La muerte ajena

Fragmento

Capítulo 1

Capítulo 1

Amanece, siempre amanece. Tal vez, por esa razón, Verónica Balda no presiente el abismo. Abismo o bisagra o sismo o cataclismo, cualquiera de esas palabras, aunque no son equivalentes, podrían describir lo que le espera. Sismo, elijamos sismo. O terremoto, con sus cuatro sílabas contundentes. Terremoto. Ella no sabe, no hay inquietud, no hay dolor en la boca de su estómago, ni siquiera cosquilleo. No hay instinto premonitorio: ese que hace que hormigas, ratas y otros animales abandonen el territorio que será devastado, mientras los humanos siguen de fiesta sin advertir nada, sin oler en el aire la catástrofe, sin el saber de otras especies. Sólo sueño como cada mañana; sueño es lo único que ella siente, por ahora. ¿Por qué habría de sospechar algo inusual si el mecanismo del universo se repite y el sol se presenta por la mañana? Su vida antes y después del terremoto.

Siempre creyó que a cada persona el destino le tiene reservado uno o dos en la vida. Ni más, ni menos. Más sería un exceso. Menos, un tedio. Y a ella no sólo la había abandonado su padre en la adolescencia, sino que un cáncer fulminante se había llevado a su madre, un tiempo después, cuando Verónica tenía apenas veintitrés años. Dos terremotos. Así que, en esta mañana, en la que amanece como cada día, su cuota de catástrofes personales se encuentra cubierta. Y en cuanto al tedio, aburrida no está. O sí, pero no es consciente. Para más confusión, si cabía alguna posibilidad de advertir el peligro, esa posibilidad se termina de esfumar cuando los rayos de sol empiezan a tomar altura y rebotan contra los últimos pisos de los edificios más altos de la ciudad, del otro lado del parque. Esa luminosidad, Verónica cree, le promete un día perfecto.

¿Será? Será, se pregunta y responde en un mismo acto.

Ilusa Verónica.

Buenos Aires, la ciudad donde vive desde que nació, apenas parece enterada de que ya empezó el día para muchas de las personas que circulan por sus calles. O, al menos, el barrio dormido que ella transita. A esta hora, Palermo es un estanque quieto, casi inmóvil, silencioso; Verónica lo observa a través de la ventanilla del taxi que la lleva de su casa a la radio, mientras se toma unos minutos de relax antes de buscar en la cartera su teléfono para empezar a contestar mensajes. Sabe que ya tendrá varios. El de Analía Pastor, la productora del programa, anunciando las que se supone serán las noticias más importantes del día. El audio del dueño de la radio, Esteban Manrique, felicitándola por los últimos ratings que no sólo la posicionan como la periodista más escuchada en su franja horaria, sino de toda la programación de la emisora, lo que la hace merecedora de elogios y de envidias por partes iguales. El “buen día, amor” de Pablo, que se despierta irremediablemente unos minutos después de que Verónica deja la casa, se siente culpable por no haberse levantado para compartir el desayuno apurado que ella toma cada mañana, manda el mensaje que alivia esa culpa y sigue durmiendo.

Cinco años después de haber pasado del periodismo gráfico al radial, Verónica Balda aún se recrimina que, cuando dejó el diario, no sopesó a conciencia los pros y los contras de un cambio que, no lo niega, era necesario. Quince años en una redacción frenética, en una sección frenética —Política—, en un país frenético, en un medio con una frenética línea editorial —que a menudo ella no compartía— la hicieron cansarse y hasta desconfiar de aquello que la había entusiasmado en sus primeros tiempos de periodismo. Ni hablar del sueldo, cada vez más miserable y que de ningún modo compensaba con aquel premio Rey de España al periodismo que había ganado años atrás, y del que, por inseguridades propias y sospechas de otros, nunca terminó de sentirse enteramente dueña. Cómo no comprenderla. Sin embargo, la libertad que le da la radio, por lo menos esa radio para la que trabaja, no impide que cada mañana reniegue de ella, haciéndose reproches que pueden suponerse menores pero, a la vez, irrebatibles. En especial, y considerando su biorritmo, se maldice por no haberle dado la importancia debida al hecho desolador de tener que levantarse de madrugada, sin luz natural en casi todo el año, para sumergirse en una ciudad desierta y dormida. Verónica Balda no puede entender cómo no le otorgó el peso necesario a un detalle que hoy juzga determinante. A esta hora su humor no se enciende, el termostato no le funciona bien, siempre se abriga de más o de menos, desayuna a las corridas, si es que puede llamarse desayuno a beber un café que le quema la garganta y morder una barra de cereal ultraprocesada, de las que compra Pablo a pesar de que ella las detesta, o una porción de pizza fría, restos de la cena que le entusiasman más que la barra de cereal, aunque le caen peor.

