Yo soy la perra

VARINIA PAINIVILO

Fragmento

LECCIÓN UNO. Las perras no sudan

LECCIÓN UNO

Las perras no sudan

Pu, pu, pu, ¡puaj!

¡A la mierda sus calzones! ¿Qué se supone que era eso? ¿Una carpa? ¿Un toldo para cubrirse del sol?, fue lo primero que me pregunté cuando Paz me despertó en mitad de la clase. Yo levanté la vista —el peor error de toda mi puta vida— y me encontré de frente con el culo de elefante de la profesora. Un escalofrío recorrió mi espalda al notar cómo se le incrustaban los calzones de una manera poco femenina en sus glúteos.

—¡Paz, estaba dormida! —le reclamé por lo bajo a mi seudoamiga y con el tacón le pisé el pie. Bien merecido se lo tenía, por maldita. Mi sueño estaba increíble y el paisaje que me encontré al abrir los ojos había sido horrible—. Me da flojera escucharla, siempre es lo mismo. Además es ciega o me quiere mucho; no se molesta si duermo —me quejé, cruzando otra vez mis brazos sobre la mesa para que me sirvieran de almohada.

—Savannah, te estaba hablando de algo importante. Tienes que hacer una buena campaña para que te elijan reina a fin de año, ¿okey? Como tu mejor amiga te lo ordeno, no quiero lloriqueos después —dijo la rubia de ojos verdes y pelo crespo mientras seguía tomando notas.

Subí la mirada y puse los ojos blancos. En realidad, no me importa ser la reina de la graduación, aunque muchos de los descerebrados, cerebrados, nerds, hípsters, gente normal y retroevolución de monos que van al mismo colegio que yo, lo piensen. Solo por ser quien soy, tengo que ser la reina. Es una obligación social no explícita que no puedo obviar, pero no me interesa en lo más mínimo llevar ese pedazo de plástico sobre mi pelo. Sí, soy popular; la más popular, soy la capitana del equipo de porristas, organizo todos los eventos estudiantiles, presento todos los premios del colegio y, además, soy bonita... Entienden el punto de que soy lo máximo, ¿verdad? (Inserte un poco de sarcasmo aquí.) Cumplo con el prototipo de rubia-muñeca-barbie-sincabeza, pero en el fondo soy mucho más que eso, aunque nadie lo acepte, por mi apariencia. Todo gracias a las novelas, películas y teleseries de los 90 que se encargaron de mostrarnos a las rubias así.

Yo soy el resultado de eso y me he ganado un odio inmerecido simplemente por ser una niña que cuando entró al colegio necesitaba exceso de atención. Por eso y por el simple hecho de ser simpática y no usar sudaderas anchas, muchas mujeres me comenzaron a tomar rabia —sí, como esa que les da a los perritos—. ¿Se pueden imaginar a una chica de catorce años llegando al primer día de clases con una tremenda necesidad de ser florero de mesa, payaso de circo, el alma de la fiesta, el rojo del poto del mono colorado, teniendo que escuchar los insultos más dolorosos y feos solo por vestir de rosado? Pues eso fue exactamente lo que me pasó a mí y es por eso que decidí que, si todo el mundo me iba a llamar perra por ser amiga de los hombres y vestirme bien, entonces sería una perra de verdad.

El timbre sonó y me sacó de mi ensoñación. Lentamente me refregué los ojos y me corrí el rímel sin querer. Busqué un pequeño espejo en el bolso que papi —uno de mis dos papás— me había regalado en mi último cumpleaños. Me miré y gemí con dolor: había quedado como mapache estrujado en el agua. Rápidamente y sin que nadie me viera —okey, mi reputación es algo que me gusta y que no quisiera perder, aunque sea lo más estúpido y frívolo del mundo— me limpié y quedé impecable. Le sonreí a mi reflejo y susurré un «qué guapa eres». Tomé mi bolso mientras Paz hacía lo mismo y salimos juntas de la clase de historia. Unas compañeras de esas que pueden ser catalogadas como «normales», las que no se visten ni bien ni mal y que no duele mirarlas a la cara, pasaron por nuestro lado corriendo, mientras los chicos hacían lo mismo dando botes a la pelota de básquetbol. Nos tocaba la clase de educación física —entiéndase por ella: correr, sudar y hacer miles de ejercicios para hacer sufrir a ese alumno que apenas termina el bloque corre a comprar cualquier cosa que tenga pegadas en su envase todas las etiquetas de alto en calorías, alto en sodio, alto en grasas saturadas—, así que nos dirigimos con total calma hasta el primer piso, donde está el triatlético.

Estudio en un colegio privado, el más grande de la ciudad. Como en toda escuela, hay de todo, incluida gente a la que no soporto, que no paso con vaselina ni con el pastel más rico del mundo, y por lo mismo me encargo de hacer sus vidas más miserables. Son personas como la chica que venía caminando en dirección contraria a la nuestra y que, muy para su pesar, estaba leyendo un libro. Llevaba jeans, un suéter demasiado ancho, zapatillas rayadas y audífonos. Sonreí de la manera más perversa —digna de ganar un Oscar— y cuando estaba a punto de pasar por mi lado, agarré la correa de su bolso, crucé de forma muy poco elegante mi pie por entre los suyos y tiré la correa de cuero. La muy tonta, llamada Sofía, tropezó varias veces con sus propias piernas, torpes y mal depiladas, hasta que cayó al suelo de estómago —un, dos, tres, al piso..., estilo militar—. Su libro saltó lejos, al igual que el bolso y los anteojos. Se arrodilló y buscó las gafas a tientas, se las puso, me miró por un segundo y luego bajó la vista. Seguro que los que me vieron ya estaban diciendo cosas horribles sobre mí, la perra pérfida y popular, pero nadie sabe que, en realidad, ella, la callada, torpe, estúpida y mal vestida de Sofi, es una arpía.

La miré por unos segundos, desafiante, esperando que se levantara y me dijera algo como en el pasado, que me gritara un par de cosas o simplemente que me sonriera, pero no, la rata no hizo nada: recogió sus cosas y se alejó rápido. Paz me observó con los labios entreabiertos y luego sonrió. «Otra tonta», pensé de inmediato, mientras seguíamos caminando hacia el gimnasio. A Paz la estimo, aprecio lo que hace: me acompaña y me presta su rouge cuando el mío se me queda en casa, pero, aunque me duela admitirlo, ella está conmigo porque le gusta la popularidad y se esfuerza cada día por entrar más y más en ese mundo. Disfruta con cosas tan básicas como verse linda, tener a chicos guapos cerca, pasarlo bien y ser reconocida en todo el colegio. Lo que para ella es una vida, para mí es nada más que una obligación, un refugio al que me tuve que lanzar desesperadamente por culpa de personas como Sofía.

Apenas llegamos a los camarines lancé mi bolso (otro mito que voy a derribar: no existen hombres, ni siquiera los de cursos inferiores, que les carguen las mochilas y les lleven un jugo light en bandeja a las chicas populares. Nosotras tenemos que llevar nuestras cosas so-li-tas) y saqué mi ropa de entrenamiento. Caminé hasta el vestidor que ocupaba siempre mientras otra idiota, arpía y falsa mujer, estaba a punto de entrar.

—Fuera —dije con la voz neutra—; yo paso primero. Estoy atrasada.

Ella me miró y apretó la mandíbula. Esperé que respondiera algo para poder

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos