UNO
En el tejado de la Casa Blanca, escondido en un rincón del paseo, hay un trozo de revestimiento suelto, justo en el borde del solárium. Si se manipula con delicadeza, se puede despegar lo suficiente para dejar al descubierto un mensaje que alguien grabó debajo con la punta de una llave o tal vez con un abrecartas robado del Ala Oeste.
En la historia secreta de las primeras familias —un aislado vivero de chismosos que han jurado guardar discreción total respecto de muchas cosas so pena de muerte— no se sabe con seguridad quién lo escribió. Lo único que, por lo visto, la gente sabe a ciencia cierta es que tan solo el hijo o la hija de un presidente puede haber tenido el atrevimiento de pintarrajear la Casa Blanca. Hay quien jura que fue Jack Ford, con sus discos de Jimi Hendrix y la habitación de dos alturas que tenía asignada, contigua al tejado para poder salir a fumar por la noche. Otros afirman que fue Luci Johnson de jovencita, con su ancha cinta en el pelo. Pero da lo mismo. La pintada continúa allí, a modo de mantra privado para quienes sean lo bastante ingeniosos para dar con ella.
Alex la descubrió a la semana de estar viviendo en la Casa Blanca, y nunca le ha revelado a nadie cómo.
Dice lo siguiente:
REGLA N.º 1: QUE NO TE PILLEN
Los dormitorios del Este y el Oeste de la segunda planta por lo general se reservan a la Primera Familia. Inicialmente fueron diseñados como un único dormitorio gigantesco para las visitas del marqués de Lafayette durante la administración Monroe, pero al final se dividieron. Alex tiene el del Este, ubicado enfrente de la Sala de Tratados, y June utiliza el del Oeste, situado junto al ascensor.
Cuando eran pequeños y vivían en Texas, tenían los dormitorios organizados de igual forma, a uno y otro lado del pasillo. En aquella época se sabía cuál era la ambición de June aquel mes en concreto observando qué era lo que cubría las paredes. A los doce años, eran pinturas a la acuarela. A los quince, calendarios lunares y fotografías de cristales de roca. A los dieciséis, recortes de periódico de The Atlantic, un banderín de la Universidad de UT Austin, Gloria Steinem, Zora Neale Hurston, y extractos de los papeles de la sindicalista Dolores Huerta.
La habitación de Alex estaba siempre igual, simplemente iba abarrotándose cada vez más de trofeos de lacrosse y deberes del instituto. Todo ello está acumulando polvo en la casa que aún conservan allí. Colgada de una cadena, alrededor del cuello, siempre oculta a la vista, Alex lleva la llave de esa casa desde el día que se marchó a Washington.
Ahora, la habitación de June, situada en el otro lado del pasillo, es un luminoso espacio pintado de blanco, rosa suave y verde menta, fotografiado por Vogue y, según se dice, inspirado en las revistas de interiorismo de los años sesenta que encontró en uno de los salones de la Casa Blanca. La habitación de Alex fue en otra época el cuarto de los niños de Caroline Kennedy, y más tarde, sirviendo de justificante para que June quemase un manojo de salvia a fin de limpiarlo de malas influencias, el despacho de Nancy Reagan. Alex ha conservado las ilustraciones de paisajes que colgaban encima del sofá formando una cuadrícula simétrica, pero en las paredes ha cambiado el tono rosa de Sasha Obama por un azul oscuro.
Lo típico, al menos durante estas últimas décadas, es que los hijos del presidente dejen de vivir en la Residencia cuando cumplen dieciocho años, pero Alex empezó a estudiar en Georgetown el mes de enero en que su madre juró el cargo, y, logísticamente, tenía sentido no dividir el personal de seguridad ni los gastos comunes para proteger también el apartamento de un solo dormitorio en el que iba a vivir él. Aquel otoño llegó June, recién salida de la Universidad de Texas. Ella nunca lo ha dicho, pero Alex sabe que se mudó a la Casa Blanca para poder vigilarlo a él. June sabe mejor que nadie lo mucho que le gusta a su hermano estar donde está la acción, y en más de una ocasión ha tenido que sacarlo a rastras del Ala Oeste.
