Buda

Deepak Chopra

Fragmento

Título

Capítulo 1

Reino de los sakya, 563 antes de Cristo

Era un día frío de otoño, y el rey Suddhodana se daba la vuelta sobre su montura para estudiar el campo de batalla. Necesitaba un punto débil que explotar y confiaba en que el enemigo hubiese descuidado alguno que él pudiera encontrar. Siempre lo hacía. Los sentidos del rey no percibían nada más. Los gritos de los heridos y los moribundos se acentuaban entre las voces ásperas de los oficiales, que lanzaban sus órdenes e imploraban la ayuda de los dioses. Despedazado por los cascos de los caballos y las patas de los elefantes, cortado por el acero de las ruedas de las cuadrigas, el campo rezumaba sangre, como si la tierra misma hubiese quedado herida de muerte.

—¡Más soldados! ¡Quiero más infantería, ya! —Suddhodana no podía esperar a que obedecieran: hablaba y hablaba—. ¡Si alguno de los que me oyen escapa, me encargaré yo mismo de matarlo!

Aurigas e infantes se acercaron al rey, convertidos en siluetas golpeadas, tan mugrientas por la lucha que podrían haber sido moldeados por los demiurgos con el barro del campo.

Suddhodana era un monarca guerrero, y lo primero que hay que saber de él es lo siguiente: cometía el error de creerse un dios. Junto con su ejército, el rey se arrodillaba en el templo y rezaba antes de ir a la guerra. Una vez traspasadas las puertas de la capital, Suddhodana volvía la cabeza, arrepentido, para mirar su hogar por última vez. Pero le cambiaba el ánimo a medida que aumentaban los kilómetros que lo alejaban de Kapilavastu. Cuando llegaba al campo de batalla, la actividad frenética y los olores que le asaltaban —a paja y sangre, sudor de soldados, caballos muertos— transportaban a Suddhodana a otro mundo. Lo sumían por completo en la convicción de que no podía perder jamás.

La campaña actual no era idea de él. Ravi Santhanam, un caudillo del norte, de la frontera con Nepal, había atacado por sorpresa una de las caravanas comerciales de Suddhodana. La respuesta de éste no se hizo esperar. Aunque los hombres del jefe rebelde tenían la ventaja del terreno elevado y la consiguiente buena posición defensiva, las fuerzas de Suddhodana avanzaban inexorablemente sobre sus dominios. Los caballos y los elefantes pisoteaban a los caídos que ya habían muerto y a los que, aunque vivos, estaban demasiado débiles para escapar. Suddhodana cabalgaba junto al flanco de un elefante que retrocedía, y logró esquivar por muy poco las enormes patas cuando éstas bajaban para hundirse en la tierra. Perforada su carne por media docena de flechas, la bestia estaba enloquecida.

—¡Quiero una nueva línea de cuadrigas! ¡Cerrad la fila!

Suddhodana había descubierto en qué punto estaba exhausto y listo para desplomarse el frente enemigo. Doce cuadrigas más avanzaron por delante de la infantería. Las ruedas revestidas de metal resonaron contra el duro suelo. Los aurigas tenían a sus espaldas arqueros que lanzaban flechas hacia el ejército del caudillo.

—¡Formad una barrera que no puedan atravesar! —gritó Suddhodana.

Sus aurigas eran soldados experimentados, implacables veteranos; hombres despiadados, de cara adusta. Suddhodana cabalgó despacio frente a ellos, haciendo caso omiso de la batalla que se desarrollaba a escasa distancia. Habló con calma:

—Los dioses disponen que sólo puede haber un rey. Pero os juro que hoy no soy mejor que un soldado común y que vosotros sois como reyes. Cada hombre que está aquí es una parte de mí. ¿Qué puede decir el rey, entonces? Sólo dos palabras, pero las dos que vuestros corazones quieren escuchar. Victoria. ¡Y hogar! —Entonces, la orden restalló como un latigazo—. Todos juntos, ¡moveos!

Ambos ejércitos avanzaron, raudos y ensordecedores, hacia la batalla, como océanos opuestos. Suddhodana encontraba sosiego en la violencia. Su espada bailaba y le partía la cabeza a un hombre de un solo golpe. Su línea avanzaba y, si los dioses lo disponían, como tenía que ser, las fuerzas enemigas se gastarían, cadáver tras cadáver, hasta que la infantería de Suddhodana pudiese penetrar como una cuña compacta que avanza deslizándose sobre la sangre del enemigo. El rey se habría burlado de cualquiera que le negara que estaba en el centro mismo del mundo.

En ese mismo instante, la reina, mujer de Suddhodana, atravesaba las profundidades del bosque sobre una litera. Estaba embarazada de diez meses, señal de que, según decían los astrólogos, el niño sería extraordinario. Sin embargo, en la mente de la reina Maya nada era extraordinario, excepto la ansiedad que la rodeaba. Había decidido regresar al hogar de su madre para tener a su bebé.

Suddhodana no había querido dejarla. Era costumbre que las madres primerizas regresaran a su hogar para parir, pero él y Maya eran inseparables. Suddhodana estuvo tentado de negarse, hasta que Maya, con la candidez que la caracterizaba, le pidió permiso para marchar frente a toda la corte. El rey no podía desairar a su reina en público, a pesar de los riesgos que el viaje implicaba.

—¿Quién te acompañará? —preguntó, con un punto de rudeza y la esperanza de que la reina se asustara y abandonara el insensato plan.

—Mis damas.

—¿Mujeres?

—¿Por qué no? —respondió ella.

El rey levantó al fin una mano para expresar su aprobación a regañadientes.

—Llevarás algunos hombres, los que podamos reunir.

Maya sonrió y se retiró. Suddhodana no quería discutir, porque en realidad su esposa lo desconcertaba. Intentar que temiera al peligro era inútil. La realidad física era para ella como una membrana delgada sobre la que se deslizaba, como se desliza un zancudo sobre una laguna sin perturbar la superficie del agua. Por lo tanto, la realidad podía llegar a Maya, conmoverla, lastimarla, pero nunca cambiarla.

La reina abandonó Kapilavastu un día antes que el ejército. Atravesando el bosque, Kumbira, la más anciana de las damas de la corte, cabalgaba a la cabeza de la comitiva, que, por cierto, era bastante precaria: seis soldados demasiado viejos para ser útiles en la guerra, montados sobre otros tantos jamelgos demasiado débiles para cargar contra el enemigo. Detrás marchaban cuatro porteadores, que se habían quitado los zapatos para salvar el camino pedregoso, cargando sobre los hombros el palanquín decorado con borlas y cuentas donde viajaba la joven reina. Maya no hacía el más mínimo ruido, oculta tras los vaivenes de las cortinas de seda, con excepción del quejido ahogado que soltaba cada vez que un porteador tropezaba y la litera se sacudía bruscamente. Completaban el grupo tres jóvenes damas de compañía, que se quejaban en voz baja por tener que caminar.

Kumbira, de cabello cano, no dejaba de mirar a ambos lados, consciente de los peligros que acechaban. El sendero, poco más que una grieta angosta en la pendiente de granito, fue en su origen un camino de contrabandistas, en los tiempos en que se pasaban a Nepal pieles de ciervos cazados furtivamente, especias y otros contrabandos. Aún lo frecuentaban los bandidos. Se sabía que en

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos