PIEDRAS, JILGUEROS Y HERRAMIENTAS PEQUEÑÍSIMAS
POR TOMÁS HIJO
Oí hablar por primera vez de La piedra blanda en Salamanca, en una isla pequeña y llena de árboles. Aún no se llamaba La piedra blanda y no tenía la forma que tiene hoy, ni ninguna otra. En aquel momento no era más que una idea muy vaga, un «tenemos que hacer algo juntos» que propuso Rodrigo y que remató con una cita inventada de Los caballeros del Zodiaco que no consigo recordar, pero que (casi seguro) decía algo del poder de la espada de no sé qué.
No iba a ser la primera vez. Rodrigo y yo ya habíamos echado unas cuantas horas trabajando en el storyboard de Concursante en torno a una mesa de estilo africano. Pero la cosa ahora iba por otro lado. Como un rato antes habíamos visitado una exposición de mis grabados, estaba claro que la cosa apuntaba a un trabajo de mayor vuelo creativo. Durante aquel paseo invernal por la isla de los árboles (que son, creo, los mismos que hay en el libro) tratamos de imaginar caminos y posibilidades. Y eso fue todo, por el momento.
Poco después, en un bar de Madrid, Rodrigo me mostró el primer borrador de su idea. Lo leí mientras él se zampaba una tostada enorme. El texto estaba lleno de misterios contados con franqueza y de imágenes deslumbrantes invocadas como cosas corrientes. Hay una emoción inconfundible (pero difícil de describir) que aparece cuando te encuentras con algo así: una impaciencia, una sensación casi física de necesidad, de ganas de agarrar un lápiz y de escuchar cómo la punta rasca el papel mientras las ideas toman forma. Es una emoción que suele aparecer ante las ocurrencias propias; sólo de vez en cuando ante las ajenas. Ahí apareció. «¿Seguimos?». «Claro que seguimos». La promesa se cerró con la misma cita de Los caballeros del Zodiaco (¿o era de Masters del Universo?) que lamento no recordar. Salimos hacia la emisora (se iba a grabar un episodio de Aquí hay dragones) y me llevé la idea de que íbamos a hacer algo parecido a un pliego de cordel, un grabado narrativo del estilo de los que usaban los ciegos en sus cantares. Tal vez dos pliegos. Algo hermoso y pequeño. Algo que tendríamos listo en un par de semanas, tal vez un mes.
Me equivocaba: los mensajes más antiguos que conservo sobre este asunto son de hace cinco años.
En todo este tiempo, es verdad, Rodrigo y yo hemos recorrido muchos caminos distintos, y también es verdad que La piedra blanda siempre ha estado ahí. Le hemos dedicado largos ratos en bares de copas y de los otros, chiringuitos (siempre fluviales) y restaurantes (casi siempre japoneses). Hemos hecho videoconferencias y escrito interminables hilos de WhatsApp. La piedra, durante todo ese tiempo, ha ido puliéndose poco a poco y, cosa extraña para una piedra, ha ido creciendo y cambiando.
No sé si, en este trabajo a cuatro manos, Rodrigo ha seguido su método habitual. Sea como sea, trataré de explicarlo desde la posición privilegiada de un compañero de pupitre. Es más o menos así: Rodrigo entra en la sala con un cubo de piezas de madera de colores. Las derrama en el suelo y, con entusiasmo y una alegría genuina y poco común, va levantando su castillo. No hay manual de montaje, ni plano previo. Apila caprichosamente, derriba, recoloca y, en todo momento, parece divertirse muchísimo. Intenta llegar más alto, sin preocuparse de que la pila se tambalee desde hace rato. Pone piezas al revés, a ver si aguantan. Celebra los hallazgos y les hace fotos con el teléfono; apunta cosas (en el móvil también). Se va, vuelve, habla con una señora que pasa, se da un paseo con una pieza que no encaja en el bolsillo...
Cuando considera que el castillo está acabado, sale de la habitación muy contento. Vuelve a entrar, y el que regresa es otro Rodrigo. Lleva una lupa de muchos aumentos, una regla de acero y un montón de herramientas pequeñísimas. Se sienta junto al castillo, muy serio, y empieza a tra