PRÓLOGO
Si salgo de esta casa, será esposada.
Debería haber puesto tierra de por medio mientras aún estaba a tiempo. Se me ha pasado la oportunidad. Ahora que los agentes de policía se encuentran en la casa y han descubierto lo que les aguardaba en la planta de arriba, no hay vuelta atrás.
Dentro de unos cinco segundos, me leerán mis derechos. No sé muy bien por qué no lo han hecho aún. A lo mejor intentan engañarme para que les cuente algo que no debería.
Ya pueden esperar sentados.
El poli de cabello negro entreverado de gris se ha acomodado junto a mí, en el sofá. Remueve su baja y robusta figura sobre la piel italiana de color caramelo quemado. Me pregunto qué tipo de sofá tendrá en casa. Seguro que no costó una suma de cinco cifras, como este. Apostaría a que es de algún color hortera como el naranja, está cubierto de pelos de mascota y tiene más de un descosido. Me pregunto si estará pensando en el sofá de su casa y lamentándose de no tener uno como este.
O, lo que es más probable, estará pensando en el cuerpo sin vida del desván.
—A ver, repasemos los hechos una vez más —dice el poli, arrastrando las palabras con su acento neoyorquino. Antes me ha dicho cómo se llama, pero se me ha ido de la cabeza. Los agentes de policía deberían llevar chapas identificativas de color rojo chillón. ¿Cómo si no se supone que vas a acordarte de su nombre en una situación de alto estrés? Este es inspector, creo—. ¿Cuándo ha encontrado usted el cadáver?
Me quedo pensando un instante, no muy segura de si es el momento indicado para pedir un abogado. ¿No deberían ofrecerme uno? Ya casi no me acuerdo del protocolo.
—Hace como una hora —respondo.
—¿Con qué motivo ha subido ahí?
Aprieto los labios.
—Ya se lo he dicho. He oído algo.
—¿Y…?
El agente se inclina hacia delante, con los ojos muy abiertos. Tiene una áspera sombra de barba, como si se hubiera olvidado de afeitarse esta mañana. La lengua le asoma entre los labios. No soy idiota; sé exactamente lo que quiere que diga:
«He sido yo. Soy culpable. Llévenme presa».
En vez de eso, me reclino en el respaldo del sofá.
—Ya está. Es todo lo que sé.
La decepción se refleja en el rostro del inspector. Mueve la mandíbula adelante y atrás mientras rumia sobre los indicios encontrados en esta casa. Se pregunta si son suficientes para ceñirme las muñecas con esas esposas. No está seguro. De lo contrario, ya lo habría hecho.
—¡Eh, Connors!
Otro agente lo llama. Interrumpimos el contacto visual y dirijo la mirada hacia lo alto de las escaleras. El otro poli, mucho más joven, está ahí, de pie, con los largos dedos aferrados a la parte superior de la barandilla. Su rostro exento de arrugas está muy pálido.
—Connors —repite el policía más joven—. Deberías subir… enseguida. Tienes que ver esto. —Incluso desde la planta inferior, alcanzo a apreciar cómo le sube y le baja la nuez de la garganta—. No te lo vas a creer.
PRIMERA PARTE
TRES MESES ANTES
1
MILLIE
Háblame de ti, Millie.
Nina Winchester se inclina hacia delante en su sofá de piel color caramelo, con las piernas cruzadas para revelar lo justo las rodillas, que asoman bajo la sedosa falda blanca. No sé mucho de marcas, pero salta a la vista que toda la ropa que lleva Nina Winchester es brutalmente cara. Me dan ganas de alargar el brazo para sentir el tacto de la tela de su blusa color crema, aunque eso reduciría a cero mis posibilidades de ser contratada. En honor a la verdad, no tengo ninguna posibilidad, de todos modos.
—Bueno… —empiezo, eligiendo las palabras con cautela. A pesar de todas las veces que me han rechazado, lo sigo intentando—. Me crie en Brooklyn. He trabajado para muchas personas ocupándome de tareas domésticas, como puede ver en mi currículum. —Mi currículum cuidadosamente retocado—. Me encantan los niños. Y también… —Paseo la vista por el salón, en busca de algún juguete para perros o un arenero para gatos—. ¿Y también los animales?
La oferta de empleo en internet no decía nada sobre mascotas, pero más vale ir sobre seguro. ¿A quién no le caen bien los amantes de los animales?
—¡Brooklyn! —A la señora Winchester se le ilumina el rostro—. Yo también me crie ahí. ¡Casi somos vecinas!
—¡Exacto! —confirmo, aunque nada más lejos de la realidad. En Brooklyn hay un montón de zonas muy codiciadas donde la gente paga un riñón por una diminuta casa adosada. No me crie en ninguna de ellas. Nina Winchester y yo no podríamos ser más diferentes, pero si le hace ilusión considerarme su vecina, con gusto le seguiré el juego.
La señora Winchester se recoge detrás de la oreja un reluciente mechón de cabello rubio dorado. La melena, con un estiloso corte bob, le llega a la barbilla y le disimula la papada. Tiene treinta y muchos años y, si llevara un peinado y un atuendo distintos, su aspecto sería de lo más vulgar. Sin embargo, se vale de su considerable fortuna para sacarse todo el partido posible. Eso no deja de tener su mérito.
Yo he adoptado un enfoque totalmente contrario respecto a mi apariencia. Aunque la mujer sentada ante mí debe de llevarme unos diez años, no quiero que se sienta amenazada. Por eso, he elegido para la entrevista una falda larga de lana gruesa que adquirí en una tienda de ropa de segunda mano y una blusa blanca de poliéster con mangas abullonadas. Llevo la cabellera rubia trigueña recogida hacia atrás en un austero moño. Incluso me he comprado unas enormes e innecesarias gafas de concha que en este momento descansan sobre mi nariz. Me confieren un aspecto profesional y en absoluto atractivo.
—En cuanto al trabajo —dice ella—, consistiría sobre todo en limpiar y en preparar comidas sencillas, si te animas. ¿Eres buena cocinera, Millie?
—Sí, lo soy. —Mi soltura en la cocina constituye el único punto de mi currículum que no es mentira—. Una cocinera excelente.
Le brillan los ojos azul celeste.
—¡Eso es estupendo! De verdad, casi nunca comemos buenos platos preparados en casa. —Suelta una risita nerviosa—. ¿Quién tiene tiempo para eso?
Me muerdo la lengua para no soltar algún comentario borde. Nina Winchester no trabaja, tiene una única hija que se pasa todo el día en el cole y quiere contratar a alguien que limpie en vez de ella. Incluso he visto a un hombre que se encargaba de las labores de cuidado de las plantas en su enorme jardín delantero. ¿Cómo es posible que esta mujer no tenga tiempo para cocinarle algo a su pequeña familia?
No debería juzgarla. No sé nada acerca de su vida. Que sea rica no implica que sea una pija malcriada.
Pero si me obligaran a jugarme cien pavos, apostaría a que Nina Winchester es una pija malcriada de cuidado.
—Y también necesitaremos que nos ayudes de vez en cuando con Cecelia —añade la señora Winchester—. Llevarla a sus clases de la tarde, tal vez, o a casa de algún amiguito. Tienes coche, ¿verdad?
La pregunta por poco me arranca una carcajada. Sí, tengo coche; de hecho, es lo único que tengo en estos momentos. Mi Nissan de diez años, aparcado en la calle delante de su casa, es, además, mi residencia actual. He estado durmiendo en el asiento trasero durante el último mes.
Cuando llevas un mes viviendo en tu coche, tomas conciencia de lo importantes que son algunas de las pequeñas comodidades. Un retrete. Un lavabo. Poder estirar las piernas mientras duermes. Esto último es lo que más echo de menos.
—Sí, tengo coche —confirmo.
—¡Excelente! —La señora Winchester junta las manos con una palmada—. Te facilitaré un asiento para Cecelia, claro. Basta con ponerle un alzador. Todavía lo necesita, porque aún es bajita y pesa poco. La Academia de Pediatría recomienda…
Mientras Nina Winchester perora sobre los requisitos exactos de los asientos infantiles en función del peso y la estatura, aprovecho el momento para pasear la vista por el salón. El mobiliario es ultramoderno y el televisor de pantalla plana, sin duda de alta definición y con altavoces de sonido envolvente instalados en todos los recovecos de la estancia para una experiencia acústica óptima, es el más grande que he visto en mi vida. En un rincón de la sala hay una chimenea que parece utilizable, con la repisa cubierta de fotografías de los Winchester en sus viajes por todo el mundo. Alzo la vista hacia el techo, de una altura alucinante, que brilla a la luz de una centelleante araña.
—¿No crees, Millie? —dice la señora Winchester.
La miro, parpadeando. Intento rebobinar mis recuerdos para inferir qué acaba de preguntarme. Pero lo tengo borrado.
—¿Sí? —respondo.
Se pone muy contenta al ver que estoy de acuerdo con lo que sea que haya dicho.
—No sabes cuánto me alegra que opinemos igual.
—Faltaría más —digo, esta vez con más convicción.
Descruza y vuelve a cruzar sus un tanto fornidas piernas.
—Y, por supuesto, está el asunto de la remuneración —agrega—. Has visto el sueldo que ofrecemos en el anuncio, ¿no? ¿Te parece aceptable?
Trago saliva. La cifra que figura en la oferta de empleo me parece más que aceptable. Si yo fuera un personaje de dibujos animados, me habrían aparecido signos del dólar en los globos oculares cuando leí el anuncio. Pero la suma casi me disuadió de solicitar el trabajo. Nadie que tuviera tanto dinero y viviera en una casa como aquella se plantearía siquiera contratarme.
—Sí —contesto con la voz ahogada—. Está bien.
Ella arquea una ceja.
—Sabes que tendrías que vivir aquí, ¿verdad?
¿Me está preguntando si estoy dispuesta a abandonar el confort del asiento trasero de mi Nissan?
—Sí, lo sé.
—¡Fabuloso! —Se tira del dobladillo de la falda y se pone de pie—. Bueno, ¿qué tal una visita guiada, para que veas dónde te estás metiendo?
Yo también me levanto. Aunque ella lleva tacones y yo zapatos de suela plana, la señora Winchester solo me saca unos centímetros, pero da la impresión de ser mucho más alta.
—¡Me parece genial!
Me enseña hasta el último rincón, tan a conciencia que temo haber interpretado mal el anuncio y que en realidad ella sea una agente inmobiliaria que me quiere vender la finca. La verdad sea dicha, es una casa preciosa. Si yo tuviera cuatro o cinco millones de dólares quemándome en el bolsillo, se la quitaría de las manos. Además de la planta baja, que contiene el gigantesco salón y la cocina recién reformada, está el primer piso, que consta del dormitorio principal, donde duermen los Winchester; la habitación de su hija Cecelia; el despacho del señor Winchester y un cuarto de invitados que parece sacado del mejor hotel de Manhattan. La señora hace una pausa melodramática frente a la puerta siguiente.
—Y he aquí… —La abre de golpe—. ¡Nuestro cine particular!
Se trata de una auténtica sala de proyección dentro de casa, nada menos…, como si no bastara con el descomunal televisor de la planta baja. Contiene varias filas escalonadas de asientos dispuestos frente a una pantalla que ocupa una pared entera. Incluso hay una máquina de palomitas en un rincón.
Al cabo de un momento, me percato de que la señora Winchester me mira como esperando una reacción por mi parte.
—¡Guau! —exclamo con lo que espero que sea un grado apropiado de entusiasmo.
—¿A que es fantástico? —Se estremece de gusto—. Y tenemos una biblioteca entera de películas de donde elegir. Además de todos los canales y servicios de streaming habituales, claro.
—Claro —digo.
Tras salir de la sala, llegamos frente a una última puerta, al fondo del pasillo. Nina se detiene un momento, con la mano en el pomo.
—¿Esta sería mi habitación? —pregunto.
—Algo así… —Hace girar el tirador con un fuerte chirrido. No puedo evitar fijarme en que la madera de esa puerta es mucho más gruesa que la de las demás. Al otro lado del vano, hay una escalera en penumbra—. Tu habitación está arriba. También tenemos un desván habitable.
La escalera estrecha y oscura es algo menos glamurosa que el resto de la casa. ¿Tanto les costaría instalar una lámpara ahí? Pero yo no soy más que la empleada doméstica. Lo raro sería que gastara tanto dinero en mi habitación como en su cine particular.
En lo alto de las escaleras hay un pasillo corto y angosto. A diferencia de lo que ocurre en la planta baja, aquí el techo es peligrosamente bajo. Aunque no soy una mujer alta ni mucho menos, casi siento la necesidad de agacharme.
—Tienes tu propio baño. —Señala con la cabeza una puerta a la izquierda—. Y esta de aquí sería tu habitación.
Abre de un empujón la última puerta. El interior está totalmente a oscuras hasta que tira de un cordón y el cuarto se ilumina.
Es diminuto. Lo mire por donde lo mire. Para colmo, el techo está inclinado, debido a la vertiente del tejado. En el otro extremo, me llega como a la cintura. A diferencia del dormitorio principal de los Winchester, que contiene una cama doble extragrande, amplios guardarropas y un tocador de castaño, en esta habitación no hay más que un catre, una estantería de media altura y una cómoda. La iluminación procede de dos bombillas desnudas que penden del techo.
