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Cómo vivir en vano

Ricardo Silva Romero

Fragmento

Cómo vivir en vano

Conviene tratar a todo el mundo como si estuviera loco: «¿De verdad?», «descansa un poco», «tienes toda la razón».

Pues ya ha sido probado una y mil veces que la Tierra gira alrededor del yo. Pero por eso mismo, porque cada cual anda enfrascado en lo suyo y poco más, sólo un puñado de investigadores anónimos e imperturbables se han dado cuenta de aquella enajenación que es la más cierta de las verdades científicas. Con el paso de las tramas propias o ajenas, con el paso de las novelas policiacas o de las conjuras de los necios, va aprendiéndose en la vida que a la larga el asesino siempre es uno mismo. Estar solo es estar a merced del enemigo. Verse despoblado, «no se vayan, por favor, quédense un rato», es despertar a los perros bravos que esperan entre pecho y espalda. Cuando se es el último de la casa en quedarse dormido, por ejemplo, no queda sino capotear el fantasma que sabotea por dentro la paz del pobre cuerpo. Y, según sugieren las señales y según repiten las astrólogas que leo, ser alguien va a ser mucho peor durante este bisiesto que nació maldito —el 2020 de la visión perfecta, ja, ya veremos— y acaba de empezar a duras penas: «¡Feliz año!», gritan las unas y los otros en la sala de aquel apartamento tan acostumbrado al silencio de sus dueños, «que la vida al fin se cumpla».

Y al terco y gigantesco y barbado y misericordioso profesor Horacio Pizarro, prestigiosísimo por estos lados e impugnado en los mentideros políticos de los tiempos que corren, se le viene a la cabeza una sentencia demoledora que prefiere tragarse porque le suena demasiado a trino —a tuit de Twitter— que puede acabar con todas las treguas que él y su familia han estado velando desde aquella vez.

De golpe, mientras se levanta de la silla que le hace bien a su espalda a vaticinarles a los invitados el año que ellos anhelan escuchar, se da cuenta de que ya no quiere, ni puede, ni va a evitarlo: no está a punto de escribir en una libreta aquella frase, sino de cometerla en la red antes de que se la robe alguno de los cientos de miles que deben tenerla ahora mismo en la punta de la lengua.

No hay vuelta atrás: aquí está esa manía suya de lanzar al ruedo una barbaridad porque ya es la hora, sí, esa manía suya de pronunciar necedades porque hace un buen rato no está a la altura de su fama de brusco e imprudente.

—Que todo nos salga mejor —desea a diestra y siniestra por lo pronto, entre dientes, eso sí, para relativizar el asunto y para bajarle el volumen a la solemnidad navideña que tanto le repugna, y se le ve reticente al mundo y a sus mañas como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, amén.

—Año bisiesto, año siniestro —le responde el dedo índice de su consuegra estrambótica, la escritora América Triana, que es un poco más aguafiestas que la persona más aguafiestas que usted conozca y será muy buena en lo suyo, pero a él a esas horas le da igual—: si el 2020 llega a salirnos como el 2016, yo me suicido.

Suicidarse es matar al mensajero. Suicidarse es ser el fiscal y el juez y el verdugo de una voz que ha estado susurrándole a uno la verdad. No es necesario fundar una oenegé ni montar un centro de estudios en una universidad en las costas gringas para llegar a la amarga conclusión, además, de que el número de «muertes por mano propia» crece cada 31 de diciembre. No es necesario graduarse de Psicología ni tener un don para entender por qué tantos se pegan un tiro antes de las doce. Pero el comentario de la señora lo destempla a él, al profesor Pizarro de sesenta y un años ya, como una tiza que chirrea contra un tablero de los de antes, ay, cuando mis hijas no tenían otras familias que lidiar, cuando las fiestas de Año Nuevo eran fiestas entre comillas porque se nos iba la última hora de esa última noche tratando de mantenernos despiertos.

Están, repito, en la sala del apartamento en donde han vivido desde que la familia Pizarro tiene uso de razón. En las mesas auxiliares de madera pueden verse copas vacías con huellas digitales y platos con restos de pasabocas: un borde de jamón y cáscaras de pistachos. Hay un disco dando vueltas en la tornamesa de la esquina, «I am he as you are he as you are me and we are all together», canta John Lennon, como un recordatorio de que no estamos yendo sino volviendo. Hay una mancha de vino parecida al mapa de Colombia —y alguien la ha cubierto con la sal que se traga cualquier sombra— en el tapete grueso de tráfico pesado. El profesor siente que su esposa, la malhablada y dulce y brillante de Clara, le está poniendo una mano en la cintura: «Feliz año, Pizarro, no hable dormido ni joda tanto esta vez…». Y del sofá de cuero de tiempos mejores se levantan su hija y su nuevo yerno con un par de sonrisas que parecen una sonrisa nomás: «¡Vamos a darle la vuelta a la manzana con una maleta!», propone él para sonar espontáneo. Y su consuegra, y un intruso que ella trajo y que no falta en toda celebración de año nuevo, se paran de los dos sillones verdosos con aires de tronos a repartir los abrazos que vaya usted a saber quién se inventó.

A su modo de ver, que es un punto de vista en vías de extinción, todos los personajes que ha interpretado en su vida de viejo han sido personajes dignos. Ser un hijo, al menos en sus tiempos sin selfies ni terapias para caprichosos de todas las edades, fue ser un testigo, un solitario. Ser un amante fue cumplir un recuerdo. Ser un marido siempre será decoroso, pues en el peor de los casos, o sea el más común, es fungir de antagonista. Ser un padre de adultos ha sido encarnar un personaje secundario, un gregario. Pero ser un consuegro no deja de parecerle una soberana ridiculez. Responde con un beso breve a su esposa Clara, la combativa y la consciente Clara, como renovando un secreto a voces. Abraza a su hija Adelaida, la silenciosa y la justa Adelaida, como levantando a su niña: «¡Feliz año, genia!». Pregunta una vez más al aire por el paradero de su otra hija, por la vehemente y la arrebatada Julia, mientras saluda al intruso con una sonrisa de miserable: «¡Que ya viene!». Le pone una mano en el hombro a su yerno, claro, la hipocresía es la civilización. Y, sin embargo, no le ve ningún sentido a desearle un gran 2020 a esa señora tan rara.

Se lo desea sin ninguna clase de entusiasmo: «Mucha suerte, ¿no?», le dice. Le da unas palmaditas en la espalda porque ella, que es mucho más baja que él porque todo el mundo es más bajo que él, se las está dando en la cintura. Ya no se acuerda, el profesor Pizarro, de cuando no era un gigante bonachón y desgarbado, un ogro de barba vestido con sacos azules de hilo y pantalones habanos de dril. Siempre ha sido el que es. Siempre, desde que alcanzó la estatura de sus padres, ha tenido ese vozarrón y ha lidiado esa nostalgia, ay, cuando leíamos y con las niñas antes de dormir, cuando veíamos juntos Sunset Boulevard o Travesuras de una bruja metidos entre la cama. Desde niño ha visto ese plano general, de alto muy alto, por encima de todos los demás. Ha preferido las canciones de los Beatles si le dan la oportunidad de escoger el disco: «You say goodbye and I say hello…» suena ahora mismo. Ha sufrido de la espalda, pero jamás del corazón.

Tuvo una primera esposa: quién no. Tuvo un par de strikes en la juventud, una muchacha que no lo dejaba irse porque tampoco lo dejaba quedarse y un colega emborrachado de hipótesis políticas que dejó de ser su amigo el día en que le propuso poner una bomba en el laboratorio de Física de la universidad, pero pronto entendió que si la idea era ser el hombre que es y sujetarse a sí mismo —«decir de dos cosas que son idénticas no tiene sentido y decir de una cosa que es idéntica a sí misma es no decir nada», concluyó el Wittgenstein de los tiempos del Tractatus—, lo mejor que podía hacer era amarrarse al mástil de su segundo matrimonio y dedicar las horas de vigilia a dar sus clases en la universidad y a pensar y a escribir sobre los límites del lenguaje. Quién sabe qué hubiera hecho si no se hubiera vigilado los propios pasos y no se hubiera encerrado en una vida.

Seguro sería ese intruso de mochilas arahuacas a estas alturas de la vida, ese tipo cómodo dentro de sí mismo e incómodo para los demás, que desde las diez ha estado pidiéndoles a todos que sintonicen la emisora rancia en la que a estas horas ponen «faltan cinco pa’ las doce…» y «yo no olvido el Año Viejo…».

Pero es que Pizarro es Tauro. Lo ha sido desde la niñez. Lo ha ejercido como un protagonista. Lo ha venido practicando, más que nunca, desde el pasado año bisiesto: FUCK 2016. Porque un desliz de principiante en su muro de Facebook —la torpe e ingenua publicación, dedicada al embarazo de su noble Adelaida, de una investigación de Scientific American que pretendía probar que las mujeres que tienen hijos son las criaturas más inteligentes de la Tierra— no sólo desató un infierno de insultos à la capitán Haddock adentro y afuera de las dantescas redes sociales, «¡machista!», «¡parásito!», «¡reptil!», «¡anacoluto!», «¡antropófago!», «¡espantajo!», «¡cataplasma!», sino que, por cuenta de las «denuncias» de una amiga del departamento de Filosofía que resultó ser todo lo contrario, estuvo a punto de arruinarlo y de aniquilarlo y de sacarlo de la universidad unos cuantos semestres antes de la jubilación.

Ese 2016, en fin, Pizarro se vio a sí mismo solo, solísimo, desierto hasta bordear la deformidad y hasta caer en la distorsión de cada jornada, mientras a su esposa y a sus hijas se les iban pasando las cuatro estaciones en aquella ciudad —en la azul y la antigua Boston— donde habían sido tan felices juntos cuando los cuatro eran niños.

