontraron fue a través del dinero de la droga.

Los aviones viajaban desde el sur del continente cargados de cocaína, aterrizaban en las pistas controlada

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