Es un cuarto modesto, pero me va bien. Si fuera demasiado bonito, sabría con absoluta certeza que este empleo está fuera de mi alcance. El hecho de que sea tan cutre tal vez indique que su nivel de exigencia es lo bastante bajo para que exista una posibilidad minúscula, ínfima, de que lo consiga.
Pero hay algo más en esta habitación, algo que me da mal rollo.
—No es muy grande, lo siento. —La señora Winchester adopta una expresión ceñuda—. Pero aquí disfrutarás de mucha privacidad.
Me acerco a la única ventana. Al igual que la habitación, es pequeña. Apenas más grande que mi mano. Da al jardín trasero. Ahí, un paisajista —el mismo que vi en el jardín delantero— recorta un seto con unas podaderas enormes.
—Bueno, ¿qué me dices, Millie? ¿Te gusta?
Aparto la vista de la ventana y la poso en el sonriente rostro de la señora Winchester. Aún no consigo identificar la causa de mi desazón. Algo en este dormitorio me provoca un nudo de angustia en la boca del estómago.
Tal vez sea el ventanuco. Está orientado hacia la parte posterior de la casa. Si me encontrara en algún apuro y quisiera captar la atención de alguien, aquí detrás no se me vería. Por más que me desgañitara, nadie me oiría.
Pero ¿a quién pretendo engañar? Sería una suerte para mí alojarme en esta habitación, con baño propio y la posibilidad de estirar las piernas al máximo. El minúsculo catre parece tan acogedor en comparación con mi coche que me entran ganas de llorar.
—Es perfecto —digo.
La señora Winchester se muestra extasiada ante mi respuesta. Me guía de nuevo por la oscura escalera hasta el primer piso de la casa y, cuando salgo al pasillo, expulso el aire que no era consciente de estar conteniendo. Había algo aterrador en aquella habitación, pero, si me las apaño para conseguir este empleo, lo soportaré.
Por fin se me relajan los hombros y, cuando mis labios se disponen a formular otra pregunta, oigo una voz a nuestra espalda.
—¿Mami?
Me paro en seco y, al volverme, veo a una niñita de pie en el pasillo, detrás de nosotras. Tiene los ojos azul celeste, como Nina Winchester, pero aún más claros, y el cabello de un rubio casi platino. Lleva un vestido azul muy pálido ribeteado de encaje blanco. Me contempla con fijeza, y siento que su mirada penetra hasta el fondo de mi alma.
Me hace pensar en esas películas sobre sectas aterradoras formadas por niños que leen la mente, adoran al diablo y viven en campos de maíz o sitios por el estilo. Si estuvieran buscando actores para una de ellas, esta cría conseguiría un papel sin necesidad de presentarse a un casting. Con solo echarle un vistazo, dirían: «Sí, tú serás la niña siniestra número tres».
—¡Cece! —exclama la señora Winchester—. ¿Has vuelto ya de tu clase de ballet?
La chiquilla asiente despacio.
—Me ha traído la madre de Bella.
La señora Winchester la abraza por los estrechos hombros, pero la mocosa no cambia la expresión en ningún momento ni despega de mí sus ojos azul pálido. ¿Temer que esta niña de nueve años vaya a asesinarme es un síntoma de algo malo?
—Esta es Millie —le dice la señora Winchester a su hija—. Millie, te presento a mi hija Cecelia.
Los ojos de la pequeña Cecelia son como dos lagunas.
—Mucho gusto, Millie —saluda cortésmente.
Calculo que hay una probabilidad de al menos un veinticinco por ciento de que me liquide mientras duermo si consigo este trabajo. Aun así, lo quiero.
La señora Winchester le planta un beso en la rubia coronilla, y la cría se va corriendo a su habitación. Seguro que ahí dentro tiene una tétrica casa de muñecas que cobran vida por la noche. A lo mejor es una de ellas quien acaba por matarme.
De acuerdo, mi actitud resulta absurda. Sin duda se trata de una criatura adorable. No es culpa suya que la hayan vestido como a una espeluznante niña fantasma victoriana. Además, en general, me encantan los chiquillos, aunque tampoco es que haya interactuado con ellos en la última década.
En cuanto regresamos a la planta baja, la tensión abandona mi cuerpo. La señora Winchester se comporta de un modo bastante amable y normal —para ser una mujer tan rica—, y parlotea sobre la casa, su hija y cuáles serían mis responsabilidades, aunque apenas la escucho. Solo sé que me encantaría currar aquí. Daría el brazo derecho por conseguir el empleo.
—¿Hay algo que quieras preguntarme, Millie? —inquiere.
Niego con la cabeza.
—No, señora Winchester.
Chasquea la lengua.
—Por favor, llámame Nina. Si vas a trabajar aquí, me sentiré muy ridícula si me llamas «señora Winchester». —Se ríe—. Ni que fuera una señorona adinerada.
—Gracias…, Nina —digo.
Su rostro resplandece, aunque podría ser por las algas, la piel de pepino o lo que sea que los ricos se apliquen en la cara. Nina Winchester es el tipo de mujer que se hace tratamientos en spas con regularidad.
—Esto me da muy buenas vibraciones, Millie. De verdad.
Me cuesta no dejarme arrastrar por su entusiasmo, no albergar un rayo de esperanza cuando me estrecha la mano de palma áspera con la suya, tersa como la de un bebé. Quiero creer que, en los próximos días, Nina Winchester me llamará para ofrecerme la oportunidad de trabajar en su casa y abandonar por fin el Nissan Palace. Me muero de ganas de creerlo.
No obstante, Nina será muchas cosas, pero no es tonta. No va a contratar a una mujer para que se instale en su hogar, se ocupe de las tareas domésticas y cuide de su hija sin antes realizar una sencilla comprobación de antecedentes. Y en cuanto lo haga…
Trago saliva.
Nina Winchester se despide cordialmente de mí frente a la puerta principal.
—Muchas gracias por venir, Millie. —Alarga el brazo para otro apretón de manos—. Te prometo que pronto recibirás noticias mías.
No las recibiré. Es la última vez que pongo un pie en esta magnífica residencia. Ni siquiera debería haber venido. En vez de hacernos perder el tiempo a las dos, habría debido presentarme a una entrevista para un puesto que tuviera alguna posibilidad de obtener. A lo mejor algo en el sector de la comida rápida.
El paisajista que he visto desde la ventana del desván vuelve a estar en el jardín delantero. Aún empuña la podadera gigante, con la que le da forma a uno de los setos plantados justo enfrente de la casa. Es un tipo corpulento, con una camiseta que le resalta la impresionante musculatura y a duras penas oculta los tatuajes que le adornan la parte superior de los brazos. Se recoloca la gorra de béisbol y, por unos instantes, despega de la herramienta los ojos negros, negrísimos, para posarlos en mí, desde el otro extremo del jardín.
Levanta la mano a modo de saludo.
—Buenas —contesto.
El hombre se queda mirándome. No me responde. Tampoco me dice: «No me pises los arriates». Se limita a observarme en silencio.
—Yo también estoy encantada de conocerte —mascullo por lo bajo.
Salgo por la verja metálica electrónica que circunda la finca y me dirijo con paso cansino a mi coche-casa. Vuelvo la mirada por última vez hacia el paisajista, que no me quita los ojos de encima. Algo en su expresión me provoca un escalofrío. De pronto, sacude la cabeza de forma casi imperceptible, casi como si intentara advertirme de algo.
Pero no dice una palabra.
2
Cuando vives en tu coche, debes llevar una existencia lo más sencilla posible.
Para empezar, olvídate de organizar grandes veladas, cenas de picoteo o timbas de póquer. Esto no me afecta mucho, pues de todos modos no tengo a nadie a quien invitar. Mi mayor problema es dónde ducharme. Tres días después de que me desalojaran de mi estudio, cosa que ocurrió tres semanas después de que me despidieran del trabajo, descubrí un área de descanso con duchas. Por poco me eché a llorar de alegría cuando la vi. Sí, en esas duchas uno tiene muy poca privacidad y se respira un ligero olor a residuos humanos, pero en aquel momento estaba desesperada por lavarme.
En estos momentos, disfruto de mi almuerzo en el asiento posterior del vehículo. Aunque dispongo de un hornillo eléctrico que se enchufa al encendedor para las ocasiones especiales, por lo general me alimento a base de sándwiches. Sándwiches a mansalva. Tengo una nevera portátil en la que guardo los fiambres y el queso, así como un paquete de pan blanco que me costó noventa y nueve centavos en el súper. Y luego están los snacks, claro. Bolsas de patatas. Galletas saladas con mantequilla de cacahuete. Pastelitos industriales. Las opciones poco sanas son incontables.
Hoy toca jamón con queso amarillo y un poco de mayonesa. Con cada bocado, me esfuerzo por no pensar en lo harta que estoy de los sándwiches.
Cuando he conseguido deglutir a duras penas la mitad de este, me suena el móvil en el bolsillo. Tengo uno de esos prepago plegables que solo usan las personas que piensan cometer un delito o que han retrocedido quince años en el tiempo. Pero necesito un teléfono, y este es el único que he podido permitirme.
—¿Wilhelmina Calloway? —pregunta una voz femenina entrecortada al otro lado de la línea.
Tuerzo el gesto al oír mi nombre completo. Wilhelmina era mi abuela por parte de padre, fallecida hace muchos años. No sé qué clase de psicópatas son capaces de ponerle Wilhelmina a su hija, pero ya no me hablo con mis padres (ni ellos conmigo, por cierto), así que es un poco tarde para preguntárselo. De cualquier modo, casi todo el mundo me conoce como Millie, y procuro corregir de inmediato a quien me llama de otra manera. Sin embargo, en este caso tengo la sensación de que quien me ha telefoneado no es alguien que vaya a tratarme por mi nombre de pila en un futuro cercano.
—¿Sí…?
—Señorita Calloway —dice la mujer—. Soy Donna Stanton, de Munch Burgers.
Ah, ya. Munch Burgers, el garito de comida rápida grasienta donde me hicieron una entrevista hace unos días. La idea era que empezara preparando hamburguesas o cobrando los pedidos, pero, si me esforzaba, tenía posibilidades de ascender. Y, lo que era aún mejor, podría ganar lo suficiente para dejar de vivir en mi coche.
Para mí lo ideal sería trabajar para la familia Winchester, claro. Pero ya ha pasado una semana entera desde mi entrevista con Nina. Puedo decir sin temor a equivocarme que no he conseguido el empleo de mis sueños.
—Solo quería comunicarle —prosigue la señorita Stanton— que ya hemos cubierto la plaza vacante en Munch Burgers. Pero le deseamos suerte en su búsqueda de empleo.
El jamón y el queso amarillo se me revuelven en el estómago. Había leído en internet que Munch Burgers no tenía una política de contratación muy estricta, por lo que era posible que me dieran el trabajo aunque tuviera antecedentes. Es la última entrevista que he conseguido después de la que mantuve con la señora Winchester, quien no me ha vuelto a llamar…, y estoy desesperada. No puedo comerme un sándwich más en mi coche. Simplemente no puedo.
—Señorita Stanton —balbuceo—, me preguntaba si le sería posible colocarme en cualquier otro puesto. Soy muy trabajadora, de verdad. Y muy responsable. Siempre…
Me interrumpo. La señorita Stanton ha colgado.
Sostengo el sándwich con la mano derecha, y el móvil con la izquierda. No hay nada que hacer. Nadie quiere contratarme. Todos los que me entrevistan me miran con la misma cara. Lo único que pido es poder empezar de cero. Me dejaré el culo si hace falta. Estoy dispuesta a todo.
Pugno por contener las lágrimas, aunque en realidad no sé por qué me molesto. Nadie me verá llorar en el asiento trasero de mi Nissan. Ya no le importo a nadie. Mis padres se desentendieron de mí hace más de diez años.
El timbre del teléfono me arranca de mi orgía de autocompasión. Enjugándome los ojos con el dorso de la mano, pulso el botón verde para contestar.
—¿Sí? —digo con voz ronca.
—¿Hola? ¿Eres Millie?
La voz me suena de algo. Con el corazón brincándome en el pecho, me aprieto el móvil contra la oreja.
—Sí…
—Soy Nina Winchester. ¿Te acuerdas? Tuvimos una entrevista la semana pasada.
—Ah. —Me muerdo con fuerza el labio inferior. ¿Por qué me llama ahora? Ya daba por sentado que había encontrado a otra persona y había decidido no informarme al respecto—. Sí, claro.
—Pues, si estás interesada, nos gustaría ofrecerte el puesto.
Noto que me sube tanta sangre a la cabeza que casi me mareo. «Nos gustaría ofrecerte el puesto». ¿Lo dice en serio? Que me contrataran en Munch Burgers entraba dentro de lo creíble, pero me parecía de todo punto inverosímil que una mujer como Nina Winchester me invitara a su casa. Y a vivir, nada menos.
¿Es posible que no haya comprobado mis referencias? ¿Que no haya realizado una simple verificación de mis antecedentes? A lo mejor está tan ocupada que no ha encontrado el momento. Quizá sea una de esas mujeres que se precian de dejarse llevar por la intuición.
—¿Millie? ¿Sigues ahí?
Caigo en la cuenta de que llevo un rato en silencio. Así de pasmada estoy.
—Sí, sigo aquí.
—Entonces ¿te interesa el trabajo?