Pagó las cuentas y las deudas que solía pagar su Clara. Asumió las demás adulteces que jamás había tenido que asumir porque no tuvo alternativa. Siguió en la distancia, con su propio dolor y con su propio alivio, el embarazo, el nacimiento, la respiración, el llanto, el ruidito, la mirada, la sonrisa, la encía dolida de su primera nieta: de la rubiecita Lorenza. Se dejó llevar por su personaje porque se vio envuelto en una trama, y descendió a mediados de ese año terrible a una especie de amorío sudoroso y fatigado de novela que de tanto en tanto se fuerza a recordar porque parece una película de «la Nueva Ola», pero semejante odisea en semejante bisiesto lo empujó a recordar que vivir sin su Clara era vivir sin órganos por dentro de ese cuerpo larguirucho: ¿qué gracia podía encontrársele a ser una persona si no tenía su vida ni su espejo?

Eso le está declarando ahora mismo a su mujer en el oído, enloquecido por el olor leve de ella y achispado por la copa de vino que se le cayó hace un par de horas por tratar de que no se le cayera, a punta de susurros inconexos que sólo resultan románticos por lo atípicos: «Créame que este año sí vamos a viajar juntos otra vez», «Tenemos que hacer las recetas que le gustan», «Voy a acompañarla a llevar a Lorenza al jardín para ver si me mejoro de la espalda a punta de caminadas», «Voy a estar mucho más pendiente de todo», «Voy a quejarme cada día menos», «Voy a cuidarla para que pueda terminar su antología», «Voy a corregirme para que no se atreva a aburrirse de mí», «Yo nunca he podido saber exactamente por qué no puedo vivir sin usted, pero ya le he dicho que nunca jamás quiero volver a eso».

Si algo ha sido evidente sobre el profesor Pizarro en estos cuatro años de no verlo es que tiene clarísima cuál es la realidad, pero que es mucho mejor para habitarla que para ejercerla.

Se repuso de todos los embates del maldito 2016, en fin, a punta de obstinación. Se levantó a fuerza de pura y física terquedad entre los hechos y los zombis de un año tan violento que resultó ser una época: una era. Peleó en vano para que el «sí» ganara el plebiscito sobre los acuerdos de paz con la guerrilla más vieja del mundo. Siguió peleando para que el Congreso de la República cumpliera con la obligación de ratificar el fin de una de las guerras colombianas. Se sirvió de su extraña popularidad en las redes para que la gente, empezando por su yerno anterior, el piloto republicano de Dracut, Massachusetts, cayera en cuenta de lo peligrosos que eran para la definición de la democracia el lío del brexit y el ascenso al poder del megalómano y gansteril de Donald J. Trump. Al final, acabó saliéndose de Facebook de un tajo —¡tas!— para recuperar el derecho sagrado a maldecir y a errar y a contradecirse sin que un auditorio le lleve a uno las cuentas.

Fue en ese preciso momento cuando superó su pavor a volar, que no era una anécdota simpática ni era cualquier fobia de foro de internet, para viajar en el peor de los vuelos turbulentos que se han llevado a cabo desde Bogotá hasta Boston. Fue gracias a ese viaje de medianoche, «Should old acquaintance be forgot and never brought to mind?…», que retomó la historia con su propia familia: cómo había conseguido pasar un año sin ellas seguía siendo un misterio para él, que vivía de sentarlas a ver películas viejas y vivía olvidando las claves de las páginas de internet y de las tarjetas del banco, pues sus mujeres siempre lo sacaban de esos líos, y al mismo tiempo su extraño instinto de supervivencia de aquel 2016 era un recordatorio de que el hombre también ha sido un animal capaz de lo absurdo y de lo inconcebible.

Fueron los dos juntos, o sea fueron Clara y él, quienes tomaron la decisión de regresar a enfrentar la realidad en el apartamento de Bogotá: «Toca…». Volvieron más o menos sonrientes, conscientes de estar entrando al tercer acto de la vida como un par de viejos responsables, en febrero del año siguiente. Repito: entonces les sucedieron los semejantes 2017, 2018 y 2019, «¡Feliz año!», «¡Feliz año!» y «¡Feliz año!», como si en verdad estuviéramos hablando de una época, como si el devastador 2016, que había abierto a tiros la caja de Pandora, se negara a largarse. Se empezaron a poner en escena los acuerdos de paz a pesar de los saboteos, la NASA encontró otro sistema solar parecido a un espejo, el papa recorrió la Avenida El Dorado en vano, apareció aquel movimiento, el #YoTambién, para denunciar las agresiones sexuales contra las mujeres: «¡Feliz año!». Volvió la ultraderecha a la presidencia de Colombia, disfrazada ahora de «coalición del “no” al pacto con las Farc», como un contramovimiento empeñado en renegociar la corrupción, en sabotear el regreso de los excombatientes a sus pueblos, en preservar un monólogo vehemente que legitimaba el exterminio a lado y lado de la zanja: «¡Feliz año!». Se incendió, se inundó, se devastó, se estremeció la Tierra, que no tenía la culpa de nada, mientras los jóvenes protestaban una vez más contra el mundo misógino y explotador de los viejos en las calles sitiadas por la brutalidad policial: «¡Feliz año».

Durante un par de años alargados y borrosos, Pizarro entró, salió, volvió a entrar por curiosidad y volvió a salirse asqueado de Facebook, un anuario que se negaba a llenarse de polvo en un rincón de la biblioteca, ni más ni menos: cuando le preguntaban por qué no se salía de una vez por todas o de una vez por todas se resignaba a estar ahí, respondía, con cierta sinceridad que quizás sí lo era, que era allí donde podía dar con artículos sobre cómo el abominable señor Trump —el profesor estaba obsesionado con su estupidez y con su triunfo sobre la realidad— fue engendrado y criado y estimulado para la psicopatía, y fue un falsificador en el colegio, y un cobarde de tiempos de guerra, y un mitómano en el mundo de los negocios, y un emperador desnudo que demasiada gente veía vestido, y un hazmerreír de reality show que demasiada gente se tomaba en serio, y un candidato que lanzaba mentiras como escupitajos que demasiada gente asumía como verdades, y un trol del planeta entero, y todo antes de que el planeta entero fuera un trol.

En suma, puede ser que Pizarro, como él mismo solía decirles a sus cuatro mujeres en los almuerzos de los fines de semana, fuera adicto a Facebook porque ahí se daba cuenta de qué tan frías estaban las relaciones de China y Melania y Marla y Rusia y las reinas de belleza y las putas con el podrido de Donald Trump: ¿sería extraño o apenas comprensible eso de perderle unos cuantos minutos de cada día a enterarse fascinado —y repugnado— de que Jared e Ivanka, yerno e hija del malnacido de Trump, consideraban su primera cita el mejor negocio que habían hecho en sus vidas, se turnaban en el papel de «CEO del hogar», habían ganado cientos de millones de dólares en los últimos tres años gracias a sus infames ventajas, subían a Spotify listas llenas de canciones eróticas y se llamaban a sí mismos Jivanka?

De cualquier modo, todo cambió para Pizarro la noche en la que comprendió que Twitter era la red social para lanzar sus opiniones sueltas pero populares —sentencias de 280 caracteres como pedazos de carne a las fieras— sobre los desmanes de los poderosos. Montó su propia cuenta desde la misteriosa computadora de su recóndito estudio cerrado con seguro, @ProfesorPizarro, aunque sus tres mujeres le blanquearan los ojos desde el puro principio. Tuiteó sus latigazos sin ninguna clase de vergüenza, «derecha e izquierda son lo de menos cuando se está acabando la democracia», «pocas figuras tan peligrosas como el esbirro de un caudillo en el poder», «nada tan alarmante como un presidente que era el chistoso del salón», hasta que se vio a sí mismo con un poco menos de cien mil seguidores ávidos de sus proverbios y sus moralejas: 99.369 para ser precisos.

No tuvo mayores problemas allí. Sí se ganó un puerco trol con aires de némesis de cómic, @MachoBizarro, que en busca de trifulca virtual le lanzó de tanto en tanto anzuelos del calibre de «¿usted se ha dado cuenta de que se salvó por un poquito de haber sido destruido por el #YoTambién?» o «¿usted se ha dado cuenta de que sus cacareos sobre la democracia son cómplices de las élites sanguinarias de este platanal?», pero hasta ese miércoles 1º de enero de 2020 no cayó en ninguna de esas trampas. Se dedicó a lo suyo, sí, se dedicó a su trabajo y a su gente. Se dedicó a la clase de Filosofía del Lenguaje que la directora del departamento, de cuyo nombre no quiere acordarse, le dejó conservar después de la jubilación. Se puso a planear «la biografía de mi pensamiento» que había querido escribir —en vez de comprarse un carro antiguo— desde la crisis de la mediana edad. Tomó notas a escondidas para sus ensayos sobre «lenguaje e identidad» y «una democracia que sí sea feminista», que no sabía si quería hacerlos para su paz o para ganarse el perdón de sus malquerientes. Se dedicó a su nieta Lorenza, a «la Jefa», en cuerpo y alma.

Se le fueron agravando los desvelos en los que, a falta de plegarias a un Dios en el que no creía, se preguntaba y se preguntaba por la suerte de las cuatro: «¿Sabe usted dónde están sus hijos en este momento?», repetía un comercial de cuando sus niñas eran niñas.

—¿Al fin a qué horas viene Julia? —indagó por su hija menor al aire, al principio de esta aparatosa celebración de Año Nuevo, pues cada día se despertaba y se dormía un poco más obsesionado con tenerlas a salvo a todas, aunque ya no pudiera ser en aquel apartamento que era el nido vacío—: apuesto a que no alcanza a llegar antes de las doce.