Una sirena que aúlla, desenfrenada, la saca de sus pensamientos. No es que la asombre, ni siquiera tan temprano. La ciudad aturde con el ulular de sirenas a toda hora, algunas veces innecesariamente, cree; ella está cansada de batallar en su programa contra la contaminación sonora que a nadie parece importarle. Ni esa contaminación, ni ninguna otra cuando toca ciertos intereses. “Para gran parte de los oyentes lo ambiental no es prioridad, por más que esté de moda; para algunos, la causa ni siquiera entró en su radar”, le contestó su jefe en una reunión de producción general en la que Verónica propuso una serie de notas con un experto para hablar del asunto. Y por más que ella esté convencida de que no es así, sabe que insistir no la llevará a ninguna parte, porque no se trata de que Manrique esté equivocado o desinformado, sino de sus compromisos comerciales con empresas que compran publicidad en el programa. Money, money, money. La sirena que suena esta mañana en particular, además, es persistente y desacoplada; Verónica apuesta a que se trata de la de un camión de bomberos. Se equivoca, como cuando aceptó la promesa de que sería un lindo día. Lo sabrá muy pronto, porque el ulular se acerca y, antes de que el taxista pueda doblar en la avenida, tal como le permite la luz verde del semáforo, una ambulancia pasa a toda velocidad en sentido contrario. Detrás, un coche de policía; y detrás, otro. No era un camión de bomberos. Tampoco una sirena, sino tres, por eso el desacople.

Hoy los chorros se despertaron temprano, dice el taxista.

Y de inmediato enciende la radio. El hombre busca un noticiero que confirme y agregue detalles a lo que acaba de asegurar, pero a esa hora aún no arrancó la programación habitual en casi ninguna emisora. Después de ir y venir un par de veces por el dial, se da por vencido y la apaga. Verónica, ahora sí, revisa su teléfono. Responde con emojis al mensaje de Pablo, los primeros que le aparecen: beso, corazón, sonrisa, fuego, dedo pulgar hacia arriba, los que pone siempre. Abandona fastidiada el audio de su jefe, porque, no bien arranca, otra vez la llama “Beba”, un apelativo que él considera cariñoso y ella ofensivo. Según Manrique, surge de juntar las primeras letras de su nombre y su apellido; asegura que dice Veba y no Beba. Pero resulta difícil comprobarlo en un país donde la fonética de la b labial y la v dental es la misma. Verónica ya se lo reprochó alguna vez, pero el hombre se la quedó mirando como si no entendiera. “¿Que yo hice qué?”, dijo, y ella prefirió no perder tiempo en explicarle más. Por eso es que Verónica no le contesta cuando él la nombra de ese modo y apuesta a que Manrique, a la larga, se dará cuenta de qué es lo que provoca con su insistencia. Errada Verónica, otra vez.

Chequea Twitter —se resiste a llamarlo X, su nuevo nombre—, borra los spam que le entraron al mail, pasa por Instagram pero se aburre enseguida y lo cierra. La penetrante fragancia de un desodorante de ambiente —que el taxista lleva en un dispositivo junto a la palanca de cambios— empieza a molestarle. Baja unos centímetros la ventanilla para que entre un poco de aire y deja que su vista se pierda en lo que la ciudad le ofrece. Dos encargados de edificios vecinos conversan mientras baldean la vereda, y Verónica se pregunta hasta cuándo se gastará tanta agua en esa ceremonia diaria. Desde un camión descargan gaseosas en el bar donde suele ir los fines de semana cuando quiere leer al sol. Una pareja pasa corriendo en dirección al parque, en el que seguramente completará su rutina de ejercicios. Antes de llegar a la próxima esquina, el taxi se detiene para darle paso a una mujer que cruza en medio de la cuadra, una mujer que pasea a su perro y llora. ¿Llora? Verónica está segura de que sí. Es más, se imagina que debe haber llorado toda la noche, que el insomnio y el llanto la arrojaron a la calle demasiado temprano. Gira la cabeza hacia la ventanilla contraria y luego hacia el parabrisas trasero para seguirla con la mirada. La mujer se pierde a la vuelta de la esquina. Verónica espanta la pena que le apareció de repente y que ella se permitió sentir con la excusa de la mujer que llora. Cuando está por leer el sumario que le mandó Analía, entra un nuevo mensaje de su productora con la advertencia: “Leé éste”. La última noticia del listado le confirma que el taxista prejuzgó: la ambulancia y los coches de policía no van al encuentro de ladrones, sino de una mujer que agoniza después de caer del quinto piso de una torre en el barrio de Recoleta, a metros de la Avenida del Libertador. La misma avenida por la que ahora ella se desplaza en ese taxi con olor a lavanda, pero en sentido contrario. Entiende que el hecho haya sido incluido en el sumario y acepta que deberá mencionarlo en algún momento de la transmisión, aunque considera que, si bien se trata de una nota de alto impacto, no hará falta darle demasiado espacio en su programa, para el que prefiere otro tipo de contenido. Lejos del frenesí de la redacción, en la radio, Verónica Balda sigue siendo una periodista política. Y la nota que le proponen en el sumario no parece adecuada para su estilo. Todavía. Tercer error de la mañana.

