La balsa de piedra

José Saramago

Fragmento



Índice

 

Portadilla

Índice

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Notas de la conversión

Sobre el autor

Créditos

Cita

Todo futuro es fabuloso

ALEJO CARPENTIER

01

Cuando Joana Carda hizo una raya en el suelo con la vara de negrillo, todos los perros de Cerbère empezaron a ladrar, llevando el pánico y el terror a sus habitantes, pues se creía desde los tiempos más antiguos que, al ladrar allí animales caninos que siempre habían sido mudos, estaría pronto a extinguirse el mundo universal. Sobre cómo se había formado la arraigada superstición, o convicción firme, que es, en muchos casos, la expresión alternativa paralela, nadie hoy recuerda nada, aunque, por obra y fortuna de aquel conocido juego de oír el cuento y repetirlo con aire nuevo, las abuelas francesas solían distraer a sus nietos con la fábula de que, en aquel mismo lugar, comuna de Cerbère, departamento de los Pirineos Orientales, ladró, en eras griegas y mitológicas, un can de tres cabezas que al dicho nombre de Cerbero respondía si lo llamaba el barquero Caronte, su contratante. Otra cosa que tampoco se sabe es por qué mutaciones orgánicas habrá pasado el famoso y altisonante cánido hasta llegar a la mudez histórica y comprobada de sus descendientes de una sola cabeza, degenerados. No obstante, y este punto de la historia pocos lo ignoran, sobre todo si pertenecen a la vieja generación, el Cancerbero, que así en nuestra lengua se escribe y debe decirse, guardaba terriblemente la entrada del infierno, para que de él no osaran salir las almas y, en consecuencia, quizá por misericordia final de dioses ya moribundos, se callaron los perros futuros para toda la restante eternidad, a ver si con el silencio se apagaba la memoria de la infernal región. Pero, no pudiendo lo de siempre durar siempre, como explícitamente nos ha enseñado la edad moderna, bastó que en estos días, a cientos de kilómetros de Cerbère, en un lugar de Portugal cuyo nombre más tarde recordaremos, bastó que la mujer llamada Joana Carda hiciera una raya en el suelo con la vara de negrillo, para que todos los perros del más allá saliesen vociferantes a la calle, ellos que, repito, jamás habían ladrado. Si alguien le preguntara a Joana Carda a qué venía aquella idea suya de hacer una raya en el suelo con un palo, gesto más bien de adolescente lunática que de mujer cabal, si no había pensado en las consecuencias de un acto que parecía sin sentido, y ésos, recordadlo, son los que mayor peligro comportan, tal vez respondiera, No sé qué me ocurrió, estaba la vara en el suelo, la cogí e hice la raya, Y no se le pasó por la cabeza la idea de que podría ser una varita mágica, Para varita mágica me pareció grande, y siempre he oído decir que las varitas mágicas están hechas de oro y cristal, con un halo de luz y una estrella en la punta, Sabía que la vara era de negrillo, De árboles sé poco, luego me dijeron que negrillo es lo mismo que olmo, ninguno de ellos tiene poderes sobrenaturales, ni cambiándoles el nombre, aunque para este caso estoy segura de que el palo de un fósforo habría causado el mismo efecto, Por qué dice eso, Lo que ha de ser, ha de ser, y tiene mucha fuerza, nada se le puede resistir, mil veces se lo he oído a la gente mayor, Cree en la fatalidad, Creo en lo que tiene que ocurrir.

En París se rieron mucho de las súplicas del alcalde, que parecía que estaba telefoneando desde una perrera a la hora de echarle el almuerzo a los animales, y sólo ante los ruegos insistentes de un diputado de la mayoría, nacido y criado en aquella comuna, por tanto conocedor de las leyendas y relatos locales, acabaron por mandar al sur a dos veterinarios cualificados del Deuxième Bureau, con la especial misión de estudiar el fenómeno insólito y presentar un informe y propuestas de acción. Entretanto, desesperados, a punto de ensordecer, los habitantes vagaban por las calles y plazas de la apacible estación balnearia, ahora estación infernal, sembrando docenas de bolas de carne envenenadas, método de simplicidad suprema cuya eficacia ha sido confirmada por la experiencia en todo tiempo y latitud. En total, sólo murió un perro, pero bastó para que los supervivientes aprendieran la lección y, en un instante, ladrando y aullando, desaparecieron por los campos de los alrededores donde, sin motivo que lo justificara, se callaron al poco tiempo. Cuando al fin llegaron los veterinarios les fue presentado el triste Medor, frío, hinchado, tan distinto del feliz animal que acompañaba a la señora en sus compras, y que, por ser ya viejo, solía dormir al sol sin más cuidados. Pero como la justicia no ha abandonado aún por completo este mundo, decidió Dios, poéticamente, que Medor muriera de la albóndiga preparada por su ama bienamada, la cual, bueno es que se sepa, tenía en el pensamiento una cierta perra de la vecindad que no le salía del jard

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