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Pinta fuera de la raya

Susan Pick

Fragmento

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Introducción

Las ventajas de ser un “mal artista”

¿Es bueno ser obediente?

Los padres y madres que están leyendo esto estarán gritando que sí, que claro que es bueno. Recordarán todas las veces en las que tuvieron que regañar (o rogarle) a su hijo o hija para que se pusieran la chamarra antes de salir al frío o que comieran las verduras en su plato porque son sanas. O que se durmieran temprano para que al día siguiente no estén agotados y de mal humor.

Los niños no tienen la experiencia ni la madurez nece­sarias para tomar sus propias decisiones, por lo que necesitan la orientación de los adultos que los rodean. A la mayoría de los niños, por ejemplo, les encantaría desayunar, comer y cenar pizza, por lo que es muy afortunado que los padres se los limiten.

Por eso en nuestra sociedad les inculcamos a los niños que la obediencia es una virtud, si no es que la virtud. Nada se le premia a un niño como la obediencia. ¿Estudió para el examen? De premio recibe un 10. ¿Se terminó toda la comida que le sirvieron? Entonces puede comer un chocolate. ¿Trató a sus hermanos con respeto? Se gana el permiso de jugar videojuegos.

Por el otro lado, los niños desobedientes son constantemente castigados, regañados y avergonzados. ¡Auch! En casa y en la escuela se establece una serie de reglas y consecuencias formuladas con el único propósito de que el niño obedezca. Este énfasis en la obediencia resulta dañino. Iremos viendo por qué.

No quiero que parezca que estoy en contra de la obediencia de los niños. Como madre de dos hijos y una hija, cuando ellos eran menores de edad también les exigía que siguieran las reglas de la casa y si no lo hacían platicaba con ellos, les explicaba la situación y, sí, muchas veces también los regañaba. (Ahora pienso que debí haber platicado más y regañado menos.) Me molesta, como a cualquiera, ver a un niño comportándose de manera irrespetuosa y que sus padres no le digan nada.

Además, los niños no sólo necesitan cariño y afecto de sus padres, también requieren de una sólida estructura para que se sientan seguros y cuidados. Paradójicamente, si queremos que nuestros hijos lleguen a ser adultos libres y autónomos (¿qué no todos queremos eso?), tienen que ser primero niños que entiendan y respeten las reglas.

Pensemos en el artista Pablo Picasso. Ahora conocemos a Picasso como uno de los principales pintores cubistas, un iconoclasta que desechó los estándares predominantes de lo que se consideraba la belleza artística para sustituirlos con pinturas más expresivas y vanguardistas que escandalizaron a muchos. Probablemente al escuchar el nombre Picasso lo primero que te viene a la mente es algún retrato con el rostro chueco, la nariz donde debía ir la oreja o en el que el rostro tiene un ojo debajo del otro en lugar de al lado. Esa audacia e imprudencia fue justamente lo que llevó a Picasso a ser el gran artista que tanto respetamos hoy en día.

Sin embargo, Picasso no siempre fue Picasso. Al menos no el Picasso que conocemos. Cuando empezó a pintar a la temprana edad de 13 años Pablo Picasso creaba obras realistas con estilos muy formales. Durante su adolescencia y juventud temprana el pintor se preocupó no por crear un estilo que rompiera las reglas del arte, sino por aprender la técnica de los grandes pintores que le precedieron. No fue hasta que dominó las reglas del arte clásico que Picasso se aventuró a crear las suyas.

¿Qué tiene que ver todo esto con la obediencia?

Pensemos en un niño como ese Picasso novato, que empieza a pintar, pero todavía no sabe bien cómo. De igual manera, un niño tiene vitalidad y energía, pero no sabe cuáles son “las reglas del juego”. Así como Picasso aprendió las técnicas y reglas básicas de los grandes maestros de la pintura, el niño aprende los límites y la estructura de vivir en sociedad de los adultos que le rodean —por lo general sus padres y maestros—, ya que éstos tienen mucha más experiencia. Picasso trabajó duro para aprender cosas básicas de su oficio como la anatomía humana, los usos del color y la perspectiva, mientras que el niño se esfuerza por obedecer y comportarse.