—Sí. —Intento no mostrar unas ansias desmedidas—. Pues claro que me interesa. Me encantaría trabajar para ti.
—Trabajar conmigo —me corrige Nina.
Se me escapa una carcajada ahogada.
—Eso. Claro.
—Bueno, ¿cuándo empiezas?
—Hum…, ¿cuándo te gustaría que empezara?
—¡Lo antes posible! —Me da envidia la risa desenfadada de Nina, tan distinta de la mía. Ojalá pudiera intercambiarme por ella con solo chasquear los dedos—. ¡Tenemos un montón de ropa por doblar!
Trago saliva.
—¿Qué tal mañana?
—¡Sería genial! Pero ¿no necesitas tiempo para preparar tu equipaje?
No quiero decirle que ya tengo todas mis pertenencias en el maletero.
—Soy muy rápida.
Se ríe de nuevo.
—Me encanta tu buena disposición, Millie. Estoy deseando que trabajes aquí.
Mientras concreto con Nina los planes para mañana, me pregunto si ella opinaría lo mismo sobre mí si supiera que me he pasado los últimos diez años de mi vida en la cárcel.
3
Llego a la residencia de los Winchester a la mañana siguiente, cuando Nina ya ha llevado a Cecelia a la escuela. Aparco frente a la verja de metal que rodea el terreno. Nunca antes había estado, y mucho menos vivido, en una casa protegida por una cerca como esa, pero, al parecer, en esta urbanización pija de Long Island todas las casas están valladas. Teniendo en cuenta los bajos índices de delincuencia de la zona, me parece una exageración, pero ¿quién soy yo para juzgar? Si me dieran a elegir entre una finca con verja y otra idéntica pero sin verja, también me inclinaría por la primera.
Cuando llegué ayer, la verja estaba abierta, pero hoy me la encuentro cerrada. Con llave, por lo visto. Me quedo ahí parada, con las dos bolsas de lona a mis pies, preguntándome cómo voy a entrar. No parece haber un timbre o un portero automático. Sin embargo, el paisajista vuelve a estar en el jardín, acuclillado sobre la tierra, pala en mano.
—¡Disculpa! —le grito.
El hombre echa un vistazo hacia mí por encima del hombro antes de continuar cavando. Qué majo.
—¡Disculpa! —vuelvo a decir, en voz lo bastante alta para que no pueda seguir pasando de mí.
Esta vez se endereza, despacio, muy despacio. Con toda la pachorra del mundo, atraviesa el extenso jardín delantero hasta la entrada de la verja. Se quita los gruesos guantes de látex y me mira arqueando las cejas.
—¡Hola! —saludo, intentando disimular mi irritación—. Me llamo Millie Calloway, y es mi primer día de trabajo aquí. Estoy buscando el modo de entrar, porque la señora Winchester me espera.
Se queda callado. Desde el otro extremo del jardín, solo me había fijado en su corpulencia —me saca al menos una cabeza, y tiene los bíceps tan gruesos como mis muslos—, pero de cerca me percato de que está bastante bueno, en realidad. De unos treinta y pico años, tiene el cabello color azabache empapado de sudor, la tez olivácea y unas facciones duras pero atractivas. No obstante, su rasgo más llamativo son sus ojos, de un negro tan oscuro que no distingo la pupila del iris. Algo en su mirada me hace retroceder un paso.
—Bueno, eh…, ¿me ayudas? —pregunto.
El hombre abre la boca por fin. Temo que me pida que me largue o que le muestre una identificación, pero, en vez de ello, me suelta una parrafada en italiano. Al menos creo que es italiano. No sé una palabra de ese idioma, pero una vez vi una película italiana con subtítulos y sonaba más o menos así.
—Ah —digo cuando concluye su monólogo—. Así que… ¿no hablas mi idioma?
—¿Tu idioma? —contesta con un acento tan marcado que me queda claro lo que va a responder—. No, no hablo.
Genial. Me aclaro la garganta, buscando las palabras más indicadas para expresar lo que tengo que decirle.
—El caso es que yo… —Me señalo el pecho—. Trabajo para la señora Winchester. —Señalo la casa—. Y necesito… entrar. —Por último, señalo la cerradura de la puerta—. Entrar.
Se limita a contemplarme con el ceño fruncido. Estupendo.
Me dispongo a sacar el móvil para llamar a Nina cuando él se dirige hacia un lado, pulsa algún tipo de interruptor y las puertas empiezan a girar sobre sus bisagras, casi a cámara lenta.
Una vez que están abiertas, alzo la vista un momento hacia la casa que será mi hogar, al menos en el futuro inmediato. Consta de dos plantas además del desván y parece tan extensa como una manzana de casas de Brooklyn. Es de un blanco casi cegador —tal vez está recién pintada—, y diría que el estilo arquitectónico es contemporáneo, pero qué sabré yo. Solo sé que, al parecer, la gente que vive aquí no tiene idea de qué hacer con tanto dinero.
Me agacho para recoger una de mis bolsas, pero el tío se me adelanta, levanta las dos sin soltar ni un gruñido y las lleva hasta la puerta principal. Pesan mucho —contienen literalmente todo lo que poseo aparte de mi coche—, así que le estoy agradecida por ahorrarme el esfuerzo.
—Merci —digo.
Me mira con cara rara. Ahora que lo pienso, a lo mejor eso no era italiano. Bueno, mala suerte.
Me apunto otra vez al esternón con el dedo.
—Millie —digo.
—Millie. —Asintiendo en señal de comprensión, se señala el pecho a su vez—. Yo soy Enzo.
—Encantada de conocerte —añado, algo cohibida, aunque sé que no me entenderá. Pero, por Dios, si vive y trabaja aquí, algo de inglés tiene que haber aprendido.
—Piacere di conoscerti —contesta.
Por toda respuesta, muevo la cabeza afirmativamente. Hasta aquí llega mi intento de confraternizar con el paisajista.
—Millie —repite con su fuerte acento italiano. Parece querer decirme algo, pero tiene dificultades con el idioma—. Tú…
Enzo susurra una palabra en italiano, pero, en cuanto oímos que se descorre el pestillo de la puerta principal, regresa a toda prisa al lugar del jardín delantero donde estaba acuclillado y se pone a trabajar a destajo. A duras penas he pillado la palabra que ha dicho. Pericolo. Vete tú a saber qué significa. A lo mejor me estaba pidiendo un refresco. «Peri Cola…, ¡ahora con un toque de lima!».
—¡Millie! —Nina parece entusiasmada de verme. Tanto que se me echa encima y me estruja en un abrazo—. No sabes cuánto me alegro de que hayas decidido aceptar el empleo. Es que me dio la sensación de que tú y yo habíamos conectado, no sé si me explico.
Eso me imaginaba. Tuvo una «corazonada» sobre mí, así que no se molestó en hacer indagaciones. Ahora solo falta que no le dé motivos para desconfiar de mí. Debo convertirme en la empleada perfecta.
—Sí, te entiendo. Yo siento lo mismo.
—¡Pues adelante, pasa!
Nina me toma del brazo y me guía al interior de la casa, ajena al esfuerzo que me supone cargar con mis dos piezas de equipaje. Aunque desde luego no esperaba que me ayudara con ellas, ni que se le pasara siquiera por la cabeza.
Cuando cruzo el umbral, no puedo evitar fijarme en que la casa presenta un aspecto distinto que cuando vine por primera vez, para la entrevista. Muy distinto. En aquella ocasión, la residencia de los Winchester estaba inmaculada; todas las superficies de la sala estaban tan limpias que se podía comer en ellas. Ahora, el sitio parece una pocilga. Sobre la mesa de centro, frente al sofá, hay seis vasos llenos hasta alturas diversas de líquidos pringosos, una decena de periódicos y revistas arrugados y una caja de pizza medio aplastada. Veo ropa y basura desperdigadas por todo el salón, y los restos de la cena de anoche aún descansan sobre la mesa del comedor.
—Como puedes comprobar —dice Nina—, era urgente que vinieras.
Así que Nina Winchester es una dejada; ese era su secreto. Me llevará horas adecentar mínimamente este lugar. Quizá días. Pero no pasa nada; estaba ansiosa por dejarme la piel en un trabajo honrado. Y me gusta que esta mujer me necesite. Si consigo volverme imprescindible para ella, será menos probable que me despida cuando descubra la verdad…, si algún día llega a descubrirla.
—Deja que guarde mis cosas —le respondo— y enseguida me pongo a recoger todo esto.
Nina exhala un suspiro de alegría.
—Eres un milagro, Millie. No sabes cuánto te lo agradezco. Ah… —Agarra su bolso, que está sobre la encimera, y, tras hurgar en él unos instantes, saca un iPhone último modelo—. Te he comprado esto. No he podido evitar fijarme en que tienes un teléfono muy anticuado. Quiero que cuentes con un móvil fiable por si necesito comunicarme contigo.
Con dedos vacilantes, cojo el flamante iPhone.
—Vaya. Es muy generoso por tu parte, pero no puedo permitirme contratar un…
Ella le resta importancia con un gesto.
—Te he añadido a nuestro plan familiar. Me ha salido casi gratis.
¿Casi gratis? Tengo la sensación de que su definición de estas dos palabras está muy alejada de la mía.
Cuando me dispongo a protestar de nuevo, unas pisadas resuenan en la escalera que tengo detrás. Al volverme, advierto que un hombre con un traje de oficina gris está bajando por ella. En el momento en que me ve aquí, de pie en el salón, se para en seco en el último peldaño, como sorprendido por mi presencia. Abre aún más los ojos cuando repara en mi equipaje.
—¡Andy! —lo llama Nina—. ¡Ven, que te presento a Millie!
Debe de tratarse de Andrew Winchester. Cuando busqué información sobre la familia Winchester en Google, por poco se me salieron los ojos de las órbitas al leer cuál era su patrimonio neto. Después de ver todos esos signos de dólar, me pareció más comprensible que tuviera una sala de cine en casa y la finca rodeada por una verja. Es un hombre de negocios que tomó las riendas de la próspera empresa de su padre y ha duplicado los beneficios desde entonces. Pero, a juzgar por su cara de sorpresa, deja buena parte de los asuntos domésticos en manos de su esposa, quien al parecer se ha olvidado por completo de avisarle de que ha contratado a una asistenta interna.
—Hola… —El señor Winchester entra en el salón con el entrecejo fruncido—. Millie, ¿verdad? Perdona, no sabía que…
—¡Por Dios, Andy, pero si te había hablado de ella! —Nina ladea la cabeza—. Te dije que necesitábamos a alguien que nos ayudara con la limpieza, la cocina y Cecelia. ¡Estoy segura de que te lo comenté!
—Ya, bueno. —Por fin relaja el semblante—. Bienvenida, Millie. Un poco de ayuda no nos vendrá nada mal, desde luego.
Andrew Winchester me tiende la mano. Resultaría difícil pasar por alto lo asombrosamente guapo que es. Tiene unos ojos castaños de mirada penetrante, una abundante cabellera de color caoba y un hoyuelo muy sexy en la barbilla. También resultaría difícil pasar por alto que su nivel de atractivo es bastante superior al de su esposa, pese a que ella va arreglada de forma impecable. Después de todo, al hombre le salen los billetes por las orejas. Podría estar con cualquier mujer que deseara. Me parece admirable que no haya elegido como pareja a una supermodelo de veinte años.
Me guardo el móvil nuevo en el bolsillo de los vaqueros y alargo el brazo para estrecharle la mano.
—Un placer conocerle, señor Winchester.
—Por favor, llámame Andrew —dice con una sonrisa cordial.
Cuando él pronuncia estas palabras, una expresión fugaz cruza el rostro de Nina Winchester. Frunce los labios y entorna los párpados. No entiendo muy bien por qué. Ella también me invitó a llamarla por el nombre de pila. Además, Andrew Winchester no me está devorando con los ojos ni nada por el estilo. Me mira respetuosamente a la cara sin bajar la vista más allá del cuello. Tampoco es que haya gran cosa que ver: aunque hoy he pasado de ponerme las gafas de concha sin graduación, llevo una blusa discreta y unos vaqueros cómodos, por ser mi primer día de trabajo.
—En fin —dice Nina—, ¿no tenías que irte a la oficina, Andy?
—Ah, sí. —Se endereza la corbata gris—. Tengo una reunión a las nueve y media en la ciudad. Más vale que me dé prisa.
Andrew le da un largo beso en los labios a Nina y un apretón en el hombro. Por lo poco que he visto, forman un matrimonio muy bien avenido. Además, Andrew parece bastante campechano para ser un tipo que posee una fortuna de ocho cifras. Me enternece el beso que le lanza desde el umbral. No cabe duda de que es un hombre que ama a su esposa.
—Tu marido parece simpático —le comento a Nina cuando la puerta se cierra tras él.
Vuelve a asomarle a los ojos una mirada sombría y suspicaz.
—¿Tú crees?
—Bueno, sí. —Titubeo—. O sea, me ha dado la impresión… ¿Cuánto tiempo lleváis casados?
Nina me observa con aire pensativo.
—¿Y tus gafas? —dice, en vez de responder a mi pregunta.
—¿Qué?
Levanta una ceja.
—Durante la entrevista llevabas gafas, ¿no?
