ANTONIO NARIÑO,
traductor
Su tez, blanca y pecosa, se ponía rubicunda cuando contaba chistes. Todo el mundo se divertía por lo ingeniosos que eran, y en la fría población sabanera muchos lo apreciaban por su conversación. Se casó muy joven con doña Magdalena Ortega, hija del administrador de la renta de aguardientes de Santafé, y tuvieron varios hijos. Como se sabe, un prócer sin familia es como un puente sin pilares y, en su caso, fue ella quien soportó las ausencias debidas al compromiso de su esposo con la patria. Además de ensartar falacias con facilidad, a Antonio Nariño le iba bien con las lenguas: la francesa era la que mejor se acomodaba en su garganta. Como buen precursor del periodismo colombiano, le gustaba opinar sobre cualquier cosa. Uno de sus sueños fue fundar un periódico donde la noticia fuese mínima y la opinión del periodista resaltara escandalosamente. La suerte lo favoreció con un panfleto monotemático que llamó La bagatela durante los tiempos de la Patria Boba; y otro de igual esencia, al final de sus días, que intituló Los toros de Fucha. Era diestro en el cultivo del embuste para azuzar los ánimos y aprovechaba cualquier ocurrencia para ponerla a su favor. Podía pasar sin mayores problemas, como si se tratara de un virtuoso de los caracteres humanos, de la peor iracundia a las ternuras más inesperadas. Nadie lo igualaba cuando ponía en ridículo la testarudez de sus opositores. Era ondeante como lo es la bestia política por antonomasia. A veces, parecía el perfecto genio de la fidelidad y el respeto a las causas que decía defender. En otras, se erigía como el maestro neogranadino de la engañifa y la impostura. Fue una lástima que se le hubiera atravesado en el camino la figura de Simón Bolívar, porque Nariño se habría robado todas las luces de la Independencia. Pero de las tórridas llanuras del oriente debía surgir el caraqueño. Y surgió como una impetuosa quimera de carne y hueso para rebasar al santafereño en el escrutinio popular y luego borrarlo fácilmente de las arenas políticas. A Nariño le gustaban el despilfarro, los libros prohibidos, las mujeres de miradas lánguidas. Las joyas y las prendas caras lo desvelaban. Con la plata que sacaba de las cajas reales que tenía a su cuidado, hacía viajes frecuentes y fastuosas comilonas en su propiedad de la plazuela de San Francisco. A su inteligencia vivísima se le introdujo, finalmente, la idea de que su país sietemesino debía tener un gobierno centralista. No hubo poder humano para hacerlo retroceder en esta obsesión radiante. Siendo presidente de la Provincia de Cundinamarca, le metió candela al país porque los ricos de las provincias del reino se negaron a seguirlo en su dictatorial deliquio. La primera guerra civil colombiana lo recuerda como uno de sus dirigentes más preclaros. Su sentido común y la capacidad para engarzar anecdotarios en sus artículos, lo salva de la gris solemnidad que nimbó el discurso de Camilo Torres, su férreo émulo. Y con seguridad era mucho mejor sonreír con la chismografía provinciana de Nariño, que bostezar hasta la llegada de la noche con la aburrida retórica de Torres. La gran diferencia entre ambos es que Nariño confesó lo que él era en el fondo: un conspirador nato, un traidor consumado, un rebelde sin marrullerías de hipócrita. Como a pocos hombres de su época, le tocó probar la hiel de la traición y la humedad de las mazmorras. Su trasiego de años por las cárceles de España, que eran malolientes y laberínticas, le ha valido el mayor sentimiento que pueda merecer un héroe: el de la triste compasión y jamás el de la envidia. Su carrera de detenciones inició con la traducción que hizo de la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. Creyendo que el documento en cuestión era inofensivo, pues algunos de sus principios ya estaban impresos, y quienes los habían escrito andaban libremente por las calles del Imperio, Nariño editó algunos ejemplares en la imprenta de un amigo. José Manuel de Ezpeleta gozaba a la sazón de paranoia virreinal y tenía a Santafé sembrada de sapos. Fue avisado de la blasfemia lingüística del criollo y lo mandó detener. La cadena de los batracios actuó así: don Francisco Carrasco dijo haber visto la “Declaración” en manos de don Juan Muñoz. Muñoz, a su vez, señaló la biblioteca de don Miguel Cabal. Cabal, presionado por los tres oidores del virrey, señaló la casa de don Luis de Rieux. Éste la de don Manuel Froes. Y éste la de don Ignacio Sandino. Sandino dijo que lo había visto en casa de don Pedro Mantilla. Mantilla mencionó a don