Índice
Portadilla
Índice
Primera parte: Prolegómenos de un gran acontecimiento
Berlín, otoño de 1938
Leningrado, otoño de 1938
Berlín, invierno de 1939
Leningrado, invierno de 1939
Segunda parte: El hombre artificial
Leningrado, otoño de 1939
Berlín-Varsovia, verano de 1939-invierno de 1940
Leningrado-Sochi, invierno de 1939-1940
Varsovia, verano de 1940
Tercera parte: El mundo es un rumor
Brest, octubre de 1940
Lublin, enero de 1941
Brest, diciembre de 1940
Lublin, febrero de 1941
Brest, febrero de 1941
Lublin, febrero de 1941
Brest, marzo de 1941
Lublin, marzo de 1941
Brest, abril de 1941
Brest, mayo de 1941
Alemania, 1941
Brest, junio de 1941
Agradecimientos
Notas
Notas de la conversión
Sobre el autor
Créditos
Grupo Santillana
Primera parte
Prolegómenos de un gran acontecimiento
Berlín, otoño de 1938
Personas que conocen a otras personas. Todas las historias son lo mismo. Hasta que no exhales el último aliento, el veredicto de tu soledad no será definitivo. Ves el mundo atestado de gente, así que te sientes tentado a creer que tu soledad se va a esfumar sin el menor esfuerzo. ¿Resulta difícil, acaso? Una persona se acerca a otra, a ambas las ha maravillado El ocaso de los dioses y la última representación de Hauptmann; las dos han comprado todos los volúmenes de Thompson Broken-Heart Solutions (El corazón es la epidemia del siglo XX), de manera que nace una alianza entre ambas. Pero eso no es más que una ilusión muy útil para el Estado, para la sociedad y para el mercado. Gracias a ella, hasta los solitarios más asociales compran ropa, acciones, coches y se ponen elegantes para ir al baile.
Se encontraba apostado en la ventana y desde allí la vio envuelta en el abrigo de piel que llevaba puesto el día que salió de aquella casa por última vez. No se había marchado por voluntad propia, ya que el mundo exterior no le ofrecía nada. Pero ellos ya no disponían de dinero para seguir teniéndola empleada. Le dieron la carta de libertad y le regalaron un abrigo blanco de piel que, entre tanto, había adquirido un tono pardo. Toda despedida es una oportunidad para volver a nacer: quizá suceda algo bueno, puede que surja otro trabajo, o que el caparazón de la soledad se resquebraje.
Se acercaba con sus pasitos cortos —había subido un poco de peso, la señora Stein—, unos pasitos que parecían decir siempre, «no miréis, no tengo nada que merezca ser visto». Y la historia le estaba ahora dando la razón: los últimos acontecimientos que se habían producido en Berlín les habían dado a los judíos como ella más que buenos motivos para buscar el amparo de las sombras.
Sus ojos escudriñaron las partes del cuerpo de ella que quedaban al descubierto: el rostro achatado que las gélidas ráfagas de viento habían enrojecido, el delicado cuello cuyo esplendor chocaba siempre cruelmente en aquel cuerpo chaparro, como la simiente de una belleza que con unas circunstancias de vida distintas hubiera podido germinar. Su soledad era absoluta, eso saltaba a la vista. Estaba seguro de que excepto por lo que tocaba al tema de las compras del día a día, la señora Stein apenas había hablado con nadie durante los últimos años.
Un coche se detuvo junto a ella. Había dos hombres sentados en los asientos delanteros. Ella no los miró, pero cada movimiento de su cuerpo revelaba que era consciente de la presencia de ellos. Con un gesto distraído se apartó un rizo gris de la frente mientras seguía avanzando despacio hasta el otro lado de la valla. Thomas siguió el coche con la mirada hasta que este desapareció entre los demás vehículos de la calle. Al cabo de un instante, la señora Stein volvió a asomar y a él le pareció que había advertido su presencia en la ventana.
