Regina

Antonio Velasco Piña

Fragmento

Regina

1

Reunión en la cumbre

Teotihuacan, “el lugar en donde los hombres se convierten en dioses”, la misteriosa ciudad erigida en el mismo sitio en que naciera el Quinto Sol, semejaba el abatido cuerpo de un gigante cuyos miembros yacían semisepultados y dispersos. Incontables siglos de olvido y abandono no habían logrado sepultar del todo a la imperial metrópoli. Los restos de sus antiguas edificaciones continuaban siendo insuperable ejemplo de grandiosidad y simetría.

Don Miguel y sus dos jóvenes hijos, tras descender del autobús de segunda clase que les condujera a la zona arqueológica, permanecieron largo rato en silencio, contemplando con la vista fija a la mayor de las pirámides, cuya colosal figura dominaba el paisaje. Después, al percatarse de que aún faltaba un buen rato para que el Sol llegase a la mitad de su diario camino, se dirigieron a un cercano puesto de refrescos.

Mientras bebía lentamente su refresco, la mirada de don Miguel se posó en el calendario que colgaba descuidadamente de una de las paredes del local donde se encontraba. La fecha de aquel día aparecía subrayada con lápiz rojo: 21 de marzo de 1948.

Un estremecimiento casi imperceptible, pero que ponía de manifiesto la profunda tensión que le dominaba, se reflejó por unos instantes en el rostro habitualmente inescrutable del Supremo Guardián de la Tradición Náhuatl. Hacía ya más de cuatro siglos que los escasos mexicanos que habían logrado mantenerse en vela mientras el país dormía aguardaban, ansiosos, la llegada de esa fecha. A la memoria de don Miguel acudió el recuerdo de las últimas palabras de su padre, pronunciadas poco antes de su muerte:

—In ilhuitl, tolhuih, tehuatzin tiquittaz, tinemi.1

Una vez ingeridos sus refrescos los integrantes del trío se encaminaron en línea recta hacia la Pirámide Mayor, llamada del Sol. Nada en su aspecto exterior revelaba en ellos algo fuera de lo común. Su atavío era el usual entre campesinos de modesta condición que habitan en la región central de la República Mexicana. Sin embargo, cualquier atento observador no habría dejado de percatarse del vigoroso dinamismo que los caminantes revelaban en cada uno de sus movimientos. El ritmo de su marcha era semejante al que adquieren, tras de un largo entrenamiento, los integrantes de ejércitos altamente poderosos y disciplinados.

Los abundantes montones de basura, al igual que los desvencijados puestos de comida y baratijas colocados sin orden ni concierto por entre las ruinas, atestiguaban la escasa importancia que los habitantes del país otorgaban a la que fuera antaño ejemplar modelo de ciudad sagrada.

Sin vacilación alguna, don Miguel y sus acompañantes llegaron hasta la base de la escalinata en la fachada principal de la Pirámide del Sol. Ellos eran los auténticos herederos de la última de las grandes culturas surgidas en México y, por tanto, en aquella trascendental ocasión les correspondía efectuar el ascenso por el lugar de honor.

Tras de observar el Sol y de advertir que éste se encontraba exactamente en el centro del cielo, los tres comenzaron a subir, lentamente, uno a uno los peldaños que conducían a lo alto del monumento. Acababan de iniciar su ascenso, cuando percibieron el súbito despertar de la poderosa energía almacenada en la pirámide. Una especie de extraña vibración, cuyos efectos resultaban casi imperceptibles a simple vista, pero de una fuerza tal que iba tornando difícil sostener el equilibrio, comenzó a dejarse sentir en toda la vasta estructura de la milenaria construcción.

Los escasos turistas que en esos momentos se encontraban en lo alto de la pirámide se apresuraban a tratar de bajar lo antes posible, así tuvieran que emplear manos y pies para lograr su empeño. Se escucharon asustadas voces en inglés y algunos gritos femeninos. Al parecer los turistas juzgaban que un terremoto era el causante de aquellas inusitadas vibraciones, que a cada momento iban cobrando mayor intensidad.

Don Miguel sonrió complacido. La rápida reacción de la pirámide constituía una evidencia segura de que en aquellos instantes otros Auténticos Mexicanos ascendían por los cuatro costados del gigantesco monumento, pues tan sólo la presencia de seres dotados de un elevado desarrollo espiritual —a los que antaño se denominaba Caballeros Águilas— podía explicar el hecho de que la pirámide hubiese despertado de su letargo de siglos y estuviese pronta a cumplir la elevada misión para la que había sido creada: transmitir a la Tierra las más poderosas energías existentes en el Universo.

El pequeño grupo había cubierto ya más de la mitad de su recorrido hacia la cumbre, cuando las vibraciones incrementaron considerablemente su potencia. Toda la pirámide semejaba una especie de inmensa campana estremeciéndose al impacto de rítmicos y fuertes golpes.

Al proseguir su ascenso, don Miguel se dio cuenta de que la creciente fuerza de las vibraciones estaba convirtiéndose en un obstáculo insuperable para la subida de sus hijos. Éstos jadeaban de continuo y sus rostros denotaban el enorme esfuerzo que estaban realizando. Sus contraídas facciones eran idénticas a las de aquellos que escalan una alta montaña y se ven privados del oxígeno necesario para el adecuado funcionamiento de sus pulmones. Con ademanes que ponían de manifiesto la derrota y frustración que les dominaba, interrumpieron simultáneamente su ascenso.

Un sentimiento de profunda angustia se adueñó del ánimo del Supremo Guardián de la Tradición Náhuatl. La posibilidad de llegar a la cúspide y de encontrarse solo en ella le resultaba aterradora, pues si así sucedía, cuatro milenios tendrían que transcurrir para que volviesen a darse condiciones cósmicas tan favorables como las que existían aquel día. Desde lo más profundo de su ser, rogó al cielo que al menos tres de las personas que subían por los otros costados lograsen llegar hasta la cúspide.

La Pirámide del Sol era ahora —igual que en sus mejores tiempos— un firme lazo de comunicación entre el Cosmos y la Tierra. Al comenzar a fluir por su conducto energías llegadas de lo alto, cesaron bruscamente las vibraciones que momentos antes la sacudían. Todo el enorme monumento adquirió de pronto una extraña tensión de indescriptible intensidad. Los pasos de don Miguel se hicieron lentos y pesados. La tensión era de tal grado, que el legítimo sucesor de los constructores de la pirámide llegó a temer le resultase imposible proseguir su avance, pues el espacio mismo parecía haberse transformado en un impenetrable sólido.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, don Miguel logró recorrer el último trecho que le separaba de la cumbre. No llegó solo, provenientes de las restantes caras de la pirámide arribaron junto con él tres personas más. Los rostros de los recién llegados revelaban la intensa preocupación que les dominaba. Era evidente que habían padecido por igual al suponer que nadie más lograría subir hasta aquel sitio.

Sin proferir aún palabra alguna, los cuatro únicos seres sobre la Tierra q

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