Sólo intervino otra vez en aquella última noche del año 2019 para reportarles a propios y a extraños las genialidades que su nieta acababa de inventarse: una carretera con pares y semáforos en verde hecha por el piso del apartamento, una versión de Yellow Submarine en idioma «lorencio» y una autobiografía ilustrada sobre los tiempos en los que su abuelito gigante le hacía él mismo el jugo de mandarina con granadilla. De hecho, el detonante de todo lo que vino después fue el soliloquio sobre su nieta idolatrada, ay, cuando era una bebé que me cabía en la palma de la mano, cuando comíamos juntos la pizza de todas las carnes que pedíamos cuando no queríamos cocinar. Después de su declaración de amor a aquella niña, que dormía el sueño de los justos en la cama de huéspedes porque a pesar de sus anuncios y de sus promesas no había resistido despierta hasta las doce, su consuegra se acordó de presumir de la nueva serie animada que estaba produciendo «mi hijo gay que vive en Ginebra».

¿Por qué se acordó de semejante tontería? Porque era una serie sobre la vida en pareja de una cebra y una vaca, dijo, para enseñarles la diversidad sexual a los niños más pequeños. ¿Por qué se refirió a esa pobre alma de Dios como «mi hijo gay» a estas alturas de la historia del mundo progresista? No sólo porque se le hacía agua la boca diciéndolo, y era evidente que aquel muchacho era el amor de su vida, sino porque solía hablar de su otro hijo —del yerno nuevo de Pizarro— como «mi hijo gris». ¿Pero por qué habían tenido que invitar a esa señora a la «fiesta de Año Nuevo» que jamás querían hacer? Porque Adelaida ha estado editándole una novela que se ha anunciado como «el regreso de América Triana a la literatura». Porque Adelaida, pobre, se fue enamorando del hijo tímido y tenso de la lechuza con el paso del 2018. Y porque para chantajear al mundo entero había estado diciendo, hecha una suegra y una consuegra deprimida, que ella quería recibir el 2020 «de una vez entre un ataúd».

¿Y qué había hecho la vieja esa luego de recibir la invitación? Pues decirles no sólo que le parecía curioso pasar con ellos su último Año Nuevo «porque a mí seguro va a matarme el virus de Wuhan», sino preguntarles si podía llevarles a un intruso, «mi vecino», que no tenía con quién pasar las últimas horas del último día del año: «Claro, claro…», le respondieron entre dientes.

El intruso era un cineasta percudido que había hecho una trilogía de películas de terror en los años ochenta, el carrasposo y caleño de Tulio Cabal, experto en retruécanos para morirse de la risa, en monólogos sobre cómo el «gótico tropical» no sólo había sido nuestro género literario sino «nuestra igualdad de género», y en anécdotas vertiginosas y escandalosas y machistas sobre sus días de profesor en la Facultad de Comunicación de la universidad de acá: «Ve, vos no te imaginás lo que eran esas muchachas con uno con la trajinadita excusa de que ya eran mayores de edad», les dijo Cabal, con su voz amodorrada, dispuesto a aportarle su sabiduría y su descaro al tema de la diversidad sexual explicada a los niños, «hasta hace unos años eso era todos contra todas —prohombres contra prohembras— y era más práctica que teoría porque si no cuándo más aprende uno a descualquierarse, pero este revisionismo cacreco va a terminar en que todes vamos a tener que odiar a Washington por esclavista…».

Fue ese monólogo disoluto de ese intruso salido de la nada lo que le dio pie al tuit libertino que se le vino al profesor Pizarro de golpe a la punta de los dedos:

Propongo perdón y olvido para todos los pesados y los lúbricos que —ojo: sin haber cometido crímenes ni delitos menores— hayan asediado a alguna mujer antes de la fecha de corte del #YoTambién.

Fue eso lo que se le ocurrió. No era un alegato a favor de nadie, ni era aquel ensayo pendiente sobre «cómo abrirle paso de una buena vez a una democracia de verdad que en efecto nos traiga de vuelta la mitad de la inteligencia humana», que le rondaba desde la crisis del pasado bisiesto, sino una frasecita suelta e ingeniosa de comidas entre amigos para ganarse de paso un puñado de «me gusta», un puñado de likes. El caso es que se acabó entonces, de golpe, el 2019. Pizarro repartió lugares comunes a rajatabla porque si algo detesta de este mundo de hoy es el embeleco diario de creerse original. Susurró a su esposa aquella retahíla de promesas que ella le conocía de memoria. Y aprovechó el desorden de aquella hora, 12:12 del 2020, para encerrarse en el baño de la habitación a excretar el aforismo.

Se abre el cinturón de cuero cuarteado que jamás se cambia: clic. Cierra la puerta con seguro por si acaso: clac. Se sienta en el inodoro a orinar y a consumar el asunto con los tobillos esposados por los pantalones.

Tiene que escribir la máxima antes de que se le olvide. Tiene que escribirla antes de que se la quiten.

Por supuesto, no va a cometer la estupidez gratuita de escribirlo desde su cuenta de Twitter seguida por miles y miles, @ProfesorPizarro, porque esta no es la novela que sabemos sobre cómo perderlo todo, sino un drama sobre cómo vivir en vano. Se dice «al viejo no lo capan dos veces» porque nunca ha sido bueno para los dichos populares. Se mete al perfil secreto que ha tenido desde hace un par de años, @ZhuangZhou1649, para no dejar huellas. Escribe: «Propongo una ley de perdón y olvido para todos los violentos que antes de la fecha de corte del #YoTambién —y ojo: sin haber cometido crímenes ni delitos menores— hayan asediado a alguna mujer que no lo deseara». Presiona el botón «Twittear» en la pantalla de su teléfono. Sonríe apenas ve que ya han retuiteado y ya han puesto like una decena de los 10.142 seguidores de su alter ego.

Antes de salir del baño, que el baño ha sido su refugio desde los días en los que las niñas golpeaban a la puerta y preguntaban «papá: ¿ya vas a salir?» con tono de prefectas de disciplina, revisa sus mensajes de WhatsApp a ver si alguien se ha acordado de que existe.

Hay un mensaje de una discípula, de la brillante y cabizbaja de Flora Valencia, que con el paso de estos cuatro años se les ha vuelto una tercera hija: «Feliz año, mi profe, lo quiero mucho», «Feliz qualia, querida Flora, nos hizo mucha falta por acá». Hay una serie de tarjetas mandadas a todos los contactos: «Te deseo 12 meses de prosperidad, 52 semanas de felicidad, 366 días de amor, salud, paz y bendición de Dios». Hay una declaración de amor del dientón Plinio Zuleta, su viejo colega del departamento, que es una obra maestra del WhatsApp, porque al final le desea un 2020 «para morirse de la risa». Hay un emoticón avergonzado de su hija menor, de Julia, que acompaña un «¡diosas!, ¡ya estoy yendo para allá!» que parece ser verdad: de tanto en tanto la envidia, a Julita, porque ella no sólo piensa todo lo que piensa él, sino que lo hace y lo dice.

Cae en la trampa de asomarse a los estados de sus contactos para constatar, en las fotos con gafas incógnitas y en los retratos en vestidos de baño reveladores, que en estos últimos años la gente ha estado viviendo con la ilusión de ser protagonista: de ser famosa.

Baja el agua del inodoro para salir del trance. Mientras se amarra los pantalones de nuevo, se queda viendo, perezoso e hipnotizado, el rugido del remolino. Se dice «el ser humano no es más que un mecanismo fisicoquímico» y «el pensamiento es una acción material: es un resultado del movimiento del fluido nervioso», como Malet y Saint-Simon, porque de golpe se le viene el fisicalismo a la cabeza y porque cuando se ha tomado una copa de más tiende a decirse alguna cosa así cuando se mira al espejo. Se lava las manos de afán. Se las seca en los muslos de dril. Está convencido de que a la salida va a encontrarse con la impaciencia de Clara: «Pizarro, ¿dónde carajos estaba?». Pero en el pasillo de la realidad se tropieza con su hija menor, con su Julia lívida e importunada, que justo estaba buscándolo por todas partes.

—¿Qué está haciendo acá ese hijo de puta? —le pregunta ella sin preámbulos ni condescendencias, cuando él está justo a punto de abrazarla, y todo parece indicar que las ginebras de la fiesta de donde viene le han soltado la lengua para bien y para mal.

—Pues es que es el novio de tu hermana —le contesta de inmediato, porque en el peor de los casos no es un mal chiste, pero pronto cae en cuenta de que se trata de algo grave.

—Digo, el imbécil de Tulio Cabal.

—Ah, vino con ellos —anota sin más, frenado en seco, para que ella suelte lo que ha venido a soltar.

—Pues es ese es el malparido que me bajó la nota en la universidad porque no quise acostarme con él.

Es el principio de quién sabe qué. Si aún estuvieran en pie los credos de los padres de mediados del siglo pasado, estos minutos inaugurales del 2020, rebeldes e infames, serían señal de catástrofe, pero a estas alturas de la historia ya ni siquiera los viejos temores siguen en pie. Cuando el profesor Pizarro era un alumno de infancia benévola y sonriente, y seguía siendo aquel niño amado por sus padres que sin embargo salía a las calles cálidas de enero con la sensación de que en el mundo había gato encerrado, se creía de verdad —y se cumplía— que los primeros doce días eran «las cabañuelas» que vaticinaban cómo serían uno por uno los doce meses del año. Si los agüeros de la niñez estuvieran vigentes, mejor dicho, habría que asumir entonces que se nos viene una trama como se nos viene un reguero, un alud.

Tengo claro que un comienzo de estos presagia un año tenaz e inclemente. Sé que este principio furioso tiene vocación de final. Pero dígame usted quién soy yo y quién puedo ser yo para negarme a escribir una novela que 369 lectoras y 228 lectores me han pedido de buena manera que escriba: sí, soy nadie.

Cómo vivir en vano

El profesor Horacio Pizarro se va pasillo abajo, zancada a zancada a zancada, hacia la sala de su casa profanada. Faltaba más que este abusador ajado, que se cree mucho más joven y más simpático de lo que es, saliera de aquí ileso e impune. No es que le vaya a lanzar un manotazo de barbudo al malnacido que acosó a su hija hace unos años, no, la única vez que Pizarro se dio golpes con alguien fue a los siete en la esquina del colegio en donde los niños de la primaria se ponían citas para «darse en la jeta». Va a decirle que se largue. Va a preguntarle cómo diablos se le ocurre haberse hecho invitar a la fiesta de Año Nuevo de la alumna a la que le bajó la nota por no dejarse manosear. Va a hacerlo desde la puerta de salida, «le pido el favor de que se vaya», imagina, pero apenas deja atrás el corredor se da cuenta de que la consuegra y el intruso están listos a irse.

