Alguien para nosotros (Sin miedo 3)

Juan Arcones

Fragmento

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¿Alguna vez os habéis despertado y habéis pensado: «¿Soy feliz?»? Sí, venga, seguro que os ha pasado. Seguro que alguna vez habéis respirado tranquilos, pensando que todo lo que os rodea está bien, que está en su sitio. ¿A que sí? En ese punto me encuentro yo. No es por daros envidia, ni mucho menos. Sabéis que nunca lo haría. Pero siento que puedo contaros cualquier cosa. De hecho, os he contado de todo. ¡De todo! Ahora que lo pienso, quizá demasiado. Bueno, no hay marcha atrás. Recuerdo despertarme el día de Reyes y sentirme así. Pleno. Lleno. Y no es porque hubiera cenado mucho, que también. Os recuerdo que, tan solo unos días antes, había celebrado la Nochevieja con Pablo. Bueno, la pre-Nochevieja. Dándole la bienvenida, anticipadamente, al Año Nuevo. No recuerdo un momento más perfecto en mi vida que ahí arriba, en lo alto del parque, con él a mi lado. Llamadme simple (bueno, no, mejor no me lo llaméis), pero, oye, después de todo lo que habíamos pasado, nos merecíamos algo así, ¿no? Un poco de tranquilidad, un poco de calma. Y eso es lo que tuvimos, así que no vengáis aquí buscando dramas. Y ahí estaba, con Pablo Bernabé, los dos sentados en lo alto de... Esperad, que me estoy repitiendo. El caso es que, después de estar ahí horas y que empezara a hacer frío, llamé a mi madre, por muy raro que me siga sonando, y vino a por nosotros para llevarnos a casa. Primero dejamos a Pablo, obviamente, pero la despedida fue rara, porque ¿qué queréis que os diga?, pero besarlo ahí delante de mi madre, joder, como que todavía me daba corte. Así que fui a darle dos besos. Pero Pablo me miró con cada de «¿qué narices estás haciendo?». Y me cogió de la cara y me plantó un beso en los labios. ¡Casi me muero de la vergüenza!

—Adiós, señora Rubio —se despidió Pablo, levantando un poco la mano, y salió del coche, cerrando la puerta tras de sí. Ni siquiera se giró. Os juro que me dieron ganas de besar la ventanilla cuando le vi alejarse. Y lo habría hecho de estar solo en el coche.

¿Os lo habéis pasado bien? —me preguntó mi madre, visiblemente incómoda. Aún le costaba. Podía notarlo. Lo de ser madre LGTB-friendly, quiero decir.

—Sí, sí. Ha estado guay.

—Me alegro.

El trayecto hasta casa de Aurora fue en completo silencio. Yo, que soy un vago, ni siquiera me senté en el asiento de delante. Vamos, que parecía que iba en taxi. Veía a través del espejo retrovisor que mi madre quería empezar una conversación, pero creo que no tenía muy claro qué decir, y, cada vez que parecía que iba a hablar, se callaba y cambiaba de emisora. Cambió hasta ocho veces.

—Mamá, deja la radio ya, ¿no?

—Ay, perdona. Es que no sé qué música te gusta ahora...

¿Ahora?

—No sé qué música escucháis y...

—Déjalo, no pasa nada, puedes seguir cambiando —dije, resignado, hasta que llegamos a mi nuevo hogar.

Y ahora me despertaba en casa de mi tía Aurora, en mi nuevo cuarto, en mi nueva cama, deseando que llegara la tarde. Habíamos quedado con todos. Sí, venían Celia, Cris, Andrés, Almu, Albert y Pablo, por supuesto. Íbamos a hacer una merienda para celebrar el día de Reyes, íbamos a intercambiar regalos, a tomar chocolate con roscón. Algo que nunca había hecho con mis padres. Pero allí era diferente. Mis padres... Mi madre me llamaba todos los días. Era difícil, porque aún me costaba tener conversaciones con ella. No penséis que soy un ogro, pero no me salía. Era como muy forzado, muy mecánico. Sé que ella pasó las Navidades con mis abuelos, allí en el pueblo. Al menos no estaba sola. De mi padre, pues ni sabía ni quería saber nada. Mejor vivir en la ignorancia que volver a ver a ese ser de las cavernas, así de claro.

Estuve toda la tarde ayudando a Aurora a limpiar la casa y dejarla lista para cuando llegaran todos. Tenía ganas de verlos, tenía ganas de una tarde sin preocupaciones y hablando de las tonterías más grandes que se nos pudieran ocurrir. No me había dado cuenta de lo mucho que lo necesitaba hasta que los tuve delante. Primero llegó Albert, con una bolsa llena de polvorones. «Mi madre ha insistido. No le gusta tirar comida», dijo nada más entrar, encogiéndose de hombros, para darme justo un abrazo después. Más tarde vinieron Celia y Cris, juntas como siempre. Almudena y Andrés subieron justo tras ellas. Y, el último, Pablo. Sonriente, despeinado, pero más guapo que nunca. Llevábamos una semana sin vernos. Demasiado tiempo, si me preguntáis. Me dio un beso en los labios y, al fin, ya estábamos todos. O eso creía yo, porque sonó el timbre una vez más.

—¿Quién falta? —preguntó Albert, descolocado.

—Como no sea un novio secreto de alguno de vosotros, ya estamos todos —apuntilló Celia. Yo miré a mi tía, sin saber muy bien qué decir. Aurora se levantó del sillón y fue directa a la puerta. Nada más abrir, apareció Solero, nuestro profesor, con dos botellas de vino y una sonrisa de oreja a oreja. ¿Solero? ¿Invitado a nuestra merienda? ¿Por qué Aurora no me había dicho nada?

—¿Llego tarde? —preguntó mientras le daba dos besos.

—Justo a tiempo para salvarme de tanta hormona adolescente —bromeó Aurora.

—Eh, eh, eh. ¿Es esto una encerrona? Yo firmé específicamente para que no hubiera profes en esta merienda. Estáis incumpliendo el contrato —refunfuñó Celia.

—Relájate, Celia, que ni vais a notar que estamos aquí —replicó Solero, entrando en la casa y quitándose el abrigo. Era muy raro ver a un profesor fuera de clase, pero ya verlo en vacaciones y en mi misma casa... era surrealista como poco.

—¡Y ahora me llama por mi nombre! ¿Qué va a ser lo siguiente? ¡No tienes p

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