La promesa del alba (Guardianes del destino 3)

Karen P. Sánchez

Fragmento

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Prólogo

Las campanas hicieron eco por el valle, indicando la hora de la primera misa justo después del amanecer. Una bandada de palomas salió volando del campanario, asustadas por el estridente sonido.

La hierba y el camino hacia el convento estaban cubiertos por una fina capa de rocío, y la bruma de la mañana se acumulaba por el sendero, dando al lugar, ya remoto de por sí, un aspecto fantasmal.

Una novicia divisó a la forastera y acudió a su encuentro.

—¿Puedo ayudarla?

La mujer retiró la capucha ligeramente descubriendo un rostro bello, salpicado de pecas que la hacían parecer más joven de lo que quizás era, y enmarcado con unos bucles pelirrojos perfectamente definidos.

—Sí —sonrió con dulzura—, me gustaría ver a la madre superiora, traigo algo para ella. —Retiró un lado de la capa azul que la cubría y sacó una caja cuidadosamente envuelta.

La novicia se sorprendió al ver aquello, tal vez fuera debido a la caja, o al hecho de que alguien hubiera acudido a aquel lugar con un propósito. La localización del convento no aparecía en Internet, ni se mencionaba en ningún listado de la Iglesia. La aldea más cercana estaba a kilómetros de distancia, y sus habitantes mantenían su existencia en secreto. La joven se limitó a asentir y caminó delante de la mujer, guiándola al interior del edificio.

Ambas atravesaron los muros de piedra y el gran arco de estilo medieval de la entrada principal. Recorrieron varias cámaras en silencio. La visitante miraba de vez en cuando y de reojo a su alrededor, pero no hacía preguntas.

Otras novicias se pararon a cuchichear cuando la vieron pasar, todas luciendo togas largas de diferentes tonalidades. No eran las vestimentas propias de las monjas que ella había visto en los conventos tradicionales, ya que aquel lugar no lo era. Cruzaron un pasillo que daba a un patio rodeado de columnas de piedra. El sonido del chocar de madera y respiraciones fuertes la hizo girarse. Se trataba de un grupo de novicias vestidas con ropa deportiva, con pantalones ajustados y camisetas sin mangas. Sus cabellos estaban recogidos en trenzas y moños altos. Algunas practicaban con arcos, otras con lo que le pareció eran varas de combate.

—¿Para qué entrenan? —inquirió la mujer.

—Orden de la madre superiora. Todas las chicas deben aprender defensa personal —se limitó a responder la novicia sin apenas girarse.

La forastera observó la precisión y coordinación con que las chicas se movían en el patio. ¿Defenderse de qué?, se preguntó.

La novicia se detuvo frente a una puerta de madera con una arandela de hierro. Después se despidió haciendo una leve inclinación de cabeza. La mujer adivinó que encontraría a la directora del convento al otro lado. Agarró la pieza de hierro y la golpeó con suavidad.

—Adelante —escuchó una voz femenina desde dentro.

Empujó la pesada puerta y la cerró tras ella.

El interior de la estancia, para su sorpresa, era cálido. Una chimenea caldeaba la habitación, y la tenue iluminación dejaba ver una mesa de escritorio, varias estanterías con libros y pergaminos, un par de sillones mirando hacia la chimenea, y una mesita de té baja.

—Tengo entendido que me buscas —habló de nuevo la voz femenina.

Una mujer ojeaba libros en una estantería, dándole la espalda. Vestía pantalones y una blusa holgada, lo cual era inusual, pero no desentonaba con lo que acababa de presenciar en el patio. La visitante, por otro lado, se sorprendió de su comentario, puesto que la novicia era la única persona con la que había hablado, y no se había separado de ella en todo el recorrido.

—¿A qué se debe? —preguntó la rectora girándose hacia ella.

La forastera aguantó la respiración. Aparentaban una edad similar, ambas muy jóvenes, y había una extraña familiaridad en el rostro de aquella mujer.

—Necesito que guardes algo de valor aquí, en tu convento —comentó mostrando la caja que llevaba consigo.

La madre superiora la miró con recelo. Se acercó hacia ella y se sentó en el borde de la mesa del escritorio.

—¿Por qué habría de aceptarlo?

—Porque de lo contrario podría caer en las manos equivocadas. —contestó ella, y aquello pareció captar la atención de la mujer. —He visto que entrenas a las novicias —añadió al ver que no respondía.

—Este no es un convento cualquiera. Ni yo soy una directora como las demás —apuntó cruzándose de brazos.

—Lo sé, por eso sé que estará en buenas manos.

La madre superiora frunció las cejas, dudando de si podía confiar en la persona que tenía delante.

—¿Quién eres? —la cuestionó.

—Me llamo Valerine, y llevo buscándote mucho tiempo.

La forastera se retiró la capa por completo, dejando al descubierto sus facciones a la luz de la lumbre. Lo que más llamó la atención de la rectora del convento fue el extraño brillo en sus ojos. Alrededor de unos iris verdes, como dos esmeraldas pulidas, brillaba un halo plateado.

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Capítulo 1. Enjaulado

La jaula se agitó de nuevo. Las manos de él apretaban los barrotes con fuerza, pero no fue suficiente para que esta se abriera.

Irina se recordó a sí misma que mientras él estuviera ahí dentro, no podría hacerle daño, y, aun así, aquellos ojos llenos de furia la hacían echarse a temblar.

A simple vista parecía un hombre joven, uno ridículamente atractivo, de tez morena y cuerpo musculoso y fuerte, pero un hombre, al fin y al cabo. Si no hubiese sido por aquel halo plateado que rodeaba sus pupilas, casi hubiera creído que había capturado a la persona equivocada. Sin embargo, aquel que se erguía ante ella no era mortal. Era un ángel.

Emitió un gruñido, frustrado por que sus intentos de destrozar aquella jaula no estuvieran dando resultado, y aquel gutural sonido hizo encogerse ligeramente a Irina sobre sí misma. El ángel no podía ver el rostro de ella, oculto bajo la capucha de su capa negra, ni se había dirigido a él o había pronunciado palabra desde que había llegado. Su sensor de movimiento le alertó de que su trampa había funcionado, y apenas unos minutos más tarde fue capaz de verlo con sus propios ojos. Estaban bajo tierra, y desde allí no se percibía el ruido de los coches o de los transeúntes en la calle, aunque quizá el ángel ya habría adivinado dónde estaban si no fuera por el poder inhibidor de la jaula.

—¿Quién eres

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