Siente, de golpe, el jalón de la ciática: putamierdaputamierdaputamierda. Su hija menor no ha venido detrás de él: «¡Julia!». Su hija mayor está diciéndole al novio nuevo, al pobre «hijo gris» tan sonriente y tan contenido, que ahora mismo se le escapa el nombre, que ella va a quedarse a dormir en su vieja habitación. Su esposa está llevándoles la cuerda a los invitados a unos cuantos pasos de la puerta de salida, «no, gracias a ustedes…», con una sagacidad bogotana que pocas veces pone en práctica. Y, como el disco ya ha dejado de dar vueltas en la tornamesa del rincón, se están escuchando el fufufufufu del estabilizador, el tictactictactic del reloj de pared, el zazazazaza de la nevera de la madrugada y el cricricricricri del bombillo del umbral como pruebas incontestables de que toda casa es un monstruo.

Pizarro se ve a sí mismo despidiéndolos, enchaquetados y envejecidos y risueños como cualquier visita a la salida, antes de que sea mucho peor. No les sonríe. No sonríe. Repite los lugares comunes y automáticos de las despedidas, sí, «a ustedes muchas gracias por venir», pero no es capaz de hacer gestos de paz. Se pone a pensar que Clara, su mujer, tampoco debe saber ni recordar mucho de la historia del abuso porque si lo supiera no estaría rascándose detrás de las orejas como cualquier cuerpo de cualquier sexo que anhela dormirse. Quiere que su hija sepa que nadie puede hacerle daño, pero quiere que se acabe esa fiesta que no debió ser, pero quiere que ese imbécil tenga claro que no van a volver a verse, pero quiere que la vida siga porque si no sigue no es vida, pero quiere que sea claro que él no es un cobarde, sino un práctico.

Con demasiada frecuencia tenemos a la mano, tenemos en las narices, mejor, las pruebas necesarias de cuánto nos sobra pensar. No es extraño que toda una construcción mental en la que uno esté enfrascado como un filósofo encorvado en su escritorio, todo un tejido peligroso de la índole de «esta no es la vida que quiero para mí», o todo un silogismo hipotético de la clase de «si encaro a este desconocido entonces todo será como debe ser», se venga abajo de un segundo a otro por culpa de cualquier adversidad prosaica: la billetera vacía, un tropiezo con un mueble, el timbre del teléfono fijo que ya nunca suena, ay. Ciertos dramaturgos, como ciertos actores, llegan a la conclusión de que en las escenas no existen las caracterizaciones, sino sólo las acciones: no somos lo que somos, ni lo que pensamos, sino lo que hacemos.

Pero sobre todo lo digo porque a Pizarro se le cierra la tempestad de las disyuntivas cuando ve que la puerta de salida de su apartamento está cerrada con seguro desde adentro.

No todas las puertas pueden cerrarse con seguro desde adentro, no, las puertas de las habitaciones del apartamento en el que estoy escribiendo esta novela —por poner el primer ejemplo que se me viene a la cabeza— apenas tienen un botón que cualquiera puede presionar para salir y largarse, pero nadie puede dejar ahora la casa de la familia Pizarro si no tiene la llave en sus manos.

El profesor se pregunta «quién habrá cerrado con seguro» como diciéndose a sí mismo que aquí no sólo está pasando algo muy raro, sino que va a suceder algo que va a ponerlo todo al revés. Busca la copia que suele estar colgada en el pequeño perchero de madera que su esposa clavó en la pared hace un par de años nomás para que él sepa siempre dónde dejó el bendito llavero de submarino amarillo que siempre está perdiendo. No está la llave. No se ve el llavero. Y Pizarro, que está dándoles la espalda a todos hasta que dar la espalda pase de ser lo humano a lo inhumano, va a tener que mirar a los ojos a propios y a extraños para reconocerles que aquella reunión exprimida a más no poder todavía no ha llegado a su fin.

Revisa de nuevo la percha de la entrada para hacer algo mientras se le ocurre algo mejor. Se encoge de hombros. Y niega con la cabeza, pues es tiempo de acatar la realidad.

Clara busca su llavero de cámara fotográfica en la cartera que siempre deja tirada donde sea, donde caiga: tampoco se encuentra allí, no, ni siquiera aparece cuando son desocupados todos los pliegues y todos los bolsillos. Adelaida dice que ella guarda su copia en un sobrecito en la mesa de noche de su propia habitación, en su apartamento de madre separada, pero que por obvias razones no se ofrece a ir a traerla: «¿Cómo así?». Pizarro tantea todos sus bolsillos por enésima vez, «no», «no», «no», porque últimamente se le pierde y se le olvida todo: «Señora Clarita, ¿cuál es que era la clave de la página de internet de Credimensión?». Hasta que no queda nada aparte de descubrirse adentro no tanto de una tragicomedia como de una comedia trágica. Pizarro lo acepta: «Qué estupidez». Y son las dos palabras mágicas para que Julia aparezca ahora mismo en la sala.

—¿Usted sí se acuerda de mí? —le pregunta su hija menor al intruso con ínfulas de invitado.

—Pensé que sí cuando te vi, sí, me sonás mucho —le responde Cabal el entrometido, como piloteando el asunto, precipitado e incómodo desde el puro principio de la conversación.

—Usted me dio Teorías de la Representación hace nueve o diez años —le aclara ella después de carraspear un par de veces.

—Pero sos otra persona nueve o diez años después, a lo bien, porque te me parecés a ti pero todavía no te ubico —le dice él perdiendo su sonrisa de viejo, poquito a poco, como perdiendo una erección a esas alturas de su venerable vida—: ¿cómo es que te llamás vos?

—Yo soy Julia.

—Julia Pizarro —anota el profesor en un arrebato de padre.

—Mirá Julia: yo es que en esta tercera edad que parece la cuarta he estado dilapidando la memoria, songo sorongo, de lo puro pateperro y de lo puro maldito que fui en el siglo pasado, pero estoy segurisísimo de que vos fuiste una alumna muy chévere, muy bacana —contesta de pie el interrogado, con su enorme sagacidad para juntar unas palabras con otras, capaz de hacerse ver viejo, rehabilitado y arrepentido en una sola frase antes de que el asunto se le vaya oscureciendo.

—Sí me iba bien en todo, claro que sí, pero en Teorías de la Representación terminé sacándome tres con tres porque no quise acostarme con usted —le recuerda ella con los ojos puestos en sus ojos.

—Dios mío —exclama la hija mayor, que jamás reza y jamás cree, tapándose la cara con las manos.

—¿Que qué? —reclama de pronto, despertándose con esa agua helada, la madre de la víctima.

—¿Es en serio? —grita el nuevo yerno, siempre amable y siempre tenso, a falta de mejores ideas.

—¿Cómo así? —pregunta la consuegra que no tiene ningún sentido—: vámonos ya, niños, vámonos más bien que yo todavía tengo que tomarme mis pastillas.

—Y de aquí no sale nadie hasta que usted me reconozca en voz alta lo que me hizo, viejo asqueroso —redondea Julia, con las dos llaves de la puerta de salida colgándole de un puño, sacudiéndose como mejor puede la ebriedad que le frena ciertas palabras.

Adelaida, la amante que prefiere ir paso por paso por paso por paso por paso, la hija equilibrista que piensa tres veces antes de hablar, la hermana mayor habituada a sacar a la hermana menor de las zanjas en las que acaba metida, se acerca a la puerta de salida. Es un espectro en puntillas que solamente quiere susurrarle «Julia» a Julia —y eso hace— como diciéndole «dejemos la fiesta en paz». Se nota que ha oído la historia mil veces. Es obvio que sabe de memoria lo que pasa cuando se pasa de ginebras aquella mujer a la que ha cuidado como a una niña desde niña. La casa huele a trago. El mundo huele a trago. Una bruma del año pasado, hecha de olores y de cenizas y de gotitas respiratorias, se ha tomado aquel apartamento que ha sido así desde hace tanto tiempo. Y Adelaida se resiste a que esta escena siga así, y no es que quiera negarle a Julia la justicia, sino que su cuerpo es pura angustia —y se le enredan las tripas y se le seca la boca— porque esa denuncia le está sonando a pataleta de milenial.

—Deme las llaves, Julia —le pide.

—Usted no se meta, Adelaida, que usted sabe muy bien lo que pasó —le responde ella.

—Pero a esta hora no ganamos nada haciendo esto —le explica—: déjelos salir.

—Nadie sale hasta que este señor no diga en voz alta lo que hizo —le contesta ella.

—Yo lo digo, Julia, yo te digo lo que vos querás que diga —le declara él, Cabal, cariacontecido y opaco.

—¡Yo quiero que diga la verdad!

—¿Que cuál es, mija? —le pregunta con condescendencia el verdugo.

—Que usted primero me acosó y después me bajó la nota —responde ella con la mirada extraviada.

—¿Bajarte yo una nota a vos? —se pone a pensarlo—: ¿vos creés?

El profesor Horacio Pizarro se queda mirando la mancha de vino convertida en mapa de Colombia de sal en el tapete del apartamento. Su nieta duerme en paz, como debe ser, en la trasescena de la escena salida de madre. Su yerno mira el reloj: 12:48 a.m. del miércoles 1º de enero de 2020. Su consuegra se derrumba en el sillón verdoso que se tomó toda la noche: «No saben cuánto les agradezco la invitación…», murmura. Su Clara, su esposa, suelta un «Julia…» e intenta un «hagamos esto como debe hacerse…» que se traga ella misma porque se conoce de memoria a esa hija menor que sigue envalentonándose ante cualquier asomo de autoridad, pero él, Pizarro, prefiere bruxar, carraspear, contar segundos hasta que la vida vuelva a estar en sus manos.