Entra al edificio de Radio News & Folks, sacudiendo su modorra y acomodando los huesos de la espalda con un movimiento amplio que no se ocupa de disimular. Desliza la tarjeta en el lector, la barrera se levanta, y ella avanza.

Buenos días.

Buenos días, le contesta el recepcionista.

En el espejo del ascensor se acomoda el pelo y se saca restos de maquillaje de los lagrimales. Las transmisiones de streaming dieron por tierra con esa ventaja superlativa que, hasta hacía poco, tenía la radio sobre otros medios: poder ir a trabajar vestida como una quisiera, incluso en pantuflas. Ahora a Verónica le reclaman el uso de ciertos colores y le cuestionan otros, sin dignarse a pagarle un vestuarista. Pasa junto a la cabina y saluda con la mano a la productora y al operador, pero sigue directo al estudio que a esa hora está libre, donde desparrama sus cosas como cada mañana: el abrigo en un perchero, la cartera en el piso a pesar de que sus compañeros le dicen una y otra vez que trae mala suerte, sus papeles sobre la mesa, la lapicera sobre esos papeles, el teléfono a un costado del micrófono, bien a mano, después de chequear que está silenciado. Su ceremonia de desembarque. Eso sí es un punto a favor del horario, reconoce Verónica, nunca hay que esperar a que se vayan los colegas del programa anterior para acomodarse antes del inicio del suyo: Apenas sale el sol. Así se llama el que ella conduce de siete a diez de la mañana. Se pone los auriculares. La productora le alcanza el sumario impreso, un resumen de las notas más importantes y un café negro. Aunque las dos pantallas encendidas en el estudio están sintonizadas en diferentes canales de tevé que representan líneas editoriales antagónicas, hoy la imagen coincide: el frente del edificio de donde cayó una mujer esta madrugada. El zócalo de uno de los dos informes dice: “¿Intento de suicidio, accidente o feminicidio frustrado?”. Y el del otro: “Mujer cae en circunstancias sospechosas en Recoleta”. Su pasado en el periodismo gráfico hace que se quede pensando en la especulación sin datos de la primera oración que obliga a poner los signos de pregunta y en la imprecisión de la segunda que permite entenderla de distintos modos. Caer puede tener muchas acepciones. Caer en Recoleta, le parece menos preciso aún. Mujer cae, hasta le suena sexista. Ni que hablar de los protocolos para tratar el tema del suicidio en los medios de comunicación, más en un caso en el que la mujer aún sigue viva. Al menos no detecta faltas de ortografía, todo un avance, piensa y sigue con lo suyo.

Después del editorial, Verónica le da paso a la columna de deportes. Deja que el periodista se explaye más de lo habitual; al día siguiente jugará la selección nacional de fútbol y eso genera mucha expectativa en la audiencia. En medio de la columna, pasan los mensajes de varios oyentes, con preguntas sobre la formación del equipo, el estado físico de un jugador lesionado y el precio exorbitante de las entradas. El columnista responde con dedicación. El programa avanza sin sobresaltos, aunque también sin grandes notas, es uno de esos días planos en que a Verónica el resultado le parece correcto pero pobre, “livianito”, le gusta decir. El diputado nacional que les había confirmado una entrevista en exclusiva, después de renunciar por una denuncia de acoso sexual, acaba de cancelarla, y eso obligó a estirar otras notas más de lo aconsejable. Tanda. La productora le alcanza el segundo café de la mañana. Antes de tomarlo, ella se para y acomoda otra vez su cuerpo, moviéndolo a un lado y a otro; le suenan varias articulaciones. En la pantalla aparece el nombre del dueño del departamento desde el que cayó la mujer en Recoleta, Santiago Sánchez Pardo, un empresario agropecuario con aspiraciones políticas. Verónica lo recuerda en cuanto lo ve escrito. Su memoria prodigiosa le había valido que en el diario la llamaran “Miss archivo”, apodo que aceptaba a fuerza de resignación, aunque con un resentimiento que intentaba ocultar. Lo consideraba despectivo y seguramente lo era, porque de algún modo su capacidad para recordar detalles, incluso insignificantes, era puesta por delante de virtudes que, aun opacadas por una inseguridad atávica e incomprensible frente a sus logros, Verónica Balda consideraba más destacables: profundidad de análisis, responsabilidad, redacción muy por encima de la media, rapidez, coraje y un llamativo don para encontrar el mejor título posible. Todas especies en extinción. Después del premio Rey de España, el jefe de la sección Internacionales se atrevió a rebautizarla “Queen Archivo”. Un “upgrade”, según le dijo, y ella sintió que haber hecho semejante investigación le había valido apenas un ascenso en el escalafón de las bromas sin gracia de sus compañeros. Por otra parte, el mote en sus dos versiones, plebeya o reina, hacía foco en una contradicción de la que Verónica es muy consciente: su extraordinaria memoria, aunque puede ser una virtud en lo profesional, resulta un castigo en lo personal. Ojalá olvidara más, a veces piensa, o recordara sin tanta minuciosidad.

