Barrio Bravo

Roberto Meléndez

Fragmento

PRÓLOGO

¿Por qué amamos la pelota? En mi caso lo he pensado muchas veces, pues parto de esa certeza: amo este juego desde todos sus contornos, también los más oscuros, si no esto solo se trataría de un relamido ejercicio paradigmático y no de tierra y piel humana. Perfectible, por supuesto; mundano, sin dudas. El fútbol, popularmente expandido, brinda un lenguaje culturalmente expresivo, cuyo reflejo es el mismo día a día a través de sus personajes, canchas, dilemas y diálogos. Barrio Bravo comenzó como un humilde espacio de internet en el que decidí explorar las distintas experiencias y facetas que se viven a través y alrededor de la redonda. Un partido desmenuzado desde una aparente jugada secundaria; el camino de un jugador en la cancha, y más allá de la cancha; los cuentos del pasaje que tienen tanto de verdad como de fantasía; mis propios recuerdos, que ya no sé si son propios, pero sin duda me otorgan un origen. Ha sido una ruta esforzada, aunque plenamente satisfactoria. El inicio, hace dos años atrás, fue con noventa amigos como espalda de un proyecto entusiasta aunque poco claro; hoy llenamos todos los estadios del mundo y lo claro es que sí existe un para adelante.

Este libro nace del deseo de pasear junto a una pelota por diferentes escenarios que alguna vez fueron y otros que tal vez no; jugadores inmortales, como Totti, Pelé, Salas, y Elías Figueroa, y otros tal vez no tanto, pero aun cuando anónimos, llenos de pasión; la industria misma y el barrio mismo; el fútbol, la letra y la calle…, la realidad y la ficción como una misma cosa.

Fantaseemos un rato, pues, probablemente, aquello sea lo más real del fútbol.

PRIMERA PARTE

El jugador que no quiso dejar de serlo

Es una juerga más. Tiene ganas de mear. El baño maloliente del bar suburbial no brinda tregua, así que sale del local a buscar una esquina con la cerveza en la mano. Siente el alivio, también el agradable paso del viento por debajo de las bolas. Inhala, pletórico y reconfortado, evacua al aire libre y deja el nombre en una pared gastada. Tararea una canción de Arctic Monkeys, esos que fueron sus vecinos en Sheffield y que desde hace poco la revientan en las radios británicas. Al día siguiente no hay partido, el entrenamiento es por la tarde y hace dos minutos ha decidido que no irá a trabajar a la fábrica.

La fría cerveza está magnética, al igual que esa pelirroja escocesa que hace pocos minutos le mostró el tatuaje que lleva detrás de la oreja derecha. Sonríe, satisfecho de aquello que le espera, conforme con una decisión que le es propia, pues va de rebelde, y es así como encaja y engrana su conciencia; así mide su propia idea de respeto, algo que en algún momento perdió, y que ahora, a punta de peleas, amores fugaces y decisiones contra la corriente, cree haber recobrado.

La noche parece no tener temperatura y el cielo fue secuestrado por la neblina. Enciende un cigarro y, una vez más, aparece ese maldito recuerdo de hace cuatro años, cuando con veinte centímetros menos y un millón más de ilusiones, fue desechado por el equipo de sus amores y donde hizo todas las inferiores. Desde aquel día en que salió corriendo de las instalaciones del Sheffield Wednesday —con los ojos cerrados y las lágrimas bañándole el rostro— su vida ha sido así: interminable y angustiantemente inmediata. Porque alguna vez soñó con hacer eterno su nombre, pero eso parece que fue hace tanto…

Se termina de un buen sorbo el resto de chela que le queda y emprende el regreso al bar. De pronto, poco antes de llegar, alguien es arrojado desde adentro de manera brutal: es «El Sordo». Un amigo suyo que efectivamente es sordo. Detrás del Sordo, cayendo, aparecen dos sujetos que lo embisten en el suelo, dándole patadas. Atónito, observando la escena, sin entender nada, cierra el puño con los nudillos encostrados; mira para todos lados, no aparece nadie al rescate, solo la pelirroja que grita por ayuda. Sin pensarlo se arroja de pique al área y clava dos voleas, una en el culo, otra en la espalda. Mientras El Sordo tiene la boca rota y se retuerce en el suelo, el delantero comienza a mostrar la testosterona acumulada, además de toda la actividad pendenciera sumada en el frustrante paso de los días. Y los golpea duro, aun siendo más flaco que ellos, como si nada importara, como si la calle y la mocha fuesen su real origen. Es cierto que recibe y ya tiene la nariz quebrada, pero mucho menos que el par de matones reducidos a nada por ese muchacho que descarga la mierda, sin pausas, sin miedo. Ya con el par de sujetos caídos, los escupe y les saca las billeteras, como castigo y porque quiere más cervezas. Al acto llega la policía.

Tiene veinte años y es condenado a usar un brazalete electrónico, cumplir un toque de queda que lo obliga a estar en su hogar siempre antes de las 18.30 horas, y no moverse en un radio superior a ochenta kilómetros. El mazazo para el joven futbolista es fuertísimo. El escándalo no consta en ningún medio, claro, a nadie le importa lo que haga el delantero del Stocksbridge de la séptima división inglesa. Aun así, su carrera parece estar arruinada, su vida en el fango, la pelirroja ya desapareció. El club planea caducarle el contrato que consta de un salario de cuarenta euros por partido. Pese a ser el goleador y quizás quien cuenta con mayor proyección en la plantilla, los problemas no son una novedad y lo tienen con pie y medio fuera de la institución. Reconoce el pánico, tiene miedo. Él asegura que el fútbol es todo lo que ama y lo único que hace bien. Promete cambiar, pero principalmente, bajo la angustia, promete lo mejor que conoce: goles.

Es jueves, un jueves cualquiera. Son las 17.30 horas y el partido va 1-1. Debe irse, si no la cosa se le puede poner peluda. Viene la modificación, pero pide un minuto más. Van sesenta y quiere una chance, sabe que la defensa rival ya está agotada y se siente rápido, porque lo es. Su madre ya tiene el auto encendido y le toca la bocina. No la toma en cuenta y se planta en medio del campo, rechaz

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