Metamorfosis

Serena Pardo

Fragmento

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Hola, queridas lectoras. Espero que estéis cómodas en vuestro sofá, cama o sitio de confianza porque aquí vuestra amiga comienza las olimpiadas de escribir la historia de su vida con sus uñas kilométricas enfrente del ordenador. 

Por fin puedo contarla de manera extendida y no en un vídeo de YouTube de diez minutos o en un tiktok de tres. Digamos que este libro va a ser como un juego en el que cada capítulo, aparte de hablaros de mí, va a estar relacionado a con un paso de maquillaje. Os vais a encontrar dramas, momentos preciosos, anécdotas que nunca he contado públicamente y obviamente mis trucos secretos de maquillaje para ser una muñequita de porcelana que nunca he desvelado. Con todo esto, bienvenidas a mi historia.

Sinceramente, no sé por dónde empezar. Una no escribe un libro todos los días, pero digamos que por el principio, ¿no?

Nací el 25 de marzo de 2001. Sí, cariño: aries. De mi nacimiento hasta los tres o cuatro años no me acuerdo de nada, para qué mentirnos. Pero desde que tengo uso de razón, me crie en un entorno bastante feliz, con unos padres que me quieren y que siempre me han dado todo lo que he necesitado. Además de tener un hermano maravilloso, Daniel, que me daba todo el cariño del mundo. Pasábamos las tardes enteras con juguetes, aventuras y algún que otro puñetazo y patada que nos dejaba dislocados, pero nada que una bronca de mi madre no arreglase. Mis tíos también me mimaban mucho y tengo una abuela maravillosa que, bueno, aparte de apoyarme en todo y a pesar de su edad, ha podido comprenderme en cada paso que daba, se la podría considerar la reina de las croquetas.

En esos primeros años todo iba bien, aunque, si os fijáis, todo lo que os he contado era de puertas para dentro… Entonces llegó el momento, dejé de ser un bebé con piel aterciopelada que solo come y duerme y me convertí en un niño. Y, claro, con cinco años ya tocaba salir de ese microcosmos maravilloso llamado «hogar», para enfrentarse a una sociedad con unos patrones muy marcados sin importar la edad y que los entendieses o no. Estaban ahí, acordes al sexo que te habían asignado al nacer y que todos conocemos: color azul, coches y fútbol si eres chico; Barbies y cocinitas si eres chica. 

O te adaptas y de manera natural «eliges» el camino «correcto» (palabra que odio) o te lo encuentras a base de golpes porque tus gustos no coinciden con ese sexo asignado. Al final, te resignas a la incomprensión y al sufrimiento de ser el bicho raro al que señalan toda la vida. Obviamente, esta segunda es la mía y a raíz de esto empieza mi historia.

Desde que era peque, en el colegio me hicieron ver que era diferente a los otros niños y que, por la falta de educación en casa de estos, yo fui el centro del bullying desde que entraba hasta que salía por la puerta.

Era un niño muy mono, no es por tirarme flores, pero lo cierto es que tenía una carita y una nariz tan respingona llena de pequitas que me hacían (y me hacen) adorable. Siempre iba con unos outfits a la última porque a mi madre le encanta la moda, y por eso mi hermano Daniel y yo llevábamos las últimas tendencias de las revistas (cómo son ellas, qué coquetas). Tenía mis gafitas de ver que, la verdad, odiaba, porque les quitaban protagonismo a mis pestañitas. Siempre llevaba la mochila llena de Littlest Pet Shop y sirenas para jugar con mi amiga María. Más tarde os hablaré de ella largo y tendido, ya que fue y es una figura muy importante en mi vida.

Pero, bueno, volvamos a cómo empezó mi «vida en el colegio».

No era el típico niño con unas ganas locas de ir a conocer amistades, pasar tiempo jugando y hacer muñecos de plastilina. No, amiga, a mí me encantaba dormir y comer EN MI CASA. Cada fin de semana, cuando se acercaba el domingo, casualmente empezaba a dolerme la barriga por la noche y a encontrarme fatal y, a la mañana siguiente, por obra divina, no me podía ni mover de la cama. Las primeras veces funcionó, pero al repetirse siempre la misma historia cada semana dejaron de creerme y se dieron cuenta de que lo hacía para no acudir a ese centro lleno de niños rebozados en arena, sillas, mesas cojas y plastilina dura llamado COLEGIO. La verdad es que, si me viese desde fuera, me daría la enhorabuena por ser tremenda actriz en mis primeros años habitando el planeta Tierra. Podría rodar una saga en Holly­wood perfectamente, yo no digo nada (guiño, guiño).

Aunque, siendo sincera, ya que no me dejaban dormir en mi acolchada, mullida y maravillosa cama, no me quedaba otra que hacerlo encima de la mesa durante las clases. Imaginad cómo de frito me quedaba que cuando venían mis padres a recogerme, iba a abrazar las piernas de unos desconocidos pensando que eran los míos que venían a llevarme a casa. Se podía ver lo que me fijaba yo en las personas, ya que mi única necesidad y deseo era salir de allí.

Uno de mis primeros recuerdos en el colegio es de un día que estaba jugando con María. De lo que no me acuerdo bien es de cómo fue mi primer contacto con ella. Solo sé que vi a una niña de piel morena con el pelo negro más lleno de enredos y nudos que mi espalda, comiendo arena y riéndose sola… Y mi instinto supo que era de fiar. Siempre estábamos juntos, y ahora somos uña y carne. Para mí fue de esas personas con las que, sin motivo aparente, conectas desde el primer momento y de alguna manera te sientes seguro a su lado. A ver, que me estoy poniendo muy trascendental y no dejaba de ser un crío que tenía las neuronas suficientes para no cagarse encima y que me iba con todo hijo de vecino pensando que gente ajena eran mis padres… Digamos que tenía tendencia a fiarme de todo el mundo muy rápido, pero con ella fue diferente, ¡lo juro!

Recuerdo el día que todo cambió. También estaba con María. Nuestro pasatiempo preferido era jugar en el recreo con nuestros Littlest Pet Shop. Estábamos cada uno en un lado de un charco haciendo como si los muñecos estuviesen en la playa cuando, de repente, al otro lado de la verja de metal que separaba nuestro patio del de los mayores, un chico se agarró a ella y, entre los huecos, gritó: «¡MARICÓN!».

Sinceramente, en el momento me quedé indiferente. Es probable que lo mirara con cara de diva anonadada, sin comprender, porque con cinco años no entendía el significado de esa palabra más allá de pensar que podía referirse al insecto, a una mariquita enorme (si este hubiese sido el caso, habría chillado como un auténtico energúmeno). No lo conté al llegar a casa ni le di más importancia de la que creí que tenía, pero sí es cierto que el episodio se convirtió en una rutina y comenzó a ser un tormento que se repetía día tras día.

A medida que pasaban los años, mi manera de expresarme resultaba ser «femenina» y «diferente» a la de los otros chicos del colegio. 

Me encantaba dibujar muñequitas todo el tiempo, tenía pulseras de animalitos con mis amigas y coleccionaba cromos de las sirenas de H2O o de las Monster High que me compraba mi madre por las tardes para completar mi álbum e intercambiar los repes en el colegio.

Como he dicho, la primera vez en que me gritaron «maricón» fue solo el principio. Durante años, esa palabra

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