OJO POR OJO
Ojo al cine es un libro muy especial dentro del conjunto de la obra de Andrés Caicedo. Es un libro que pretende reunir lo mejor de los escritos de su autor acerca del llamado “séptimo arte”. Vio la luz por primera vez en 1999, luego de casi quince años de dar vueltas y revueltas por los escritorios de las editoriales. Los recopiladores ya habíamos organizado todo el material póstumo de su autor y lo habíamos dividido por distintos géneros y actividades, de tal manera que existiese un mapa para navegar por las aguas fascinantes de los textos caicedianos. En 1984, publicamos con la Editorial Oveja Negra el libro Destinitos fatales, donde se incluyeron quince cuentos (Calicalabozo), los relatos reunidos bajo el título Angelitos empantanados o historias para jovencitos y la novela inconclusa Noche sin fortuna. Dicho libro, con el correr de los años, se convirtió en objeto de culto, al igual que la novela ¡Que viva la música! y el relato El atravesado. Hoy por hoy, Destinitos fatales se conoce como tres libros independientes y Ojo al cine es un volumen que ya tiene vida propia, como lo demuestra el ejemplar que el lector tiene entre manos. Es un volumen con mucho volumen, como lo quiso su autor en vida. Tardó muchos años en salir, producto de muchos accidentes que no dependieron, ni mucho menos, de la voluntad de sus gestores. Por fortuna, la constancia vence lo que la dicha no alcanza y estos escritos cinéfilos ven la luz, brindándole a todos aquellos que han disfrutado la obra de Andrés Caicedo lo que su autor más cultivó: la escritura por, para, desde, en y frente al cine. Más allá de la coyuntura de los años setenta, existe en todos estos textos una actitud y una manera de asumir la vida a través de lo que la pantalla provoca. He aquí otra deuda que tenemos con su autor: aprender a descubrir de qué manera el cine nos mira a nosotros.
En el nuevo milenio, Andrés Caicedo es un autor que fascina a los jóvenes (hay todo un reciclaje generacional entre sus lectores), que le interesa a aquellos que combinan la literatura con la cinefilia, el teatro con el rock y la salsa. Ojo al cine, por su parte, es un libro que le abre las puertas de la percepción a una nueva ola de apasionados por las imágenes en movimiento, quienes podrán degustar de los comentarios de un crítico voraz, el cual escribía sin tregua sobre películas que hoy en día son clásicos de fácil acceso en formato digital. Qué diferencia con los tiempos caicedianos en los que conseguir una copia de un film era casi tan difícil como conseguir un espacio para escribir sobre ellos.
Es sorprendente la vigencia de estos textos. La gesta de Andrés Caicedo revolotea hoy en día por las ferias del libro y los festivales de cine y sus agudos comentarios son motivo de permanente referencia y de aguzada curiosidad. Bástenos considerar que un autor como el chileno Alberto Fuguet, cinéfilo y escritor apasionado, haya encontrado en los escritos de Andrés una complicidad mucho más grande de lo que cualquiera se hubiese imaginado. El resultado fue, es, su libro Mi cuerpo es una celda.
La historia de Ojo al cine, creemos, tiene su buena dosis de fascinación. Y tiene que ver con gran parte de la historia de la cinefilia en Colombia. Por eso nos permitimos empezar por el principio, para que el lector llegue con gusto hasta el fin. Y para empezar con una curiosidad para lectores desaforados, nos permitimos informarles que la presente edición resuelve lo que el diablillo de la anterior no hizo posible: cuenta con veintiún textos que desaparecieron misteriosamente de la primera vez que Ojo al cine vio la luz. Les dejamos a ustedes el trabajo de descubrir cuáles fueron los capítulos desaparecidos. Pero no perdamos el orden de los factores.
REINA EL CINE
En los años setenta nació en Cali uno de los cineclubes de mayor importancia a nivel nacional, no solo por su trabajo sistemático y develador, sino por la obsesiva fascinación fanática que envolvía a todos sus miembros. El Cine-Club de Cali fue fundado por un jovencito de aire lewisiano y gruesas gafas llamado Andrés Caicedo, nacido el 29 de septiembre de 1951 y muerto, por sus propios medios, el 4 de marzo de 1977. Durante sus veinticinco años, Andrés no pasó un solo minuto de su vida sin dejar de pensar en el cine. Niño precoz, al superar los diez primeros años de su existencia, ya consumía todo tipo de libros y comenzaba a fascinarse con las imágenes del cine americano en los teatros de su ciudad natal. A los catorce años escribió y dirigió sus propias piezas de teatro, tratando de exorcizar un fantasma que desde muy temprana edad comenzó a devorárselo sin tregua. Desde esa época se dio cuenta de que la muerte lo iba a visitar pronto y decidió colocarle una cita antes de que ella le sorprendiera. Pero el cine comenzó a dominarlo. Se encerró en la oscuridad de los teatros con una obstinación progresiva y su curiosidad lo llevó a tratar de conocer todos los misterios que dichas imágenes le escondían. Por esta razón, a partir de 1969, comenzó a escribir comentarios sobre cine, en simultánea con su progresiva actividad literaria. Estos artículos, publicados con diversa periodicidad en los diarios locales y capitalinos, dejaron ver un conocimiento impresionante de la vida y la obra de los forjadores de la carreta cinematográfica. Y, al igual que con sus cuentos y novelas, la pasión y la desmesura lo llevaron a acumular toda la información posible hasta convertirlo, con el tiempo, en un cinéfago incondicional.
La pasión de Andrés Caicedo por el cine forjó una cantidad considerable de obsesivos espectadores caleños, quienes poco a poco fueron convirtiendo las imágenes del celuloide en una parte fundamental de sus existencias. De este grupo de rebeldes, con o sin causa, se fue formando un equipo de personas que, con afinidades más o menos comunes, constituyeron un colectivo cuyo propósito central fue el de producir, con progresiva frecuencia, películas en las cuales se revelaba la imagen escondida y olvidada de la ciudad de Cali. Gracias al Cine-Club, la posibilidad de aprehender el trabajo cinematográfico de una manera sistemática se fue convirtiendo en una realidad. Caicedo era el generador permanente de dicho entusiasmo. Su labor como crítico no sólo se limitaba a la escritura de textos o a la programación de películas, sino que inyectaba una actitud personal y una curiosidad continua por el conocimiento detallado de lo que el cine, día a día, iba revelando.
Sus primeros escritos poseían la virtud de la euforia creativa y el afán por el dominio de la técnica y la estructura de un film. Pero si en la crítica existe un afán por la objetividad y la pormenorización científica del análisis, en Andrés se filtraba continuamente la visión particular de lo que una película le generaba, y su estilo era una combinación permanente entre la erudición y la fascinación creadora. En cualquier texto sobre cine de Andrés Caicedo, no solo tenemos la ubicación histórica y el ahondamiento crítico sobre cualquier film, sino que también nos encontramos con un trabajo que siempre bordea los límites de la ficción. En ningún momento Andrés esconde los aspectos obsesivos, privados, íntimos, que una película le provoca. Su preocupación era la de encontrar un tono que “universalizase lo particular” pues, para él, “cada gusto es una aberración”. Y, por supuesto, había que echarle mano a todos estos fantasmas individuales para que un film cobrara vida, tuviese cuerpo, trascendiese a través de la óptica peculiar de quien degusta las imágenes en la oscuridad de la sala. Por esta razón, los géneros cinematográficos para Caicedo eran un punto de partida que le ayudaban a clasificar sus obsesiones. Víctima de su propio invento, los sueños del cinematógrafo fueron devorando sus propios instintos, hasta el punto que uno no llega a saber, con el tiempo, cuándo Andrés escribía de él o sobre el cine.
