La puerta

Varios autores

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Créditos

Grupo Santillana

Dedicatoria

A mis amigos y amigas
que me ayudaron con su
cariño, apoyo y energía.

Capítulo I

CAPÍTULO I

Durante mucho tiempo no pude creerlo… Al principio pareció un sueño con ribetes de pesadilla. Después las cosas se fueron poniendo en su lugar, a través de noches de reflexión y esfuerzos de memoria que entonces creí inútiles.

Lo que sabía hacer era pensar, analizar, ser congruente, y precisamente todo eso fue uno de mis grandes obstáculos para comprender verdaderamente. Después de todo, no puede encontrarse el tesoro sin derribar la casa. Y el tesoro está ahí, donde me dijeron. Me fue mostrado, y llegó el momento de compartirlo tal como se me pidió.

No sé cuánto tiempo más viviré. Quizá solamente el necesario para comunicarlo por lo menos a algunas personas; para compartir mis experiencias, que quizá sirvan de algún modo a alguien.

Yo ya había oído mucho respecto de la leyenda. Imaginaba a personajes ataviados a la usanza de nuestros antepasados indígenas, con trajes ceremoniales, coloridos, arreglados con plumas de cotingas y quetzales, joyas de metales preciosos, esmeraldas y turquesas labradas, moviéndose lenta y estudiadamente, siempre en actitudes y situaciones rituales.

Altares decorados, colores rojos, verdes, azules y blancos, principalmente; sahumerios con nubes de copal y, quizá… sacrificios. Nunca imaginé inmolaciones humanas. Probablemente eso hubiera devaluado mi imagen de esa cultura. En cambio, concebía ofrendas florales y libaciones.

Todo ello ocurría en un ambiente severo, solemne, donde no cabían las risas y los gozos. Me preguntaba entonces, ¿por qué nos cuesta tanto trabajo representarnos en forma sonriente a un verdadero guía espiritual? En aquella época había mandado enmarcar un bello dibujo de Cristo que encontré en una revista Playboy. Era un Cristo no sólo sonriente, sino hasta carcajeante. Esa imagen la tenía colgada en la pared de mi cuarto, a mi vista desde casi cualquier ángulo, en un intento, quizá, de estar cerca de una persona que, además de enseñar las cosas importantes de la vida, podría reír y responder festivamente al diario acontecer. Aún no sabía nada del poderoso efecto que tiene el humor sobre el desarrollo espiritual. Sí, mis imaginarios sacerdotes eran serios, culturales, silenciosos.

Nunca llegué a pensar cómo se viviría ahí. Eso me resultaba incomprensible. ¿Sería un Shangri La?, ¿o una comunidad conventual?, ¿o un lugar donde sólo cabían el trabajo constante y el rito? No lo sabía.

La leyenda decía que todos los días últimos del año (por lo menos todavía hasta hace poco), el 31 de diciembre, “La Puerta” se abría a la medianoche. Entonces, uno podía entrar, pero tenía que permanecer dentro hasta la última noche del año siguiente en que volvía a abrirse. Pero, a pesar de mis indagaciones, nunca pude saber el nombre de alguien que estuviera vivo y que hubiera entrado. Llegué a la conclusión de que, si todo era verdad, a los que entraron se los había “tragado la tierra”.

El poblado Tecuiltonocan lo encontré cuando aún no había carretera que le uniera al resto de la civilización. El paso en automóvil era bronco, difícil, aunque divertido. La brecha corría entre maizales y agostaderos de temporal, circundados por huizaches y mezquites, salpicados de vez en cuando por casahuates, jacarandas y zompantles, lo que daba mayor colorido al paisaje verde seco y terracota.

A ambos lados del valle hacían guardia los impresionantes cerros con rocas de caprichosas formas. Se decía que eran colosales esculturas hechas por gigantes antepasados para que las vieran desde el cielo los visitantes de otros mundos.

El poblado no tenía más de mil habitantes. Las calles, empedradas y sinuosas, corrían hacia arriba y hacia abajo para hacerle el juego al terreno irregular. Enormes y viejos árboles daban amable sombra al caminante, extendiendo sus ramas hacia afuera de las huertas. Las casas, en su mayor parte de adobe, nuevas y viejas, hasta de un par de siglos, de un solo piso y cubiertas con techos de teja, se orientaban caprichosamente dentro de los predios, como hablando de la libertad de sus dueños.

Los habitantes eran recios nahuas celosos de sus tradiciones. Herederos de lugares, costumbres y lenguas ancestrales, que defendían su línea de raza contra la inexorable invasión cultural del citadino, que arrasaba con sus músicas híbridas, sus series de televisión y su lenguaje contra

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