Picasso, entonces, llega a la “adultez” artística. No ha sido nada fácil perfeccionar su técnica y claro que es gratificante ver que puede imitar a los grandes pintores que tanto admira, pero ¿y después? ¿Seguirá las reglas de la pintura clásica para siempre? ¡No! Eso significaría estar siempre copiando a sus modelos y nunca disfrutar de la liberación que para un pintor implica expresar en su obra quien realmente es. Sin esta “rebelión”, Picasso no hubiera sido más que un artista talentoso y disciplinado como tantos otros, y ni tú ni yo conoceríamos su nombre.

En cambio, la gran mayoría de las personas, tristemente, llegan a la adultez tan acostumbradas a obedecer que continúan obedeciendo sin siquiera preguntarse qué es lo que realmente quieren. Algunos llegamos a la adultez con el mensaje de que nos conformemos tan profundamente taladrado en el cerebro que es difícil concebir que podemos (y debemos) rebelarnos para, como Picasso, expresar quienes realmente somos. Muchos siguen por la vida usando excusas como “Es que así son las cosas”, o “Eso es lo ‘normal’ ” o “Así lo hacían mis papás”, frases que nos impiden crecer.

Ya sería suficientemente difícil desobedecer si sólo hubiera que convencernos a nosotros, pero hay quienes se empeñan en convencernos de que obedezcamos siempre y ciegamente, incluso en la adultez (¡y hasta en la vejez!). Por eso nos vestimos como los demás, hablamos como los demás, queremos tener lo que los demás tienen, etc. Si no te conformas entonces te juzgan. ¿En tu familia todos son médicos y tú quieres estudiar filosofía? Eres la oveja negra. ¿Todas tus amigas fueron a la fiesta de vestido y tú decidiste ir de jeans? Entonces eres la rarita del grupo. ¿Tus hermanas ya tuvieron hijos mientras que tú estás concentrada en tu carrera profesional? Pues eres la solterona.

Claro que por lo general, en especial en el corto plazo, es más fácil conformarnos y no cuestionar nada. No hemos sido entrenadas en nada con más empeño que en obedecer, pues lo llevamos haciendo toda la vida. Al igual que cuando estábamos en la clase de Español en tercero de primaria, la mayoría de la gente nos trata mejor cuando somos obedientes. Habrá quienes dirán: “Pues si es más fácil obedecer, ¿por qué no simplemente obedecer?”

Podemos hacer lo que queramos, pero tenemos que estar conscientes del precio que pagamos al hacer todo por “llevar la fiesta en paz”. Por ejemplo, por estudiar lo que mamá y papá quieren que estudies; por vestirte para complacer a los demás; por perseguir las cosas materiales que te han dicho que tienes que perseguir; comer lo que todos comen. ¡La lista es infinita! Nuestro deseo por ser aceptadas resultó en “entregarle” nuestra vida al “qué dirán” y al “no quiero conflicto”.

¿Qué hubiera pasado si Picasso, en su primera exposición como pintor cubista, les hubiera hecho caso a las críticas, a los que lo tacharon de mal artista? Vaya, ¡hubo hasta quien lo tachó de satanista y esquizofrénico!

Escribí este libro con la meta de ayudar a las personas a dejar atrás todos aquellos obstáculos que les están estorbando, como el miedo, la vergüenza y los prejuicios (entre muchos otros). No es el típico libro que te dirá cómo vivir tu vida o te dará los 10 pasos para ser feliz. En realidad lo único que te propongo es lo siguiente: ya tienes muy claro qué ocurre cuando haces siempre lo que se espera de ti; ¿no te da curiosidad ver qué pasa si comienzas a desobedecer?, ¿no te emociona pensar en las posibilidades que se te abrirían si pintaras fuera de la raya?