¡Cuánto había lamentado su madre que la señora Stein tuviera que irse! Porque la señora Stein era un miembro más de la casa y llenaba los espacios vacíos, como el de la hermana que su madre nunca tuvo, por ejemplo, hasta que se vieron forzados a resignarse a que su madre no tuviera hermana y la despidieron. Y es que cuando la renta anual que su madre había heredado se vio mermada por la inflación, y su supervivencia empezó a correr verdadero peligro, llegaron a la conclusión de que los lazos de sangre son los lazos de sangre, y con esa convicción se puso fin a todo el asunto.
Se oyó el golpear de unos nudillos en la puerta.
—Hola, Frau Stein —dijo Thomas.
Ella hizo una inclinación de cabeza y la gravedad de su mirada lo forzó a echarse a un lado. Por un instante los ojos de ambos se encontraron: los años no habían aplacado la animosidad que había entre ellos.
Por un momento se sintió complacido ante el oprobio por el que ella estaba pasando, el que aparecía en la prensa, en las leyes, en los carteles de las calles. De cerca también pudo apreciar su huella: en el rostro de la señora Stein se agitaba una torturada urgencia. El espíritu, lo mismo que el encorvado cuerpo, estaba a la espera del siguiente golpe. Como quien conoce la casa hasta el último rincón, se apresuró por el oscuro pasillo hasta desaparecer en el dormitorio de su señora. Él se quedó paralizado un instante junto a la puerta de entrada y después corrió tras ella. Aquella mujer tramaba algo, eso seguro.
Cuando consiguió alcanzarla, a ella ya le había dado tiempo a colgar el abrigo en el armario y a sentarse junto a la cama de su madre. Los ojos de esta no mostraron asombro alguno cuando la mujer, a la que llevaba más de ocho años sin ver, se inclinó sobre ella y le preguntó si necesitaba algo. Su madre dijo que no. La señora Stein le preguntó si la estaban cuidando bien y la madre de él respondió con un «sí» tan débil que, en realidad, significaba «no». La señora Stein, entonces, le tomó la mano y empezó a susurrar una y otra vez su nombre: Marlene, Marlene.
Thomas se imaginó a la señora Stein atravesando todo Berlín para ir a visitar a su señora en su ocaso, mientras ahora le explicaba con voz jadeante a su madre:
—Esta mañana me he encontrado por casualidad a Herr Stukart. Ha vuelto la cara hacia otro lado como si no me hubiera visto. Y yo me he dicho, no pasa nada, ya estoy acostumbrada a ver cómo mis viejos conocidos me saludan con la cabeza y se alejan enseguida, cuando no aparentan no haberme visto. Yo siempre los saludo para mis adentros. Pero Herr Stukart se ha comportado de una manera algo extraña. Por eso me he parado junto a él y le he preguntado: «Señor, ¿hay algo que quiera decirme?». No he pronunciado su nombre, porque así siempre podrá decir que no me conoce. Entonces ha bajado los ojos y me ha susurrado: «Frau Heiselberg está muy enferma».
Su madre le ha susurrado algo, pero no ha llegado a los oídos de Thomas, que permanece allí de pie junto a la puerta, y la señora Stein ha asentido comprensiva. Thomas está indignado: todo eso le resulta demasiado familiar. Las miles de mañanas que pasaron las dos allí juntas en el dormitorio, secreteando, día tras día. Mientras que si alguien se les acercaba le parecía siempre estar violentando un reino en el que nadie tenía cabida excepto ellas. La señora Stein le arregló las almohadas a su madre, le acarició el pelo y después se inclinó y ocultó el rostro en el pecho de la madre de Thomas:
—Marlene, ¿cómo ha sido...? —susurró—, ¿cómo ha podido pasar?