Tras la puerta de su dormitorio puede sentarse a escuchar a Hall & Oates en el tocadiscos que tiene en el rincón, y nadie lo oye tararear Rich Girl como su padre. Puede ponerse las gafas de leer que siempre insiste en que no necesita. Puede fabricar meticulosamente todas las guías de estudio con pegatinas de diferentes colores que se le antojen. No va a ser el congresista electo más joven de la historia moderna sin habérselo ganado, pero no es necesario que la gente sepa el gran esfuerzo que le está costando. Su prestigio de sex symbol se vendría abajo.
—Eh —dice una voz desde la puerta, y al levantar la vista del portátil ve a June que asoma la cabeza al interior de su habitación, con dos iPhones y un fajo de revistas bajo un brazo y un plato en la mano. Entra y cierra la puerta con el pie.
—¿Qué has robado hoy? —le pregunta Alex a la vez que aparta a un lado el montón de papeles que hay encima de la colcha.
—Un surtido de dónuts —responde June sentándose en la cama.
Va vestida con una falda tubo con tablas de color rosa y terminadas en punta. Alex ya se imagina las columnas de moda de la próxima semana: una foto de su hermana con el atuendo que lleva hoy, una pista para algún anuncio patrocinado que hable de las faldas con tablas para la mujer moderna y profesional.
A saber qué ha estado haciendo su hermana todo el día. Mencionó una columna para el Washington Post, ¿o era una sesión de fotos para su blog? ¿O las dos cosas? Nunca consigue seguirle el ritmo.
June ha colocado sobre la colcha las revistas que traía y ya ha empezado a hojearlas.
—¿Qué, poniendo tu granito de arena para mantener viva la industria del cotilleo?
—Para eso he hecho la carrera de periodismo —replica June.
—¿Hay algo interesante esta semana? —pregunta Alex al tiempo que coge un dónut.
—Veamos —responde June—. In Touch dice que... estoy saliendo con un modelo francés.
—¿Y es verdad?
—Ojalá. —Pasa unas cuantas páginas—. Oooh, y aquí dice que tú te has blanqueado el culo.
—Eso sí que es cierto —responde Alex masticando un dónut de chocolate con cositas por encima.
—Justo lo que pensaba yo —dice June sin levantar la mirada. Después de hojear la mayor parte de la revista, busca en el fondo del fajo y saca People. Empieza a pasar hojas con ademán distraído, porque People solo escribe lo que sus publicistas le dicen que escriba. Contenido aburrido—. Esta semana no hay gran cosa sobre nosotros... Ah, mira, me han puesto como pista en un crucigrama.
Llevar un seguimiento de las apariciones suyas y de su hermano en la prensa sensacionalista constituye una especie de afición ociosa para ella, una afición que unas veces divierte y otras molesta a su madre, y Alex es lo bastante narcisista para permitir que June le lea lo que es más digno de resaltar. Por lo general, son cosas completamente inventadas o textos proporcionados por el equipo de prensa, pero a veces simplemente resultan divertidas. Puestos a elegir, Alex prefiere leer una de los centenares de historias ficticias que cuentan de él en internet, la enésima versión de sí mismo en la que sus admiradores lo pintan dotado de un encanto arrollador y de una increíble resistencia física, pero June se niega en redondo a leerle esas cosas en voz alta, por más que él intente sobornarla.
—A ver qué dice Us Weekly —pide Alex.
—Hum... —June la extrae del montón—. Ah, mira, esta semana salimos en la portada.
Le enseña la brillante portada de la revista, en la que aparece una foto de ellos dos en una esquina, dentro de un recuadro, June con el pelo recogido en lo alto de la cabeza y él ligeramente achispado, pero todavía atractivo, mandíbula cuadrada y pelo rizado y oscuro. Debajo de la foto, en negrita, hay escrito lo siguiente: PRIMERA NOCHE LOCA DE LOS HERMANOS EN NUEVA YORK.
—Desde luego, fue una noche loca —confirma Alex recostándose contra el cabecero alto y forrado de cuero y subiéndose las gafas sobre la nariz—. Dos primeros oradores, nada menos. No hay nada más sexi que un cóctel de gambas y una hora y media de discursos sobre las emisiones de carbono.