—Mejor dicho: yo no sé qué decirte —retoma Cabal.

—Cualquier cosa, hombre, salgamos ya —reclama la consuegra.

—No sé por dónde comenzar porque claro que me sonás, pero te lo juro que no me acuerdo de vos —precisa.

—Me parece raro porque yo y mis amigos éramos los más felices en su clase.

—Teorías de la Representación.

—Teorías de la Representación.

—Y de qué año estamos hablando.

—Del primer semestre de 2010.

—Una clase repleta de mujeres.

—Una clase de diez o doce personas —corrige ella—, mitad hombres, mitad mujeres.

—Ustedes pensarán que estos olvidos son estrategias de nosotros los viejos chichipatos —comienza él su monólogo de madrugada y se sienta en el brazo del otro sillón verdoso como un abogado defensor y un papá comprensivo que se las sabe todas—, pero la verdad, que no sobra irla sabiendo, es que a esta edad no sólo te cruzás en la calle con gente que a duras penas sabés que conociste alguna vez, sino que te encontrás en los cajones o en los archivos de la computadora con cartas que no recordás haber escrito: pregúntame a mí, ahora que sólo responde por mí el bulldog que tengo, cuándo o dónde o cómo me senté yo por ejemplo a redactar un ensayo sobre por qué los vampiros no se reflejan en las cornucopias y por qué lo primero que tenés que hacer cuando te vas a morir es mandar a tapar los espejos.

—Pues a mí me parece imposible que usted no se acuerde de sus acosos sexuales, señor —le dice Julia, tomada por el alcohol y con un tarugo en la garganta, para no permitirle que siga desviando la atención con cara de profesor emérito.

—Pero te parece imposible porque no tenés más de setenta —le contesta con una repugnante voz paternal.

—Yo me la pasaba en la cafetería de las escaleritas con un par de amigos que parecían un par de escoltas —le insiste ella como tratando de ganarle en el juego de yo ya no me acuerdo.

—¿En la cafetería grasosa de abajo?

—En la cafetería de abajo, sí, la del departamento —le machaca ella para no demostrarle la angustia y la embriaguez que la están meciendo y mareando por dentro hasta quitarle el aire—: usted se nos sentaba a descrestarnos con las historias de sus películas caleñas de terror y a recomendarnos novelas sobre mujeriegos y a hablarnos de los sonetos lujuriosos de Pietro Aretino.

—Seguro que sí, seguro que sí —imagina con la misma voz con la que se le dice «ya pasó, ya pasó» a un niño que se ha dado un golpe.

—Yo iba nerviosísima a la clase porque me sentía la alumna favorita de mi profesor favorito —le recalca con la cabeza inclinada a la derecha, como recibiéndole la mirada con algo de compasión, y entonces parece una hija hablando de su hija—, y me leía todas las malditas fotocopias que usted nos ponía a leer, me lanzaba a hacerle las preguntas más difíciles que se me pasaban por la cabeza, me sentía, mejor dicho, codeándome con un genio que se sabía de memoria quién había sido el director de fotografía de Vestida para matar y después citaba a Locke de memoria, pero entonces, al final del semestre, a usted le dio porque ya no le daba el tiempo sino para que el examen final fuera un examen oral: luego me di cuenta de que yo era la única que no tenía sueños raros con usted, porque todo el semestre me la pasé pensando que éramos un par de lectores de las mismas cosas, y que estábamos a punto de ser colegas, pero todavía hoy me cuesta creer que usted se haya atrevido a chantajearme con la nota.

—Quizás no nos pasó.

—Pero claro que pasó.

—Ojalá que no.

—Desde que usted me dijo «ve, por fin me dejás verte sin Calvin y Hobbes» yo me di cuenta de que estaba en el estómago del lobo.

—Sería en la boca —corrige el cínico.

—«Oís: yo es que he querido meterme con vos desde que hiciste cara de miedo cuando les dije que el sexo y la violencia comienzan en la misma zona del cerebro, pero como no me hacés caso ni haciéndote señas nos tocó hacer esto oral…».

—Ay, Dios, vamos —exclama la hermana mayor mientras trata de tomar a la menor del brazo.

—¿Yo te dije eso?

—Y yo le contesté «hágame el examen por favor, señor, usted está muy confundido».

—Yo no te dije eso.

—Y entonces me hizo las tres preguntas que le hacía a todo el mundo, transfigurado porque lo había mandado a la mierda a comer mierda, pero no se me va a olvidar nunca que la última era imposible de responder: «¿Necesita el mundo ser representado?».

—Pero cómo va a necesitarlo —balbucea, para sí, el profesor Horacio Pizarro, y su esposa, que no se anda con cuentos, mira con odio ese murmullo que alcanza a llegarle al oído.

—«Empecemos por santo Tomás…».

—Ay, por favor, que yo me quiero morir pero en mi propia cama —grita entonces la consuegra escritora.

—«Va una pista: ¿qué diría el querido Ockham…?».

—¿Pero qué clase de clase absurda era esa? —insiste la señora apoltronada, a regañadientes y tamborileando con los dedos exasperados, en aquel sillón verdoso.

—Teorías de la Representación —dice el yerno gris que no puede ser así de cuerdo, como parece, porque nadie lo es.

—Teorías de la Representación —confirma la hermana mayor.

—Ustedes sí que han estado vendiendo humo en esas universidades de ahora —concluye la vieja—: un día de estos se van a ir todos al infierno por haber engañado a tanto muchacho suelto por ahí.

—Yo no sé qué hice —se dice Julia a sí misma, lejos de todos, en un arrebato de sinceridad—: creo que le hablé de la metáfora del espejo porque la furia no me dejaba pensar nada mejor y usted me dijo «podés ir en paz» como haciéndose el chistoso que no quería matarme.

—¿Y ya? —pregunta la consuegra mientras juega, apoyándose en los brazos de la silla como en un par de muletas, a que por fin ha llegado el momento de irse.

—Una semana después me doy cuenta de que mi nota final es tres punto tres porque no quise dejarme de usted.

—Pues qué vergüenza con vos —le dice Tulio Cabal, su verdugo, encogiéndose de hombros como diciéndole «ya qué»—, pero me quedo pensando en qué momento te di la orden de acostarte conmigo…

—Se lo digo apenas me lo encuentro hablando con tres niñas de primer semestre, maldito, en la puerta de la cafetería —sigue ella adelante porque ya no quiere oírle los ingenios.

—Tres mujeres, será —le aclara él como jugándole con la misma moneda y lavándose las manos en el lavamanos de la ley.

—Yo le digo «buenos días: ¿por qué mis amigos sacaron mejores notas si le respondieron lo mismo que yo?».

—Y qué voy a saber yo.

—Y usted tiene las güevas para responderme a mí «pues si vos querés yo les bajo a ellos para que saquen lo mismo que vos», con una mirada de mafioso que supongo que es su mirada de depredador frustrado porque no ha sido capaz de agarrar a su presa —recuerda Julia como proyectándoselos a todos en una pared, y ahora le tiembla la voz y le tiembla el cuerpo, y se quiere morir de una vez—, y yo le digo «usted haga lo que le dé la gana y yo también» y me quedo pensando hasta hoy que no puede ser que a mí me toque quedarme callada porque siempre va a ser su palabra contra la mía, y así va la gente por la vida, y ya no quiero hablar más porque a ustedes les da igual y sólo quieren que esto se acabe, y sí, sigan así, y feliz año, hijo de puta.

Viene un silencio que nadie quiere ni puede profanar. Acaba de terminarse aquella historia de horror que se ha quedado por dentro. Esa es. A la primera hora del primer día del Año Nuevo, contada por una protagonista que a duras penas se mantiene en pie por culpa de las cuatro ginebras con tónica que se tomó hace un rato nada más, no es sólo un repugnante y típico caso de acoso sexual en los pasillos de una universidad de comienzos del siglo XXI, sino un grito espeluznante contra todos los matones mandados a recoger que se han pasado la vida vengándose de quienes se atreven a recordarles su pequeñez, su fracaso. Pero los espectadores que acaban de escucharla en aquella luz de esa madrugada, que envejecen por minuto, no saben si indignarse, si esconderse, si rendirse.

No es que no sea tan grave. No es que no sea un trauma por resolver porque la violencia haya sucedido a espaldas del mundo, no.

Es que es demasiado tarde para todos. Es que están despiertos a una hora en la que deberían estar tomándose las pastillas para dormir. Si uno hace un travelling por las caras ojerosas y enrojecidas de cada testigo en aquella sala, si ve el desconcierto de Horacio Pizarro, el aplomo de Clara Laverde de Pizarro, la impaciencia de América Triana, la contrariedad de Tulio Cabal, la zozobra de Adelaida Pizarro y el desconsuelo de Juan Zapata, que así se llama el yerno gris demasiado sano para ser cierto, cae en la cuenta de que incluso los más jóvenes están demasiado viejos para haber sido encerrados con llave «hasta que no se sepa la verdad». Por un lado, la escena, que requiere de los seis sentidos para ser encarada, es lúgubre y patética. Por otra parte, claro, quien espera la verdad espera en vano.

Sigue el silencio y sigue más. Se agrava, sí, para ser justos. Se va tragando lo que se dijo hace unos minutos apenas, vital e inútil, porque tarde o temprano la naturaleza se va tragando lo humano.

—Dígame que no fue así —le dice Julia a aquella versión envejecida del hombre que se atrevió a bajarle el promedio—: atrévase a decírmelo.

Sabe que la cabeza se le va hacia delante y hacia el lado cada tanto como si se estuviera quedando dormida para siempre. Siente que todos están pensando que está tan borracha como los que perdían todas las materias y sabe que tiene que cuidar cada una de las palabras que salgan de su boca: «Dígame», «que», «no», «fue», «así», «atrévase», «a», «decírmelo». El corazón le da zancadas en el pecho. El estómago le cruje, le crepita, porque ya ha notado que está envenenado. Abre el puño para que se vean los dos llaveros de las dos llaves de la casa colgándole de los dedos: la cámara y el submarino amarillo. Y si no se sienta, y si se resiste a tambalear y a agarrarse de la mesa de la salida, y si no sale corriendo al baño a vomitar el nudo de trago que va de abajo arriba, es sólo porque todavía falta que el impune de Cabal responda alguna cosa.