Desde un principio, los mitos y los temas del cine norteamericano fueron su preocupación central. Las películas de horror y de vampiros, por ejemplo, fueron los fantasmas de la perdición que lo poseyeron hasta que terminaron por invitarlo a vivir para siempre en las profundidades de su propio infierno. De otra parte, el western fue otro de los temas por el que Caicedo tuvo especial curiosidad y del cual se nutrió con mayor vehemencia. Pero, así mismo, todo lo que representase un paso al más allá dentro del universo del cine cabía dentro de los lentes y la furiosa máquina de escribir de Caicedo. Como se dio cuenta de que hacer cine en Colombia era una posibilidad bastante lejana (Andrés sólo codirigió una película con Carlos Mayolo, en 1971, titulada Angelita y Miguel Ángel, basada en uno de sus cuentos, la cual sería recuperada por Luis Ospina, en 1986, para su documental titulado Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos), Caicedo se concentró en la creación de universos a través de la escritura. Sus textos sobre el cine pretenden encontrar su propia manera de mirar un film y son un reencuentro de la palabra escrita con las imágenes ajenas. Estos textos fueron publicados periódicamente, a partir de 1969, en colaboraciones esporádicas en el Magazín Dominical del diario El Espectador de Bogotá y, con mayor frecuencia, en Occidente, El País y El Pueblo de la ciudad de Cali. Igualmente, hay textos de Caicedo en la revista Vivencias de Colombia y Hablemos de Cine del Perú. Pero donde Andrés se expresó a sus anchas fue en los cinco números de la revista Ojo al Cine, fundada por él en 1974, primera publicación especializada que se hiciese en nuestro país, después de las experiencias fallidas de Cine-Mes y Guiones.
Ojo al Cine comenzó siendo un folleto, mezcla de guía para el espectador, con disquisiciones lúdico-patafísicas, deliciosas para cualquier lector. Allí se ponía de manifiesto el indudable talento literario de Caicedo, mezclado con su impresionante canibalismo cinematográfico. Al convertirse en una revista, sus intenciones fueron mucho mayores y se alcanzó a contar con un equipo de colaboradores de reconocida importancia a nivel de la crítica en lengua española. Así mismo, Andrés mantuvo una complicidad epistolar con personas que solo conoció por un mamotrético intercambio de cartas. Los españoles Miguel Marías, Ramón Font y Segismundo Molist, los peruanos Isaac León Frías y Juan M. Bullita, el venezolano Alberto Valero, el costeño Jaime Manrique Ardila y sus compañeros de generación. Con todos ellos Caicedo se desdobló en una correspondencia rica en reflexiones sobre el cine.
Pero no debemos olvidarnos de que Andrés Caicedo, más que un crítico, era un creador. Esta condición la puso al servicio del cine en una buena cantidad de guiones de distinto calibre y con distintos propósitos. Su primer trabajo fue la adaptación de su cuento Angelita y Miguel Ángel. Posteriormente, escribió tres largometrajes (dos films de horror y un western “crepuscular”) los cuales tradujo al inglés con su hermana, con el firme propósito de vendérselos al productor de la Serie B gringa Roger Corman. Esta utópica relación con el cine americano nunca llegó a darse. A pesar de dicha decepción, escribió una buena cantidad de historias basadas en distintos mitos caleños y un cortometraje titulado Un hombre bueno es difícil de encontrar, basado en un relato de Flannery O’Connor. Todos ellos dan cuenta de su fascinación por la perdición, la criminalidad, el horror y los “mundos corrompidos”. Ninguno de estos proyectos logró visualizarse en la pantalla, pero estaban escritos como puntos de partida de alegorías visuales, los cuales servirían después como base (consciente o no) para películas como Pura sangre de Luis Ospina o Carne de tu carne de Carlos Mayolo, ambos realizadores caleños que estuvieron al lado de Andrés durante todo el ciclo del Cine-Club de Cali. Hasta el final de sus días, la máquina de escribir de Caicedo (“Pepito Metralla” lo llamaban sus amigos de rumbas, pues aun en las fiestas se sentaba a tabletear de un solo impulso sobre las teclas, como si el tiempo no fuera suficiente) estuvo funcionando. El proyecto de la revista Nº 6 de Ojo al Cine quedó sobre el papel. Sus últimos textos (su “testamento”, unas cuantas cartas y una nota al dueño del Edificio Corkidi, donde puso fin a sus días) se opacaron con el impacto que representó la publicación de su novela póstuma. Hoy por hoy, a Andrés Caicedo se lo analiza, se le rinde culto, se habla una y otra vez de sus libros, se lo cita y se lo mitifica. Toda esta actitud es el resultado del impacto de su obra literaria. Lo que poco se conocía es lo que este libro recoge y que refleja uno de los trabajos más obsesivos que crítico alguno se haya propuesto en tan corto tiempo. El cine, indudablemente, es el filtro por el cual pasó el trabajo que Caicedo desarrolló en vida y sería desde todo punto de vista injusto dejar este testimonio escondido en el silencio de los baúles de su casa materna.
Por esta razón, los recopiladores nos hemos tomado el tiempo suficiente para darle cuerpo y un orden a esta cantidad considerable de materiales cinéfilos. Con un poco de paciencia y harta dosis de buen humor, se ha logrado configurar este libro. Tratando de darle unidad a la cantidad considerable de escritos que, si bien es cierto tienen un obvio denominador común, de todas maneras hay gran número de textos (igual nos sucedió con la recopilación de la obra narrativa) trabajados varias veces a partir de una misma película o un mismo director, así como, con el correr de los años, las opiniones de Andrés sobre determinados temas fueron cambiando o, simplemente, haciéndose más ácidas. Había que encontrar “el recurso del método” para agrupar los distintos escritos dentro de bloques comunes que sirvieran de guía para el lector, pues muchos de estos trabajos fueron publicados en circunstancias muy particulares. Igualmente, el lector cinéfilo encontrará que, aunque hay ensayos dedicados a los “monstruos sagrados” del cine (Bergman, Visconti, Pasolini, Buñuel, Chaplin, Ford, Wilder), también hay un vivo afán por reivindicar una filmografía que Andrés denominaría “imperfecta”, pero que a él lo entusiasmaría tanto o más que la de los consolidados “maestros” de la pantalla. Nos referimos a directores poco reconocidos en nuestro medio en ese momento como Arthur Penn, Sam Peckinpah, Roger Corman, Jerry Lewis, David Cronenberg, Philip Kaufman, Robert Benton, Richard Fleischer o Nelly Kaplan, solo por citar unos cuantos nombres dentro de una amplia galería de realizadores con un cine rico en nuevas experiencias formales.
