Peety, el perro que salvó mi vida

Eric O'Grey

Fragmento

Peety-2

INTRODUCCIÓN

Luz y sombra

Al caminar de noche en la ciudad, las luces de la calle y los letreros de neón no son muy tranquilizadores, en especial si vas solo. Toda esa brillantez hace más negros los espacios oscuros, proyectando sombras profundas donde se ocultan las cosas invisibles. Supongo que hay dos formas para contrarrestar la oscuridad: llevar una lámpara grande a donde quiera que vayas o no caminar solo.

Yo nunca caminé solo.

Peety estaba conmigo.

Este descuidado perro viejo me llevó por una travesía mucho más grande que todos los viajes y aventuras que le regalé en los cinco años que estuvimos juntos, desde que nos encontramos uno al otro. Estaba bien consciente de cómo Peety me ayudó a transitar mi nuevo camino (en el que esperaba permanecer por el resto de mi vida). También yo lo ayudé a pisar uno nuevo, por eso me sorprendía verlo así esa noche. Aunque meneaba la cola y tenía el mismo brillo en su mirada, caminaba más lento de lo normal. No pensé que fuera algo serio. Para otras personas de seguro se veía caminando de la forma en que cualquier perro saludable lo hace. Pero desde el momento en que salimos del edificio me di cuenta de que estaba luchando por mantener el ritmo que habíamos establecido en todas las caminatas previas.

Hice la cuenta en mi cabeza y descubrí que habíamos dado casi dos mil caminatas juntos desde que todo empezó. Paseábamos mínimo treinta minutos cada mañana, cada tarde y muchas veces entre esas horas, todos los días, durante todos estos años. Eso significa muchas huellas en el pavimento.

Por estadística, sabía que la vida promedio de un perro mediano es de diez a trece años. También (de forma aproximada) sabía la edad de Peety y que ya se habían juntado estos dos números. Aunque creía que Peety no era lo bastante viejo como para bajar la velocidad. Era demasiado alegre, entusiasta, amoroso y tenía mucha vida como para albergar la idea de que estaba en el ocaso de sus años.

Además, ambos éramos muy dichosos como para tener pensamientos melancólicos. Desde que nos mudamos a Seattle, los dos vivíamos como reyes. Nuestro departamento estaba en el centro, en la esquina de un edificio de muchos pisos, tenía una vista general sobre las luces de la ciudad, los botes en Puget Sound y hasta los partidos de los Seahawks (los Halcones Marinos) en el estadio Century-Link. Desde el piso catorce, Peety ladraba a cada perro que veía en las banquetas, sólo para indicarles quién estaba a cargo.

Tenía su propio balcón ahí arriba, completado con un área de tierra y pasto, así que no debía esperar para tener aire fresco o aguantar largos viajes en elevador para ir a hacer sus necesidades. Un grupo de humanos obedientes aparecía cada dos semanas para limpiar y remplazar su pequeña área de tierra en el cielo, como si mandara a su corte de súbditos leales.

Era fantástico.

Lo mejor de todo, tenía una familia. Teníamos una familia. Mi novia Melissa y sus hijos amaban a Peety. Nos amaban a los dos. ¿Qué más puede querer un perro? (¿o un humano?). Éramos felices.

Me decía todo esto mientras trataba de ignorar su ritmo lento.

—Tu perro es tan adorable —dijo una mujer joven y atractiva cuando dimos vuelta en la esquina.

—Gracias —respondí. Seguimos caminando. Peety y yo estábamos acostumbrados a ese tipo de atención. Era adorable con sus manchas blancas y negras y su estatura a la altura de la rodilla. Había sido un imán para las chicas desde que encontró su manera de caminar. Uno o dos años antes, quizá me habría parado y dejado que la mujer lo acariciara. Habría sido una forma de conocernos muy buena. Pero Peety y yo éramos mucho más felices en la relación estable que teníamos. Eso es seguro.

Decidimos ir hacia el este, lejos de la parte iluminada y más turística de Pike Street. Estábamos a punto de cruzar la Second Avenue cuando un vagabundo salió de la oscuridad.

Hay vagabundos por todo el centro de Seattle. Algunos son vagabundos. Algunos son chicos en edad universitaria que buscan dinero para drogas. La mayoría son inofensivos. Pero este tipo no lo era. Era enorme, estaba drogado y quería mucho más que unas cuantas monedas.

—¿Tienes dinero? —dijo.

Peety se detuvo, clavó los ojos en el hombre y gruñó.

—Lo siento, no traigo nada —respondí—. Vamos, chico.

Tiré de su correa, pero no se movió. Se quedó ahí, congelado. El pelo de su cuello se erizó. Su gruñido tranquilo y silencioso se hizo más fuerte.

—Ohhhh, ¿y qué? ¿Ese perro va a hacer algo? ¡¿Va a lastimarme?! —gritó el hombre y dio un paso hacia mí con una mirada amenazante que me detuvo. Peety y yo habíamos caminado por esa ruta cientos de veces sin ningún incidente. No podía creer que esto estuviera pasando. De forma instintiva, mi cuerpo se tensó, adopté una postura firme y apreté el puño alrededor de la correa de Peety, listo para pelear. Era fuerte, quizá más fuerte que nunca. Estaba seguro de que podía defenderme en una pelea. Pero este hombre estaba drogado.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Dije que me des dinero!

Intentó atraparme y Peety lanzó el ladrido más primitivo y salvaje que jamás había escuchado. Saltó con la boca abierta desde la banqueta hasta la garganta del hombre (un salto de casi dos metros). Jalé su correa y lo detuve centímetros antes de que sus dientes hicieran contacto. El vagabundo se tambaleó. Poco faltó para que se cayera y gateara antes de salir corriendo hacia la oscuridad.

Peety aterrizó y trató de alcanzarlo, tirando de la correa, ladrando, todavía bien plantado. Me quedé observando en la oscuridad junto a él, tratando de ver si el hombre estaba ahí, si era lo bastante estúpido como para regresar y enfrentar la cólera de Peety.

Cuando me convencí de que todo había terminado, miré a Peety (mi adorable chico) y me reí. No pude evitarlo. No entendía de dónde sacó la fuerza y el valor para saltar tan alto y protegerme así. Voló por el aire como una especie de ¡superperro! Sólo le faltaba una capa roja y sus goggles.

Pero cuando miré hacia atrás en la oscuridad, me estremecí. Tenía lágrimas en los ojos. Estuvimos muy cerca de algo terrible. Fue tan inesperado. No hubo advertencia alguna. ¿Quién sabe qué me pudo hacer ese hombre? ¿Qué tal que tenía un cuchillo o una pistola? Esa mirada en sus ojos es algo que nadie quiere ver, nunca. Respiré profundo y agradecí porque estábamos bien.

Me sentí como si hubiera bajado de la banqueta de forma descuidada, frente a un autobús a toda velocidad, y un ángel me tomara del cuello para regresarme a la orilla.

Me agaché sobre una rodilla y mimé la parte trasera del cuello de Peety con largas y calmadas caricias.

—Buen chico, Peety. Buen chico, hijo —le decía—. Todo está bien. Ahora estamos bien.

Cuando Peety se relajó, me puse de pie. Mi voz se quebró cuando le dije:

—Vamos a casa.

Peety empezó a caminar otra vez, sólo que ahora, en vez de caminar a mi lado, iba frente a mí (patrullando como antes, cuando empe

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