Este tipo fue directivo de alguna de las agrupaciones del campo, ¿o me equivoco?, le pregunta a la productora.

Difícil que se equivoque, y lo sabe. La productora, que ya lo googleó, asiente.

Ese mismo, dice.

Como si en el canal de tevé la hubiesen escuchado, agregan: Exdirector de CAA, Confederación Agropecuaria Argentina. Verónica se sienta otra vez y se calza los auriculares.

Creo que es sobrino o primo de un militar condenado por crímenes de la dictadura, suma cuando todavía no está al aire.

Sobrino, responde la productora, teléfono en mano.

A pesar de estas novedades, Verónica considera que aún no tiene precisiones suficientes como para dar información a los oyentes. En cambio, les comparte los datos del tiempo, algo que juzga más útil. Los rayos de sol de ese amanecer no le mintieron: será un día de temperatura agradable, soleado, casi perfecto, al menos en términos climatológicos. En la pantalla, los vecinos de edificios cercanos al de Sánchez Pardo empiezan a juntarse en los alrededores del lugar. Algunos se acercan voluntariamente al micrófono a dar su versión de los hechos. Verónica sigue la noticia en las tevés mudas y deduce lo que no escucha, gracias a la gestualidad de los noteros. Entra en su teléfono un mensaje de Pablo. ¿Renovamos el plazo fijo que vence hoy? Ella mira el reloj, apenas son las ocho y media. El dormilón amaneció temprano, piensa, seguramente debido a alguna corrección de estilo que tiene fecha de entrega urgente y no le permite tomarse la mañana para recuperar las energías consumidas en su desvelo. Como tantas noches en las que, en vez de acostarse junto a ella, Pablo trasnocha escribiendo una novela que lo tiene sumergido en lecturas e investigaciones desde hace años, y de la que le cuenta poco. Nadie le pagó anticipo para que la escribiera, ni siquiera sabe si alguna editorial la publicará después del fracaso de ventas de la última —que, sin embargo, cosechó buenas críticas—, por lo que, mal que le pese, con sueño o sin sueño, Pablo tiene que dedicar la mayor parte de su día a corregir trabajos de otros. Intentan que los gastos de la casa se repartan fifty-fifty. Alguna vez hablaron de que Verónica financiara unos años su carrera, pero fueron conversaciones al pasar que nunca avanzaron. Ella cree que es probable que a Pablo le parezca justo, lo ha leído en diarios de escritores, esposas manteniendo la economía del hogar como una apuesta a las condiciones literarias de sus maridos. Carver, por ejemplo. En esos casos, el arreglo tácito —funcione o no— es que, en un futuro, cuando quien escribe recoja los frutos, quien trabaja para mantener el hogar descanse. Sería un arreglo muy equitativo. El asunto es que ahí reside justamente el problema por el que el modelo Carver no avanza en su pareja: a Verónica le gusta trabajar de periodista y no le interesa descansar de lo que hace. Por eso, porque la contrapartida no la ilusiona, ella no propone otra manera de administración de gastos. Y Pablo calla, espera y, mientras tanto, corrige, hace clínica de textos, da talleres, todas tareas que aborrece, y se esfuerza por liberar su agenda matutina y dejar para la tarde esos trabajos. Verónica sospecha que esa mañana debe ser una de esas en las que no puede evitar ponerse a trabajar temprano en lo que detesta. Vuelve a leer el mensaje: ¿Renovamos el plazo fijo que vence hoy? Pablo está convencido de que por ser periodista ella maneja buena información y, por lo tanto, sabe mejor que él, novelista en camino a la frustración, cómo protegerse de una economía a la deriva. Verónica le sigue el juego, pero con la precaución de que no se hará cargo de circunstancias imprevisibles: “Renovalo”, escribe, “como siempre, a riesgo compartido”.

Entrevista, informe, salida telefónica del notero que cubre la calle. Última tanda. Larga, demasiados auspicios son buenos para las cuentas del programa, pero le quitan ritmo a la emisión y Verónica se debate eternamente entre esos dos conceptos. Llama a Analía agitando la mano en el aire. La productora deja la cabina y se acerca.

Sí, decime.

¿Tenemos algo interesante para contar acerca de esto?, pregunta Verónica mientras señala el último punto del sumario con su lapicera, traza un círculo a su alrededor y, en un exceso de sobreexplicación, cabecea hacia la pantalla. ¿Hay algo nuevo?, insiste.

Dejame que chequee si se sumó información confiable y te la alcanzo, responde Analía. Al menos, tendríamos que mencionarlo, está en todos los noticieros.

La afirmación es evidente, desde que empezó el programa no hubo otra cosa en ninguna de las dos pantallas. Verónica se hizo la desentendida porque no son las noticias que le interesan, menos todavía cuando están en proceso y algunos periodistas sólo atinan a repetir lo dicho, filtrar trascendidos y sacar conclusiones prematuras, exigidos desde sus emisoras para que estiren un tema que “mide bien”. El rating que genera ese tipo de acontecimientos es monumental y, muchas veces, directamente proporcional a los datos no chequeados que se van tirando al aire para captar audiencia. Verónica lo sabe, y no lo perdona. Eso no puede ser periodismo, eso es otra cosa, piensa, aunque reconoce que la batalla está perdida, que ya no tiene remedio, que esa “otra cosa” es lo que hoy se quedó con el nombre de la profesión que ejerce desde hace casi veinte años por vocación, y no está segura de que alguien logre recuperarlo. La irrita por ella, pero mucho más aún porque le robaron esa palabra a Rodolfo Walsh, a Jacobo Timerman, a Natalio Botana, a Magdalena Ruiz Guiñazú, a Susana Viau. A tantos otros. A tantas otras. Cuando piensa así se siente una vieja, a sus cuarenta y pocos años. Aunque intenta ser menos severa, le cuesta la condescendencia en cuestiones relacionadas con el ejercicio de la profesión. Una vez muerta su madre, más allá de Pablo, la única familia que tuvo fueron sus colegas. El periodismo es su lugar de pertenencia, el anclaje en el mundo de los vivos, allí donde festejar las buenas rachas o abrazarse en los malos tiempos. No cree que sea severa con ningún otro aspecto de la vida, y está convencida de que su firmeza se debe menos a características propias que a rendirle honor a la formación que tuvo, no sólo en la universidad, sino trabajando en el diario tanto tiempo bajo el ala de jefes como Leticia Zambrano, su maestra, la que le hizo entender que la tarea que emprendían cada día era mucho más que un oficio con el que ganarse la vida. ¿Cuánto hace que no ve a Leticia? ¿Estará enojada con ella? No lo termina de creer. Después de que se fue del diario mantuvieron intercambios de mensajes y novedades. Al principio se seguían encontrando, comían cada tanto, iban a conferencias; luego, más espaciado, para alguna que otra celebración en común. Con los años, se veían cada vez menos, aunque seguían conectadas a través de mensajes de frecuencia variada e importancia relativa, sólo para dejar en claro que allí estaba la otra. Sin embargo, algún día eso también se cortó y ante el alejamiento de Zambrano, Verónica concluyó que algo que se había roto —quizás mucho antes— al fin se evidenciaba. Hoy cree que no debió contarle sus dudas sobre en qué se había convertido la redacción en los últimos tiempos, ese frenesí alejado del verdadero periodismo que la agobiaba y del que, aunque no era responsable, Zambrano formaba parte. “Todo el mundo tiene derecho a cambiar de trabajo y buscar un proyecto mejor”, le dijo ella el día que Verónica le presentó la renuncia, pero es cierto que su cara decía otra cosa y, ahora que lo piensa, tampoco fue a su despedida, acusando una gripe que sólo le duró esa noche. Es probable que, aunque no se manifestaran en su momento, hubieran quedado reproches, deudas no saldadas relacionadas con la investigación que las hizo ganar el Rey de España. Y también que a Zambrano le llevara tiempo poder poner sobre la mesa que la p

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