Esto, obviamente, hay que ubicarlo dentro del contexto de los años setenta, cuando casi todos estos textos fueron escritos. Como se sabe, el mundo del cine es tan variable como la vida misma y muchas cosas han cambiado desde entonces. De todos estos nombres, Andrés habría podido escribir muchas más cosas (e incluso cambiar de opinión, ante el camino que la obra de estos realizadores ha tomado). Por esta razón, hay que leer estos ensayos ubicando un poco el momento en que fueron escritos y para qué medio iban dirigidos.
Hemos dividido el presente libro en distintas secciones. Cada una de ellas recopila un momento, una tendencia, un estilo o una necesidad, dentro del abanico de posibilidades que la obra crítico-literaria de Andrés Caicedo tuvo a bien al pasearse por el valle de este mundo.
LA POLÍTICA DEL AUTOR
En su estudio sobre la obra de Pier Paolo Pasolini, Caicedo ironizaba acerca de la idea de “lo específicamente cinematográfico”, describiendo una muletilla que usarían los espectadores “cultos”. Pues bien, burla burlando, en 1973 un grupo de estudios estéticos de la Universidad del Valle le pediría al Cine-Club de Cali que presentase, en una ponencia, algunas reflexiones acerca del trabajo cinematográfico y, en particular, sobre la actividad de difusión que Caicedo y su pandilla desarrollaban. El texto se llamó “Especificidad del cine”. Este es, quizás, el único escrito de nuestro autor que pretende globalizar un poco acerca de la actividad cinéfila e intentar, en últimas, dar cuenta de la posición integral de su labor crítica, en relación con el público. Hay que tener en cuenta que el tono de este texto se sale un poco del estilo tradicional de Caicedo, a pesar de contener algunas constantes particulares de su manera de ver las cosas, en especial en su forma de “dividir” las categorías sociales de los espectadores colombianos (o caleños: toda una nacionalidad) y su afán por especificar (¡otra vez la palabrita!) su visión personal frente a un producto lleno de rigores e implicaciones sociales de toda índole.
Vale la pena anotar aquí que, en los textos que siguen, se anuncia la intención de apuntar hacia una “postura ideológica”, cosa que Andrés pocas veces se preocupó por definir. Si bien es cierto sus “inquietudes” eran de izquierda, sus gustos y sus obsesiones estaban al margen de dicha impostura. Aunque él en vida intentó hacer conciliar una cosa con la otra, tratando de encontrarle los aspectos progresistas a películas o directores abiertamente “reaccionarios”. De todas maneras, había una dualidad en sus reflexiones teóricas sobre el cine latinoamericano y sus anhelos personales con respecto a lo que él quería con sus trabajos. Así, mientras define en su artículo cuáles serían los “modelos” de un cine revolucionario para nuestros países, paralelamente escribía guiones de horror y westerns con el único propósito de venderlos en USA. Contradicciones del sistema.
Sumada a esta “Especificidad del cine”, fusionamos sus respuestas a una encuesta realizada por estudiantes de la Universidad de Medellín, donde Caicedo expresa abiertamente sus reflexiones sobre su “oficio como crítico”. “De la crítica me gusta lo audaz, lo irreverente”, anota contundente. Estas opiniones nos parece clave reproducirlas, puesto que definen mejor que nadie cuáles eran las intenciones caicedianas frente al cine. La conclusión a la cual uno puede llegar al leer estas declaraciones es simplemente la de considerar que Andrés utilizaba “el universo del celuloide” como pretexto para inventarse sus propias realidades literarias. Este canibalismo puede explicar un poco por qué de la misma manera nuestro hombrecito convirtió su realidad en una ficción, hasta el punto de perderse en los límites de uno y otro asunto. “El crítico, en busca de la paz, se da toda la confianza” es un escrito inédito que podría ubicarse dentro de su tendencia a “las reflexiones en voz alta”. Está dedicado a su amigo Hernando Guerrero, quien sería el fundador de la Ciudad Solar, la cual fue una especie de “comuna” underground, mezcla de centro cultural y “parche” vespertino, donde viviría Andrés un tiempo y donde se realizarían muchas de las actividades del Cine-Club de Cali. Estos textos, escritos en distintos períodos de su vida y con intenciones muy diversas, nos dan cuenta de la actitud caicediana frente a su trabajo. Los ubicamos al comienzo, porque nos parece la mejor manera de introducir los artículos posteriores. Es decir, dejando que sea el mismo Andrés quien explique su manera de mirar lo que escribe y a quien le escribe.
EL CINE DEL DIARIO
La actividad periodística de Andrés Caicedo fue permanente. En especial, la labor desarrollada en los diarios caleños, donde publicó la mayor parte de sus “guías para el espectador”. Hay que tener en cuenta que, a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, la actividad cultural en Cali era permanente y la euforia estudiantil provocó movimientos juveniles con inquietudes continuas, tanto a nivel de la política, como del arte. Dentro de estos parámetros, sin embargo, a pesar de haberse consolidado el trabajo de diversos artistas alrededor del teatro, el ballet, la literatura o las artes plásticas, con respecto al cine no existía ninguna agremiación, ni una persona que se hubiese encargado de racionalizar el conocimiento hacia el “séptimo arte”. En un principio, Jaime Vásquez (padre de tres hijas dedicadas por entero a la televisión y el cine, misteriosamente desaparecido), acompañado por el entonces joven Carlos Mayolo, fundaron Cine-Estudio 35, el primer intento de organizar sistemáticamente la proyección de películas, con una orientación y un sentido formativo. Pasarían unos cuantos años, hasta que Andrés Caicedo, combinando su actividad como actor y director de teatro, comenzara a escribir y programar, bajo sus criterios, la actividad cinéfila de la ciudad.
Al principio, publicaría extensos artículos semanales en el diario Occidente, en una página llamada premonitoriamente “Ojo al Cine”. Al mismo tiempo enviaría colaboraciones al Magazín Dominical de El Espectador de Bogotá. El primer artículo consignado en este capítulo del libro fue publicado en el diario capitalino. Es un excelente abrebocas, puesto que trata sobre un primer ahondamiento acerca de un tema recurrente en Caicedo: el cine de horror. Vale la pena anotar aquí, que en este texto muchas de las opiniones y de los “gustos” de Andrés sobre algunas películas (en particular sobre Psicosis de Alfred Hitchcock) cambiarían con el paso del tiempo, tal como lo notará el lector atento mientras avanza en la lectura. A partir de este primer impulso, la máquina caicediana no se detuvo. La escritura diaria alrededor del cine fue una obligación que Andrés se impuso cumplir, tecleando desde las primeras horas de la mañana, para poder refugiarse en los teatros, a las tres, a las seis y a las nueve, o en algún programa doble de cine continuo. Casi un año seguido publicaría en Occidente, coincidiendo con la fundación del Cine-Club de Cali. Posteriormente, pasaría al periódico El País, donde haría comentarios en una columna llamada “Cri-cine”, dedicada a las películas de estreno. Irregularmente se publicaron entre 1972 y 1974. En 1975 se fundó el diario El Pueblo, de filiación liberal, el cual, en un principio, le dio cabida a un buen número de escritores jóvenes y valoró con entusiasmo los suplementos culturales. Allí publicaría Caicedo una columna (llamada “Cine y Filo”) de estrenos. Sería corresponsal en dos oportunidades en el Festival de Cartagena y escribiría un artículo de fondo, casi todos los domingos, hasta el fin de sus días. Durante todos estos años (más o menos de 1969 a 1977), Andrés iría abandonando sus otras preocupaciones artísticas, para concentrarse únicamente en la literatura y la cinefilia. De esta colección considerable de escritos, hemos omitido un buen número de reseñas sin mayor interés crítico. Se trataba simplemente de textos “didácticos”, sin profundización. Andrés se preocupó en la vida lo suficiente por reescribir sus textos (o ver una película de interés más de tres veces, para poder entrar a analizarla) y nos parece injusto no ser consecuentes con sus principios. “Cuidame la espalda”, le solicitó siempre a su amigo Ramiro Arbeláez.