Tercera llamada

En el doctorado me especialicé en cómo facilitar conductas sexuales saludables en las zonas marginadas de la Ciudad de México, áreas donde, aunque parezca difícil de creer, en la década de los setenta era común encontrarse con mujeres que tenían seis, ocho o diez hijos. Aunque ya no querían tener más, no sabían cómo hacerle. ¡La planificación familiar fue ilegal en México hasta 1973! Me dolía ver a niñas de tan sólo 10 u 11 años embarazadas. Mi interés resultó en una tesis que me permitió entrevistar a cientos de mujeres de Ciudad Nezahualcóyotl en el Estado de México, un municipio con graves problemas de diferentes tipos de pobrezas (económica, emocional, social, intelectual) y violencias (sexual, verbal, física).

Quedé sorprendida con la total falta de control que tenían esas mujeres sobre su propia vida. Era difícil escuchar el miedo con el que vivían: miedo a sus esposos, a sus jefes, a equivocarse, a no quedar bien, a lo que pensaran los demás. No era raro escuchar frases como: “No puedo trabajar porque mi esposo me agarraría a golpes”, “Si no estoy de acuerdo mejor me quedo callada”, “Si no obedezco a mi suegra me deja de hablar”, o “Tendré todos los hijos que Dios me mande”. Yo crecí en una casa en la que el pensamiento independiente, las preguntas y la autonomía eran aplaudidos, así que me dolía ver que estas actitudes que a estas mujeres les parecían “normales” eran claramente nocivas y limitantes.

Esas entrevistas me dejaron muy claro que si quería que la educación sexual avanzara en México, tendríamos que empezar educando a los jóvenes, pues es durante la juventud cuando las personas internalizan muchos men­sajes limitantes que tendrán que arrastrar el resto de su vida. Convencida de mi proyecto, en 1984 decidí presentarlo en el Congreso Mundial de Psicología en Acapulco.

Para ese entonces yo ya había participado en pequeños congresos académicos, pero ésta era la primera vez que me aventaba a tomar el escenario en un evento mundial, frente a líderes en la materia. Estaba asustadísima ante la posibilidad de quedar en ridículo frente a gente mucho más preparada y con mucha mayor experiencia que yo. Me sentía como cuando de niña la maestra te pasa al pizarrón y no sabes la respuesta. ¿Quién me creía para estar codeándome con estas personas?

Pero recordé la importancia de lo que estaba haciendo, pues el país estaba urgido de un buen programa nacional de educación sexual. Es decir, lo hice porque estaba sirviendo a una causa que era más grande que mi miedo. (Además, cuando aquella voz negativa que todos tenemos dentro nos pregunta qué nos creemos, por lo general es señal de que estamos al borde de algo emocionante.)

Al terminar mi conferencia se me acercó un hombre mayor de pelo cano, corbata de moño y un traje oscuro completamente fuera de lugar en el calorón de Acapulco.

—Mucho gusto —dijo con un marcado acento estadounidense—. Soy Henry David, director del Instituto Trasnacional de Investigación sobre la Familia. Me encantaría que me acompañaras a Noruega el mes próximo a exponer lo que presentaste aquí. Creo que es algo que les podría abrir muchas puertas a ti y a tu proyecto.

No tuve duda de que Henry no era más que un viejo libidinoso que me quería ligar. Le dije, con mucho respeto, que le agradecía, pero que tenía una hija recién nacida en casa, así que ni de chiste podría viajar a Escandinavia.

—Qué lástima —dijo—. ¿Al menos podríamos comer? —Miró su reloj—. Mi esposa me está esperando aquí en el restaurante.

Lo de la esposa me dio buena espina, así que acepté.