—Ah. —Me encojo de vergüenza, reacia a reconocer que las gafas eran de pega, un intento de parecer más seria e inteligente y, sí, menos atractiva y amenazadora—. Es que…, esto…, llevo lentillas.
—¿De veras?
No sé por qué le he mentido. Debería haberle dicho que tengo muy poca miopía, pero, en lugar de ello, he tenido que rizar el rizo inventándome unas lentes de contacto que en realidad no existen. Noto que Nina me escruta las pupilas, como buscándolas.
—¿Supone eso… un problema? —inquiero al fin.
Le tiembla un músculo bajo el ojo derecho. Por un momento, temo que va a pedirme que me largue, pero entonces relaja el rostro.
—¡Claro que no! Solo estaba pensando que esas gafas te sentaban muy bien. Estabas fantástica con ellas, deberías lucirlas más a menudo.
—Ya, bueno… —Con la mano temblorosa, agarro la correa de una de mis bolsas de lona—. Será mejor que suba mis cosas para ponerme manos a la obra.
Nina da una palmada.
—¡Excelente idea!
Nina tampoco se ofrece esta vez a ayudarme con el equipaje mientras ascendemos los dos tramos de escalera hasta el desván. Cuando vamos por la mitad del segundo, siento como si se me fueran a desprender los brazos, pero ella no muestra la menor intención de parar un momento para dejar que me ajuste bien las correas en el hombro. Cuando por fin dejo caer las bolsas en el suelo de mi nueva habitación, suelto un jadeo de alivio. Nina tira del cordón para encender las dos bombillas que iluminan aquel diminuto espacio.
—Espero que estés cómoda —dice—. He supuesto que preferirías instalarte aquí arriba, donde contarás con privacidad, además de con baño propio.
A lo mejor se siente culpable por alojarme en un cuarto apenas más grande que un armario para escobas teniendo desocupada la gigantesca habitación de invitados. Pero no me importa. Para mí cualquier cosa más grande que el asiento trasero de mi coche es como un palacio. Me muero de ganas de dormir aquí esta noche. Me inunda una gratitud obscena.
—Es perfecto —declaro con sinceridad.
Además de la cama, la cómoda y la estantería, veo algo que había pasado por alto en la habitación en mi visita previa: una mininevera de unos treinta centímetros de alto. Está enchufada a la pared y emite un zumbido rítmico. Me agacho para abrirla. Dentro hay dos baldas. Sobre la superior descansan tres botellines de agua.
—Hidratarse bien es superimportante —asegura Nina, muy seria.
—Sí…
Sonríe al advertir mi expresión de perplejidad.
—Obviamente, es tu nevera, así que puedes guardar en ella lo que te plazca. Solo quería ahorrarte un poco de trabajo.
—Gracias. —No es tan raro. Algunas personas dejan pastillas de menta sobre las almohadas. Nina deja tres botellines de agua en el frigo.
—En fin… —Se frota las manos contra los muslos, aunque las tiene impolutas—. Te dejo para que deshagas las bolsas y luego te pongas a arreglar la casa. Voy a prepararme para la reunión de la AMPA de mañana.
—¿La AMPA?
—La Asociación de Madres y Padres de Alumnos. —Me dedica una sonrisa radiante—. Soy la vicepresidenta.
—Qué bien —comento, porque sé que es lo que Nina quiere oír. Es muy fácil de complacer—. Lo guardo todo en un momento y me pongo a ello.
—Te lo agradezco mucho. —Me roza un momento el brazo desnudo con los dedos, calientes y secos—. Me estás salvando la vida, Millie. Estoy muy contenta de que hayas venido.
Apoyo la mano en el pomo cuando Nina se dispone a salir de mi cuarto. Es entonces cuando caigo en ello. Por fin me percato de qué es lo que me ha dado mal rollo de esta habitación desde el momento en que entré. Me recorre una sensación de náuseas.
—Nina…
—¿Hummm?
—¿Por qué…? —Me aclaro la garganta—. ¿Por qué la cerradura de esta puerta está por fuera en vez de por dentro?
Nina baja la mirada hacia el pomo, como si reparara en ello por primera vez.
—¡Ah! Lo siento mucho. Antes usábamos este cuarto como trastero, así que, lógicamente, queríamos cerrarlo por fuera. Pero después lo acondicionamos como dormitorio para el servicio y supongo que no se nos ocurrió cambiar la cerradura de sitio.
Si alguien quisiera encerrarme aquí dentro, le resultaría muy fácil. Además, solo hay una ventana, que da al jardín trasero. La habitación podría convertirse en una trampa mortal.
Por otro lado, ¿por qué iba alguien a querer encerrarme aquí?
—¿Me facilitarás la llave de la habitación? —pregunto.
Ella se encoge de hombros.
—Ni siquiera sé muy bien dónde está.
—Me gustaría disponer de una copia.
Posa en mí los ojos azules entornados.
—¿Por qué? ¿Es que piensas guardar aquí algo que no quieres que veamos?
Me quedo boquiabierta.
—No…, nada, pero…
Nina echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada.
—Estoy de guasa. ¡Es tu habitación, Millie! Si quieres una llave, te la conseguiré. Te lo prometo.
A veces me da la impresión de que Nina tiene doble personalidad. Pasa del calor al frío en un momento. Aunque afirme que era broma, no estoy tan segura. En el fondo, da igual. No tengo otras perspectivas de empleo, y este me ha venido como agua de mayo. Me aseguraré de que esto funcione, cueste lo que cueste. Conseguiré que Nina Winchester me adore.
En cuanto Nina sale de mi cuarto, cierro la puerta tras ella. Me gustaría echar la llave, pero no puedo, por razones obvias.
En ese momento, descubro unas marcas en la madera de la cara interior de la puerta; unas hendiduras largas y finas que van de arriba abajo, más o menos a la altura de mis hombros. Deslizo los dedos por las hendiduras. Casi parecen…
Arañazos. Como si alguien hubiera rayado la puerta con las uñas.
Como intentando salir.
No, eso es absurdo. Me estoy poniendo paranoica. A veces a la madera vieja le salen grietas sin ningún motivo siniestro.
De pronto, el ambiente en el cuarto me resulta insoportablemente caluroso y sofocante. En un rincón hay una caldera pequeña que sin duda mantiene una temperatura agradable en invierno, pero caldea demasiado el aire en los meses más cálidos. Tendré que comprarme un ventilador e instalarlo frente a la ventana. Aunque este espacio es mucho más amplio que el interior de mi coche, no deja de ser bastante reducido; de hecho, no me sorprende que lo utilizaran para almacenar trastos. Me paseo por la habitación, abriendo los cajones para comprobar su tamaño. Hay un diminuto armario exento en el que apenas cabrán los pocos vestidos que tengo. Está vacío, salvo por un par de perchas y un pequeño cubo de plástico azul en el rincón.
Intento abrir la pequeña ventana para que entre un poco de aire fresco, pero, por más que tiro de ella, no se mueve un milímetro. La inspecciono más de cerca con los ojos entrecerrados. Deslizo el dedo por el marco de la ventana. Al parecer, está pegada a él por la pintura.
Tengo una ventana, pero no se abre.
Le preguntaría a Nina al respecto, pero no quiero quedar como una quejica en mi primer día de trabajo. Quizá se lo comente la semana que viene. No creo que querer una ventana que se pueda utilizar sea demasiado pedir.
Enzo, el paisajista, está ahora mismo en el jardín trasero, pasando el cortacésped. Se detiene un momento para enjugarse el sudor de la frente con el musculoso antebrazo y alza la mirada. Al vislumbrarme a través del ventanuco sacude la cabeza, como en nuestro primer encuentro. Recuerdo la palabra que me susurró en italiano antes de que entrara en la casa. Pericolo.
Me saco el móvil nuevecito del bolsillo. La pantalla cobra vida en cuanto la toco y se llena de pequeños iconos relacionados con mensajes de texto, llamadas y el tiempo. En la época en que ingresé en la cárcel, los teléfonos de este tipo no eran tan habituales, y no he podido permitirme uno desde que salí. Sin embargo, un par de las chicas de los centros de reinserción en los que me alojé al principio tenían móviles parecidos, así que más o menos me defiendo con ellos. Sé qué icono hay que pulsar para abrir un navegador.
En el cuadro de búsqueda, escribo: «Traducir pericolo». Debe de haber poca cobertura aquí en el desván, porque el resultado tarda mucho en cargarse. Casi un minuto después, la traducción de pericolo aparece por fin en la pantalla:
«Peligro».
4
Me paso las siguientes siete horas limpiando.
La casa no estaría más cochambrosa si Nina la hubiera ensuciado aposta. Todas las habitaciones están hechas un asco. En la caja de encima de la mesa de centro aún hay dos porciones de pizza, y una sustancia pegajosa y hedionda se ha filtrado a través del fondo, de modo que el cartón se ha quedado pegado a la mesa. Tras una hora de remojo y treinta minutos de restregar a conciencia, consigo dejar la mesa limpia.
Lo que está peor es la cocina. Además de lo que sea que haya dentro del cubo de basura, hay dos bolsas rebosantes de desperdicios. Una de ellas tiene un desgarrón en la parte inferior, por lo que, cuando la levanto para llevarla fuera, el contenido se desparrama por el suelo. Y el olor no es repulsivo, sino lo siguiente. Me dan arcadas, pero por fortuna no devuelvo el almuerzo.
Al ver la enorme pila de platos sucios que se eleva en el fregadero, me pregunto qué le costaba a Nina meterlos en su lavavajillas de última generación, hasta que lo abro y descubro que también está abarrotado de cacharros grasientos. Salta a la vista que esa mujer no es partidaria de pasarle un papel o un cepillo a la vajilla antes de colocarla en la máquina. Por lo visto, tampoco es partidaria de encenderla. Al final hacen falta tres cargas para dejarlo todo limpio. Lavo a mano las ollas y sartenes, muchas de las cuales tienen comida incrustada desde hace días.
Hacia media tarde, he conseguido dejar la cocina más o menos presentable. Estoy orgullosa de mí misma. Es mi primera jornada de trabajo duro desde que me despidieron del bar (por motivos del todo injustos, pero así es mi vida actual), y me siento genial. Lo único que quiero es seguir trabajando aquí. Bueno, y tal vez contar con una ventana que se abra en mi habitación.
—¿Quién eres?
Una vocecita me sobresalta cuando estoy vaciando la última carga del lavavajillas. Me vuelvo de golpe, y Cecelia está de pie a mi espalda, con los ojos azul celeste clavados en mí y ataviada con un vestido blanco de volantes que la hace parecer una muñequita. Para ser más exactos, una muñeca terrorífica como la de La dimensión desconocida, que habla y mata gente.
Ni siquiera la he visto entrar. Y Nina no anda por aquí. ¿De dónde habrá salido? Como resulte que en realidad lleva diez años muerta y es un fantasma, dejo el curro ahora mismo.
Bueno, tal vez no lo deje. Pero quizá pida un aumento.
—¡Hola, Cecelia! —saludo en tono animado—. Me llamo Millie. Desde hoy voy a trabajar en tu casa, limpiando y cuidándote cuando tu madre me lo pida. Espero que lo pasemos bien juntas.
Cecelia fija en mí sus ojos claros, parpadeando.
—Tengo hambre.
Me obligo a recordar que no es más que una chiquilla normal que a veces tiene hambre y sed, se pone de mal humor y va al baño.
—¿Qué te apetece comer?
—No lo sé.
—Bueno, ¿qué tipo de comida te gusta?
—No lo sé.
Aprieto los dientes. Cecelia ha pasado de ser una muñequita siniestra a transformarse en una niña irritante. Pero acabamos de conocernos. Estoy segura de que dentro de unas semanas seremos las mejores amigas.
—Vale, pues te prepararé una merienda.
Asintiendo, se encarama a uno de los taburetes que rodean la isla de la cocina. Vuelvo a sentir como si me atravesara con la mirada y leyera todos mis secretos. Ojalá se marchara al salón a ver dibujos animados en su televisor gigante en vez de quedarse aquí… observándome.
—Bueno, ¿qué te gusta ver en la tele? —pregunto con la esperanza de que pille la indirecta.
Frunce el ceño, como si la hubiera ofendido.
—Prefiero leer.
—¡Qué guay! ¿Y qué te gusta leer?
—Libros.
—¿Como cuáles?
—Como los que tienen palabras.
Ah, conque esas tenemos, Cecelia. Muy bien; si no quiere hablar de libros, puedo cambiar de tema.
—¿Acabas de volver del cole? —le pregunto.
Me mira, pestañeando.
—¿De dónde iba a venir si no?
—Pero… ¿cómo has regresado desde allí?
Cecelia suelta un bufido de exasperación.
—La madre de Lucy me ha recogido de la clase de ballet y me ha traído.
Hace unos quince minutos he oído a Nina moviéndose en el piso de arriba, así que doy por sentado que está en casa. Me pregunto si debería avisarla de que Cecelia ha llegado. Por otro lado, no quiero molestarla, y ocuparme de Cecelia es una de mis obligaciones.
Gracias a Dios, esta parece haber perdido todo interés en mí y está rebuscando algo en su mochila rosa pálido. En la despensa encuentro un paquete de galletitas Ritz y un bote de mantequilla de cacahuete. Unto unas cuantas galletas con ella, como hacía mi madre. Repetir esta operación que ella realizó tantas veces por mí me pone un poco nostálgica. Y triste. Nunca me imaginé que se desentendería de mí. «Estoy harta, Millie. Es la gota que colma el vaso».
Cuando termino de untar, corto un plátano en rodajas y coloco una sobre cada galleta. Me encanta la combinación de mantequilla de cacahuete y plátano.
—¡Tachán! —Deposito el plato sobre la encimera de la cocina para presentárselo a Cecelia—. ¡Galletas con crema de cacahuete y plátano!
Se le desorbitan los ojos.
—¿Crema de cacahuete y plátano?
—Está buenísimo, créeme.
—¡Soy alérgica a la crema de cacahuete! —Sus mejillas se tiñen de un rosa brillante—. ¡Si me como eso, podría morirme! ¿Estás intentando matarme?
Se me cae el alma a los pies. Nina no me había dicho una palabra sobre una alergia a la mantequilla de cacahuete. ¡Pero si tienen un tarro en su despensa! ¿Por qué guardan algo así en su casa si su hija padece una alergia mortal a los cacahuetes?
—¡Mamá! —chilla Cecelia, corriendo hacia las escaleras—. ¡La criada ha intentado hacerme daño con crema de cacahuete! ¡Socorro, mamá!
Cielo santo.
—¡Cecelia! —susurro—. ¡Ha sido sin querer! No sabía que fueras alérgica y…
Pero Nina ya está bajando los escalones a toda prisa. En contraste con el desorden que reina en su hogar, ella va impecable, con otro de sus conjuntos compuestos por falda y blusa blancas. El blanco es su color. Por lo visto, también el de Cecelia. Su atuendo hace juego con la casa.
—¿Qué pasa? —exclama Nina al llegar al pie de la escalera.
Me encojo de vergüenza cuando Cecelia se abalanza hacia su madre y le rodea el busto con los brazos.
—¡Quería darme crema de cacahuete, mami! Le he dicho que soy alérgica, pero no me ha hecho caso.
El pálido rostro de Nina se pone rojo.
—¿Es eso cierto, Millie?
—Yo… —Noto la garganta totalmente seca—. No sabía que fuera alérgica, te lo juro.
Nina arruga el entrecejo.
—Te comenté lo de sus alergias, Millie. Esto es intolerable.
No es verdad. En ningún momento me ha dicho que Cecelia sufra alergia a los cacahuetes. Me juego el pellejo a que no. Y, aunque me lo hubiera dicho, ¿por qué tiene un bote de mantequilla de cacahuete en la despensa, y para colmo en un lugar bien a la vista?
Pero ninguna de mis justificaciones la convencerá. En su cabeza, he estado a punto de matar a su hija. Veo cómo este empleo se me escurre entre los dedos.
—Lo siento muchísimo —consigo decir pese al nudo que tengo en la garganta—. Se me habrá pasado ese dato. Te prometo que no permitiré que vuelva a ocurrir.
Cecelia solloza mientras Nina la estrecha contra sí y le acaricia con delicadeza la rubia cabellera. El llanto acaba por remitir, pero la niña sigue aferrándose a su madre. Siento una terrible punzada de culpa. En el fondo, sé que no hay que darles de comer a los niños sin antes consultar a sus padres. He metido la pata y, si Cecelia no hubiera estado atenta, tal vez habría sucedido una desgracia.
Nina respira hondo. Cierra los ojos y deja pasar unos instantes antes de abrirlos de nuevo.
—Está bien. Pero, por favor, procura no volver a olvidar cosas tan importantes.
—Las tendré muy presentes. Te lo juro. —Me retuerzo los puños—. ¿Quieres que tire a la basura el tarro de crema de cacahuete que estaba en la despensa?
Se queda callada un momento.
—No, mejor no. Podría hacernos falta.
Me entran ganas de alzar las manos en un gesto de desesperación, pero, si quiere guardar en su casa un alimento que constituye un peligro para la vida de su hija, allá ella. Yo solo sé que por nada del mundo volveré a utilizarlo.
—Por cierto —añade Nina—, ¿a qué hora estará lista la cena?
¿La cena? ¿Se supone que debería estar preparándola? ¿Se ha imaginado Nina otra conversación entre las dos que jamás se ha producido? Pero no pienso alegar más excusas después de la debacle de la mantequilla de cacahuete. Algo encontraré en el frigorífico para salir del paso.
—¿A las siete? —respondo. Con tres horas tendré tiempo de sobra.
Ella asiente.
—No usarás crema de cacahuete para cocinar, ¿verdad?
—No, claro que no.
—Por favor, que no se repita, Millie.
—No se repetirá. ¿Hay en la familia alguna otra alergia o… intolerancia?
¿Es Cecelia alérgica al huevo, a las picaduras de abeja, a los deberes? Necesito saberlo. No puedo correr el riesgo de que vuelvan a pillarme en un error.
Nina niega con la cabeza al tiempo que Cecelia despega un momento la cara arrasada en lágrimas del pecho de su madre para fulminarme con la mirada. Ella y yo no hemos empezado con buen pie, pero encontraré el modo de arreglar las cosas. Le hornearé unos brownies o algo por el estilo. Con los adultos es más complicado, pero estoy decidida a ganarme también a Nina y a Andrew.
5
A las siete menos cuarto, la cena casi está lista. He encontrado en la nevera unas pechugas de pollo ya marinadas con instrucciones impresas en la bolsa, así que me he limitado a seguirlas y a meter la carne en el horno. Los Winchester deben de encargar la comida a algún tipo de servicio que les facilita indicaciones para prepararla.
Un olor delicioso empieza a inundar la cocina cuando oigo que la puerta del garaje se cierra de golpe. Un minuto después, Andrew Winchester entra con paso tranquilo, aflojándose el nudo de la corbata con el pulgar. Estoy removiendo la salsa que he puesto a calentar sobre un hornillo y, cuando lo veo, no puedo evitar girarme dos veces, pues no me acordaba de lo apuesto que es.
Me dedica una sonrisa de oreja a oreja; está aún más guapo cuando sonríe.
—Millie, ¿verdad?
—Sí.
Inspira profundamente.
—Vaya. Eso huele que alimenta.
Las mejillas se me ponen coloradas.
—Gracias.
Pasea la mirada por la cocina con un gesto de aprobación.
—Lo has dejado todo muy limpio.
—Es mi trabajo.
Suelta una risita.
—Supongo que sí. ¿Has tenido un buen primer día?
—Sí. —No pienso contarle lo de la debacle de la mantequilla de cacahuete. No tiene por qué saberlo, aunque sospecho que Nina lo pondrá al tanto. Estoy segura de que no le hará gracia que haya estado a punto de matar a su hija—. Tenéis una casa preciosa.
—Bueno, eso es gracias a Nina. Ella lleva la casa.
Como si hubiera estado esperando a que la invocaran, Nina aparece en ese momento, vestida con otro de sus conjuntos blancos, distinto del que llevaba hace solo unas horas. Su apariencia es irreprochable, como siempre. Sin embargo, hace un rato, mientras limpiaba, he dedicado unos minutos a cotillear las fotografías que tienen sobre la repisa de la chimenea. Hay una de Nina y Andrew juntos, hace muchos años, y ella presentaba un aspecto muy diferente. Tenía el cabello menos rubio, no iba tan maquillada, vestía ropa más informal… y pesaba como mínimo veinte kilos menos. Apenas la he reconocido en la foto, mientras que Andrew estaba idéntico.
—Nina. —A Andrew se le ilumina la mirada al ver a su esposa—. Estás preciosa…, como siempre.
La atrae hacia sí y le da un beso profundo en los labios. Ella se derrite entre sus brazos, aferrándole los hombros con ademán posesivo. Cuando se separan, alza la vista hacia él.
—Te he echado de menos hoy.
—Yo a ti más.
—No, yo más.
Madre mía. ¿Cuánto rato seguirán debatiendo sobre quién ha echado más de menos a quién? Desvío la mirada y encuentro algo en lo que ocuparme. Me incomoda estar tan cerca de semejante exhibición de afecto.
—Bueno. —Nina es la primera en apartarse—. ¿Os estáis conociendo mejor vosotros dos?
—Ajá —dice Andrew—. Y no sé qué está preparando Millie, pero huele de maravilla, ¿no?
Echo un vistazo hacia atrás. Nina me observa trabajar frente a los fogones con aquella expresión siniestra en los ojos azules. No le gusta que su marido me haga cumplidos. Pero no entiendo cuál es el problema; resulta evidente que está loco por ella.
—Sí —responde.
—Nina es una negada para la cocina. —Con una carcajada, Andrew le echa el brazo a la cintura—. Si dependiéramos de sus dotes culinarias, nos moriríamos de hambre. Antes mi madre nos traía platos que preparaban ella o su chef personal, pero desde que ella y mi padre se jubilaron y se mudaron a Florida, nos alimentamos sobre todo a base de comida para llevar. Así que eres nuestra salvadora, Millie.
Nina esboza una sonrisa tensa. Él solo lo dice para chincharla, pero a ninguna mujer le gusta que la comparen desfavorablemente con otra. Si Andrew no lo sabe, es idiota. Por otro lado, muchos hombres son idiotas.
—La cena estará a punto en unos diez minutos —anuncio—. ¿Qué tal si vais al salón a relajaros y os aviso cuando esté lista?
Él arquea las cejas.
—¿Te gustaría cenar con nosotros, Millie?
La brusca inspiración de Nina resuena en la cocina. Antes de que ella diga nada, niego con la cabeza de forma enérgica.
—No, subiré a mi cuarto a descansar un poco. Pero gracias por la invitación.
—¿De verdad? ¿Estás segura?
Nina le propina un manotazo en el brazo.
—Lleva todo el día trabajando, Andy. Lo que menos le apetece ahora mismo es cenar con sus jefes. Está deseando irse arriba y chatear con sus amigos, ¿a que sí, Millie?
—Sí —digo, aunque no tengo amigos, por lo menos en el mundo exterior.
Me da la impresión de que a Andrew no le preocupa que yo acepte o no. Solo estaba siendo amable, ajeno al hecho de que Nina no tenía ganas de compartir mesa conmigo. Y me parece perfecto. No quiero hacer nada que la lleve a sentirse amenazada. Solo quiero mantener un perfil bajo y cumplir con mi trabajo.
6
Había olvidado lo estupendo que es dormir con las piernas estiradas.
Vale, la camita no es nada del otro mundo. El colchón está lleno de bultos, y el somier chirría cada vez que me muevo, aunque solo sea un poco. Aun así, resulta infinitamente más confortable que dormir en el coche. Y, lo que es aún más alucinante: si necesito ir al baño por la noche, ¡lo tengo justo al lado! No me hace falta conducir hasta encontrar un área de descanso y sujetar un bote de espray de defensa personal mientras vacío la vejiga. Ya ni siquiera necesito el espray.
Resulta tan agradable estar tendida en una cama normal que, a los pocos segundos de apoyar la cabeza en la almohada, me quedo frita.
Aún está oscuro cuando vuelvo a abrir los ojos. Me incorporo, presa del pánico, intentando recordar dónde estoy. Solo sé que no estoy en mi coche. Tardo varios segundos en rememorar los acontecimientos de los últimos días: la oferta de empleo de Nina, la mudanza de mi coche a esta casa, haber dormido en una cama de verdad.
Mi respiración recupera poco a poco su ritmo normal.
Busco a tientas sobre la cómoda que está junto a la cama el móvil que me compró Nina. Son las 3.46 de la madrugada. Aún es demasiado temprano para levantarme. Me quito las mantas de las piernas, que me pican, y bajo los pies al suelo mientras mis ojos se acostumbran a la luz de la luna que se filtra por el ventanuco. Iré al lavabo y luego intentaré conciliar el sueño otra vez.
Las tablas del suelo de la diminuta habitación crujen bajo mis pasos. Bostezando, dedico unos segundos a desperezarme hasta que casi toco las bombillas que cuelgan del techo con las yemas de los dedos. Este cuarto me hace sentir como una giganta.
Llego a la puerta, agarro el pomo y…
No gira.
El pánico, que ha remitido cuando he cobrado conciencia de dónde me encontraba, se reaviva. La puerta está cerrada con llave. Los Winchester me han encerrado aquí. Más concretamente, Nina me ha encerrado aquí. Pero ¿por qué? ¿Se trata de algún tipo de juego morboso? ¿Estaban buscando a una expresidiaria, alguien a quien nadie echaría en falta, para tenderle una trampa? Rozo con los dedos los arañazos de la puerta, preguntándome quién sería la desdichada a quien confinaron aquí antes que a mí.
Sabía que era demasiado bonito para ser cierto. Incluso a pesar de la suciedad extrema de la cocina, esto parecía un trabajo de ensueño. Sabía que Nina había investigado mis antecedentes. Seguramente me ha recluido aquí pensando que nadie notará mi ausencia.
Mi mente retrocede diez años, a la primera noche en que la puerta de mi celda se cerró con un golpe metálico y supe que aquel sería mi hogar durante mucho tiempo. Me juré a mí misma que, si algún día salía de allí, no volvería a quedar atrapada en una situación sin salida, fuera la que fuese. Sin embargo, cuando aún no llevo ni un año en la calle, aquí estoy otra vez.
Pero tengo mi teléfono. Puedo llamar a la policía.