Vale la pena anotar algunas de las constantes que presentan los textos de esta sección: las hay de todo tipo, desde las ya citadas columnas informativas, pasando por las listas de calificación de películas (jugueteo que le encantaba a Caicedo, quizás vengándose de su época de colegio), su afán por la erudición y la precisión en los datos, el análisis del conjunto de la obra de un director o de un actor determinado. Con el tiempo, la obsesión crítica y cinéfila se fue haciendo cada vez mayor y la diversidad de sus escritos se combinó (o se nutrió) con su muy particular manera de ver el mundo. En sus últimos años, encontraremos sus mejores textos al respecto, especialmente en los que conseguía dar una visión mucho más universal de sus caprichos. Son sobre todo valorables “Kiss Me, Kim” (Kim Novak, uno de sus fetiches), “Hollywood desvestido” (basándose en el Hollywood Babylon de Kenneth Anger), “Brando, el Bruto”, o su estudio sobre El Padrino Nº 2.
Es muy importante resaltar esta actitud contra la corriente (que algunos llamarían “lleva-la-contraria”) sobre el cine porque, de todas formas, pone al lector contra la pared y le hace poner en tela de juicio sus propios gustos, en apariencia inmutables. Al mismo tiempo, hay un desmonte “ideológico” de ciertos géneros de moda en los años setenta, en especial el llamado “cine político” que, con el beneplácito de la producción capitalista, se dedicó a llenar las pantallas con películas “de denuncia”, para la satisfacción inmediata del público de izquierda. De igual manera, a partir de la reivindicación de los géneros (el western, el thriller, el cine de horror) Andrés consiguió desmontar muchos largometrajes oportunistas que se montaron en el tren de la historia del cine, sin mayores méritos esenciales. El lector sacará conclusiones, de acuerdo con su “universal método particular”.
EL CINE DE LOS SÁBADOS
Desde 1971 hasta 1977 había un ritual entre la juventud caleña, todos los sábados a las 12:30 del día en el teatro San Fernando. Una cita necesaria, un lugar de encuentro, un “parche”, un acuerdo tácito. “Nos vemos en el San Fercho”, era la consigna. Este santo y seña significaba que el Cine-Club de Cali tenía sus puertas abiertas y existía la garantía de descubrir, cada semana, una nueva, grata e inesperada experiencia con la pantalla. A la entrada del teatro, un portero con notable parecido a Christopher Lee recogía las contraseñas y un colaborador repartía tarjeticas con la programación mensual. Una vez cruzado el umbral, la música estallaba en la cabeza de los espectadores. Como en una discoteca de mediodía, los Rolling Stones, Ricardo Ray, Héctor Lavoe, Pete “El Conde” Rodríguez, se combinaban con Bernard Herrmann o cualquier otro compositor de bandas sonoras para el cine, recibiendo a un público conformado por intelectuales varios, hippies trasnochados, teatreros escépticos, pandilleros saboteadores, marihuaneros incondicionales, niñas de colegios bien, madres de familia desprevenidas o precoces adolescentes.
Este desfile inusual de feligreses a “la misa del sábado” se congregaba, sin mucho conocimiento de causa, alrededor de los gustos y las directrices que Andrés Caicedo trazaba a partir de su programación semanal. Las exhibiciones se complementaban con un material mimeografiado en stencil, escrito la gran mayoría de las veces por el mismo Andrés, despertando en los espectadores, si no el rigor, por lo menos sí la curiosidad hacia el cine. Casi cuatrocientas fueron las funciones del Cine-Club. Después de la muerte de Caicedo, su actividad se prolongaría un año más, en la Cinemateca La Tertulia, pero allí las cosas serían muy distintas. El ambiente y la euforia cinéfila desaparecerían y, lentamente, el Cine-Club terminaría extinguiéndose.
Desde 1970, cuando Andrés fue actor del Teatro Experimental de Cali (TEC), bajo la dirección de Enrique Buenaventura, su interés por la proyección de películas se hizo manifiesto. En la sala de este grupo, comenzó organizando el Cine-Club del TEC, donde publicaría un primer (y extenso) boletín sobre Más corazón que odio (The Searchers) de John Ford, en el que ya se nota su interés por “ficcionalizar” la crítica de cine. Poco tiempo después, al darse cuenta de que la consecución de copias en 16 mm era muy limitada, funda el Cine-Club de Cali. Una de las razones primordiales para que Caicedo crease un Cine-Club fue su afán de llenar sus lagunas cinematográficas. La mejor manera de ver películas con cierto orden era escarbando en las distribuidoras y programando lo que difícilmente se podía ver en otras condiciones.
Después de los boletines del Cine-Club del TEC, viene, como se ha dicho, la fundación del Cine-Club de Cali y, paralelo a esto, se publicaron algunos boletines llamados Ojo al Cine, en 1972, los cuales servirían de punto de partida para la creación de la revista que, con el mismo nombre, comenzaría a circular a partir de 1974. De estos boletines son, por ejemplo, los artículos sobre Amantes sanguinarios, sobre Richard Fleischer o sobre Harry el Sucio. Cabe anotar, así mismo, que en estos folletos había también una mezcla de reflexiones críticas con textos de ficción, como los célebres Destinitos fatales.
Volviendo a las hojas mimeografiadas, estas contaban con un placer adicional: no solamente eran piezas críticas de indudable valor analítico, sino que también había una colección de balances de todo tipo, estadísticas sobre entradas y calificación de las películas. Así mismo, las noticias del Cine-Club de Cali y los apuntes sobre la situación del cine en Colombia eran excelentes ejemplos de buen humor e irreverencia. Los ataques continuos de Caicedo hacia la condición de los teatros, la manera de exhibir las películas o las denuncias por la quema de copias, eran escritos con vehemencia, pero con igual frescura. Vale la pena agregar, por último, que gracias a estos boletines y a estas exhibiciones, se pudo conocer por primera vez en Cali (y, en muchos casos, en Colombia), muchas películas que, de otra forma, hubiese sido imposible conocerlas con el debido rigor. Un par de años antes del suicidio de Andrés, el Cine-Club de Cali comenzó a organizar funciones de medianoche, donde se descubrieron films malditos como Gimme Shelter, Parásitos asesinos o La noche de los muertos. Estas películas son las primeras obras de directores que, hoy por hoy, son de amplio reconocimiento mundial. Vaya uno a saber qué hubiera pensado Caicedo del trabajo de ciertos directores a los cuales descubrió con tanta reverencia. Pero nos lo imaginamos.
