Virus mortal

Robin Cook

Fragmento

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Prefacio

La pandemia de COVID-19 ha colocado al virus en el escenario central como un enemigo peligroso y temido de un modo similar a lo sucedido hace cien años con la pandemia de gripe. Los virus causantes, el SARS-CoV-2 y el de la gripe A (H1N1), provocan enfermedades respiratorias de fácil transmisión entre personas, razón por la que se expandieron de forma muy rápida por todo el planeta. En cuestión de meses, ambos azotes infectaron a millones de personas, muchas de las cuales fallecieron.

Pese a que estas dos entidades biológicas en la actualidad dominan el foco público, hay otros virus que merecen ser tratados con el mismo recelo, preocupación y atención, dado que algunas de las enfermedades que provocan causan una alta letalidad y tienen la capacidad de provocar serias complicaciones. Aunque estas enfermedades no se transmiten por aerosoles y son, por tanto, menos contagiosas y avanzan a un ritmo más lento —aunque este se esté acelerando—, también se están extendiendo por el mundo debido al cambio climático y a la colonización humana de entornos hasta hace poco aislados. En particular, un considerable número de virus han tenido la brillante idea de utilizar a los mosquitos para asegurarse la supervivencia. Estos virus son responsables de enfermedades como la fiebre amarilla, el dengue, la fiebre del Nilo y todo un repertorio de enfermedades que provocan una peligrosa inflamación del cerebro llamada encefalitis. Esto incluye el virus de la encefalitis equina oriental o EEE, conocido por causar una mortalidad en el treinta por ciento de los infectados. A medida que avanza el cambio climático, mosquitos agresivos como el mosquito tigre asiático Aedes, portador de estos peligrosos virus y cuya presencia hasta ahora se limitaba a los climas tropicales, están extendiéndose de forma progresiva e imparable hacia el norte, a regiones de clima templado, y en estos momentos ya ha llegado incluso al estado de Maine en Estados Unidos y a Holanda en Europa.

Estos otros virus temibles no han podido escoger un mejor portador. Como chupadores de sangre para procurarse alimento, los mosquitos ocupan un lugar privilegiado en la lista de incordios de cualquiera. La mayoría de las personas recordarán sin duda una siesta veraniega interrumpida, un paseo vespertino, una caminata por el bosque o una barbacoa en la playa en los que hizo su aparición un mosquito hembra, anunciado por su característico zumbido. Como criatura perfectamente adaptada tras casi cien millones de años de evolución (incluso los dinosaurios sufrieron las picaduras de estos insectos), el mosquito hembra consigue su ración de sangre o muere en el intento. Por algún motivo para el que todavía no tenemos explicación, el mosquito tigre asiático hembra siente una especial atracción hacia las hembras humanas con sangre del tipo O, aunque no hacen ascos a otros tipos sanguíneos e incluso se conforman con machos humanos si no hay más remedio.

Como testimonio de la eficacia de la asociación entre mosquitos y patógenos, casi un millón de personas fallecen anualmente debido a enfermedades transmitidas por estos insectos. Algunos naturalistas incluso sostienen que las enfermedades transmitidas por los mosquitos han acabado con la vida de casi la mitad de los seres humanos que han habitado este planeta a lo largo de la historia.

 

Robin Cook, MD

 

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Prólogo

Aunque los mosquitos causan más de dos mil muertes de seres humanos diarias, su pernicioso impacto no necesariamente termina ahí. Las muertes que provocan pueden generar más complicaciones a la sociedad. Una triste historia de tragedia encadenada se inició en el verano de 2020 como resultado de una concatenación de situaciones que empezó en el idílico pueblo de Wellfleet, Massachusetts, en la bahía de Cape Cod. Todo empezó en un neumático desechado, apoyado contra la pared de un destartalado garaje. En el interior del neumático había quedado estancada una pequeña cantidad de agua de lluvia, en la que una hembra preñada de mosquito tigre asiático depositó sus huevos.

El 20 de julio estos huevos eclosionaron y empezó la asombrosa metamorfosis de diez días que convirtió la larva en crisálida y posteriormente en mosquito. En el momento en el que los mosquitos emergieron como adultos ya eran capaces de volar y a los tres días empezaron a seguir el impulso de su irresistible urgencia por reproducirse, para lo cual las hembras necesitaban ingerir sangre como alimento. Sirviéndose de sus muy evolucionados órganos sensitivos, detectaron una víctima y se lanzaron sobre un incauto arrendajo azul. Aunque ni los mosquitos ni el propio arrendajo lo sabían, el pájaro se había infectado a principios de julio del virus de la encefalitis equina occidental. Ni a los mosquitos ni al pájaro les afectaba lo más mínimo, porque estas aves son huéspedes habituales de este virus, lo cual quiere decir que conviven en un tipo de parasitismo pasivo, y, de un modo similar, el sistema inmune del mosquito mantiene a raya al virus. Después de saciarse de la sangre del arrendajo azul, los mosquitos se alejaron en busca de un lugar apropiado para depositar sus huevos.

Varias semanas después, la bandada de mosquitos infectados se había desplazado hacia el este, en dirección al océano Atlántico. Su número se había reducido de forma considerable, porque habían sido presa de numerosos depredadores. Al mismo tiempo, a estas alturas ya habían adquirido más experiencia. Habían aprendido a priorizar a las víctimas humanas, porque eran blancos más fáciles que los pájaros cubiertos de plumas o los mamíferos peludos. También habían aprendido que la playa era un destino muy prometedor por las tardes, porque siempre había humanos bastante inmóviles con mucha piel expuesta.

A las tres y media de la tarde del 15 de agosto, esta bandada de mosquitos hembra portadores del virus de la encefalitis equina occidental se despertó de su siesta diaria. Se habían refugiado del sol de mediodía bajo el entablado del porche de un edificio en Gull Pond. Unos momentos después, hambrientos y deseosos de conseguir su festín de sangre, el enjambre se puso en formación de ataque con su característico zumbido. Salvo un número considerable de infortunados, los demás mosquitos esquivaron las peligrosas telarañas que iban apareciendo entre la luz del sol. Se reagruparon y siguieron avanzando como un escuadrón de cazas en miniatura. De forma instintiva sabían que la playa estaba a unos seiscientos metros hacia el este, detrás de un bosque de robles negros y pinos broncos. A menos que por el camino fueran devorados o que tuvieran que volar contra un viento de cara más intenso de lo habitual, tardarían unos tres cuartos de hora en llegar hasta la multitud de posibles objetivos.

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