Cojo el móvil de encima de la cómoda, donde lo había dejado. Hace unas horas tenía cobertura, pero ahora no. Ni una raya. No hay señal.
Estoy aislada en este cuarto donde no hay más que una ventana minúscula que no se abre y da al jardín de atrás.
¿Qué voy a hacer?
Llevo de nuevo la mano al pomo de la puerta, preguntándome si podría echarla abajo de alguna manera. No obstante, esta vez, cuando tuerzo la muñeca con decisión, el pomo gira también.
Y la puerta se abre de golpe.
Salgo tambaleándome al pasillo, con la respiración acelerada. Me quedo ahí de pie unos instantes, hasta que mi corazón vuelve a latir a una velocidad normal. Resulta que no estaba encerrada en la habitación. Nina no había urdido un plan demencial para recluirme ahí. La puerta simplemente se había atascado.
Pero no consigo desterrar de mi mente la inquietante sensación de que debería largarme de aquí mientras pueda.
7
Cuando bajo las escaleras por la mañana, me encuentro a Nina enfrascada en una destrucción sistemática de la cocina.
Ha sacado todos los cazos y sartenes del armario de debajo de la encimera. Ha tirado al suelo la mitad de los platos que se guardan encima del fregadero, y varios se han hecho añicos. Ahora mismo está revolviendo en la nevera, lanzando comida en todas direcciones. Observo atónita como extrae una botella de plástico del frigorífico y la arroja contra el suelo. La leche que contiene se derrama de inmediato y forma un río blanco en torno a los cazos, las sartenes y los platos rotos.
—¿Nina? —digo con timidez.
Ella se queda inmóvil, con las manos crispadas sobre un bagel. Vuelve la cabeza de golpe hacia mí.
—¿Dónde están?
—¿De…, de qué hablas?
—¡De mis notas! —Profiere un grito de angustia—. ¡He dejado todas mis notas para la reunión de la AMPA de esta tarde sobre la encimera! ¡Y ya no están! ¿Qué has hecho con ellas?
En primer lugar, ¿por qué cree que sus notas están en la nevera? En segundo, estoy segura de que no me he deshecho de ellas. Bueno, segura al novena y nueve por ciento. ¿Existe una pequeña posibilidad de que me encontrara un papelito arrugado sobre la encimera y lo tirara creyendo que era basura? Sí. No puedo descartarlo. Por otro lado, he andado con ojo para no tirar nada que no fueran desperdicios. En honor a la verdad, casi todo lo era.
—No las he tocado —aseguro.
Nina pone los brazos en jarras.
—¿Me estás diciendo que mis notas se han ido andando, sin más?
—No, no estoy diciendo eso. —Doy un paso hacia ella con cautela, y los restos de plato crujen bajo mi zapatilla. Debo recordar no pasearme nunca descalza por la cocina—. Pero ¿no las habrás dejado en otro sitio?
—¡Claro que no! —contesta airada—. Las dejé aquí mismo. —Asesta a la encimera una fuerte palmada que me sobresalta—. ¡Justo en esta superficie! ¡Y ya no están! ¡Han desaparecido!
El alboroto ha captado la atención de Andrew Winchester. Entra con paso tranquilo en la cocina, enfundado en un traje oscuro que realza aún más su atractivo, si tal cosa es posible. Está anudándose la corbata, pero los dedos se le paralizan cuando ve el estropicio en el suelo.
—¿Nina?
Ella dirige la mirada hacia su esposo, con los ojos empañados en lágrimas.
—¡Millie ha tirado mis notas para la reunión de esta tarde!
Abro la boca para protestar, pero sé que es inútil. Nina está convencida de que he tirado sus notas, y es muy posible que tenga razón. Pero, bueno, si tan importantes eran, ¿por qué las dejó ahí, en la encimera? Tal como estaba la cocina ayer, lo raro habría sido que no acabaran en la basura.
—Eso es terrible. —Andrew abre los brazos y Nina se abalanza hacia él—. Pero ¿no habías guardado las notas en el ordenador?
Nina se sorbe la nariz contra el traje caro de su marido. Debe de estar manchándolo de mocos, pero a él no parece importarle.
—Una parte. Pero tendré que reescribirlas casi todas.
Se vuelve hacia mí con expresión acusadora.
Renuncio a seguir defendiendo mi inocencia. Si ella está segura de que he tirado sus notas, lo mejor será pedir disculpas.
—Lo siento mucho, Nina —digo—. Si hay algo que pueda hacer…
Ella baja los ojos hacia el desastre del suelo.
—Puedes limpiar toda esta porquería que has dejado en mi cocina mientras yo soluciono el problema.
Dicho esto, se aleja con zancadas furiosas. Mientras sus pasos se apagan en lo alto de las escaleras, me pregunto cómo voy a recoger todos esos platos rotos, mezclados ahora con leche derramada y una veintena de uvas que ruedan por el suelo. He pisado una y la tengo espachurrada por toda la suela de la zapatilla.
Andrew se queda en la cocina, moviendo la cabeza de un lado a otro. Ahora que Nina se ha ido, siento que debería decir algo.
—Oye —murmuro—, no he sido yo quien…
—Lo sé —ataja antes de que pueda terminar de exculparme—. Nina es una persona… muy nerviosa. Pero tiene buen corazón.
—Ya…
Se quita la americana oscura y empieza a remangarse la camisa de vestir blanca y almidonada.
—Deja que te ayude a limpiar esto.
—No tienes por qué.
—Acabaremos antes si lo hacemos juntos.
Entra en el cuarto de escobas contiguo a la cocina y saca una fregona; me asombra que sepa exactamente dónde está. De hecho, parece que sabe muy bien dónde encontrar todo el material de limpieza. Entonces caigo en la cuenta: no es la primera vez que Nina hace algo así. Andrew se ha acostumbrado a recoger sus destrozos.
Aun así, la empleada doméstica soy yo. Esta tarea no le corresponde a él.
—Ya lo limpio yo. —Alargo la mano hacia el palo de la fregona e intento quitárselo de las manos—. Vas muy elegante, y yo estoy aquí para eso.
Aferra el palo un momento antes de dejar que lo coja.
—Está bien. Gracias, Millie. Valoro tus esfuerzos.
Menos mal que alguien los valora.
Mientras me pongo manos a la obra para ordenar la cocina, me viene a la memoria la fotografía en la repisa de cuando Andrew y Nina eran novios, antes de casarse y de tener a Cecelia. Se les ve tan jóvenes, tan felices de estar juntos… Resulta evidente que Andrew sigue colado por Nina, pero algo ha cambiado. Ella ya no es la misma de antes.
Pero qué más da. No es asunto mío.
8
Nina debe de haber tirado al suelo la mitad de las cosas que había en la nevera, así que me acerco un momento al súper. Como al parecer también tendré que cocinar para ellos, cojo algo de carne fresca y condimentos que me servirán para preparar unas cuantas comidas. Nina ha vinculado su tarjeta de crédito a mi móvil. Todo lo que compre se cargará en su cuenta de forma automática.
En la cárcel, el menú no era para echar cohetes. Según el día, tocaba pollo, hamburguesas, perritos calientes, lasaña, burritos o unas misteriosas tortitas de pescado que siempre me provocaban arcadas. Como guarnición ponían unas verduras tan cocidas que casi se desintegraban solas. Yo solía fantasear con lo que comería cuando saliera, pero, dado mi presupuesto, las opciones no eran mucho mejores. Solo podía permitirme lo que estaba de oferta y, cuando pasé a vivir en mi coche, mi dieta se volvió aún menos variada.
Hacer la compra para los Winchester es harina de otro costal. Voy directa a por los mejores cortes de ternera; ya averiguaré en YouTube cómo cocinarlos. A veces le preparaba filetes a mi padre, pero de eso hace ya mucho tiempo. Si compro ingredientes caros, los platos saldrán bien, haga lo que haga.
Regreso a la residencia de los Winchester con cuatro bolsas rebosantes de comestibles en el maletero. Los automóviles de Nina y Andrew ocupan las dos plazas del garaje y ella me ha indicado que no aparque en el camino de entrada, así que tengo que dejar mi coche en la calle. Cuando estoy pugnando por sacar las bolsas del maletero, Enzo, el paisajista, sale de la casa de al lado con una espeluznante herramienta de jardinería en la mano derecha.
Se percata de que me las estoy viendo negras y, tras un momento de vacilación, se acerca trotando. Me mira con el ceño fruncido.
—Déjame a mí —dice con su marcado acento italiano.
Me dispongo a agarrar una de las bolsas, pero él recoge las cuatro entre sus voluminosos brazos y las lleva hasta la entrada principal. Inclina la cabeza hacia la puerta y espera pacientemente a que introduzca la llave y la abra. Lo hago lo más deprisa posible, consciente de que el hombre está sosteniendo casi cuarenta kilos de comestibles. Tras limpiarse las botas sobre el felpudo, carga con la compra hasta la cocina y la deposita sobre la encimera.
—Merci —digo.
Crispa los labios.
—No. Grazie.
—Grazie —repito.
Se queda en la cocina unos instantes, con las cejas juntas. Vuelvo a reparar en lo guapo que es, a su manera oscura y aterradora. Tiene unos tatuajes en la parte superior de los brazos, medio ocultos bajo las mangas de la camiseta. Alcanzo a distinguir en el bíceps derecho el nombre «Antonia» inscrito en un corazón. Si se le metiera en la cabeza acabar conmigo, podría matarme con esos musculosos brazos sin apenas esfuerzo. Pero no me da la sensación de que quiera hacerme ningún daño. Al contrario, parece preocupado por mí.
Recuerdo lo que me murmuró el otro día antes de que Nina nos interrumpiera. Pericolo. Peligro. ¿Qué intentaba decirme? ¿Cree que corro peligro aquí?
Tal vez debería instalar una aplicación de traducciones en mi teléfono. Entonces él podría teclear lo que intenta decirme y…
Un ruido procedente de arriba me arranca de mis pensamientos. Enzo inspira con brusquedad.
—Me voy —dice, girando sobre los talones y alejándose con grandes zancadas hacia la puerta.
—Pero… —Lo sigo a paso veloz, pero es mucho más rápido que yo. Cuando sale por la puerta principal, yo ni siquiera he acabado de cruzar la cocina.
Me quedo de pie en el salón unos momentos, debatiéndome entre guardar la compra o ir tras él. Pero entonces Nina toma la decisión por mí al bajar las escaleras con un traje pantalón blanco. Creo que nunca la he visto vestir de otro color; es verdad que el blanco combina bien con su pelo, pero yo me volvería loca intentando evitar que se me manchara la ropa. Por otro lado, a partir de ahora seré yo quien se encargue de la colada, claro. Tomo nota mental de comprar más lejía la próxima vez que vaya al supermercado.
Al verme ahí, de pie, Nina sube las cejas casi hasta la línea de nacimiento del cabello.
—¿Millie?
—¿Sí? —respondo con una sonrisa forzada.
—He oído voces aquí abajo. ¿Tenías visita?
—No, para nada.
—No puedes traer a desconocidos a nuestra casa. —Me mira con expresión ceñuda—. Si quieres recibir invitados, debes pedir permiso y avisarnos al menos con dos días de antelación. Y te agradecería que os quedarais en tu habitación.
—Solo era el paisajista —explico—. Me ha ayudado a cargar con la compra desde el coche. Eso es todo.
Yo esperaba que Nina se diera por satisfecha con esta explicación, pero, por el contrario, la mirada se le oscurece. Le tiembla un músculo debajo del ojo derecho.
—¿El paisajista? ¿Enzo? ¡¿Ha estado aquí?!
—Pues… —Me froto el cogote—. ¿Así se llama? No sé. Solo ha traído la compra.
Nina me escudriña el rostro, como intentando detectar en él una mentira.
—No lo quiero más aquí dentro. Está sucio de trabajar en el jardín. Mantener limpia esta casa cuesta mucho esfuerzo.
No sé qué responderle. Enzo se ha limpiado las botas antes de entrar y no ha dejado huellas de tierra ni nada por el estilo. Además, no he visto nada comparable al desorden que me encontré en esta casa ayer, cuando llegué.
—¿Me entiendes, Millie? —insiste.
—Sí —me apresuro a decir—. Lo entiendo.
Me recorre rápidamente con la vista de un modo que me hace sentir muy incómoda. Cambio el peso de un pie al otro.
—Por cierto, ¿cómo es que ya nunca llevas las gafas?
Me llevo los dedos a la cara. ¿Por qué me habré puesto esas dichosas gafas el primer día? No debería haberlo hecho, y ayer, cuando me preguntó por ellas, no debería haber mentido.
—Pues…
Enarca una ceja.
—He estado arriba, en el baño del desván, y no he visto líquidos de lentillas. No era mi intención fisgonear, pero, por si algún día llevas a mi hija a algún sitio en coche, es importante para mí que tengas buena vista.
—Ya… —Me seco el sudor de las manos en los tejanos. Será mejor que le cuente la verdad—. Lo cierto es que en realidad no… —Me aclaro la garganta—. En realidad, no necesito gafas. Las que llevaba durante la entrevista eran más bien… de adorno, ¿sabes?
Se humedece los labios con la lengua.
—Ya veo. Así que me mentiste.
—No mentía. Eran más una decisión estética.
—Ya. —Sus ojos azules me miran, fríos como el hielo—. Pero cuando más tarde te hice una pregunta al respecto, dijiste que llevabas lentes de contacto, ¿o no?