RE-VISTAS
En primer término, hay que anotar la enorme influencia que tuvieron algunas publicaciones especializadas para la formación de Andrés Caicedo. No se puede dejar de destacar el definitivo aporte que representó la revista peruana Hablemos de Cine, como punto de apoyo para la creación de Ojo al Cine. Caicedo mantuvo una sólida amistad por carta con Isaac León Frías (director de Hablemos…) y con el crítico Juan M. Bullita. Gracias a este intercambio epistolar y ante la ausencia evidente de publicaciones especializadas en Colombia, se vio la necesidad de crear una revista que planteara los intereses de los miembros del Cine-Club, gracias a que, luego de tres años de trabajo, se había logrado consolidar un grupo de personas con cierta afinidad y solidez. El equipo de redacción de Ojo al Cine estuvo compuesto, en sus comienzos, por Ramiro Arbeláez, Carlos Mayolo y Luis Ospina, con la colaboración de otros miembros ocasionales de la troupe sabatina.
En primer término, había una preocupación básica por reivindicar la actividad del cine colombiano, el cual ya empezaba a producir los primeros trabajos, muy marginalmente, con un lenguaje propio y criterios independientes. En el número 1 de Ojo al Cine hay un análisis, por ejemplo, de Oiga vea, el documental sobre los VI Juegos Panamericanos de Cali dirigido por Carlos Mayolo y Luis Ospina, uno de los primeros intentos, in extenso, por decodificar en detalle una producción nacional. Así mismo, se publicaron, consecutivamente, entrevistas con Jorge Silva y Marta Rodríguez (realizadores de Chircales y Campesinos), José María Arzuaga (llamado, en la revista, D. W. Arzuaga, por su condición de pionero de los largometrajes colombianos, comparándolo con D. W. Griffith), Julio Luzardo (director de El río de las tumbas) y Hernando Salcedo Silva (el “padre” de la crítica en Colombia).
Es alrededor de Ojo al Cine donde comienza a integrarse lo que se daría a llamar posteriormente el Grupo de Cali o Caliwood. A partir del número 3, entraría a formar parte de la revista Patricia Restrepo, compañera de fortunas y desventuras de Caicedo en los últimos años de su vida. Del último número, desaparecerían “misteriosamente” los nombres de algunos miembros de la redacción y Andrés sería, en últimas, el generador solitario del número final de Ojo al Cine.
La revista, en síntesis, dio cuenta de una magnífica y terca obsesión por una actividad derivada del gusto y el interés por el cine, en una ciudad, ya lo hemos dicho, que difícilmente permitía el acceso a la gran mayoría de joyas del cine mundial. En esta época, por lo demás, no se había consolidado el fenómeno del video y los cinéfilos de los años setenta ningún contacto podían tener con copias de películas para ser vistas en casa. Por fortuna, dirán los puristas. El hecho es que, se sabe, la consecución de copias para un cineclubista era una labor que rayaba con el delirio, puesto que, no sólo había que escarbar en los archivos de las distribuidoras, sino tener un conocimiento especial para saber a qué título correspondía el nombre en español de la película buscada. Pero nuestro caso es otro. Los artículos aquí reproducidos de Andrés son, por un lado, los de Ojo al Cine, los artículos enviados a Hablemos de Cine del Perú (hay un número en el que le publicaron cinco artículos) y, de otra parte, un extensísimo estudio (más de veintiún cuartillas) sobre El temerario de Arthur Penn, quizás su ensayo más largo, inédito, consagrado a uno de los temas que más lo obsesionó: el de Billy the Kid. Sobre este personaje, hay también artículos a lo largo de este libro dedicados a Pat Garrett & Billy the Kid de Sam Peckinpah, Billy el Asqueroso de Stan Dragoti y One-Eyed Jacks de Marlon Brando. Igualmente, hay un texto sobre cine cubano. Algunos escritos inéditos, al parecer, estaban destinados para futuras Ojo al Cine.
El ensayo más personal y más sentido es el titulado “El genio de Jerry Lewis”, verdadera declaración de amor hacia uno de sus personajes más queridos del cine americano y uno de sus héroes, al haber convertido la torpeza en una condición digna de la historia del arte. Ya en otras oportunidades Caicedo se referirá al “carácter lewisiano” de su vida.
PROFESIÓN: REPORTER
Dentro de la conocida variedad de los festivales de cine en todo el mundo, el de Cartagena ocupa un lugar especial en lo que se reflere a encuentros, aventuras, azar y desorden tropical. Sus asistentes se dividen en dos: entre los que lo aman incondicionalmente, a pesar de su reconocido caos, y los que lo critican por su falta de rigor y pretendida frivolidad. De todas maneras, a lo largo de varias décadas, Víctor Nieto (fallecido en 2009) y su hijo (fallecido en 1987) lograron consolidar un festival en un país donde el cine agoniza todos los días y donde el ejercicio de la cuerda floja es un deporte nacional. Allí, en Cartagena, en tres años consecutivos, de 1974 a 1976, Andrés Caicedo ejerció el oficio de reportero, primero para la revista Ojo al Cine exclusivamente y después para el periódico caleño El Pueblo, acabado de fundar. La recopilación de este material no ha sido nada fácil, de verdad, pues entre lo publicado, los borradores de Caicedo y las copias de los télex, hay notables diferencias. Los artículos nunca salieron como Andrés los había enviado en originales y los títulos, casi siempre, fueron cambiados. Como era de esperarse, esto producía a diario la ira divina del cronista, quien se empeñaba en ver todas las películas y en enviar un informe lo suficientemente riguroso y erudito, prescindiendo de las noticias faranduleras y de los chismes de ocasión. El periódico, por su parte, trató de agilizar un poco los escritos y el resultado, casi siempre, fue lamentable. Por esta razón, lo que el lector encontrará a continuación es una reconstrucción quirúrgica de los textos publicados y las versiones originales de los informes, siguiendo los apurados borradores de Caicedo.
Como se sabe, la rumba y la promiscuidad forman parte del mundo secreto de un festival de cine y, en Cartagena, estas características componen el diario vivir del evento. Andrés trabajaba aparatosamente, en medio de los excesos nocturnos, tratando de enviar sus informes a tiempo, luego de sacudirse el malgenio, al leer sus textos llenos de erratas en las ediciones del día siguiente.
