El ancla de arena

Christian Duverger

Fragmento

El ancla de arena

1.

Crimen en Santa Cruz

La noche es suave y perfumada. Se escuchan los grillos de los jardines del Alcázar. El aire ligero los envuelve en una apacible velada. Un cuerpo inerte está tendido en el suelo, la cabeza contra los adoquines. Un charco de sangre subtitula la escena: sin lugar a dudas, un asesinato.

El hombre que se acerca se llama Ricardo Luna Gómez. Llega solo, andando. Se inclina sobre el cuerpo, pone una rodilla al suelo, toma el pulso, constata la muerte. Tiene un gesto extraño: roza con extrema delicadeza el cabello de la mujer tendida bocabajo, como si el contacto con el dorso de su mano pudiese tener un efecto salvador. La víctima, los brazos en cruz, está vestida con un conjunto saco-pantalón azul gris de discreta elegancia. Un teléfono abulta el saco de la mujer. Como de rayo, el objeto pasa de un bolsillo a otro. Ricardo Luna es un oficial de policía de alto nivel. Está adscrito a la comisaría central de Sevilla desde hace seis años. Originario de Trujillo, en Extremadura, cursó su carrera en Madrid antes de ser transferido a Andalucía. Si se encuentra ahí, al pie de la víctima, es porque recibió un mensaje de alerta mientras se encontraba por casualidad cerca del lugar del drama. Su teléfono había sonado y había reconocido la voz familiar de la secretaria de la permanencia:

—Ricardo, tenemos un llamado en Santa Cruz. Deberías ir y echar un ojo antes de que llegue Neandertal. Tú ya me entiendes…

Se alista para estudiar las heridas de la mujer. La penumbra de la arcada que desemboca en la calle Agua, un estrecho camino que bordea la muralla del Alcázar, no facilita las cosas. Pero queda claro que la mujer ha sido asesinada.

Es entonces que escucha la sirena de un coche que se estaciona en la lejanía, en la periferia de ese barrio de Santa Cruz inaccesible para los automóviles. Ruidos de carreras, gritos. “Por ahí, por ahí”. Tres hombres enmarcan como sombras chinas la mancha clara de la arcada.

—¡Ya está aquí! —exclama el jefe del pequeño grupo dirigiéndose a Ricardo Luna con tono de gran sorpresa.

—Acabo de llegar. Estaba de servicio durante el mitin. Pasaba por aquí de casualidad.

La central telefónica de la policía había grabado una llamada anónima a las 23:15 señalando la presencia de un cuerpo inerte en un callejón de Santa Cruz, esquina con las calles de Vida y Agua. A las 23:17, se había identificado el origen de la llamada: un gallego de vacaciones saliendo de un restaurante cercano. Se lanzaba una alerta. A las 23:23, Ricardo Luna estaba presente en la escena del crimen. Un paso delante de su jefe.

Doménico Miguelín es un hombre macizo, de espalda ancha, pero de muy pequeña talla. Los ojos negros, las cejas negras, la barba negra. Demasiado colérico, es unánimemente detestado por sus hombres, quienes lo llaman Neandertal. Le encantaría hacer reinar el terror en su entorno, pero a pesar de sus gritos su autoridad es poca. Hay que decir que tiene un don, un don para seguir las falsas pistas, sospechar de los inocentes y enredarse en caminos sin salida. Su ausencia de olfato, ya legendaria, llevaba a su equipo de triunfo en triunfo, puesto que bastaba con tomar el camino opuesto a las hipótesis de Miguelín para dar con los culpables. Encarnación de la prueba por lo absurdo, este hombre es una providencia. Se le escucha, se hace lo contrario de lo que pide y se halla la verdad.

—Espero que no haya tocado nada, ¿verdad? —rugió Miguelín.

—No, no. Por supuesto. Acabo de llegar, como le dije.

En la competencia entre los dos hombres, Ricardo tenía una ventaja: se había apoderado del teléfono de la víctima con la firme intención de explotar su contenido para su propia investigación.

Miguelín lleva a cabo las formalidades de rutina; fotos de la escena del crimen, toma de muestras, investigación de proximidad, levantamiento del cuerpo. Ricardo intenta obtener información de los vecinos. Claro está, nadie vio ni escuchó nada.

Para el equipo curtido y profesional, ese asesinato es una rutina, lo ordinario de su misa cotidiana maculada por la sangre del sacrificio. Los gestos de esos policías son rituales pero se creen en un juego de pistas. Lo lúdico acabó por expulsar al fervor. Ricardo siente, al contrario, ser invadido por una inmensa compasión. Vio el rostro de la víctima. Estaba resplandeciente. Matar a una bella mujer siempre es un crimen contra el espíritu.

—¿Te llevamos?

—No, gracias. Regresaré a pie. Vivo cerca.

Ricardo se va hacia la catedral y luego baja hacia el río, a lo largo de la Maestranza. Hace una llamada y luego espera un largo cuarto de hora a la sombra de un porche. Por fin se le abre. Entra. El policía sacó de su cama a uno de sus informantes, especialista en el reuso de teléfonos robados y experto en informática. Le entrega el iPhone que acaba de tomar de la víctima.

—Necesito recuperar todo lo que ha sido grabado en este teléfono, incluso de la tarjeta SIM. Las llamadas, los SMS, los mails, las citas, las fotos, las aplicaciones, todo, absolutamente todo. ¿Puedes ayudarme con eso ahora mismo?

El tono de Luna da a entender claramente que no es una pregunta, sino una orden. El policía le entrega a su informante una llave USB de mucha memoria.

—Me pones todo eso ahí. ¿De acuerdo?

*

A primera hora de la mañana, Miguelín había convocado a su equipo en su cubículo sin vista y sin encanto alguno. Bastante orgulloso de sí mismo, empieza:

—Nuestra clienta de anoche ha sido identificada.

—Gracias a sus papeles —se burla uno de sus adjuntos, chistoso e insolente.

—Sí, bueno, en fin… Efectivamente, llevaba sus papeles. Se trata de Philippine Andrade, una francesa nacida en Reims. Cuarenta años. Pudimos establecer que está casada con un anticuario de París que logramos contactar y que vendrá para identificar el cuerpo. Todavía no sabemos desde cuándo reside en Sevilla, puesto que aparentemente no se hospedaba en un hotel. Sin embargo, disponemos de alguna información: anoche asistió a una conferencia sobre El Greco en el Círculo Filantrópico. Luego, se tomó una copa en La Terraza cerca de catedral, sola, para después caminar hacia Santa Cruz, donde le perdemos la pista. La encontramos asesinada con quince cuchilladas en el vientre y el abdomen, de las cuales cuatro fueron mortales. El arma del crimen desapareció. La autopsia revela que la víctima fue previamente paralizada con un Taser: se ven claramente en su vientre los dos puntos de impacto de la descarga eléctrica. Eso explica que no haya ni gritado ni opuesto resistencia alguna. Ese modus operandi parece estar relacionado con la agresión de otra mujer hace un mes, igualmente apuñalada de frente, cerca de la estación de ferrocarril. Podríamos estar en presencia de un asesino serial…

Los hombres intercambian miradas cómplices: otras hipótesis estilo Neandertal, ¡una serie de dos! Ricardo se hace presente con voz neutra:

—¿Qué resultados dio el inventario de su bolso de mano?

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