—Ah —titubeo, retorciéndome las manos—. Bueno, supongo que… Sí, en esa ocasión sí que mentí. Supongo que estaba avergonzada por lo de las gafas… Lo siento mucho.
Curva hacia abajo las comisuras de los labios.
—Por favor, no vuelvas a mentirme.
—No lo haré. Perdóname.
Después de contemplarme un momento con expresión inescrutable, desplaza la vista por el salón, inspeccionando cada superficie.
—Y haz el favor de limpiar esta sala. No te pago para que flirtees con el paisajista.
Dicho esto, sale con paso airado por la puerta principal y da un portazo.
9
Nina asiste esta tarde a la reunión de la AMPA (la que yo he «echado a perder» al tirar sus notas a la basura). Como pillará algo de comer por ahí con algunos otros padres, me ha encomendado la tarea de prepararles la cena a Andrew y Cecelia.
La casa está mucho más tranquila en ausencia de Nina. No sé muy bien por qué, pero ella irradia una energía que lo inunda todo. Ahora mismo estoy sola en la cocina, marcando un solomillo en la sartén antes de meterlo en el horno, y reina un silencio celestial en la residencia Winchester. Resulta agradable. Sería un trabajo estupendo de no ser por mi jefa.
Andrew llega a casa en el momento más oportuno, justo cuando estoy sacando la carne del horno y dejándola reposar sobre la encimera. Asoma la cabeza por la puerta de la cocina.
—Huele muy bien… otra vez.
—Gracias. —Echo un poco más de sal a las patatas para el puré, que ya están empapadas en mantequilla y nata—. ¿Puedes pedirle a Cecelia que baje? La he llamado dos veces, pero… —En realidad, la he llamado tres veces y aún espero respuesta.
Andrew asiente.
—Oído.
Se aleja hacia el comedor y grita el nombre de su hija, y poco después suenan unos pasitos rápidos en las escaleras. De modo que así van a ser las cosas.
Reparto en dos platos el solomillo, el puré de patatas y una guarnición de brócoli. Las raciones para Cecelia son más pequeñas, y no pienso preocuparme de que se coma el brócoli. Si su padre se empeña, que la obligue él. Pero sería irresponsable por mi parte no servirle algo verde. Cuando yo era pequeña, mi madre siempre procuraba preparar una fuente con verdura.
Estoy segura de que aún se pregunta en qué se equivocó al criarme.
Cecelia luce otro de sus vestiditos recargados de un color claro y poco sufrido. Nunca la he visto llevar ropa infantil normal, lo que me da algo de pena. Es imposible jugar con esos vestidos; son demasiado incómodos y se les nota hasta la última mota de suciedad. Se sienta en una de las sillas del comedor, coge la servilleta que he dispuesto junto a su plato y se la extiende sobre el regazo con delicadeza. La contemplo embelesada unos instantes. Hasta que abre la boca.
—¿Por qué me has puesto agua? —Mira el vaso de agua filtrada arrugando la nariz—. Odio el agua. Quiero zumo de manzana.
Si yo le hubiera hablado así a un adulto cuando era niña, mi madre me habría asestado una palmada en la mano y me habría indicado que dijera «por favor». Pero Cecelia no es hija mía y durante el tiempo que llevo aquí no he conseguido granjearme aún su afecto, así que, con una sonrisa cortés, retiro el agua y le sirvo un vaso de zumo de manzana.
Cuando lo coloco frente a ella, lo examina con detenimiento. Lo sujeta contra la luz y entrecierra los ojos.
—Este vaso está sucio. Tráeme otro.
—No está sucio —replico—. Está recién salido del lavavajillas.
—Tiene manchas. —Hace una mueca—. No lo quiero. Tráeme otro.
Respiro hondo para tranquilizarme. No pienso ponerme a discutir con una niña pequeña. Si quiere otro vaso para el zumo de manzana, le conseguiré otro vaso.
Mientras voy a buscárselo, Andrew se acerca a la mesa del comedor. Se ha quitado la corbata y desabrochado el botón superior de su camisa blanca de vestir. Alcanzo a entrever el vello del pecho que asoma por el cuello. Me obligo a apartar la vista.
Aún estoy aprendiendo a desenvolverme con los hombres en mi vida poscarcelaria. Y con «aprender» quiero decir «evitar por completo», claro. En mi trabajo como camarera en aquel bar —el único que he tenido desde que salí de la prisión—, era inevitable que algún cliente me invitara a salir. Yo siempre les decía que no. Ahora mismo no tengo espacio para esas cosas en mi desastre de vida. Por otra parte, los que me tiraban los tejos eran hombres con los que no habría querido salir jamás, claro.
Entré en la cárcel cuando tenía diecisiete años. Aunque no era virgen, mi experiencia sexual se limitaba a algunos polvos mal echados con compañeros de instituto. Durante mis años de condena, en ocasiones me sentía atraída por los vigilantes de buen ver. A veces esa atracción resultaba casi dolorosa. Y una de las cosas que más ilusión me hacía era la posibilidad de iniciar una relación con un hombre cuando saliera de allí. O por lo menos sentir los labios de un hombre contra los míos. Tengo ganas. Claro que las tengo.
Pero todavía no. Algún día.
Por otro lado, cuando miro a un hombre como Andrew Winchester, me acuerdo de que hace más de una década que no toco siquiera a un hombre…, al menos de esa forma. No se parece en nada a los tíos asquerosos que me abordaban en el bar de mala muerte donde servía mesas. Cuando vuelva a tener ánimos para ello, me buscaré un hombre como este. Pero que no esté casado, claro.
Se me ocurre una idea: si alguna vez me apetece descargar un poco de tensión, Enzo podría ser un buen candidato. No, no habla mi idioma, pero, para un rollo de una noche, ni falta que hace. Me da la impresión de que sabría lo que hay que hacer sin necesidad de muchas explicaciones. Y, a diferencia de Andrew, no lleva una alianza…, aunque no puedo evitar preguntarme quién será la tal Antonia, cuyo nombre tiene tatuado en el brazo.
Con cierto esfuerzo, dejo a un lado mis fantasías sobre el paisajista sexy y vuelvo a la cocina en busca de los dos platos. A Andrew se le iluminan los ojos al ver el jugoso solomillo, marcado al punto perfecto. Estoy muy orgullosa de cómo me ha quedado.
—¡Tiene una pinta tremenda, Millie! —exclama.
—Gracias —digo.
Me vuelvo hacia Cecelia, que reacciona con la actitud opuesta.
—¡Puaj! Esto es filete. —Por lo visto es la hora de las obviedades.
—El filete es bueno, Cece —le asegura Andrew—. Deberías probarlo.
La cría sube la mirada hacia su padre antes de bajarla de nuevo hacia su plato. Pincha la carne con el tenedor cautelosamente, como si temiera que fuera a saltarle del plato a la boca. Su expresión es de sufrimiento.
—Cece… —la reconviene Andrew.
Alterno la vista entre los dos, sin saber qué hacer. De pronto caigo en la cuenta de que seguramente no debería haber cocinado un solomillo para una niña de nueve años. Había dado por sentado que sería una sibarita por vivir en un lugar como ese.
—Hum… —digo—. ¿Crees que mejor…?
Andrew echa su silla hacia atrás y recoge de la mesa el plato de Cecelia.
—Vale, te prepararé unos nuggets de pollo.
Lo sigo hasta la cocina, deshaciéndome en disculpas. Él se ríe.
—No te preocupes. Cecelia está obsesionada con el pollo, sobre todo con los nuggets. Aunque estuviéramos cenando en el restaurante más finolis de Long Island, ella pediría nuggets de pollo.
Relajo un poco los hombros.
—Pero no te molestes. Ya haré yo los nuggets.
Tras depositar el plato de la niña sobre la encimera, Andrew menea el dedo en un gesto de reprimenda.
—De eso, nada. Si vas a trabajar aquí, necesitarás una clase magistral.
—Vale…
Abre el frigorífico y saca un paquete tamaño familiar de nuggets de pollo.
—¿Ves? Estos son los que le gustan a Cecelia. No se te ocurra comprar otra marca. Todas las demás son inaceptables. —Después de forcejear con el autocierre de la bolsa, saca un nugget congelado—. Además, deben tener forma de dinosaurio. ¿Está claro?
Se me escapa una sonrisa.
—Clarísimo.
—Aparte de eso… —sujeta en alto el nugget— tienes que examinarlo en busca de deformaciones, como, por ejemplo, que le falte la cabeza, una pata o la cola. Si el nugget presenta cualquiera de estos defectos, será rechazado. —Saca un plato del armario situado encima del microondas y dispone sobre él cinco nuggets perfectos—. Le gusta comerse cinco nuggets. Hay que calentarlos en el microondas durante noventa segundos, ni uno más, ni uno menos. Si te quedas corta, no se descongelan. Si te pasas, quedan recocidos. Conseguir este equilibrio requiere mucha precisión.
Asiento con solemnidad.
—Entiendo.
Mientras los nuggets de pollo dan vueltas en el microondas, pasea la mirada por la cocina, que es casi el doble de grande que el piso del que me desahuciaron.
—Ni te imaginas cuánto dinero nos costó reformar esta cocina, y todo para que Cecelia se niegue a comer nada que no salga del microondas.
Las palabras «mocosa mimada» me vienen a la punta de la lengua, pero me abstengo de pronunciarlas.
—Sabe lo que le gusta.
—Ya lo creo. —El microondas emite unos pitidos, y él extrae el plato de nuggets humeantes—. Por cierto, ¿tú ya has cenado?
—Subiré algo para comérmelo en mi habitación.
Arquea una ceja.
—¿No quieres acompañarnos?
A una parte de mí le gustaría acompañarlo. Hay algo de lo más cautivador en Andrew Winchester que me impulsa a querer conocerlo mejor. Por otro lado, sería un error. Si Nina llegara y nos pillara echando unas risas frente a la mesa del comedor, no le gustaría un pelo. Además, algo me dice que Cecelia no contribuiría a un ambiente agradable.
—Prefiero cenar en mi cuarto —contesto.
Hace ademán de protestar, pero se lo piensa mejor.
—Perdona —dice—. Nunca habíamos tenido una asistenta interna, así que no sé muy bien cuál es la etiqueta adecuada.
—Yo tampoco —reconozco—, pero creo que a Nina no le haría gracia encontrarme cenando contigo.
Contengo la respiración, temerosa de haberme pasado de la raya al señalar lo obvio.
Pero Andrew se limita a hacer un gesto afirmativo.
—Seguramente tienes razón.
—En fin. —Alzo la barbilla para mirarlo a los ojos—. Gracias por la clase magistral sobre los nuggets de pollo.
Me dedica una gran sonrisa.
—No hay de qué.
Se lleva al comedor el plato con el pollo. De pie frente al fregadero, engullo lo que Cecelia no ha querido comerse y regreso a mi habitación.
10
Una semana después, cuando bajo al salón, me encuentro a Nina sujetando una bolsa llena de basura. Lo primero que pienso es: «Ay, madre, ¿y ahora qué?».
Aunque solo hace una semana que vivo con los Winchester, siento como si llevara aquí años. No, siglos. Los cambios de humor de Nina son impredecibles en extremo. Tan pronto me abraza y me dice cuánto me agradece que esté aquí, como me riñe por no haber cumplido con alguna tarea que nunca me ha encargado. Es una persona voluble, por decirlo con suavidad. Y Cecelia es una malcriada de cuidado que está claramente molesta con mi presencia en esta casa. Si tuviera alguna otra opción, dejaría este trabajo.
Pero no la tengo, así que sigo aquí.
El único miembro de la familia que no me resulta del todo insoportable es Andrew. Aunque no está mucho por casa, mis pocas interacciones con él han sido… inocuas. Y, a estas alturas, lo inocuo me entusiasma. A decir verdad, en ocasiones siento pena por Andrew. No debe de ser nada fácil estar casado con Nina.
Me detengo frente a la entrada del salón, indecisa, intentando dilucidar qué demonios estará haciendo Nina con una bolsa de basura. ¿Querrá que clasifique los residuos de ahora en adelante en orden alfabético, por colores y por olores? ¿Habré comprado un tipo de bolsa inaceptable y me obligará a vaciar los desechos en otra más adecuada? No me atrevo a intentar adivinarlo.
—¡Millie! —chilla.
Se me forma un nudo en el estómago. Tengo la sensación de que está a punto de decirme qué quiere que haga con la basura.
—¿Sí?
Me indica con señas que me acerque. Me aproximo a ella intentando no caminar como si fuera una condenada a muerte. No resulta fácil.
—¿Ocurre algo? —pregunto.
Nina levanta la pesada bolsa y la deja caer sobre su precioso sofá de piel. Tuerzo el gesto, aguantándome las ganas de rogarle que no ensucie aquella tapicería tan cara con la basura.
—He estado revisando mi guardarropa —anuncia— y, por desgracia, algunos de mis vestidos me vienen ahora un poco pequeños, así que los he metido todos en esta bolsa. ¿Me harías el gran favor de llevarlos a un contenedor de recogida de ropa?
¿Eso es todo? Podría haber sido peor.
—Claro. No hay problema.
—Pensándolo bien… —Nina retrocede un paso y me escudriña con la mirada—. ¿Qué talla usas?