—Aquí dice que tuviste una aventurita con una «misteriosa morena» —lee June—. «Aunque poco después de la gala la Primera Hija desapareció en una limusina camino de una fiesta repleta de estrellas, su hermano Alex, de veintiún años y todo un rompecorazones, fue fotografiado entrando en el hotel W para reunirse con una misteriosa joven morena en la suite presidencial, de la cual salió alrededor de las cuatro de la madrugada. Ciertas fuentes del interior del hotel afirmaron haber oído durante toda la noche ruiditos amorosos procedentes de dicha habitación, y corre el rumor de que dicha joven morena no era otra que... Nora Holleran, de veintidós años, nieta del vicepresidente Mike Holleran y tercer miembro del Trío de la Casa Blanca. ¿Podría ser que hayan reanudado su romance?».
—¡Bien! —grazna Alex, y June lanza un gruñido—. ¡Ha pasado menos de un mes! Me debes cincuenta dólares, pequeña.
—Espera un momento. ¿En serio era Nora?
Alex rememora lo sucedido la semana anterior, cuando se presentó en la habitación de Nora con una botella de champán. El romance que vivieron durante la campaña hace un millón de años fue breve, principalmente con el fin de acabar de una vez con lo inevitable. Tenían diecisiete y dieciocho años y desde el principio estaban condenados a fracasar, pues cada uno estaba convencido de ser la persona más inteligente en cualquier ambiente. Desde entonces, Alex ha reconocido que Nora es un cien por cien más inteligente que él, y decididamente demasiado lista para haber salido con él alguna vez.
Pero no es culpa de Alex que la prensa no quiera dejar el tema, que les encante la idea de que estén juntos como si fueran unos Kennedy modernos. De manera que, si Nora y él alguna vez se emborrachan juntos en la habitación de un hotel viendo en televisión la serie El Ala Oeste y haciendo ruidos que imitan gemidos para dar pábulo a la entrometida prensa amarilla, no deberían reprochárselo. Simplemente estaban transformando una situación indeseable en una diversión personal.
Y sacarle dinero a su hermana supone otro aliciente más.
—Quizás —responde arrastrando las vocales.
June le da un coscorrón con la revista, como si fuera una cucaracha especialmente molesta.
—¡Eso es hacer trampas, granuja!
—Una apuesta es una apuesta —le dice Alex—. Dijimos que si surgía un rumor en el plazo de un mes, me pagarías cincuenta pavos. Acepto tarjetas.
—No pienso pagarte —refunfuña June—. Cuando vea a Nora mañana, voy a matarla. A propósito, ¿qué vas a ponerte?
—¿Para qué?
—Para la boda.
—¿Qué boda?
—La boda real —replica June—. La de Inglaterra. Sale literalmente en todas las revistas que acabo de enseñarte.
Levanta de nuevo en alto Us Weekly, y esta vez Alex se fija en el artículo de portada, que lleva un titular en letras enormes que dice: EL PRÍNCIPE PHILIP DA EL SÍ, junto con una fotografía de un heredero al trono británico de físico sumamente anodino al lado de su prometida rubia, igual de anodina, que luce una sonrisa insípida.
Suelta el dónut con un gesto de profunda consternación.
—¿Es este fin de semana?
—Alex, nos vamos mañana por la mañana —le dice June—. Y antes de acudir a la ceremonia tenemos dos actos. No me puedo creer que Zahra todavía no te haya dado la lata con el tema.
—Mierda —gime—. Sé que lo tenía anotado. Me he distraído.
—¿Conspirando con mi mejor amiga contra mí en la prensa sensacionalista por cincuenta dólares?
—No, con mi trabajo de investigación, listilla —replica Alex señalando con gesto teatral el montón de apuntes—. Llevo toda la semana trabajando en él para la clase de Pensamiento Político Romano. Y creía que habíamos acordado que Nora era la mejor amiga de los dos.
—No es posible que estés estudiando de verdad esa asignatura —dice June—. ¿No será que te has olvidado a propósito del evento internacional más importante del año porque no quieres ver a tu archienemigo?
—June, soy el hijo del presidente de Estados Unidos. El príncipe Henry es una figura insigne del Imperio británico. No puedes decir que es mi «archienemigo» —replica Alex. Vuelve a su dónut, mastica durante unos momentos con gesto pensativo y después agrega—: El término archienemigo implica que es un rival para mí en todos los niveles, y no un engreído producto endogámico que probablemente se hace pajas viéndose a sí mismo en las fotos.
—Guau.
—Era un decir.
—Mira, no es obligatorio que te caiga bien, solo tienes que poner cara de estar contento y no ocasionar un incidente internacional en la boda de su hermano.