Las crónicas de Cartagena de Indias en la revista Ojo al Cine están mucho más cuidadas y conservan su estilo y sus propósitos a la perfección. En los informes diarios, por el contrario, se nota que el reportero Caicedo “con una mano se sostiene y con la otra escribe”. Sin embargo, el atractivo de estos textos radica precisamente en su velocidad, en su acelere. De otra parte, en la práctica, el único contacto que Andrés tuvo con grandes personalidades del cine internacional lo obtuvo gracias al Festival de Cartagena. Sus otros encuentros, en especial con el director italiano Sergio Leone, los consiguió en sus viajes a Estados Unidos. Cartagena, por su parte, ha contado entre sus invitados especiales con muchos nombres del cine mundial, entre los que se cuentan Roman Polanski, Barbet Schroeder, Néstor Almendros, Bernardo Bertolucci, Paul Schrader, Cantinflas, R. W. Fassbinder, Dominique Sanda, para citar solo unos pocos ejemplos. “El grupo de Cali”, con Caicedo a la cabeza, consiguió maravillosos encuentros con las actrices Katy Jurado y Ofelia Medina, con el director warholiano Paul Morrissey o con la diva del horror Barbara Steele. Las entrevistas son un género periodístico que a Andrés le encantaba cultivar y, con la gente del cine, lo desarrolló con permanente entusiasmo. En Cartagena, olvidándose del mar y de la brisa, en el delirio y la impaciencia de los ratos libres, en los respiros helados del ron Tres Esquinas, nacieron también otras páginas caicedianas de necesaria mención. Aquí están, entonces, los mejores ejemplos de la actividad periodística de nuestro corresponsal y sus resultados finales, tal como él quería verlos publicados. Hay que anotar, de todas maneras, que en marzo de 1977 se estaba desarrollando una nueva edición del Festival de Cartagena. En esos días, Andrés Caicedo puso fin a su existencia, luego de no haber podido renovar la corresponsalía con el diario El Pueblo. Pero ya la decisión suicida estaba tomada y nada se podía hacer.
MEMORIAS DE UNA CINESÍFILIS
En 1973, Andrés estuvo por primera vez en los Estados Unidos. “El país de Alphaville” era un país poblado de fantasmas que Caicedo debería exorcizar en carne propia y así lo hizo, a los veintiún años, aprovechando una visita a su hermana Rosario (la “vaga estrella de la osa mayor” de Andrés). De esta época es su entrevista a Sergio Leone y, suponemos, corresponden también unos diarios sin fecha. Al año siguiente, en 1974, viaja, en compañía de Luis Ospina, al Festival de Nueva York. Allí verían durante varios días la responsable suma de seis películas diarias y Andrés se ocuparía en redactar una serie de notas personales, las cuales darían como resultado, vía “ficcionalización”, el relato titulado “Pronto: (fragmento de unas tales Memorias de una cinesífilis, encontradas en una botella en las riberas del Canal de Panamá)”. La lectura de estos textos provoca el mismo entusiasmo que una pieza narrativa, y de hecho Andrés pretendía, en algún momento, extender este espíritu en una novela de privadas y arbitrarias reflexiones cinéfilas.
El capítulo presente comienza con un boletín sobre vampiros, publicado en 1971, como material adjunto para el Cine-Club de Cali. Allí hay varias ficciones cortas, entremezcladas con análisis de la película El bebé de Rosemary de Roman Polanski. Volvemos a destacar la presencia de sus Destinitos fatales, título irónico extraído de la “traducción” al español de un film de Roger Corman: Tales of Terror (Destino fatal), con Vincent Price. En esta parte de nuestra recopilación, no hemos respetado la cronología que nos hemos propuesto en todo el libro, pero, por razones dramáticas y de “montaje” nos queda mucho mejor así. Seguimos con los cuentos “El espectador” y “Los mensajeros”, ambos de 1969, el año de mayor producción narrativa de Caicedo. Este último relato, premonitorio y poético, es quizás uno de los mejores ejemplos adolescentes del talento literario de nuestro autor.
Después de los apartes de sus Diarios, finalizamos esta cinesífilis con un texto bastante particular: “Entrevista a una comedora de cine”, publicado originalmente en el diario El País de Cali, en 1975. Este “reportaje” recoge todos los elementos que poblaron la imaginación frenética de Andrés: humor, nostalgia, obsesión, Lilith de Robert Rossen (“la mujer con la vagina en la cara”), la pasión por las salas de barrio, la feliz amargura. Fue publicado con fotos de la actriz Jean Seberg y, de alguna manera, está inserto dentro de la galería de “mentiras piadosas” del travieso Caicedo. Todas estas narraciones, unidas por la pasión por el cine, están escritas con una prosa feliz, entusiasta y perturbadora. Tienen el tono de la literatura fantástica y están pobladas por criaturas solitarias, tercas y apocalípticas, muy parecidas al cerebelo impaciente de Caicedo. Se insertan a la perfección con el espíritu general de todos sus artículos críticos y, de alguna manera, son una relectura de muchas películas y la inserción de un mundo personal, dentro de los límites cerrados de la pantalla.
Andrés entonces se acomoda sus gafas, decide no parpadear, se ahorra los tartamudeos, se arma de valor sin mirar el infierno del papel en blanco, acomoda los pies tibios sobre el piso helado y, de un solo impulso, se deja llevar por las palabras y los caprichos una, dos, tres, muchas cuartillas, avanza por el trágico sendero de la amargura, le presta personajes a sus recuerdos, se ríe de sí mismo, tabletea sin mirar el reloj, le echa mano a las aventuras y a las arbitrariedades, se engaña, aprovecha el mal tiempo y la buena cara para rendir homenajes, no respeta a nadie, se da cuenta de que la cosa le funciona y, claro, no para, sigue adelante, no contesta el teléfono, deja que sus dedos se desinhiban para que la sangre flote sin contemplaciones en el delirio de los atardeceres, diez, once, quince páginas más, la cinta de la máquina se enreda, abre la boca, se come sus propias palabras, cabalga por praderas antes visitadas, saluda a sus viejos amigos del cinematógrafo, pregunta si en los films mudos el cambio de plano “suena”, se entrevista a sí mismo, arranca las páginas del rodillo, vuelve a empezar, lo lee todo, reescribe una y otra vez lo antes pensado, se da cuerda, se “desempepa”, se agota entre nervios frágiles, imagina los estudios del Río ya solitarios, oxidados en el paisaje atómico de Chipichape, revive la experiencia de las proyecciones vespertinas, del sueño solitario del Teatro Sucre, de las calles sin pavimento, ataca a sus mujeres pretéritas, a las que visitaba como en un tango en las ventanas cerradas, salud, se come un helado, se le cae la crema sobre los zapatos, se desnuda pasito sobre sus propias palabras y, zas, así concluye, leyendo sin prisa los recuerdos, hasta escuchar, en un reloj lejano, que la alarma se aproxima y ya es tiempo de levantarse y pasar al capítulo siguiente.
Nota a la presente edición: una de las grandes pasiones literarias de Andrés Caicedo fue la obra del escritor estadounidense Edgar Allan Poe. En uno de sus relatos, “The Purloined Letter”, el detective Dupin resuelve el misterioso caso del robo de una carta que, en realidad, se encontraba a la vista de todos. En la presente introducción, citamos una broma de Caicedo extraída de su artículo consagrado a Pier Paolo Pasolini que, de manera inexplicable, desapareció de las anteriores ediciones de Ojo al cine: lo más evidente (en este caso, uno de los textos esenciales de Caicedo) se había escapado sin dejar rastro. En esta edición corregimos el error y le abrimos un más que merecido espacio.