Con qué ligereza obviaban las dos el abismo abierto entre ellas durante los últimos ocho años. Como si se hubiera corrido una cortina y apareciera un antiguo paisaje: ahí estaban de nuevo la señora soñadora que descendía de vez en cuando al mundo solo por recordar lo duro que este era, antes de volver a elevarse hacia las alturas, y la gobernanta de la casa, que habiéndose convertido en su mejor amiga había ido asumiendo poco a poco las obligaciones de la señora y elevando el muro que separaba a esta del mundo. Se diría que ahora se estaban rebelando contra las esquirlas del tiempo que les quedaban, y aprovechaban para lamentarse por los años transcurridos y las horas agotadas.
«¿Pretende usted protegerla como antes, Frau Stein? —pensó Thomas furioso al tiempo que abandonaba la estancia—. ¿Quiere usted protegerla por los años que sacrificó, por las faltas que mancharon su vestido de boda, por los errores? Para defenderla hay que dibujar la figura del verdugo. Pues adelante, aquí tiene usted un verdugo: una terrible enfermedad que debilita el cuerpo de su señora empujándola tercamente hacia la muerte. ¿Y todavía cree usted que va a poder hacer algo por ella?».
Thomas se quedó de pie en el amplio salón. Por orden de su madre, los gruesos cortinajes de terciopelo se encontraban siempre echados. Encendió una lámpara que estaba junto a un sofá cubierto de cojines rellenos de plumas y volvió la mirada hacia las réplicas de las esculturas: un Auguste Rodin, un «arco del triunfo» de cerámica, un pequeño Buda dorado que le había regalado un estudioso al que había conocido de joven y por el cual se había llegado a interesar por las religiones del Lejano Oriente. En el estante de encima de la estatuilla del Buda había una fotografía de Ernst Jünger con una dedicatoria: «A Marlene, que siente una maravillosa curiosidad por todo». Unas plantas artificiales rodeaban la abovedada chimenea adornada con unos azulejos de Delft con sus ridículos motivos de lagos y molinos de viento. A Thomas siempre le había dado vértigo aquel salón, la cargante mezcolanza destinada a recalcar la amplitud de miras de la dueña de la casa.
Decidido a no hacer caso de lo que acontecía en el dormitorio, tomó asiento junto al escritorio y se dispuso a realizar las últimas correcciones al discurso que iba a pronunciar aquella tarde durante la cita que tenía concertada con los directores de Daimler-Benz. Su deseo era que al final de la tarde hubieran llegado a entender que la compañía Milton significaba la respuesta a todas sus aspiraciones. Era una lástima que la señora Stein, tan menuda ella, no se hubiera topado con unas cuantas noticias de la prensa en las que aparecía el nombre de él (por alguna razón oculta, sus conocidos jamás leían la página correcta del periódico correcto en el día correcto) y por eso no sabía nada de todos sus éxitos.
Mientras su padre y sus amigos despedidos del trabajo andaban por las calles de Berlín disfrazados de neumáticos, de bocadillos o de pastillas de chocolate, a él le había dado tiempo a idear un plan original y de lo más inspirado. Un buen día, unos dos años después de terminar los estudios en la universidad, leyó en el periódico que la compañía Milton, dedicada a la investigación de posibles mercados, se estaba asesorando con el fin de fundar una filial en Alemania. Esa compañía norteamericana, con sucursales por todo el mundo excepto en Europa, donde solo tenía una, en Inglaterra, había prendido la chispa de su imaginación cuando todavía estudiaba en la universidad. Por aquel entonces se había hecho amigo de un estudiante americano que estudiaba Económicas, y este le había hablado de Milton y de sus estudios de mercado que les llevaban a los europeos una delantera de por lo menos diez años. Ese fue uno de los pocos puntos de luz que Thomas vio mientras permaneció en la Universidad de Berlín: a principios de los años veinte le habían interesado los estudios de Sociología, luego la Filología, que además era muy fácil, aunque finalmente, por influencia de su madre —que creía que su hijo «sufriría un cambio de carácter» si acudía a una universidad en la que se concentraba un grupo de intelectuales de primer rango—, estudió Filosofía. Pero por lo general los estudios le parecieron una pérdida de tiempo, así que en el momento en el que obtuvo el título de licenciado dejó la universidad para ya no volver más.