—Si vos decís que fue así, fue así —le contesta el artista lenguaraz, el desvergonzado en medio del desvarío, con la mochila arahuaca al hombro y la mirada puesta en el reloj de pared que empuja el tiempo segundo por segundo—, porque, a riesgo de sonarles aquí como un doctor Jekyll que poco puede responderles por su señor Hyde, yo sí sé reconocer que hubo una buena parte de mi vida setentera, ochentera, noventera, en la que a mí me pareció que la única gracia que podías encontrarle a estar vivo era comerte a cuento a las muchachitas que se dejaran, fumarte y esnifarte y gallinaciarte y tirarte todo lo que se te pasara a vos por delante hasta caer muerto, y amanecer viringo al otro día quién sabe dónde y cegado por la luz de las ventanas ajenas y con el «Yo pecador» en la cabeza, «yo confieso ante Dios Todopoderoso, y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión…», pero también me toca aceptar, «por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa», que la vida me ha bendecido con esta memoria selectiva que me ha salvado de darme asco: yo sí soy ese cabrón que decís que te rajó porque no se lo diste, pero te puedo jurar también que yo no fui.

Si usted se encuentra familiarizado con el concepto griego del deus ex machina, o sea, en pocas palabras, de la resolución repentina e imposible e inesperada de un drama que ya era un callejón sin salida, asumirá con feliz resignación la aparición de la nieta del profesor en este preciso momento. Es una siluetita al final del corredor a medio iluminar. Pregunta «por qué no me dejan dormir», hecha una adulta energúmena de tres años con los ojos entrecerrados y los mechones despelucados y los brazos en jarra, «por qué siguen todos acá». Y entonces, mientras las exclamaciones «tan linda», «vámonos», «lo que faltaba», «feliz año, amor mío» se suceden para nada, Pizarro se descubre recibiéndola en su abrazo de buen amigo gigante, ay. Y su esposa se da cuenta de que ya puede abrir la puerta porque ahora ella tiene los dos llaveros en la mano.

Julia se ha desvanecido en el aire: ¡puf! Julia se ha ido de golpe porque le ha tocado irse: «Que mi sobrina no me vea así…». Está vomitando de rodillas en el viejo baño de las visitas, rodeada por el papel de colgadura de antiguos mapas de la Tierra, exigiéndole a su hermana mayor que la deje en paz por una vez en la maldita vida y no le vuelva a hablar jamás porque ya no la necesita en la nuca diciéndole qué tiene que hacer y poniéndose del lado de los demás cuando ella más la necesita y haciéndose siempre la que tiene la vida mejor aunque a los ojos de cualquiera sea el peor de los lugares comunes que ha dado la especie —«una madre soltera buscándose maridos en los avisos clasificados, marica»—, pero poco más se alcanza a oír porque entonces Adelaida cierra la puerta entrecerrada.

Y el profesor Pizarro se despide de todos como se despedía de sus alumnos y se va por el corredor como se iba por los pasillos del departamento, y lleva a «la Jefa» Lorenza recostada en su hombro, porque nada detesta tanto como escuchar una pelea entre sus hijas: vaya usted a saber por qué le produce taquicardia y lo pone en jaque oírlas aniquilándose.

Pizarro se va, en fin, y entrecierra la puerta de la habitación de huéspedes que se ha vuelto la habitación de su nieta. Cierra un poquito más para ponerle límites, términos, a lo prosaico: la luz amarillenta de los cuartos de afuera, y la voz que es la suma de todas las voces, y lo demás. Cumple uno por uno los pasos innegociables para dormir inventados por la niña que suele desbaratarle los argumentos, «ahora abrazo», «ahora beso», «ahora te adoro, abuelo», hasta dormirla como un prodigio sobre su barriga. Está acostado lo mejor que puede, pero tiene la nuca torcida contra la cabecera y tiene las piernas recogidas porque no cabe en la cama. Está molido. Está congestionado. Y, sin embargo, soporta las ganas de sorber y de carraspear y de ponerse cómodo porque verla no deja de hipnotizarlo, de sobrecogerlo.

Podría tratar de creer en Dios, como creyeron sus padres hasta los últimos domingos de sus vidas, porque aquella nieta que respira en paz en aquel claroscuro que es un bodegón de juguetes —ay, esa boca empequeñecida y esos párpados tranquilos y esas manos con las uñas sucias que se rascan la nariz— es una obra de arte hecha por algo, pero buena parte de su vida ha sido sobre pensar con la voz roedora de Wittgenstein, que odia citarla pero siempre está ahí, en «el fulgurar de un aspecto», en «la relativización del milagro», en «el amor que no describe ni explica los sujetos del mundo sino que los ve con una fuerza que la razón no alcanza»: sí, es sólo que su niña aún no ha sido explicada por la ciencia, pero mientras tanto, mientras llega ese día terco e inevitable, es un misterio hipnótico e inefable que es mejor callar.

¿Cómo le sucedió esta tentación extraña de preguntarse por qué? ¿Cómo se dio esta atracción al abismo del propósito y de la recompensa? ¿Por qué está teniendo tantos deslices dramáticos un escéptico como él, un impío como él?

Se le pierde el hilo de un golpe y por culpa de un golpe en el vacío, ¡tas!, que resulta ser el portazo que da Julia para que Adelaida la deje de perseguir por el apartamento: «¡Cállese!», le grita, «¡váyase!». Pizarro castañea, torcido y plegado en la pequeña cama para su nieta, como pidiéndole a su Dios de ateo que no se le despierte esta persona incansable de tres años a la que por fin ha conseguido dormir. No, no abre los ojos ni pregunta «¿qué pasó?» porque ya ha ido de cerrar los párpados a irse de viaje, de bajar el telón a marcharse del teatro, pero sí aparece su hija mayor, o sea la madre de la criatura, a relevarlo antes de que la ciática lo destruya por dentro, y a asumir las responsabilidades de su cargo, y a descansar del delirio con el que ha empezado el tal 2020: «Hasta mañana…», se dicen, «feliz año…».

Pizarro le entrega su niña a su niña como puede, se levanta de la cama como puede y sale de ese cuarto como puede.

Ay, cuando la vida era mucho más simple y más lenta y más sumisa, y no acababa uno tratando de lidiarles a todos este protagonismo que no era la regla sino la excepción, y el año no empezaba con intrusos y consuegras y yernos esperándolo en la puerta de salida para agradecerle la hospitalidad antes de despedirse de él, y las hijas no se habían vuelto dramas que ningún deus ex machina iba a rescatar de sus callejones sin salida, y nada tenía tanta gracia porque no había una nieta por ahí que ponía cualquier cosa en su sitio, ay, cuando piensa en su nieta empieza a fallarle la nostalgia. Por supuesto que Pizarro se porta como un adulto. Claro que se despide de la visita con cierta habilidad, «¡pude dormirla!», detrás de la civilidad ejemplar de su mujer. Pero sobre todo está sorprendido, ja, con esa sensación de que quizás haya valido la pena ser viejo: «Mi nieta Lorenza que se la pasa haciendo chistes…».

Su mujer, su Clara, abre la puerta de salida con las llaves recobradas hace un momento: clic. Se están yendo ahora sí. Siguen hablando de lo que pasó hace un rato, a pesar de los reclamos exasperados de la consuegra, claro, «vamos, pastores, vamos…», porque no es fácil dejar pasar semejante remezón. Se nota que se han dedicado a hablar y hablar veinte minutos más del supuesto acoso, de pie, para sacudirse la sensación de que la fiesta ha sido un funeral. Se ve que el verdugo les ha pedido excusas de todos los modos posibles «por haberles arruinado el foforro…» y ha lanzado un mea culpa sobre su pasado que podría dar para una obra de teatro. Se ve que es gracias a la paciencia y al pragmatismo y a la sabiduría de su esposa —por demás fanática de las novelas setenteras de la señora Triana— que están diciéndose el último adiós en el hall del edificio, «feliz año…», repiten. Por fin ha logrado sacarlos: la mejor manera de hacer justicia por la pesadilla de Julia ya no es enrostrarle la verdad a su autor, sino no verlo ni oírlo ni tenerlo allí, pues se corre el riesgo de que empiece a producir compasión.

—Pero es que esas eran las reglas del juego en esos tiempos remotos, amigues, nadie tenía la menor idea de si había sido penalti porque todavía no se habían inventado el VAR —dice a lo lejos el ingenio repugnante y etílico del viejo Cabal antes de que se nos cierre la puerta en la cara como si la acotación de la escena fuera «corte a: cualquier cosa que no sea semejante a este mundo».

Cómo vivir en vano

Se despierta a las 9:33 a.m. bocarriba y convencido de que son las seis. Estira el brazo izquierdo, pues siempre ha dormido en el lado derecho de la cama, a ver si se encuentra la espalda de su esposa. No hay nadie. No hay nada. No está. Anoche no pudo decirle «hasta mañana» porque se le quedó dormida antes de que él saliera del baño de los dos: a veces, cuando se ha estado tomando y aguantando y tomando y aguantando, es necesario orinar y volver a orinar como si no hubiera habido una primera vez, y él le dijo «ya vengo» porque no tenía alternativa a mear, pero cometió el error de llevarse el teléfono —que tanto se resistió a tenerlo alguna vez— para hacer algo mientras tanto. Se bajó la piyama hasta los tobillos. Se sentó en el inodoro con la mirada puesta en el gabinete en el que guardaba la Arcoxia para el dolor de la espalda. Orinó durante un par de minutos como cuando uno orina pero no se acaba. Se quedó ocho minutos más, por lo menos ocho más, porque se quedó atrapado en Twitter.

