Sylvia

Jill Hathaway Wheeler

Fragmento

 

Título original: Slide

Traducción: Luis Noriega

1.ª edición: marzo 2012

 

© 2012 by Jill Hathaway

© Ediciones B, S. A., 2012

para el sello B de Blok

Consell de Cent 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.10384-2012

ISBN EPUB:  978-84-9019-044-9

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A mi madre,

que me inculcó el amor por las palabras,

y a mi hija,

con quien espero hacer lo mismo.

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

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Epílogo

 

1

 

Me desplomo sobre la mesa, luchando por mantener los ojos abiertos. Una gota de sudor serpentea por mi espalda. Aunque apenas es octubre, debemos de estar a casi treinta grados aquí dentro. Cuando nos quejamos, la señora Winger farfulló algo sobre esperar a que el conserje repare el termostato.

Junto a mí, doblado sobre su pupitre, Icky Ferris lee a tropezones Julio César. Se supone que estamos leyendo la obra en parejas, pero su tono monótono, sumado al ininteligible lenguaje shakespeariano que pone calientes a los profesores de Lengua, me produce una modorra insoportable.

El calor es uno de los principales desencadenantes, y todo indica que Shakespeare es otro. Puedo sentir cómo el calor asciende por mi columna vertebral, arrastrándose como un ciempiés. Eso me recuerda la vez que, en pleno agosto, viajé en el coche de papá con el cojín calefactor encendido por error.

En el libro, las palabras se apelmazan formando líneas borrosas de color gris, y sé que no tardaré en perder la conciencia. Todo se pone patas arriba y el salón comienza a girar a mi alrededor, mientras los bordes de los objetos se difuminan y se confunden. Busco algo en lo que pueda concentrarme y termino mirando fijamente un póster edificante con la foto de un gatito colgado de la rama de un árbol. La leyenda reza: ¡AGUANTA, CHICO! Mientras lo miro, la cabeza del gatito empieza a fundirse. Me dejo escurrir en la silla.

Hay ciertas señales que anuncian que voy a desvanecerme: párpados caídos, músculos laxos como espaguetis, rostro lívido. Mis compañeros han visto lo que me sucede suficientes veces, de modo que pueden saber qué es lo que está ocurriendo.

—Sylvia —sisea Icky y aplaude delante de mi cara—. Espabila.

Parpadeo y me concentro en él. Icky lleva melena y tiene una obsesión muy poco saludable por las armas de fuego, pero me cae bien. Sin duda, se muestra mucho más compasivo que la mayoría de los chicos de la escuela.

—¿Te encuentras bien? —pregunta.

Para entonces, tengo a todos mirándome con atención. En realidad, el que me desmaye en mitad del salón no es ya ninguna novedad, pero sí es un acontecimiento capaz de romper la monotonía de un aburrido día de octubre. Desde que los perros antinarcóticos encontraron una bolsa de maría en la taquilla de Jimmy Pine, no ha habido nuevos chismes, y eso fue hace ya un par de semanas. De ser posible, prefiero evitar desvanecerme delante de estos buitres.

Me levanto y me acerco a la señora Winger, mi maestra de Lengua. Algo en su ordenador la tiene absorta por completo: un solitario probablemente. Ella es la única que no se ha dado cuenta de que casi me desmayo. Su gran escritorio se encuentra al fondo del salón para permitirle ignorarnos. Unos tras otros, los ojos de mis compañeros se alejan de mí y vuelven a sus libros.

—¿Puedo ir al lavabo? —pronuncio mis palabras en voz baja, con humildad.

Ni siquiera aparta sus ojos de la pantalla del ordenador. Si lo hiciera, podría darse cuenta de que soy yo, Sylvia Bell, la chica con el problema de narcolepsia, y recordaría que se le ha pedido que me deje abandonar el salón de clases siempre que lo necesite.

Venga, déjame ir. DÉJAME.

El salón da vueltas y siento que las rodillas se me doblan.

—¿No puedes esperar a que la clase haya terminado? —la voz de la señora Winger está cargada de desprecio, me tritura dejándome convertida en trozos minúsculos que ella pueda tirar a la basura con facilidad.

Aún sin mirarme, mueve una pila de c

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