—Bichito, ¿cuándo no pongo yo cara de estar contento? —protesta Alex.
Hace una mueca de fingirse dolido, y se queda satisfecho con la cara de repugnancia que le devuelve June.
—Aj. En fin, ¿ya sabes lo que vas a ponerte?
—Sí, lo elegí el mes pasado y Zahra me dio el visto bueno. No soy un animal.
—Pues yo todavía no estoy segura de qué vestido llevar —dice June. Se inclina hacia delante y le quita el portátil a su hermano haciendo caso omiso de sus protestas—. ¿Cuál te parece mejor: el granate o el de encaje?
—El de encaje, obviamente. Es para Inglaterra. ¿Y por qué te empeñas en que suspenda esta asignatura? —dice al tiempo que intenta recuperar el portátil, pero se lleva un cachete en la mano—. Vete a ocuparte de tu Instagram o de lo que sea. Eres de lo peor.
—Calla la boca. Estoy intentando encontrar algo que ver. ¡Anda, pero si tienes la película Algo en común guardada en tu lista de favoritos! Vaya, ¿y qué tal va la escuela de cine en 2005?
—Te odio.
—Hum, ya lo sé.
Al otro lado de la ventana el viento barre el césped de los jardines y levanta murmullos entre los tilos. El disco puesto en el tocadiscos del rincón ha llegado al final y ha enmudecido. Alex se baja de la cama, le da la vuelta, vuelve a colocar la aguja, y a continuación empieza a sonar el tema de la otra cara: London, Luck & Love.
A decir verdad, la aviación privada nunca envejece, ni siquiera después de que su madre lleve ya tres años de mandato.
No es que viaje mucho de esta forma, pero cuando lo hace le cuesta trabajo no impedir que se le suba a la cabeza. Él nació en la parte montañosa de Texas, su madre era hija de una madre soltera y de un hijo de inmigrantes mexicanos, todos ellos más pobres que una rata, de modo que los viajes lujosos siguen siendo un lujo.
Hace quince años, cuando su madre se presentó por primera vez como candidata a la Casa Blanca, el periódico de Austin le puso el sobrenombre de Lometa la Improbable. Había escapado de su diminuto pueblo natal, situado a la sombra de Fort Hood, trabajó en cafeterías en el turno de noche para pagarse los estudios de Derecho, y para cuando cumplió los treinta ya estaba defendiendo casos de discriminación ante el Tribunal Supremo. Ella era lo último que cabía esperar que saliera del estado de Texas en mitad de la guerra de Irak: una demócrata de cabello rubio rosado e intelecto rápido que calzaba tacones altos, hablaba con un acento que no intentaba disimular y provenía de una familia con cierta mezcla de razas.
De forma que sigue siendo surrealista que Alex se encuentre ahora atravesando el Atlántico comiendo pistachos y sentado en una butaca de cuero con los pies en alto. Nora está enfrente de él, concentrada en el crucigrama del New York Times, con su melena castaña y rizada cayéndole sobre la frente. A su lado va el corpulento agente del servicio secreto Cassius, Cash para los amigos, sosteniendo otro ejemplar en su enorme mano y echándole una carrera para ver quién lo termina antes. En la pantalla del portátil de Alex aparece desplegado el trabajo para la clase de Pensamiento Político Romano, y el cursor está parpadeando expectante, pero Alex no consigue concentrarse en los estudios mientras sobrevuela el océano.
Amy, la agente secreta preferida de su madre y antigua SEAL de la Marina, que según se rumorea por Washington ha matado a varios hombres, está sentada al otro lado del pasillo. En el sofá, a su lado, descansa un maletín de titanio a prueba de balas repleto de materiales de trabajos manuales, y está bordando flores calmosamente en una servilleta. Alex la ha visto apuñalar a una persona en la rodilla con una aguja de bordar muy parecida a esa.
Y por último está June, a su lado, apoyada en un codo y con la cara enterrada en el ejemplar de People que, de forma inexplicable, se ha traído consigo. Siempre elige el material de lectura más pintoresco cuando tiene que volar. La última vez fue un viejo y manoseado glosario de chino cantonés, y la penúltima fue un libro titulado La muerte le llega al arzobispo.
—¿Qué estás leyendo ahora? —le pregunta Alex.
