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VIEJA

Los domingos comíamos en casa de mi abuela. Era una lata: había que ponerse vestido y limpiar los zapatos; los huaraches blancos en el verano o cuando hacía calor y en el invierno los zapatos de trabita.

—No sé qué les haces a los zapatos, Helena. De veras —decía mi mamá cada vez que con todo y que les pasaba un trapo húmedo, los limpiaba con jabón de calabaza y luego les ponía cera, seguían viéndose raspados—. Cualquiera diría que los frotas con una lija.

Qué lija ni qué nada. Si trataba de poner muchísima atención a la hora de subir los escalones, para que no se tallaran contra el escalón de arriba, y procuraba que un pie no se juntara con el otro, pero entonces mi tía Susy me decía que juntara las rodillas porque parecía un charrito. Una lata. Mejor me hubiera ido poniéndome los tenis, que ésos, total, se echaban a la lavadora y ya.

—Uy, ya parece —cada domingo yo insistía con los tenis y cada domingo mi mamá salía con lo mismo— que te vas a presentar con tenis en casa de tu abuela. A ti, te los arranca, y a mí, me mata.

Me hubiera puesto más necia si no hubiera visto que para mi mamá tampoco era tan fácil la cosa. A ella también le tocaba quitarse los pantalones y los sacos que usaba toda la semana y ponerse vestido y zapatos de tacón, que ella decía que eran un instrumento de tortura, pero que a mí me parecían el colmo del glamur. Moría de ganas por que me compraran unos de plástico que vendían en la juguetería, pero mis papás siempre se negaron.

—Ya tendrás edad para esas cosas, Helena.

Era lo que me decían siempre, también cuando pedía que me pintaran las uñas o que mi mamá me dejara pintarme la boca aunque fuera con un brillito de los de sabor fresa. Decía que qué visajes eran ésos, que nomás faltaba.

Eso decía mi abuela, también. Lo de los visajes. Pero mi mamá lo decía como de burla y mi abuela para nada. Un día que a Lety, mi prima, se le ocurrió sacarle de la bolsa el estuche de maquillaje a su mamá, nos fuimos al baño y nos pintamos toda la cara con las chapas y el brillo. Cuando nos presentamos en la sala haciendo como si nada, con la cara más pintada que payaso del circo Atayde, a mis papás y a todos mis tíos que estaban de visita les dio un ataque de risa y yo pensé que mi abuela se nos privaba del coraje.

—Qué bueno que les da tanta risa, bola de inútiles —les decía desde su sillón de la sala tapizado en terciopelo color borgoña—; a ver si así se ríen cuando crezcan y les dé por hacerse exóticas.

Y nos mandó, tronándonos los dedos y todo, a lavarnos la cara. De camino al baño oímos a mi mamá y a mi tía diciendo que tranquila, que no era para tanto, pero, por si las dudas, nunca lo volvimos a hacer. Aunque nos quedó la duda de en qué consistiría exactamente ser exótica. Mi mamá sonrió cuando se lo pregunté.

—Cuando tu abuela era joven —dijo, volteando desde el asiento de adelante del coche—, así se les decía a las actrices.

Pregunté si las actrices eran como la mamá de Brenda. Ella iba en mi escuela y su mamá me parecía la más bonita y envidiable del mundo. Después me iba a enterar de que era actriz de teatro importantísima y por eso siempre estaba corriendo rumbo a algún ensayo o diciéndoles a mis papás que a ver cuándo se le hacía que la fueran a ver al teatro.

Otra vez mis papás se rieron, como siempre que yo decía algo que no acababa de entender y ellos sí.

—No exactamente —dijo mi papá—; digamos que eso de exótica se refiere más bien…

—El caso es que en los tiempos de tu abuela estaba mal visto que las mujeres usaran mucho maquillaje —lo interrumpió mi mamá, porque mi papá era capaz de incurrir en cualquier incorrección pedagógica con tal de hacer un chiste—. Y ahorita también, ¿eh? No te creas que es necesario que vayas por ahí con la cara toda pintarrajeada. Eso no es bonito.

Había muchas cosas que no eran bonitas: sentarse con las piernas abiertas (porque se te veían los calzones), tener las rodillas llenas de tierra (porque por dónde te anduviste arrastrando, criatura, ¿por qué no juegas a otra cosa?) o deshacerse la trenza perfecta invariablemente adornada con un listón del color del vestido (porque qué es eso de andar con el greñero suelto, qué espanto).

Tampoco era bonito patear a mi primo Toño por debajo de la mesa a la hora de comer. A los niños nos sentaban en la cocina y nos servían antes que a los grandes para que pudiéramos ser libres y felices, decía mi mamá, pero en realidad era para que nos fuéramos a algún otro lado y los dejáramos chismear y beber en paz.

Toño era el típico mustio que frente a los adultos ponía cara de no rompo un plato y en cuanto nos dejaban solos aprovechaba para molestarnos. Para ser francos, molestaba bastante parejo, pero con Lety y conmigo, las únicas niñas, se aprovechaba porque los demás sí le podían pegar, pero nosotras no, porque era más grande; nos decía que las niñas eran tontas, amenazaba con escupir dentro de nuestros vasos y, si nos descuidábamos, nos metía las trenzas en la sopa. Una sola vez, aprovechando que traía zapatos y no huaraches, y como ya me tenía harta, le di un patadón en la espinilla que lo dejó viendo estrellitas. Claro, pegó un alarido que se oyó hasta la sala y luego, luego, escuchamos pasos detrás de la puerta.

—¿Se puede saber qué es este escándalo?

Mocos. Era mi abuela. Eso nunca anunciaba nada bueno.

Tarde se le hizo a Toño, obviamente, para acusarme, en medio de unos llantos y unos lagrimones que no le creía nadie, mientras yo intentaba justificarme a gritos y el resto de mis primos miraban fijamente sus platos de sopa de espinaca, no les fuera a tocar a ellos de pasada.

—Ay, por favor, Helena —dijo mi abuela, tocándose la frente con la punta de los dedos, como si le estuviera yo provocando una migraña instantánea—; no pegues esos gritos. No hay nada más desagradable que una vieja gritona.

—¡Pero es que Toño…!

Los ojos al cielo, de mi abuela.

—Ahórrame los chismes, Helena, y mejor esténse en paz, ¿sí? No quiero tener que regresar.

Nunca los regañaban a ellos. Bueno, sólo esa vez que nos dieron chance de jugar a las escondidillas, a Lety se le desamarró el moño del vestido mientras iba corriendo y Toño se lo pisó, dizque “sin darse cuenta” (eso que se lo crea su abuela, que sí se lo creyó). Por suerte, alcanzó a meter las manos, porque si no le hubiera quedado la nariz incrustada en la nuca, pero se raspó las manos y le salió muchísima sangre de la rodilla. Mi tía les dijo que por qué no se fijaban más, si nosotras éramos más chicas, y mi tío Antonio, el papá de Toño, salió con que, también nosotras, ¿para qué andábamos correteando con éstos, que eran unos salvajes (“éstos” eran mis primos, y sí eran, sobre todo su hijito, pero eso no quería decir que nos pudieran agarrar de bajada, yo digo), y no estaban impuestos a lidiar con princesitas como nosotras?

Ésa f

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