Años de indulgencia

Fernando Vallejo

Fragmento

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Levanten sus culos al aire, viejas del aquelarre: yo soy el Diablo. Soy y soy y soy y siempre he sido.

Sí, sí, sí, sí, soy el Diablo. Nadie puede conmigo. En mi lugar ilímite, mi vasto imperio sin medidas ni confines hago lo que se me da la gana. Mi sortilegio, mi potencia mágica, mi poder de azufre los detento. Alcaldes, gobernadores, ministros, presidentes ante mí todos se inclinan y me besan el trasero. A cambio de su sumisión reverente, de arriba abajo los cobijo con mi manto: a toda la clientela roñosa, subiendo, bajando la escalera burocrática. ¡A un lado escobas! ¡Brujas del aquelarre, arre, arre!

Por los senderos enyerbados del viejo cementerio se van mis pasos ebrios, sulfurosos. Ojos de búho y de lechuza desde los arrayanes pelones miran. ¡Qué! ¿No me conocen? ¿Qué me ven? Ven mis cuernos en el claro de la luna. Ah…

Bubo bubo, búho bufo, búho bujo, búho bújaro, color rojo y negro calzado de plumas, de pico corto y ojos grandes, eres el búho real, el búho huraño, mi constante amigo, mi doliente hermano, criatura de la noche, bubónica prueba de la existencia de Dios, ¿digo mal?

–Este… Es que… No sé cómo explicarme… Es que yo ya no soy yo, ni soy la masa ni la levadura: soy el presidente Barco, un exabrupto.

–Cállate imbécil: en este cementerio no habla nadie, sólo yo, sólo se oye mi voz: ¡Uuuu! ¡Uuuu! ¿Oyes? ¿Me oyes? Soy el que digo, el que ves, soy la noche que ulula.

Tácita, impávida, la lechuza mira, escucha. Sus grandes ojos brillantes de iris amarillo me interrogan, escrutan la oscuridad: –¿Puedo hablar?

–Habla, bruja.

–Grrrrr.

Grazna, gruñe, dice y alza el vuelo y se va. Se va con su vuelo torpe y pesado, con su cola ancha y corta, con sus garras de uñas negras y sus plumas amarillas, pintas de gris y negro aquí y allá, y blanco de nieve en el pecho y vientre y patas y cara, cara circular como hoy la luna, luna redonda con acompañamiento de vuelos y nubes desflecadas: un murciélago pasa enfrente y con su aleteo la borra.

Humildemente, fervientemente, devotamente, con devoción encorvada voy recogiendo hojas, tallos, flores, raíces: el eneldo, la manzanilla, la hierbabuena, la mejorana, yerbas buenas para la mala leche que me llevo a mi casa a mixturarlas. –¿Qué tanto haces, madre?

Infusiones: lo que ves. ¿Un té de tila, niña, para los espasmos de la barriga? Esas contracciones rabiosas, hija, niña, puta, te las provoca lo que tienes dentro, de ojos de brasa iracundos y garras negras: el hijo de Satanás. Pero sigo por lo pronto en lo que estaba: por lo pronto, en tanto llega la Santa Inquisición a ver qué dispone…

–Grrrrr.

Grazna la lechuza y su vuelo retardado va a la zaga de su graznido lógobre, lúgubre, que rasgando las desgarraduras de la noche me devuelve el eco. Un ratón llevo en el pico, en mi pico corto, corvo, ensangrentado. Llevo, traigo, porque vuelvo al arrayán sin hojas a posarme en sus desnudas ramas, brazos abiertos en cruz desde donde todo lo domino.

–Grrrrr.

Gravita en torno a mí la noche ciega. De súbito, penetrando hasta el fondo de su sueño mi llamado se despierta un monje graso, pingüe, mantecoso. Salta a encender un candil. –¿Qué fue? ¿Qué pasó?

Sacado en pelota de sus sueños lujuriosos, a chorros le corre el sudor por la cara y lo baña: a él que nunca se baña. Nada ve en su celda escueta. Afuera el invierno pelón, prisión de hielo.

¿Con qué Judas soñabas, monje equívoco? ¿Con qué manos, con qué nuca, con qué torso de mancebo? Dime a ver… Tu sinuosa, inicua lengua crapulosa, ¿a qué huecos prohibidos se metía? ¿Tras de qué sabores desconocidos andabas? Rodando por la pendiente suave, voluptuosa, protegido en la cerrazón de tu conciencia del ojo escrutador, de la Santa Inquisición, ¿eh? Monje turbio, monje obeso no te engañes, no te duermas: tus desviaciones mundanales, tus paraísos terrenales, todo, todo con la afilada punta de mi perspicacia lo penetro. En el patio voy a alzar una hoguera.

En torno al claro helado de la luna, tinieblas compactas. Disturbándolas, agitándolas en torbellinos de sombras surge mi vuelo negro de alas anchas que todo lo abarcan. Soy yo, mi alma, un murciélago. Paso el claro de la luna y la noche me traga.

Que sea Consuelo de los Afligidos, vaya, y Reina de los Ángeles y de los Patriarcas… Pero, ¿Casa de Oro? ¿Una mujer? Y si es Casa de Oro, ¿cómo va a ser Torre de Marfil y Arca de la Alianza? ¿Todo eso junto a la vez? ¡Un fenómeno! Por eso, cuando dice en coro el convento «Turris Eburnea», en coro responde el aquelarre:

–¡Jua, jua, jua, jua!

Y Regina Angelor

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