Oficio mexicano

Roger Bartra

Fragmento

Oficio mexicano

Prólogo a la primera edición

Durante los últimos años las batallas culturales han ocupado nuevos espacios de la geografía mexicana. En la medida en que las ideologías tradicionales entran en crisis, las confrontaciones culturales ocupan los primeros planos del escenario y acarrean efectos políticos insospechados. Pero no se trata simplemente de que tras las inocentes pieles de borrego de la cultura se oculten los lobos de la política, como algunos creen. La guerra entre grupos culturales no es solamente una rebatinga de intelectuales por obtener los favores del príncipe. Los ensayos que reúne este libro, directa o indirectamente, se refieren a este tema e intentan darle una explicación.

El primer texto, “Entre el desencanto y la utopía”, al ser leído en el contexto de estas batallas intelectuales, produce resonancias que no imaginé cuando lo escribí para una reunión internacional celebrada en 1987 en Valencia para conmemorar el famoso congreso de escritores antifascistas llevado a cabo cincuenta años antes, en plena guerra civil española. Presenté mi ensayo en una agitada y convulsa mesa redonda dedicada al tema de “los intelectuales, las violencias y las nuevas conciencias críticas”, el último día de debates de un congreso tenso presidido por Octavio Paz, ante un público nervioso, entre otras cosas, porque el día anterior la sala había tenido que ser evacuada debido a una llamada anónima que había amenazado con un atentado. Un diario valenciano, al día siguiente, publicó el siguiente titular: “La mesa sobre violencia estuvo a punto de acabar a bofetadas”. Un altercado entre Manuel Vázquez Montalbán y Daniel Cohn-Bendit había sido el detonador para que desde el público insultasen a otros dos participantes en la mesa redonda, Carlos Franqui y Marta Frayde. Fernando Savater y Jorge Semprún saltaron fogosos al ruedo para someter a los ortodoxos estalinistas descontentos que vociferaban. Hasta Octavio Paz se acercó corriendo al griterío, que hubiese producido algunos ojos amoratados si no separan a los rabiosos intelectuales. Antes de que se exaltasen los ánimos había podido leer mi ponencia, pero era evidente que mi posición desencantada no tenía cabida en ese barullo.* Cuando regresé a México publiqué mi texto en la revista Proceso, donde al pie de mi foto imprimieron lacónicamente: “eclecticismo”. Todo esto me pareció premonitorio de las dificultades inherentes a toda crítica de la cultura.

Desde mi punto de vista, como antropólogo, es necesario no sólo realizar un estudio de la constitución cultural (o moral) de la sociedad, sino también practicar una crítica de la cultura, una crítica de las costumbres. Pero éste es uno de los terrenos más escabrosos por los que se pueda internar un intelectual. La crítica social, política o ideológica —con todo lo dura que pueda ser— se enfrenta principalmente con las actitudes racionales (o pretendidamente racionales) de la sociedad. Pero la crítica de la cultura se topa generalmente con las fibras emocionales y con las texturas de los sentimientos, de los mitos y de la fe. Todo antropólogo conoce estos riesgos —casi pueden verse como gajes de su oficio—, pero se multiplican cuando aplica el oficio a su propia sociedad. Ernst Renan, ese intelectual paradójico que se atrevió a internarse en los espacios de la religión, razón por la cual fue mal visto por el establishment de su época, creyó sin embargo que debía ponerse límites y aceptar de manera natural su etnocentrismo: declaró cuán “triste era ser un hombre más acertado que su propia nación. [...] Uno no puede sentir amargura hacia la propia patria. Es mejor estar equivocado con la nación que compartir demasiadas razones con aquellos que le dicen duras verdades”.* Aunque hoy en día es poco probable que esta idea aberrante sea defendida desde los espacios racionales de la sociedad, no cabe duda de que está presente en cuanto, con la crítica de la cultura, tocamos las fibras emocionales o religiosas.

En diversas ocasiones, desde que publiqué La jaula de la melancolía, he sentido las tensiones que genera la crítica de la cultura. Quiero poner algunos ejemplos. En un interesante libro, un conocido intelectual de Monterrey, católico y miembro de la élite política, critica lo que llama mis consideraciones aberrantes y ofensivas a la fe católica del pueblo mexicano.** Comprendo que mi interpretación de la cultura nacional y de la filosofía de lo mexicano está en las antípodas del pensamiento de Agustín Basave; seguramente él comprende que, desde mi perspectiva, su pensamiento sobre la mexicanidad es un excelente ejemplo de lo que llamo el canon del axolote. A pesar de todo, creo que la discusión entre nosotros puede ser útil precisamente porque en la confrontación de ideas diferentes —en la pluralidad— está la raíz del cambio y de la búsqueda. En la pluralidad está la razón de ser de la misma identidad, pues la cultura sólo se puede definir en su diferencia consigo misma. Por esta razón, no podemos reconocer las identidades culturales sin, al mismo tiempo, invocar la figura del Otro. El Yo no existe sin el Otro. Ahora bien, la definición del Otro puede tener muy diversas connotaciones, y con peligrosa frecuencia adquiere tonalidades negativas y malignas. Creo percibir una de ellas en el libro de Agustín Basave: “La proyección de nuestra tradición hispano-católica ha tenido también en nuestro suelo sus torvos enemigos. Son —consciente o inconscientemente— el anti-México”. A veces los llama “descastados”: expresión peligrosa que no refleja cabalmente el estilo tolerante del libro; en México no hay castas, menos de raíz ideológica. Creo que sin ese Otro México —no lo llamaría jamás el anti-México— nuestra cultura simplemente no existiría, se habría negado a sí misma y se habría extinguido. Sin afrancesados, tecnócratas ayanquizados, agnósticos, socialistas, positivistas, protestantes, indios idólatras, comunistas, masones, malinchistas, judíos, agachupinados y muchos otros grupos minoritarios, simplemente no podríamos ni siquiera discutir acerca de la identidad cultural mexicana.

Ante quien no es como nosotros —ante el bárbaro—, las culturas civilizadas modernas están aprendiendo con muchas dificultades a convivir, y a reconocer en su presencia la garantía más importante de su propio dinamismo y de su existencia misma. Uno de los actos de civilización más avanzados consiste precisamente en apreciar no sólo a nuestros s

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