En su correspondencia Caicedo confiesa no sentirse contento con dicho estudio y, de alguna manera, se arrepiente de sus planteamientos. Sin embargo, eran muy frecuentes dichos cambios en sus opiniones y el análisis integral sobre la obra de Pasolini no fue una excepción. Nos queda la curiosidad de saber, por ejemplo, qué pensaría Andrés de la versión restaurada del documental La rabbia que, en su tiempo, se llamó Amore e Rabbia, dos episodios dirigidos por el realizador de Teorema y Giovanni Guareschi. El Pasolini/Caicedo se publicó en el suplemento dominical del diario El Pueblo de Cali y en el doble número 3 - 4 de la revista Ojo al cine (1976). El texto fue escrito el 22 de septiembre de 1975, un mes y once días antes del brutal asesinato del escritor y cineasta italiano. En la conclusión del artículo pareciera que Andrés “previera” el desenlace fatal de los acontecimientos.
Es preciso agregar que Andrés nunca vio Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975), la cual se estrenó en Colombia en el Festival de Cine de Cartagena, un día después de su suicidio. Como anécdota adicional podemos contar que Carlos Mayolo, en alto grado de alicoramiento, gritó y protestó en la proyección, afectado por la muerte de su amigo. “¡Público hijueputa!” exclamó, mientras corrían las imágenes de la célebre secuencia en la que, literalmente, los actores comen mierda. Mayolo fue retirado del Teatro Cartagena y conducido a una estación de Policía por escándalo público. En el calabozo, según contaría después, ocurrían peores escenas que en la película de Pasolini y eso sí que era escándalo público: un grupo de policías borrachos obligaba a una prostituta a hacerles la fellatio a través de las rejas. Visita del Marqués de Sade en el trópico.
(Caliwood, Estudios del Río, 1984-2017).
LA POLÍTICA DEL AUTOR
DE LA CRÍTICA ME GUSTA LO AUDAZ, LO IRREVERENTE
LA ENCUESTA
¿Qué es la crítica cinematográfica para el crítico colombiano?
Como desconozco el significado de la posible continuidad de los otros críticos, esta y las otras respuestas serán estrictamente subjetivas. La crítica es para mí un intento de desarmar, por medio de la razón (no importa cuán disparatada sea), la magia que supone la proyección. Ante la oscuridad de la sala el espectador se halla tan indefenso como en la silla del dentista.
Comenzar a pensar en el proceso de montaje, de cambio de rollos, de alteraciones en el color, etc., es una especie de posición de defensa, de decir: “comprendo esto, veo los trucos, no me pueden engañar, y el resultado de esta relación entre la pantalla y mi persona no puede ser la alienación”. Esto lo digo teniendo en cuenta que la gran mayoría del material que se exhibe en Colombia es el producto medio USA, italiano y mexicano, y que este depende en gran parte del engaño para lograr un éxito comercial. Cuando uno ya ha comprendido esto, cuando ya se ha adoptado un mecanismo intelectual de defensa propia, el paso a seguir es comunicar este mecanismo primero a los amigos, después al público en general. Para lograr esto, claro, se necesita tener acceso a una clase de medio de comunicación. Y para el caso del producto fílmico sincero, de buena calidad, la tarea del crítico es encontrar la forma de apreciar al máximo la diversión, y lograr, en últimas, que el espectador atento se divierta en la lectura de la exposición de argumentos.
¿Cuál cree usted es la posición que asumen los críticos colombianos: terrorista o paternalista frente a la obra cinematográfica? ¿Por qué?
Primero que todo, considero que es más saludable una actitud terrorista que paternalista. Pero para lograrla es necesario contar con un medio propio, como es el caso de nosotros con la revista Ojo al Cine. Cuando un crítico enfrenta una serie de condiciones con las distribuidoras y con el exigente gusto mediocre del espectador medio, su crítica se irá ablandando, irá haciendo concesiones, no importa que muchas sean involuntarias. Ugo Barti y Carlos Álvarez han escrito terrorismo, pero hoy por hoy el panorama es mucho menos alentador.
Hay que alertar al espectador, darle conciencia del peligro que significa el acto aparentemente trivial de ir a cine, convencerlo de que la mayoría de las veces detrás del producto se encuentra una ideología dirigida en forma vertical contra el consumidor. Hay que desmitificar los falsos valores, las grandes celebridades, los mensajes de “gran” importancia. Uno encuentra muchas veces lo mejor en lo trivial. Dedicarle la atención necesaria a la importancia de Jerry Lewis es un acto de terrorismo. Arremeter contra el cine político italiano o contra un film como El pasajero también. Siempre, de la crítica, me ha gustado lo insólito, lo audaz, lo irreverente, lo maleducado. Para esto sería bueno encontrar un método que universalice lo personal. Cada gusto es una aberración.
Dado que el cine ha alcanzado niveles artísticos que el común de la gente ignora, ¿cuál cree que es la tarea de nuestros críticos?
Si aceptamos que el cine atraviesa una etapa de decadencias generales, se le hace entonces una nueva cuestión a la pregunta. Lo que más me molesta de algunos críticos es el falso entusiasmo de sus primeros escritos, cuando creen haberlo comprendido todo. En realidad, lo único que han hecho es hacer consciente la comprensión inconsciente del espectador. Yo no creo que la gente “ignore” los avances del cine: tal vez, lo que pasa es que no los distingue. Entonces ya respondí a esto en la primera pregunta.
El público debe orientarse por las indicaciones del crítico, es cierto, pero este debe poner en tela de juicio los presuntos “avances” del cine: por ejemplo el uso del zoom, del montaje sincopado, el alejamiento de las formas clásicas, el exotismo del colorido, etc. Los niveles artísticos pueden seguir analizándose según la política de los autores, según la evolución de la carrera de cada director.
Teniendo en cuenta la influencia y credibilidad que tienen muchos críticos colombianos en la sociedad, ¿son ellos manipulados o manipuladores? ¿Por qué?
Tal vez el que más influencia tenga sea Alberto Duque López, pero él es más bien un manipulado, y no precisamente por culpa suya. Cuando yo escribía casi a diario para Occidente y más recientemente para El Pueblo, tuve una cierta influencia en el occidente del país, pero siempre estaba sujeto a interpolaciones mal hechas, recortes por falta de espacio o por censura, etc. De allí que haya decidido lanzarme a la empresa de sacar una revista especializada, la cual tendría mucha más influencia si pudiera salir con más periodicidad. Además ¿qué es lo que uno puede llegar a manipular? Ciertamente no el gusto del espectador. Uno podría manipular una costumbre, una elección de programa, pero de todos modos la palabra no es apropiada.
¿Usted cree que nuestros críticos, como tales, hacen progresar el arte? ¿Por qué?
Los críticos solo pueden dar testimonio del progreso del arte, si lo hay. ¿Pero y el caso de la Nueva Ola y del famoso grupo Cahiers? Sus escritos hicieron que directores como Aldrich, Preminger, Hitchcock, etc. mejoraran o modificaran sus obras. La crítica es un testigo perplejo de los avances del arte, y en su temor indefenso y desbandado, hace progresar el objeto de su devoción. ¡Oh, de los vanos caminos!