Ella da la vuelta a la revista para que su hermano pueda ver el artículo a doble página que lleva por título: ¡LOCURA DE BODA REAL! Alex deja escapar un gemido; decididamente, esto es peor que la novelista Willa Cather.
—¿Qué pasa? —protesta June—. Quiero estar preparada para la primera boda real de mi vida.
—Fuiste al baile del instituto, ¿no? —le dice Alex—. Pues imagínate algo igual, solo que en el infierno, y además teniendo que ser amable con todo el mundo.
—¿Te puedes creer que se han gastado 75.000 dólares solo en la tarta?
—Es deprimente.
—Y, además, por lo visto el príncipe Henry va a acudir a la boda sin llevar pareja, y tiene a todos asustados. Aquí dice que —adopta un cómico acento inglés— «se rumorea que el mes pasado estuvo saliendo con una heredera al trono de Bélgica, pero ahora los seguidores de la vida amorosa del príncipe no saben qué pensar».
Alex suelta un bufido. Le parece una necedad que haya legiones de personas que sigan la vida amorosa de los miembros de la realeza, que es intensamente aburrida. Entiende que a la gente le interese dónde mete él la lengua; por lo menos él posee personalidad.
—A lo mejor la población femenina de Europa ha comprendido por fin que Henry tiene el mismo atractivo que un gato mojado —sugiere Alex.
Nora baja el periódico: ha terminado el crucigrama la primera. Cassius le dirige una mirada y lanza una palabrota.
—¿Entonces vas a sacarlo a bailar?
Alex pone los ojos en blanco. Se imagina de pronto dando vueltas por un salón de baile mientras Henry le murmura al oído bobadas acerca del croquet y de la caza del zorro, y ese pensamiento le da ganas de vomitar.
—Qué más quisiera él.
—Ah —dice Nora—, estás sonrojándote.
—Mira —le dice Alex—, las bodas reales son basura, los príncipes que tienen bodas reales son otra basura, y el imperialismo que permite que existan los príncipes es más basura todavía. Todos son basuras de principio a fin.
—¿Ese es tu discurso de TED Talk? —le pregunta June—. Supongo que te das cuenta de que Estados Unidos también es un imperio genocida, ¿no?
—Sí, June, pero por lo menos nosotros tenemos la decencia de no mantener una monarquía —contesta Alex lanzándole un pistacho.
Hay una serie de cosas relativas a Alex y June de las que se informa a los recién contratados en la Casa Blanca antes de que empiecen a trabajar: June tiene alergia a los cacahuetes; Alex suele pedir café en mitad de la noche; el novio que tenía June en el instituto, que rompió con ella para mudarse a California, sigue siendo la única persona cuyas cartas le son entregadas directamente a ella; Alex está resentido desde hace mucho tiempo con el príncipe más joven.
Aunque en realidad no es resentimiento. Ni siquiera es rivalidad. Es más bien un sentimiento de fastidio, de irritación, que hace que le suden las manos.
La prensa sensacionalista —el mundo— decidió nombrar a Alex el equivalente norteamericano del príncipe Henry desde el primer día, dado que el Trío de la Casa Blanca es lo más parecido a la realeza que existe en Estados Unidos. Y nunca le ha parecido justo: su imagen es toda carisma, genialidad e inteligencia con sonrisa de satisfacción, entrevistas con contenido y portada de GQ a los dieciocho años, mientras que Henry es todo sonrisas plácidas, caballerosa afabilidad y apariciones genéricas en actos de beneficencia, un príncipe azul que es un perfecto lienzo en blanco. El papel de Henry, en opinión de Alex, es mucho más fácil de representar.
A lo mejor, técnicamente, eso es rivalidad. Da igual.
—Muy bien, lumbrera —dice—, ¿cuáles son las cifras al respecto?
Nora sonríe de oreja a oreja.
—Hum... —Finge reflexionar profundamente—: Evaluación de riesgos: el hijo de la presidenta no logra refrenarse y se deja llevar, lo cual da lugar a más de quinientas bajas civiles. Noventa y ocho por ciento de probabilidades de que el príncipe Henry esté como un queso. Setenta y ocho por ciento de probabilidades de que Alex consiga que le prohíban para siempre la entrada en el Reino Unido.
—Pues son cifras mejores de lo que yo esperaba —observa June.
Alex lanza una carcajada y el avión continúa volando.