Aunque la comida del restaurante era bastante mala, los David me cayeron de lo mejor. La pasamos muy bien platicando y el estadounidense cerró con otra invitación:

—Ya que no aceptas ir conmigo a Noruega, ¿podrías al menos presentar tu propuesta en una reunión que tendré con el Departamento de Estado de los Estados Unidos?

¡Todo avanzaba tan rápido que sentí vértigo! Hace sólo unas horas estaba intentando no hacer el ridículo en una conferencia y ahora estaba a punto de concretar una cita con el gobierno estadounidense. Volví a tener ese horrible sentimiento que todos conocemos que nos dice que no somos lo suficientemente buenos o no estamos lo suficientemente preparados para hacer algo o que vamos a quedar mal con alguien. (Benjamin Franklin dijo: “El que es bueno para poner excusas rara vez es bueno para otras cosas”.) Una vez más no tuve otra opción que lanzarme al ruedo, pues una vocecita dentro de mí me guiaba en esa dirección.

Yo quiero, yo puedo

¡Vaya que si sudé! Hablando frente al grupo de altos oficiales de todo el mundo, sentía las gotas chorreándome de la frente, el cuello y las axilas.

Al terminar la conferencia Henry me presentó con dos miembros de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Uno de ellos, Joao Yunes, se mostró emocionado por mi presentación.

—Sería un verdadero gusto financiar tu ONG —dijo.

Mi cara se puso color tomate cuando le pregunté al doctor Yunes:

—¿Qué es una ONG?

El otro miembro de la OPS me vio como si yo fuera una niña tonta:

—¿No sabes lo que es una organización no gubernamental?

Aunque muchas veces nos dé miedo aceptar que no sabemos algo, en serio que no hay nada de qué avergonzarse. En lugar de ver la vida llena de barreras y obstáculos, ¿por qué no verla llena de oportunidades? Nadie lo sabe todo y los que piensan que sí son los que tienen más camino por recorrer.

De ese intercambio bochornoso con el doctor Yunes nació, en 1984, Yo Quiero Yo Puedo - IMIFAP,1 una ONG que trabaja en línea con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas la resolución de problemas dirigidos a mejorar la calidad de la educación, la salud y la participación social en un marco de prevención y equidad de género.

Nuestra primera misión en Yo Quiero Yo Puedo - IMIFAP fue un estudio diagnóstico en la Ciudad de México que arrojara las verdaderas necesidades que tenían los jóvenes en cuanto a salud sexual y reproductiva. En aquella época la educación sexual en México era muy superficial, tocando únicamente temas biológicos como la menstruación, pero ignorando las importantísimas variables emocionales que son parte integral de la vida sexual de los jóvenes.

Decidimos crear un programa de educación sexual integral que fuera altamente interactivo y participativo. Lo implementamos a finales de los años ochenta e inicios de los noventa. Cuando llegó el momento de expandir el programa nos encontramos con muchos obstáculos (que poco a poco fui viendo como retos, como oportunidades de crecimiento, de aprender, de crecer), lo cual significaba, en pocas palabras, que necesitábamos el apoyo de la Secretaría de Educación Pública (SEP) sí o sí.

Perfecto, pensé, lo único que tengo que hacer ahora es conseguir una cita con el secretario de Educación. Le pedí a Maricarmen, mi asistente, que llamara a la SEP para agendarme una cita con el secretario para la semana siguiente.

Ahora, claro, me río de lo inocente que era en aquellos tiempos. ¡Como si fuera tan fácil que te reciba un secretario de Estado! Maricarmen le marcó a la SEP hasta que le dolieron los dedos y ni cerca estuvo de conseguir cita. Me pasé de optimista, pero mejor eso que estar pensando que todo es imposible.

La loca de la SEP

Ya que llamando a la secretaría nunca vería al secretario, decidí consultar mi agenda telefónica y hacer una lista de 10 personas que según yo conocían a alguien en el gobierno. Mis contactos me daban el número del secretario particular del secretario o el de alguien más que tal vez me podría ayudar, pero estaba en chino agendar una cita con el secretario.