No era para menos. Aquel tuit que había escrito en la madrugada su identidad secreta, @ZhuangZhou1649, era un triunfo absurdo e inconfesable que él no había visto nunca en su vida: 7.568 retuits, ni más ni menos. Pensó en borrarlo, «Propongo una ley de perdón y olvido para todos los violentos que antes de la fecha de corte del #YoTambién —y ojo: sin haber cometido crímenes ni delitos menores— hayan asediado a alguna mujer que no lo deseara», porque le sonó injusto con la denuncia de su hija, pero 7.569, 7.570, 7.571, 7.572, 7.573 retuits en un poco más de una hora sólo los conseguían los famosos que no se habían graduado a sí mismos de famosos: los famosos de antes. Nadie sabía que él tenía una cuenta falsa. Nadie. Nadie porque Dios no hay. Qué daño podía hacer entonces una frase que no sólo defendía el contexto, sino el deseo.

Cuando por fin salió de la modorra del baño, porque reunió la poca voluntad que le quedaba con el miedo a la decepción de su esposa, Clara ya se le había dormido como castigándolo por semejante demora y se había ensimismado en aquel lado izquierdo de la cama que a él le parecía tierra lejana. Su esposa no era una esposa celosa. Su esposa no era una esposa que no tuviera mil cosas que pensar y mil cosas que hacer antes de vivir por «el profesor Pizarro». Pero era obvio, apenas lógico, que de tanto en tanto lo detestaba un poquito. No hacía nada violento, no, simplemente se le dormía antes para no despedirse jamás, y lo miraba menos, y daba algún portazo «sin querer» en el cuarto de al lado. No le gritaba el «¡buenos días, H. P.!» de siempre, que se le había vuelto un saludo risueño y cariñoso desde que aquella colega narcisa e infame había usado como argumento ad hominem las iniciales de «Horacio Pizarro», sino que le preguntaba si había dormido bien.

Se paraba de la cama como una espía de la Guerra Fría unos minutos antes de que él se despertara, tal como lo hizo ahora, para que no hubiera abrazos a tientas ni besos reticentes ni desperezos. Se veía luego su lado destendido y enfriándose. Y daban ganas de alarmarse: «Tuvo que pasar algo».

Pizarro se ha acostumbrado a despertarse, o sea a sacudirse los restos del sueño, a punta de ver qué está pasando en Twitter: comienza al fin el mandato de la primera alcaldesa de Bogotá; un premio nobel de Física de apellido Queloz advierte que dentro de poco empezaremos a recibir pruebas constantes de que la vida está por todas partes en el universo; se reporta que cerca de trescientos paramilitares están asediando el municipio de Bojayá; ha habido 292 temblores en las últimas horas; más de cuatrocientos millones de animales, ¡más de cuatrocientos millones!, han estado muriendo en «el verano negro» en los bosques australianos; empieza el año definitivo, según dice CNN, para la suerte de los Estados Unidos de América: ¿será reelegido el inescrupuloso Donald J. Trump en el mundo distópico en el que fue elegido hace cuatro años?

Por su parte, el ya célebre tuit de @ZhuangZhou1649, o sea el tuit provocador de su alter ego, ha llegado a la cifra abrumadora e inverosímil de 15.367 retuits: ¡15.368!

Pizarro lee, asqueado pero fascinado pero avergonzado, las reacciones megalómanas de los desconocidos: @MaldeSanVito declara que «no vencen términos ni aplican condiciones y restricciones: un violador es un violador en el 510 y en el 2000 también», @Oxirrinco se suma con el artículo de ley «no podrán acogerse a ninguna medida de protección los jefes y los profesores y los famosos que hayan seguido pasándose de la raya después del 15 de octubre de 2017», @Yucafrita añade la incorrección «¡viva el patriarcado!», @LiriopedeTespias suelta la máxima plagiada «mi gente: esta es la hora de que el pensamiento dramático de lo femenino conviva con el pensamiento épico de lo masculino» y @Götterfunken les explica a sus cincuenta seguidores que no hay que librar al mundo de los hombres, sino de los misóginos: «Platón pedía a la polis que no cometiera el error de privarse de la mitad de la inteligencia humana», agrega.

Pizarro se dice a sí mismo «esto es lo último que hago», aovillado como puede aovillarse un larguirucho, porque no es capaz de evitar la tentación de fijarse cuáles de sus amigos y de sus enemigos le han puesto like sin saber que se lo están poniendo a él.

Hay likes de actores, de políticos, de periodistas, de ingenieros, de abogados, de estudiantes, de caricaturistas, de escritores, de cantantes, de historiadores, de curas de todos los géneros. Hay likes de mujeres ocurrentes que además le siguen el chiste —cómo no— con pequeñas multas a los imbéciles que sigan gritándoles imbecilidades en la calle: «Quién fuera hambre para darte tres veces al día». Se aparecen los profesores tímidos que citan ensayos de la Universidad de Chicago, #MeToo as Catalyst: A Glimpse into 21st Century Activism, para entender un poco mejor el asunto de fondo. Están los tuiteros liberales e intelectuales, formados en quién sabe qué facultades gringas, que siempre lo buscan para hacer chistes políticamente incorrectos. Están los tuiteros de derecha que siempre están a un paso de perder el humor.

Pero, como no hay una sola empresa humana sin mácula, su némesis @MachoBizarro le ha escrito hace un minuto a su alter ego @ZhuangZhou1649 que cada vez se le parece más a él: al profesor Pizarro.

¿Y entonces, releída la enrevesada frase anterior, no le parece a usted que el siglo XXI es el infierno tan temido? ¿Y no le parece absurdo, aberrante, típico de una era de derivas, que una némesis le hable mal de una persona a su alter ego? ¿No es señal de que esto, o sea la realidad y la vida y la ciudad y el país y el planeta, va a estallarnos en la cara en el momento menos pensado? ¿De verdad está hecho a la idea y listo para lo que se nos viene encima?: ¿tiene el estómago para una novela gruesa, con vocación de sujetalibros de biblioteca o de pata de mesa, sobre este mundo novísimo que es una carrera a muerte de protagonistas, una trama de nadie usurpada por billones de personajes secundarios, un mural de autorretratos, una secuencia de primerísimos primeros planos que desconoce el plano general?

Pues entonces aquí está el metepatas del profesor Horacio Pizarro, volcado sobre el costado derecho de su cuerpo en su lado de la cama, con el corazón trastornado porque un enemigo de redes está sospechando de su identidad secreta en Twitter: de un Clark Kent de un Superman que no es.

¿Quién puede ser el tal @MachoBizarro? ¿Algún enemigo de ultraderecha de los tiempos en los que se jugó la vida por defender el proceso de paz con las Farc? ¿Algún estudiante con síndrome de Napoleón que sacó tres con tres por no haber sido capaz de conectar una idea con la siguiente? ¿Algún colega de tiempos mejores?: ¿no habían hecho él y su verduga Gabriela Terán, en aquel avión en turbulencia del último día de 2016, el pacto de ignorarse e ignorarse e ignorarse hasta agredirse sin que nadie lo supiera? ¿Quién, que tenga tanto tiempo para vivir así de pendiente de sus pasos, y se precie de conocerlo de primera mano, y se empeñe en escribir tuits con sintaxis correcta y buena ortografía, puede odiarlo con tanta disciplina?

¿Pero qué diablos le pasa? ¿Todavía está traumatizado por la lapidación en las redes de hace cuatro años? ¿Sigue obsesionado con probarles a todos que no es un micromachista inconsciente e infecto?

¿Es posible que ese @TCabalC que acaba de ponerle like a la frase de su alter ego sea el profesor que se atrevió a castigar a su hija menor por no acostarse con él?

Se repone a fuerza de voluntad de esa ansiedad tan ridícula, tan juvenil, que no lo ha dejado levantarse de la cama: «¡Silencio!». Ya sabe de memoria que lo mejor en estos casos —en estas redes— es negar e ignorar e insistir en lo suyo como si la vida fuera atravesar el largo corredor de las celdas de un frenocomio. Se sienta junto a la mesa de noche, llena de libros e invadida por las cosas de su nieta, a agarrar impulso. Se para. Sale en puntillas de la habitación, con una taquicardia que debería habérsele quitado ya de viejo, porque nota que la puerta de la habitación de sus hijas sigue cerrada. Ay, cuando uno podía decirles «niñas, no peleen, no se enfrasquen en esas rabietas que se vuelven cuestiones de honor de toda una tarde», y no podían herirse sacándose en cara los fracasos de la vida.

Envejecer es correr la cerca. Envejecer es irse rindiendo e irse tranzando e irse diciendo año tras año «está bien: ya no seré atlético, ni guapo, ni deseado, ni sano, ni rico, ni protagónico, ni condecorado, ni aplaudido, ni citado, ni envidiado, ni vigoroso, ni erguido, pero al menos no seré abucheado y mis hijas dormirán en paz todas las noches porque no estarán peleando y seré amado por estas cuatro mujeres que saben bien quién soy y no tendré que sentarme en un cojincito inflable para que no me torturen las hemorroides». Al Pizarro de sesenta y un años le basta con encontrarse con la sonrisa de su esposa en la sala del apartamento, «¡se despertó el abuelo!», pues depende enteramente de ella y se le ha vuelto el reporte del clima: «Para hoy, cielos despejados…», uf.

Ha habido un par de veces, de los últimos años, que le ha parecido verla poniéndole los ojos en blanco a sus espaldas.

Ha habido un par de jornadas, de los últimos tiempos, que ella se ha ensombrecido porque se le da por recordar algo que al final jamás confiesa.

Y, sin embargo, puede contar los conflictos que ha habido de 2017 a 2019 con la punta de los dedos.

Dice «buenos días» con su nieta Lorenza, con su Jefa, abrazada —como abrazada a un mástil— a la pierna que le está doliendo. Nota las torres y los bosques de la loza lavada sobre el mesón de la cocina, y ve que ya no hay cenizas en los ceniceros y que toda la basura se ha ido a la basura y que el mapa de sal ha desaparecido para siempre, pero no lo celebra porque siente que basta pensarlo y ya lo ha dicho mil veces en la vida. Se tranquiliza por última vez a sí mismo, usteándose como debe ser, «nadie sabe que usted tiene una cuenta falsa, hombre…». Teme contarle a su esposa sus líos de redes: «Usted ya sabe yo qué pienso, Pizarro». Teme que se den cuenta de que sigue revolviéndole el estómago ese 2016 porque apenas se den cuenta se lo revolverá todavía más. Se da palmadas en la espalda, digo, antes de sumarse a la mañana de todos.

Es una mañana feliz de las de antes, pertinente y tenaz, porque su Lorenza no tiene la menor idea de que es una mañana triste. Hacen el mismo jugo de mandarina con granadilla que le hacían a la niña cuando era una bebé. Se inventan arepas con formas de nubes y se les agua la boca. Desayunan los huevos pericos con salchichas que sólo les salen así en esa casa. Se mueren de la risa, jajajajajá, jejejejejé, jijijijijí, como si no estuviera sucediendo un drama en la trasescena de la casa. Juegan el juego del ahorcado: ellas dos buscan y buscan, y un par de trazos antes de ser ahorcadas encuentran el título de un clásico del cine que se vieron los tres juntos, __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __, detrás de la pista «es un musical sobre una guerra que termina ganándose gracias a la magia».

Pero cuando ya se está acercando demasiado el mediodía, en la tradición de una medianoche que convierte carruajes en calabazas, se les aparece Adelaida vestida y lista a salir porque «Julia no me quiere abrir la puerta y yo ya me mamé de pedirle que hablemos».

—¡Lorenza! —eleva la voz con voz de mando de aquí hasta el cuarto de atrás—: trae tus cosas que voy a ir pidiendo el taxi para que nos vayamos.

Desde ese momento parece que va a llover en esta casa. Se nubla la sala. Se encapota el pasillo. Y mientras Adelaida y Lorenza recogen sus morrales y sus chaquetas, «¿por qué, mamá?», «porque es mejor irse para que la tía pueda salir de su habitación a respirar aire puro», «¿por qué, mamá?», la puerta de la habitación de la discordia sigue cerrada y los abuelos murmuran cabizbajos quién sabe qué. Gracias por este estupendo comienzo de año bisiesto, Julia, gracias por seguir abusando de la paciencia de todos como esos zánganos que crecen pensando «es que yo soy así», «es que yo sí digo lo que pienso». Perdónenos, Julia de mierda, por haber sido cómplices de sus pataletas desde la primera vez que se enfureció porque no hicimos lo que le dio la gana cuando le dio la gana.

Por supuesto, sus papás se ofrecen a llevarlas al apartamento de las dos, pero ella, Adelaida, les dice que no, pues tendría que esperar a que se bañaran.

Por supuesto, el taxi se demora en llegar: no encuentra aquella extraña dirección tan cerca del parque El Virrey.

Su mamá se sienta frente a su computador portátil a hacer los primeros pagos del primer mes, la administración, la cuota del apartamento y la quincena de Teresa, la empleada, porque no es ni ha sido buena para esperar. Hay un amago de pelea, un conato de tensión que se puede cortar con un cuchillo, mejor, como dirían los comentaristas deportivos, pues trata de entrar a la página de Credimensión, pero no puede porque alguien ha cambiado la puta clave.

—¡Fui yo! —dice su papá.

—Tenía que ser Pizarro, claro, quién más podía ser —contesta ella con esa voz tenue, exasperada, de experta que ha aprendido a intimidar sin perder el control.

—Meo culpa —le acepta él con su extraño humor de viejo.

—Y se puede saber por qué su majestad no me la preguntó —responde ella a punto de soltarle una de sus groserías.

—Pues porque se me olvidó cuál era el numerito justo cuando tenía que comprarle su regalo de Navidad, señora —le aclara él a punto de encogerse como se encoge siempre que empieza una discusión sin salida de las suyas.

—«El numerito» ese sólo era el año de nuestro matrimonio: 1985.

—Pues ahora mismo es 2016 porque todo este lío que estamos viviendo comenzó ese año maldito.

Está hablando, como lo hace día de por medio, de la decadencia interminable e innegable de la democracia.

De cómo el mundo entero empezando por los Estados Unidos de América ha ido pasando ominosamente de Trump al trumpismo, o sea del detonante al estallido, asediado por un revoltijo de machistas de pelo en pecho, asesinos provida, supremacistas blancos, fanáticos de la figura de un tal Q., encapuchados altivos del Ku Klux Klan, teóricos de la conspiración especializados en «este apocalipsis fue planeado por una élite de pedófilos negros y judíos y homosexuales y comunistas desde un sótano a media luz», negacionistas del cambio climático que está consumiendo la Tierra en nuestras narices, «muchachos orgullosos» de su raza y de su sexo y de su patria violenta que están listos a lanzarse como kamikazes contra todo lo que huela a nuevo.

De cómo luego de la ilusión de la paz, de la ilusión del fin de una guerra tan implacable e incesante que ya no es una escena sino un escenario —ya no es una historia sino un lugar, un sitio en todos los sentidos—, el país ha ido acomodándose de nuevo a su violencia típica, de acá, que es un tic porque no se piensa dos veces ni se piensa siquiera: ay, cuando creímos que podíamos salir de la zanja colombiana porque vimos con nuestros propios ojos a las excombatientes que volvían embarazadas de la odisea y a los exguerrilleros desarmados y hechos a la idea de montar sus casas más allá de la barbarie, y todavía no había vuelto al poder la ultraderecha pacificadora que «suele pensar que hay que soltarle el lío al ejército y que yo no me entere».

De cómo en cualquier caso ya nada de nada importa un gramo porque, gracias a esas fábricas de noticias e identidades falsas que son las redes sociales, cada cual vive enfrascado en un mundo propio en el que no sólo es el protagonista sino el autor y el editor y el jefe de propaganda de la trama, pero al mismo tiempo aquellos locos que no tienen ni idea de que están locos van formando manadas y se van poniendo de acuerdo en sus mundos distópicos y se van preparando para aniquilar a sus bosques de enemigos: hemos ido de las Fake News a la Fake People, de una especie de voyeristas nostálgicos a una especie de celebridades temerarias, como la rana que se cocina lentamente en el agua caliente, y es cuestión de tiempo para que esto estalle en millones de pedazos.

Está hablando su papá, mejor dicho, de que el 2016 fue un atajo, una madriguera del conejo hacia a un infierno del que habrá que volver con alguna noticia para la especie.

Pero a su mamá —se la conoce de memoria desde que tiene uso de razón— le tiene sin cuidado un discurso que ha escuchado mil veces porque se ha quedado pensando cómo diablos Pizarro puede haber cambiado el año de matrimonio por el año en el que no estuvieron juntos.

—Pues para mí 2016 es el año en el que nació mi Lorenza —les recuerda la manía de Adelaida de pedirles a todos que por lo que más quieran no peleen.

—Para mí también —les dice a todos la niña payasa, que se ha puesto las gafas falsas que suele ponerse para parecer una eminencia del Boston College, completamente segura de que se van a reír.

Se ríen, sí, quién no: jajajajajá. Pero la vidente de Adelaida, con su mirada entre líneas de editora, con su don de pura ajedrecista de ir diez jugadas antes de cualquier jaque, con su sexto sentido de espía de lo cotidiano, de Bourne o de Bond o de Hunt de entre casa, que sabe como un hecho cumplido que hay que quitar ese cable mortal del piso porque la niña puede hacerse zancadilla, y caerse a un paso de la sartén burbujeante e hirviente en la que están haciendo las salchichitas que les gusta comer juntas, y empujar el vaso de agua que está demasiado cerca de la computadora, tiene clarísimo que el cambio de la clave no va a quedarse así. No estamos ante una escena graciosa, no, esto es una gota que rebosa la copa, un detonante.

Quiere llevarse a su papá a un rincón a avisarle que está entrando en zona de turbulencia, «creo que le parece insensible que sigas hablando del 2016», como lo ha estado haciendo desde el cisma de hace unos años, pero acaba de llegarles el taxi de placas SOS-424, por supuesto.

Se despiden mientras abren la puerta sin seguros por dentro, mientras salen al hall del piso, mientras suben al ascensor pesado y tembloroso: «Bueno, llegó, nos vamos», «ahora más tarde hablamos», «adiós, mi abuelo», «adiós, mi Jefa», «dale doce besos a mi tía que es mi tía favorita», «saludes», «cualquier cosa nos llamas», «feliz año». Se cierra la puerta de la casa. Se cierra la puerta del ascensor. No le entra el aire al cuerpo. Adelaida tiene el impulso de llorar, porque detesta pelear con su hermana menor y porque tiembla ante la sola posibilidad del conflicto, pero se pone a mirar al frente con los ojos empantanados —como aguantando una tragedia y soportando un estornudo— porque dígame usted después quién le responde las preguntas a su hija.

La altísima Adelaida Pizarro Laverde, que suele firmar con los dos apellidos porque le gasta buena parte de su vida —«de Libra», se dice, porque desde hace un tiempo anda pegada a la astrología— a ser la persona más justa que ha pisado la Tierra, piensa si será normal salir corriendo como perseguida por tiranosaurios y por ogros cuando las cosas se ponen tan tensas, si será normal que una a los treinta años siga desbaratándose cuando pelea con la hermanita de veintiocho, si será normal haberse pasado seis años con un piloto trumpista que a duras penas pisaba el apartamento en el bloque de ladrillo rojo en 2000 COMMONWEALTH, ay, Dios, no me pregunte qué demonios estaba pensando yo en estos últimos diez años.

Se suben al taxi porque sí es el taxi que pidieron: SOS-424. Lorenza se lanza a conversarle al pobre señor, que no sabe si tomársela en serio, «hola, Jacinto», o pedirle a la mamá que la amarre allá atrás con el cinturón de seguridad, porque desde los do

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