Londres es un verdadero espectáculo, con los cientos de personas que abarrotan las calles aledañas al palacio de Buckingham y se desparraman por toda la ciudad envueltas en la bandera británica y agitando banderines por encima de la cabeza. Por todas partes hay souvenirs conmemorativos de la boda real: los rostros del príncipe Philip y de su prometida aparecen plasmados en toda clase de objetos, desde chocolatinas hasta ropa interior. Alex casi no puede creerse que haya tantas personas que se interesen con tanta pasión por algo que resulta tan profundamente anodino. Está seguro de que cuando June o él se casen no habrá semejante aglomeración frente a la Casa Blanca, y tampoco desearía que la hubiera.
La ceremonia en sí parece durar una eternidad, pero por lo menos es bastante bonita, en cierta manera. No es que a Alex no le guste el amor o no sepa apreciar el matrimonio, es que Martha es una hija de la nobleza perfectamente respetable y Philip es un príncipe. Resulta tan sexi como una transacción comercial. No hay pasión, ni drama. Las historias de amor que le gustan a Alex se parecen mucho más a las de Shakespeare.
Da la impresión de que han transcurrido varios años cuando por fin Alex se sienta a una mesa flanqueado por Nora y June en un salón de baile del palacio de Buckingham, para el banquete de bienvenida, y se siente lo suficientemente irritado como para actuar de forma un tanto imprudente. Nora le pasa una copa de champán y él la acepta con gusto.
—¿Alguno de vosotros sabe lo que es un vizconde? —está diciendo June mientras se come un emparedado de pepino—. He conocido ya como cinco, y sigo sonriendo con educación como si supiera lo que significa ese título. Alex, tú que has estudiado relaciones internacionales comparativas entre los gobiernos, o como se llame eso, ¿qué es?
—Creo que es cuando un vampiro forma un ejército de esclavas sexuales enloquecidas y establece un gobierno propio —responde él.
—Suena bien —dice Nora.
Está doblando la servilleta en una forma complicada, apoyada en la mesa, y su manicura negra y brillante lanza destellos bajo la luz de la lámpara de araña.
—Ojalá yo fuera vizconde —suspira June—. Así les ordenaría a mis esclavos sexuales que atendieran mi correo electrónico.
—¿A los esclavos sexuales se les da bien llevar la correspondencia profesional? —pregunta Alex.
La servilleta de Nora ha empezado a parecerse a un pájaro.
—Podría ser un enfoque interesante. Sus correos serían trágicos y lascivos. —Intenta poner una voz grave y ahogada—: Oh, por favor, os lo suplico, tomadme..., ¡llevadme a comer para hablar de muestrarios de tela, animal mío!
—Podría ser extraño, de tan eficaz —comenta Alex.
—A vosotros dos os pasa algo —dice June con voz suave.
Alex abre la boca para protestar cuando de pronto se materializa a su lado un sirviente real como si fuera un fantasma denso y de gesto adusto, con una peluca horrible.
—Señorita Claremont-Díaz —dice el fantasma, que tiene pinta de llamarse Reginald o Bartholomew o algo así. Ejecuta una reverencia, y milagrosamente la peluca no se le cae encima del plato de June. Alex intercambia con ella una mirada de incredulidad por detrás del sirviente—. Su Alteza Real el príncipe Henry se pregunta si le haría usted el honor de acompañarlo a bailar.
June se queda paralizada con la boca medio abierta, congelada en un sonido vocálico, y Nora dibuja una sonrisa de satisfacción.
—Oh, estaría encantada —se adelanta Nora—. Lleva toda la velada esperando precisamente eso.
—Yo... —empieza June, pero se interrumpe y sonríe pese a que está perforando a Nora con la mirada—. Por supuesto. Tendré mucho gusto.
—Excelente —contesta Reginald-Bartholomew, y acto seguido se vuelve y hace una seña a su espalda.
Y ahí está Henry, en carne y hueso, con su belleza clásica y su traje de tres piezas confeccionado a medida, el cabello color arena repeinado, pómulos marcados y una expresión blanda y amable en la boca. Se sostiene en una postura impecable e innata en él, como si un día hubiera surgido ya completamente formado y erguido de algún jardín de flores del palacio de Buckingham.
Clava la mirada en Alex, y este siente que se le difunde por el pecho una sensación parecida al fastidio o a la adrenalina. Lleva aproxima