Hilarión Zea. Zea denunció a don Sinforoso Mutis. Mutis habló de don José María Cabal y don Enrique Umaña y don Pablo Uribe y don José María Durán. Todos ellos, con la lengua haciendo presión en los carrillos, favoreciendo el estrabismo sapuno, con la voz trémula, señalaron al culpable. Nariño, por último, mencionó la imprenta La Patriótica de don Diego Espinosa de los Monteros. La mayoría de los lectores fueron condenados a prisión por un documento que nunca vieron impreso las autoridades, porque Nariño logró recoger los dos ejemplares que vendió y los otros fueron quemados antes de la captura. Pero los jueces averiguaron bien qué sucedía en la vida secreta del santafereño. Supieron lo que leía en los ratos libres, de las reuniones nocturnas que hacía en su casa, del fervor con que comentaba la revolución de los Estados Unidos. Lo condenaron entonces a diez años de prisión en África y le confiscaron todos los bienes por conspirar sigilosamente contra las autoridades españolas. Nariño se fue para atrás ante el plúmbeo peso del adverbio. Así fue como principiaron sus padecimientos sin pausa. Al irse a la cárcel, se desempeñaba como director de la Tesorería de Diezmos y dejó un vacío de cien mil pesos que era toda una fortuna. Sus detractores consideran que la causa de este primer canazo no fue la publicación del panfleto fantasmal, sino el robo del dinero, y que toda su participación en la futura sublevación neogranadina fue para borrar su pasado de bribón. En todo caso, sea por ladrón o por faccioso, le confiscaron los bienes y lo enviaron, después de quince meses de encarcelamiento, a Cartagena. De allí pasó a Cádiz. A pesar de que en su periplo de proscrito lo trataban bien los carceleros, y de que la estancia en La Habana tuvo una tranquila atmósfera de tour turístico, decidió que se escaparía apenas llegara a la metrópoli. En medio de la confusión del arribo, se descolgó hacia una falucha que pudo liberarlo. Pasó después a Madrid con un pasaporte de mentiras. Allí lo recibió la amabilidad del conde Puñoenelrostro. Este era masón y detestaba el pesimismo. Gozaba con todo lo que rodeaba a la humana criatura: la música de las guitarras y las damiselas, los cuadros y la poesía, el vino y la cercana presencia de la servidumbre manceba. Tal mezcla era lo que caracterizaba a su secta donde, precisaba con orgullo el majo, había militado el Mozart de las sinfonías. De entrada, Nariño simpatizó con el relajado ambiente contestatario de Madrid. Probó la variedad de las sangrías, las aceitunas, los jamones. Provocó cierta apoteosis en el ánimo del conde. Cuando Nariño terminaba de recitar el Brindis del bohemio, Puñoenelrostro aplaudía consternado de emoción filial, decía bravo, pedía otros versos al declamador. Para coronar su estancia en la metrópoli, el noble lo envió con cartas de presentación a la capital francesa donde residía Francisco de Miranda, el célebre militar venezolano. En París, Nariño se salió de los cabales. Veía pasearse por las calles lo más granado de la humanidad. Se le iban los ojos cuando columbraba, en las fiestas adonde pudo colarse, a las jovencitas vestidas de Ceres y Afroditas. Lo único que les reprochaba a los franceses era la falta del aseo diario, que hubieran guillotinado a un monarca indefenso, violado a tanta monja, colgado a tanto cura y que fueran tan ateos y tan sensualistas. En la urbe de la Enciclopedia sólo encontró veladas excéntricas y pocas ganas de los revolucionarios de apoyar sus proyectos independentistas. En cuanto a Miranda, lo vio poco, pues éste se mantenía tras el caderamen de las galas, tocando la flauta de una sola llave y hablando de sus sueños de restaurar una libertad con parafernalia incaica en los trópicos del Nuevo Mundo. En algún momento, Miranda le sugirió que fuera a Londres a solicitar ayuda. Los ingleses fueron claros en decirle a Nariño que les interesaba el asunto de las regiones bárbaras de América si ellos reemplazaban a los españoles. Indignado, aburrido, con la nostalgia alborotada por Magdalena y sus hijos, Nariño decidió regresar. En Europa todo era interesante, iba surgiendo el limo tristebundo del romanticismo, el buen vino circulaba, las jóvenes griegas aunque empalidecidas tenían de donde agarrarse, pero no había espacio para él. En el fondo, le espantaba la hipocresía de los franceses, la estulticia de los españoles, la frialdad de los ingleses. Además, su patria lo llamaba con insistencia. Disfrazado de cura, de pescador, de vagabundo, llegó a Santafé. Fue entonces cuando ocurrió la segunda