Fue una de esas veces en las que uno siente que el universo le está pidiendo que por favor se dé por vencido.

Le conté todo esto al décimo nombre de mi lista, Adrián Lajous, un hombre muy bien parado en el gobierno, esperando que por algún milagro él me pudiera ayudar.

Me respondió con una carcajada de esas que salen del alma.

—Susan —dijo después—, no sólo no te puedo ayudar, ¡El secretario me ve como uno de sus principales enemigos!

Me desinflé.

—Lo que sí te puedo dar —agregó— es un consejo.

Le dije que lo que sea era bienvenido: me sentía en un callejón sin salida.

—Ve y plántate en la SEP.

—¿Cómo de que me plante?

—Así como lo oyes: siéntate afuera de su oficina hasta que te reciba.

Sonaba como una auténtica locura. Estuve dudando si hacerlo o no hasta que volvió esa vocecita que a veces me habla: “No tienes nada que perder. En el peor de los casos será un aprendizaje”.

Pues manos a la obra.

Al día siguiente llegué al imponente edificio de la SEP y le dije a la recepcionista que iba a ver al secretario.

—¿A qué hora es su cita?

No lo pudo creer cuando le dije que había llegado sin cita. ¿Cómo? ¿Simplemente había ido a la Secretaría de Educación a que me recibiera el secretario? Le expliqué que era un tema de gran importancia y que había estado intentando hacer una cita durante más de un mes.

—Pero —dijo muy formal— ésta no es la manera de hacer las cosas.

Yo eso ya lo sabía, el problema era que la manera “correcta” de hacer las cosas no me había llevado a ningún lado.

Ese día estuve cinco horas esperando al secretario y no me recibió. Así que volví al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente… Al tercer día llegué con mi material de trabajo, pues tenía mucho que hacer y podía aprovechar el tiempo de espera.

Llegaba a la secretaría temprano y me acomodaba a trabajar en una banca. En esos tiempos no existían las impresoras de láser, ni qué decir de las cómodas laptops y tablets, ni mucho menos el internet. Así que no sólo llegaba a la recepción de la SEP con mi material de trabajo, sino que el material de trabajo consistía en montones y montones de papel en los que había impreso diversos análisis estadísticos del trabajo de Yo Quiero Yo Puedo - IMIFAP. Basta decir que aquello era un espectáculo: una mujer a quien no le daban cita ocupando buena parte de la recepción con montones y montones de papel, una buena parte de ellos regados en el piso.

Trabajaba y al terminar el día laboral recogía mis cosas y me iba a casa. ¿Qué habrán pensado los burócratas al verme allí día tras día esperando a que me recibiera el jefe? Seguramente que yo era una loca. Pero tenía una meta que cumplir, y si eso implicaba convertirme en “la loca de la SEP” ni modo. Si a uno le preocupa el qué dirán difícilmente logrará sus metas.

Después de más o menos tres semanas siendo la loca de la SEP, un día, cuando menos me lo esperaba, la recepcionista me pidió que por favor pasara a la oficina del secretario.

¡¿Qué?!

Me puse nerviosa al entrar a la oficina, un despacho imponente en el que alguna vez había trabajado el fundador de la secretaría, José Vasconcelos. Quedé maravillada con los muebles de caoba fina, los cuadros clásicos con marcos labrados a mano, y los elaborados tapetes persas y chinos. Nunca había pisado una oficina tan majestuosa.

—Oiga —dijo el secretario—, ¿usted vino a verme a mí o a mi oficina?

Intenté contar hasta diez —creo que sólo pude llegar al ocho— para tranquilizarme. Me presenté y de inmediato comencé a platicarle de Yo Quiero Yo Puedo - IMIFAP. Llevaba menos de un minuto hablando cuando el secretario me interrumpió:

—Si el subsecretario aprueba eso que usted quiere, por mí no hay problema.

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