—Pues… ¿Una treinta y seis?
Se le ilumina el rostro.
—¡Oye, eso es perfecto! Todos estos vestidos son talla treinta y seis o treinta y ocho.
¿Treinta y seis o treinta y ocho? Nina tiene pinta de gastar por lo menos una cuarenta y cuatro. Debe de hacer tiempo que no hace limpieza en el armario.
—Ah…
—Deberías quedártelos —dice—. No tienes ropa bonita.
Su comentario me sienta como una patada en el estómago, pero no va desencaminado. No tengo ropa bonita.
—No sé si…
—¡Ni te lo pienses! —Me tiende la bolsa—. Te quedarían geniales. ¡Insisto!
Acepto la bolsa y la abro. Arriba de todo hay un vestido blanco. Lo saco. Parece extraordinariamente caro, y la tela es tan suave que me entran ganas de bañarme en ella. Tiene razón: me quedaría genial… a mí y a cualquiera.
Si al final decido salir ahí fuera y empezar a quedar de nuevo con hombres, no estaría mal contar con un vestuario decente. Aunque sea todo blanco.
—Vale —accedo—. Muchas gracias. Es muy generoso de tu parte.
—¡Mujer, no hay de qué! ¡Espero que los disfrutes!
—Si algún día decides que quieres recuperarlos, solo tienes que decírmelo.
Cuando echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada, le tiembla la papada.
—Dudo que vaya a bajar de talla en un futuro próximo. Más que nada porque Andy y yo vamos a tener un bebé.
Me quedo boquiabierta.
—¿Estás embarazada?
No estoy segura de si es una buena o mala noticia, aunque explicaría sus cambios de humor. Pero ella niega con un gesto.
—Todavía no. Llevamos un tiempo intentándolo, pero no ha habido suerte. Sin embargo, los dos estamos ansiosos por tener un bebé, y dentro de pocos días iremos a ver a un especialista, así que supongo que el año que viene más o menos habrá otro pequeñín en casa.
No sé muy bien cómo reaccionar.
—Hum…, ¿enhorabuena?
—Gracias. —Me dedica una sonrisa radiante—. En fin, que te aproveche la ropa, Millie. Ah, y tengo algo más para ti. —Hurga en su bolso blanco hasta que saca una llave—. Querías una llave para tu habitación, ¿verdad?
—Gracias. —Después de aquella primera noche en la que desperté aterrorizada creyendo que me habían encerrado en el cuarto, apenas he pensado en la cerradura. Me he percatado de que la puerta se atasca un poco, pero nadie sube a hurtadillas hasta mi habitación para recluirme en ella…, aunque la llave tampoco me serviría de mucho estando dentro. Aun así, me la guardo en el bolsillo. Tal vez no sería mala idea cerrar con llave cada vez que salga del cuarto. Nina parece bastante dada a fisgonear. Por otra parte, se me ocurre que es un buen momento para plantearle otra de mis preocupaciones—. Quería comentarte otra cosa. La ventana de la habitación no se abre. Me parece que está pegada al marco, por la pintura.
—Ah, ¿sí? —dice Nina, en un tono que denota que esta información le suscita una especial falta de interés.
—Eso supondría un peligro en caso de incendio, seguramente.
Baja la vista hacia sus uñas y mira con el ceño fruncido una en la que se le ha descascarillado el esmalte blanco.
—No lo creo.
—Bueno, no estoy segura, pero… Es decir, el cuarto debería poder ventilarse, ¿no? El ambiente se carga bastante ahí arriba.
Esto no es verdad; en todo caso el problema del desván es que hay demasiada corriente. Sin embargo, estoy dispuesta a decir lo que haga falta para que me arreglen la ventana. Detesto pensar que la única ventana de la habitación esté trabada a causa de la pintura.
—Llamaré a alguien para que le eche un vistazo —contesta al fin de una manera que me hace pensar que jamás llamará a nadie para que le eche un vistazo y yo nunca tendré una ventana que se pueda abrir. Baja la mirada hacia la bolsa de plástico—. Millie, estoy encantada de regalarte mi ropa, pero, por favor, no dejes esa bolsa de basura en nuestro salón. Es de mala educación.
—Ay, perdón —balbuceo.
Y ella suspira como si no supiera qué hacer conmigo.
11
Millie! —clama Nina, desesperada, desde el otro lado de la línea—. ¡Necesito que recojas a Cecelia del colegio! Haciendo equilibrios con una pila de ropa sucia, sujeto el móvil entre el hombro y la oreja. Siempre que Nina me llama, contesto de inmediato sin importar lo que esté haciendo, pues, de lo contrario, insistiría una y otra vez hasta que yo cogiera el teléfono.
—Claro, no hay problema —digo.
—¡Ay, gracias! —responde Nina con efusividad—. ¡Eres un cielo! ¡Recógela en la academia Winter a las tres menos cuarto! ¡Eres la mejor, Millie!
Antes de que yo pueda preguntarle dónde se supone que debo ver a Cecelia o cuál es la dirección de la academia Winter, Nina cuelga. Cuando me quito el móvil de debajo de la oreja, me entra el pánico al ver la hora que es. Dispongo de menos de quince minutos para averiguar dónde está esa escuela e ir a buscar a la hija de mi jefa. La colada tendrá que esperar.
Introduzco en Google el nombre del centro mientras subo a toda prisa las escaleras. No me sale nada. El colegio más cercano con ese nombre está en Wisconsin, y, aunque Nina me pide cosas raras a veces, dudo que cuente con que recoja a su hija en Wisconsin dentro de quince minutos. Llamo a Nina, que, por supuesto, no contesta. Tampoco Andy cuando intento contactar con él.
Genial.
Camino de un lado a otro de la cocina, intentando pensar qué hacer, cuando reparo en un papel pegado a la nevera con un imán. Es un calendario de actividades para las vacaciones. De la academia Windsor.
Ella me ha dicho Winter. Academia Winter. Estoy convencida de ello. ¿O tal vez no?
No tengo tiempo para especular sobre si Nina se ha equivocado de nombre o no sabe cómo se llama el colegio al que asiste su hija y de cuya AMPA ella es vicepresidenta. Por fortuna, en el folleto aparece una dirección, así que sé exactamente adónde debo ir. Y solo me quedan diez minutos para llegar.
Los Winchester viven en una ciudad que presume de contar con las mejores escuelas públicas del país, pero llevan a Cecelia a un colegio privado, porque adónde si no. La academia Windsor es una estructura enorme y elegante con un montón de columnas de marfil, ladrillos marrón oscuro y paredes cubiertas de hiedra que me dan la sensación de que he venido a recoger a Cecelia a Hogwarts o algún otro lugar imaginario. También me habría gustado que Nina me advirtiera sobre el tema del aparcamiento a la hora de la salida. Es una auténtica pesadilla. He tenido que dar vueltas durante varios minutos hasta encontrar un hueco y encajonar el coche entre un Mercedes y un RollsRoyce. Temo que la grúa se lleve mi abollado Nissan solo por principios.
Dado el poco tiempo que me queda para llegar a la escuela, me marco un esprint hasta el edificio entre jadeos y resoplidos. Como no podía ser de otra manera, hay cinco entradas distintas. ¿Por cuál de ellas saldrá Cecelia? No hay nada que indique hacia dónde debo dirigirme. Pruebo a llamar a Nina de nuevo, pero me salta el buzón de voz. ¿Dónde se habrá metido? No es asunto mío, pero si no tiene trabajo y yo me encargo de todas las tareas domésticas, ¿qué demonios estará haciendo?
Después de interrogar a varios padres irritables, llego a la conclusión de que Cecelia saldrá por la última puerta a la derecha. Pero, como estoy resuelta a no cagarla esta vez, abordo a dos mujeres de atuendo inmaculado que charlan junto a la entrada.
—¿Es la salida de los niños de cuarto?
—Sí, esta es. —La más delgada de las dos, una morena con las cejas mejor perfiladas que he visto en la vida, me da un repaso de arriba abajo—. ¿A quién busca?
Me encojo ante su minuciosa inspección.
—A Cecelia Winchester.
Intercambian una mirada de complicidad.
—Tú debes de ser la nueva criada de Nina —dice la más baja de las dos, una pelirroja.
—Asistenta interna —la corrijo, aunque no sé por qué. Nina puede llamarme como le dé la gana.
Mi comentario le arranca una risita a la morena, pero no dice nada al respecto.
—¿Y qué tal la experiencia hasta ahora?
Está buscando trapos sucios. Ha pinchado en hueso. No pienso darle ninguno.
—Genial.
Las mujeres vuelven a mirarse.
—¿O sea que Nina no te saca de quicio? —quiere saber la pelirroja.
—¿A qué se refiere? —pregunto con cautela. No quiero cotillear con estas arpías, pero al mismo tiempo me pica la curiosidad respecto a Nina.
—Nina es un poco… excitable —dice la morena.
—Nina está como una cabra —precisa la pelirroja—. Literal.
Inspiro con brusquedad.
—¿Qué?
La morena le propina a la pelirroja un codazo lo bastante fuerte para que suelte un grito ahogado.
—Nada. Está de guasa.
En ese momento, las puertas de la escuela se abren y brota un torrente de niños de cuarto. Si había alguna posibilidad de extraerles más información a esas dos, se disipa por completo cuando se alejan en busca de sus hijos. Sin embargo, no dejo de rumiar sobre lo que han dicho.
Vislumbro la cabellera rubia platino de Cecelia cerca de la entrada. Aunque la mayoría de los otros niños va en vaqueros y camiseta, ella lleva otro de sus vestiditos de encaje, esta vez de un color verde mar claro. Canta como una almeja. Gracias a eso, no la pierdo de vista en ningún momento mientras me acerco.
—¡Cecelia! —Agito el brazo de forma frenética cuando me encuentro a pocos metros de ella—. ¡He venido a recogerte!
La chiquilla me mira como si prefiriera subirse a la parte de atrás de la furgoneta de un sin techo barbudo que volver a casa conmigo.
—¡Cecelia! —grito con más fuerza—. Vamos. Tu madre me ha enviado a buscarte.
Se vuelve de nuevo hacia mí, con una expresión que delata que me considera una idiota.
—No es verdad. La madre de Sophia viene a recogerme y me llevará a kárate.
Antes de que pueda protestar, una cuarentona con pantalón de yoga y jersey se acerca y le posa la mano en el hombro a Cecelia.
—¿Listas para la clase de kárate, chicas?
Observo a la mujer, pestañeando. No tiene pinta de secuestradora, pero resulta evidente que ha habido algún malentendido. Nina me ha llamado para indicarme que recoja a Cecelia. Ha sido muy clara al respecto. Bueno, me ha dicho mal el nombre de la escuela, pero, por lo demás, ha sido muy clara.
—Disculpe —le digo—. Trabajo para los Winchester, y Nina me ha pedido que venga a por Cecelia hoy.
Arqueando una ceja, la mujer se apoya en la cadera la mano con una manicura recién hecha.
—Me parece que no. Recojo a Cecelia todos los miércoles y llevo a las niñas a kárate. Nina no ha mencionado un cambio de planes. A lo mejor te has equivocado.
—No, no me he equivocado —replico, aunque me tiembla la voz.
La mujer escarba en su bolso de Gucci y saca su teléfono.
—Mejor aclaramos el asunto con Nina, ¿no?
Veo que pulsa un botón en su móvil. Da golpecitos en el bolso con las largas uñas mientras aguarda a que Nina conteste.
—Hola, ¿Nina? Soy Rachel. —Hace una pausa—. Sí, verás, es que hay una chica que dice que le has encargado que venga a buscar a Cecelia, pero yo le he explicado que llevo a Cecelia a kárate todos los miércoles. —Se produce otro largo silencio mientras la mujer, Rachel, asiente—. Claro, eso es justo lo que le he señalado. Menos mal que te he llamado. —Tras otra pausa, Rachel suelta una carcajada—. No sabes cómo te entiendo. Cuesta tanto encontrar a alguien competente…
No me cuesta imaginar las palabras de Nina a lo largo de la conversación.
—En fin —concluye Rachel—. Es justo lo que pensaba. Nina dice que te has confundido, así que, con tu permiso, me llevo a Cecelia a kárate.
Como colofón, la cría me saca la lengua. La parte positiva es que no tendré que volver a casa en coche con ella.
Extraigo mi móvil para comprobar si Nina me ha enviado algún mensaje desdiciéndose de su encargo de que recoja a Cecelia. No hay nada. Le escribo:
Una tal Rachel acaba de hablar contigo y dice que le has pedido que lleve a Cecelia a kárate. ¿Me voy a casa, entonces?
Recibo la respuesta de Nina al cabo de un segundo:
Sí. ¿Por qué narices has pensado que quería que recogieras a Cecelia?
«¡Porque tú me lo has pedido!». Se me tensa la mandíbula, pero no puedo permitir que esto me afecte. Nina es así, no hay más. Y tiene muchas ventajas trabajar para ella (o «con» ella; ¡ja!). Simplemente es un poco caprichosa. Un poco excéntrica.
«Nina está como una cabra. Literal».
No puedo evitar recordar lo que me ha dicho la pelirroja cotilla. ¿A qué se refería? ¿Nina no es solo una jefa extraña y exigente? ¿Le pasa algo más?
Quizá sea mejor que no lo sepa.