detención. Nariño habló con Martínez Compañón, el arzobispo de su ciudad, para que le ayudara en las gestiones de su entrega a la justicia española. El religioso le prometió, besando el crucifijo de su camándula dorada, socorrerlo. Del nuevo virrey, Pedro Mendinueta, el proscrito obtuvo promesas de indulto si se entregaba y contaba todo con pelos y señales. ¡Pobre Nariño! Era muy pronto, y él muy ingenuo, para saber que contubernios entre gobierno e Iglesia católica en Colombia siempre han conducido al amañamiento obsceno de ambas partes. Nariño, en efecto, contó sus vicisitudes, delató a todos quienes le ayudaron a llegar a Santafé, dijo que la Corona debía tratar con justicia sabia a las colonias si quería que éstas no se rebelaran. Pidió perdón por todas sus actividades clandestinas, se arrepintió de su ser conspirativo, pero abrió su mente para escribir un informe sobre cómo debía organizarse la administración colonial. En él denunció la inopia del pueblo, la corrupción de los corregidores, las trabas de los impuestos, la incuria de los caminos, los duros castigos que sufrían las personas acusadas de cometer crímenes no demostrados. El mismo se ofrecía para asesorar este cambio que urgían las colonias. Pero los jueces se asustaron ante su sinceridad y lo enviaron de nuevo a prisión. Poco después, la paz de Amiens entre Francia y España favoreció su libertad. Durante un tiempo, Nariño se alejó de los tumultos de la política. Los menesteres familiares lo atemperaron en su quinta de las orillas del Fucha. Aprovechó para profundizar en el estudio de las lenguas. Leyó a Moratín y a Jovellanos, a Rousseau y a Voltaire, a Horacio y a Cicerón. Con algunas ayudas económicas, que recibió de sus familiares, fue superando la estrechez. Por las noches hacía veladas donde dialogaban sus chistes sabrosos con la música de los tiples y sus inclinaciones libertarias. Pero un día su retiro se vio zarandeado por una orden virreinal. Sin explicarle nada lo detuvieron y lo enviaron a Cartagena. Después habría de saber que la virreina Francisca Villanova lo detestaba. Quería que el traductor fuese pasto de la enfermedad y que su cuerpo alimentara el hambre de los tiburones. Fue acaso este el período más aciago de su vida. Estuvo en las mazmorras de Bocachica donde su cuerpo se deterioró. Una infección intestinal lo tornó espectral. Los grilletes le ulceraron los tobillos. A las axilas las invadió una lacra violácea. Los dientes se le cayeron. El pelo se le encaneció en cuestión de días. Hablaba solo y repetía, para dormirse en sus noches más mefíticas, palabras donde se mezclaban los versos que se sabía de memoria con los decretos de la “Declaración” infortunada. Por último, sus gruesas patillas desaparecieron entre una barba hosca que chupó la energía del rostro antes pecoso y sonrosado. Pero llegó el 20 de julio y los vientos de la Independencia lo liberaron del encierro. Nariño se repuso con velocidad, se afeitó, se tiñó el pelo y regresó a Santafé. La ciudad no demoró en elegirlo Dictador de la Provincia de Cundinamarca. Con este cargo rimbombante llevó al país a su primera guerra. Al triunfar contra las tropas federalistas de Antonio Baraya, inauguró una política que produce risa y espanto al mismo tiempo: nombró a Jesucristo general de las Tropas del Ejército. Ordenó que pusieran su santo nombre en los estandartes y en los uniformes de los soldados de la patria. Los dominicos de la ciudad, que se abrazaron a él como en la mazmorra de Cartagena el hongo lo había hecho con su piel, le dijeron que así obraba sabiamente. Y le recordaron que Constantino había hecho la guerra al enemigo en nombre del Salvador. A Nariño tal comparación lo enajenó de majestuosidad divina. Pero él hacía todo eso por mera estrategia. Con tal de quitarle al pueblo la idea, sugerida por muchos religiosos, de que apoyar la Independencia cerraba las puertas del cielo, hubiera nombrado a la virgen, a los evangelistas, al espíritu santo mariscales de sus batallones. Así se comportaban los grandes hombres de ese tiempo: eran olvidadizos, arribistas y bufones, es decir, humanos, demasiado humanos. La Iglesia había traicionado a Nariño y ahora era dizque su principal aliada. Más tarde, hastiado de su dictadura caricaturesca, se dirigió al sur a combatir las tropas de Juan Sámano. Triunfó en Calibío y entró victorioso a Popayán. Equívoco, porque de militar Nariño no tenía nada, lo suyo era más bien el infundio, los alegatos periodísticos, el chiste, las traducciones literarias, esperó un par de meses a que llegaran los refu