¿El crítico debe estar comprometido con una ideología? ¿Por qué?
Claro que es mejor opinar, escribir desde unos postulados concretos. Pero se ha dado mucho el caso del crítico o aun del artista que termina en una situación de inercia y esterilidad porque de pronto en una ideología dada encuentra la fórmula “perfecta” para resumir la función del arte, y el sujeto interesado se encuentra con que esta función no existe, con que solo empieza a mandar la ideología; de allí que uno tenga que hacerse a una posición más política que otra cosa. Es mejor hablar en términos de moral, de posición personal del crítico ante la obra de arte. Digamos que esta moral tiene que ser de izquierda y que el análisis del film debe hacerse a partir de la relación de este con la anterior carrera del director, con su género y con la sociedad a que pertenece. Un film sí puede expresar su ideología y tratar de hacer que esta cumpla una función, un cambio que se opere por el divertimento, comenzando por eso. Operando desde una tendencia política el crítico puede ayudar a imponer los conceptos de su ideología, y si varias tendencias ofrecen elementos válidos para el análisis, vale la pena dedicarles atención, no importa que en últimas las tendencias sean opuestas en sí mismas. Uno siempre termina por escoger una.
¿Ustedes escriben para un determinado número de personas o llegan a la gran masa?
Si se escribe en un periódico de alto tiraje, se llega a la gran masa. Si se escribe desde una revista como Ojo al Cine, los lectores no serían más de dos mil (a no ser que se emplee la publicación en una ponencia o discusión pública, etc.). Si uno escribe para el espectador medio, se tiene que emplear un método didáctico, una fraseología sencilla, una construcción directa, informativa sobre todo. Si uno escribe para el cinéfilo o el cineasta, lo que se busca es hacer que él compruebe sus teorías. Muchas personas pueden pensar novedosamente sobre un film, pero unas pocas son las que escriben sobre ello. El crítico debe buscar un reconocimiento, una estimación en el grupo de gente que haya escogido. La gran masa mira al crítico de cine con desconfianza; lo juzgan impertinente, pretencioso y especulador: creen que es un improperio que alguien escriba tantas cosas sobre unas imágenes que todo el mundo ve y comprende. Pero lo que se pretende es que el espectador vea de una sola forma el film, la que sea más adecuada. Esta depende, en todo caso, de los avances que se hagan en la teoría.
¿Son nuestros críticos teóricos o técnicos? ¿Por qué?
Hacer el análisis técnico de un film, secuencia por secuencia o el análisis de una sola secuencia es un procedimiento muy interesante, arduo de hacer y un poco injustamente reconocido, porque puede dar la impresión de ser estéril. Pero ayuda mucho en cuanto a la comprensión del lenguaje particular del director o del film sólo en su contexto social; si no estoy mal, esto en Colombia se ha realizado únicamente a través de las páginas de Ojo al Cine, y en algunas exposiciones de Hernando Martínez. El resto de críticos no son ni siquiera teóricos sino interpretativos, analíticos aproximativos. Abunda aún el afán de encontrar simbologías o correspondencias argumentales en los films. Importa más, creo yo, la correspondencia visual, la imaginería iconográfica que una guía de las preferencias, arbitrariedades, obsesiones y aberraciones del autor.
¿Algo más?
No, peladas. Felicitaciones por la encuesta.
Nota: En agosto del año pasado (1976), un grupo de estudiantes de la facultad de Comunicación Social de la U.P.B., elaboró una encuesta que fue enviada a los principales críticos de cine del país. El propósito fundamental era confrontar pareceres sobre la crítica cinematográfica en Colombia. Por ese entonces Andrés Caicedo colaboraba con el periódico El Pueblo y dirigía la revista Ojo al Cine. Sólo él dio respuestas a las preguntas que le formularon Silvia Jaramillo, Luz Elena Castro y Blanca Victoria Ramos. Los demás se quedaron en silencio.
ESPECIFICIDAD DEL CINE
Un día de los inocentes de 1895, en París, los hermanos Louis y Auguste Lumière realizaron la primera proyección pública del cine, tal como se conoce hoy. Estos inventores, cuyo apellido es “Luz”, se retiraron voluntariamente de toda actividad cinematográfica tres años después, por razones que ellos mismos admitirían: “nos declaramos incapaces de sostener una competencia”. En efecto, lo que ellos creyeron no pasaría de ser una curiosidad científica (fotografías proyectadas a una cierta velocidad para dar la ilusión del movimiento) se convirtió en tres años en una complicadísima forma de espectáculo y de industria. Cuatro meses después de la gran velada nocturna de los Lumière, Thomas Alva Edison (inventor del bombillo) patentó en Estados Unidos proyector y cámara tomavistas, y desde ese momento Estados Unidos se convirtió en el país de mayor y más influyente producción. Para los Lumière era una curiosidad. Para Georges Méliès, el segundo director más importante, en orden cronológico, en la historia del cine, era un arte; ambos se vieron obligados a retirarse (Méliès, más que retirarse, quebró) ante los empujes de la industria cinematográfica norteamericana. Las cosas no han cambiado mucho hasta el día de hoy. Estados Unidos se dedicó a mostrar aspectos cotidianos de la vida, incluyendo algunas veces una que otra farsa moral de carácter edificante. No sería sino después de la Revolución Bolchevique de 1917, que se encontró en el cine un potencial de comentario dirigido: ya no se trataba de mostrar la realidad sino de transmitir ideas, contando, de antemano, con grandes posibilidades de aceptación en el espectador. Es decir, se logró la seguridad de que si se pegaban seis planos de tres formas diferentes se lograrían tres ideas o emociones diferentes en el espectador, y que con toda seguridad este las transmitiría a sus allegados, parientes y amigos. El cine se convirtió en una forma de agitación política de probada eficacia, al servicio del partido.
Estas circunstancias básicas no han cambiado hasta el día de hoy.
Pues si el control del partido sobre el contenido (es decir, la forma) de los films soviéticos, debido a una estricta militarización en la cultura, han convertido al cine soviético en la lamentable expresión artística que es hoy, el espíritu, formas de puesta en escena y de montaje de la Rusia de la época, ha pasado a ser expresión de los países del tercer mundo que más sufren la dominación económica y cultural del imperialismo.
De más está, pues, aseverar que, por el doble carácter de arte y de industria altamente rentable que tiene el cine, está ligado a una serie de aconteceres de orden político, y que tiene que ver, en su funcionamiento, con las organizaciones políticas propiamente dichas. Esta politización de la industria, por así decirlo, se ha agudizado en los últimos años, cuando la decadencia del sistema capitalista ha obligado a investir a su producto medio industrial, de toda una ideología dirigida, es decir, apartándose cada vez más del “humanismo” e “imparcialidad” de que se jactaban hacia los años cuarenta.
Lo que comenzó siendo la distracción ideal para los analfabetos, es hoy el arte de los analfabetos. Un cine como el mexicano, especialmente preocupado en fomentar la c
