Magnolia y Leo (Las flores del oeste 2)

Daniela Gesqui

Fragmento

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Prólogo

Leo

Ha sido un día agotador y celebro sentarme después de estar tantas horas detrás de la barra atendiendo gente y más gente.

Adoro mi trabajo, soy amable con los clientes y bueno en las finanzas, pero me indigna tener lidiar con los borrachos arrogantes que pretenden molestar a la gente. Tampoco tolero a los que se propasan con mi camarera, Jenny. No concibo la violencia ni los malos modales masculinos.

Me sirvo una medida de Macallan y desparramo las carpetas con las boletas de pago que me desvelan; estoy al día con los salarios y los impuestos, pero los números no están dando el resultado que deberían, teniendo en cuenta lo duro que trabajamos.

He estado un tanto distraído estos meses, sobre todo desde la fiesta de los Westside, cuando, otra vez, Magnolia vino a mí y no pude resistirme.

Sí, tengo un enamoramiento con ella desde mis catorce años. La noche en que la vi preparada para su baile de graduación marcó un antes y un después en mi vida: lucía un impresionante vestido color topacio que destacaba sus preciosos ojos azules, su cabello castaño claro con mechones dorados cayendo en hermosos bucles sobre su espalda y una sonrisa de dientes blancos y perfectos me dejaron boquiabierto.

No era la primera vez que veía a Magnolia, ya que yo era el mejor amigo de su hermana menor Violet y nuestros lotes eran vecinos, pero sí la primera vez que mis hormonas masculinas dijeron «hola, aquí estamos».

Yo soy cuatro años menor que ella y, en ese entonces, era un chico molesto e inquieto fuera de su radar. Era el amigo irreverente de su hermana pequeña, el menor de los Foster y quien siempre luchó por echar raíces en este pueblo moribundo y casi caído del mapa de Texas.

Yo no concebía marcharme de la ciudad y ella nunca estuvo en esa sintonía.

Su inteligencia le permitió obtener una beca estudiantil que la llevó directo a la Escuela de Leyes y, por ende, lejísimos de aquí. Magnolia Westside siempre tuvo planes enormes y me frustraba que, tal como mi hermano London, escogieran marcharse y olvidarse de los que teníamos sueños más sencillos.

Sin embargo, debía reconocer que sus visitas eran más periódicas de lo que estimé en un comienzo: para los días de Acción de Gracias, aniversarios, fiestas navideñas y grandes eventos, el matrimonio Westside lograba convocar a la perfecta y gran universitaria de la familia.

La envidia afloraba en mi pecho; mis padres no tenían el mismo poder sobre nosotros. La muerte de mi hermana Lucy había resquebrajado una relación que, simplemente, se mantuvo a flote por costumbre y gracias a un remanente de cariño previo.

Golpeado por la muerte de su niña y por la enfermedad que fue llevándose a mamá de a poco, papá se entregó a una fuerte depresión. Malvendiendo muchos de los caballos que criábamos para ser ofrecidos en competiciones, su carácter hostil recayó en sus hijos varones.

Froto mis ojos pretendiendo enfocar mi vista en algo más que números. Es medianoche y varios clientes continúan en el salón bebiendo y pagando por sus tragos.

Aún no puedo darme el lujo de cerrar antes de tiempo ni mandar a todos a sus casas cuando quiero, por lo tanto, me resigno a refugiarme en este despacho cuando necesito huir del bullicio.

Soy meticuloso con las facturas y prolijo en las finanzas, dado que no crecimos con una economía resplandeciente y mi única herencia es la tercera parte del rancho de mis padres y la casa que hay en él.

Por fortuna, London ha regresado de Los Ángeles con otros planes en mente: no vender.

Un insistente golpe en la puerta de mi cueva me saca de foco.

Evidentemente, el universo insiste en que hoy no sea una «noche de números».

—Adelante —gruño, molesto por la interrupción, hasta que elevo la vista y la tengo allí, de pie, como un ángel roto que busca quien componga su vuelo.

—Leo, por favor...

—¿Qué sucede? —Ella está hecha un desastre lloroso. Su maquillaje corrido, su cabello generalmente suelto ahora está atado en una coleta desprolija y su vestimenta dista de la elegancia habitual con la que se destaca.

—Necesito un abrazo.

No lo dudo ni por un momento.

Como resorte, me pongo de pie a pesar de que mi pierna duele como perra y la cobijo en mis brazos. Nunca la he visto tan vulnerable y necesitada.

Yo estoy para ella. Siempre.

Aunque me destroce el corazón una vez más.

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