En el invierno de 1926, a los veintitrés años, Thomas marchó a Londres, donde conoció a un americano llamado Jack Fisk y que era el director de la delegación europea de Milton Investigación Mercantil. Con la ayuda de un profesor americano que se consiguió, dedicó varios meses a pulir el inglés del discurso que iba a pronunciar allí. Se sentó en el desgastado sillón de piel del amplio despacho del director, que tenía el rostro surcado por un sinfín de arrugas y un impresionante mostacho, y examinó con curiosidad el gigantesco mapamundi azul, rojo y blanco claveteado con unas pequeñas banderitas que indicaban las numerosísimas filiales de Milton. Ante aquel pretencioso mapa comprendió que tenía razón: inspirándose en cierta observación de Schopenhauer (algún provecho sí parecía haber sacado de los estudios) —«Los americanos pueden decir de su vulgaridad lo mismo que dijo Cicerón de la ciencia: únanse a nosotros»—, decidió inclinarse por una postura algo simple, que habría causado el rechazo de cualquier director alemán, pero que aquí resultó ser la decisión correcta.
El director lo examinó con desconfianza, como si no entendiera de dónde había salido aquel joven berlinés tan elegantemente trajeado y que llevaba atado al cuello un pañuelo celeste, al estilo francés, y un clavel en el ojal. Thomas cruzó sus largas piernas, le ofreció al americano tabaco holandés de la mejor calidad, encendió la pipa, le preguntó con simpatía de dónde había salido la idea de aquella mesa de trabajo con forma de barco pirata e inició su discurso:
—Estimado señor Fisk, he leído acerca de sus planes de inaugurar en breve una nueva filial de Milton en el continente, y precisamente en nuestra casa, en Berlín. Ante todo, permítame que lo felicite en nombre de los berlineses. Como experimentado investigador mercantil que es usted, habrá tenido que estudiar en profundidad sus perspectivas en el mercado europeo. Aunque es evidente que habrá sacado sus conclusiones a partir del moderado éxito de su filial en Inglaterra. Porque reconozcámoslo: Milton aún no pisa con paso firme en Europa y hasta podría decirse que lamentablemente no han llegado ustedes al continente. Y aquí va un pequeño aviso: en Berlín será todavía más difícil. ¿Que cómo lo sé? Pues muy sencillo. Cada comunidad tiene su propia escala de valores y los parámetros utilizados por la investigación mercantil con respecto a los americanos no son los adecuados para caracterizarnos a nosotros, los alemanes. Mis fuentes me han informado de que en sus reuniones con las distintas empresas alemanas usted se vanagloria de los sistemas de investigación de Milton y le cuenta a todo el mundo que son pura ciencia. Pero recuerde que esas pretensiones científicas son, en realidad, pura fantasía que usted pueda quizá llegar a venderles a los cándidos de los alemanes a los que les gusta «cientificarlo» todo, pero los dos sabemos que dentro de dos años hasta los mayores ingenuos se darán cuenta de que sus métodos no son efectivos en Alemania y terminarán por expulsarlo del mercado. La única ciencia que aquí funciona es la ciencia espiritual del nacionalismo alemán, mientras que usted, respetable señor, ha irrumpido de repente con su fajo de dólares, ¿con la intención de enseñarles cómo deben malgastar su dinero? Mi muy respetable señor, usted no comprende la condición del alemán. Aunque no es usted el primero a quien le pasa, ni tampoco será el último. La condición del alemán es difícil de entender. Hay quienes sostienen que nuestra tradición, nuestra investigación, nuestro arte y nuestra filosofía han llegado a formar aquí un mosaico apasionante de tipos humanos. Pero lamentablemente el alma germana es muchísimo más simple. Señor, se sorprenderá al descubrir lo fácil que es interpretarla y manejarla. A pesar de lo cual no se trata de la simpleza que conocen ustedes, los americanos, sino que se trata de una simpleza que para entenderla hay que estudiar en profundidad su núcleo más recóndito. Hay que llegar a comprender, por ejemplo, qué significa la burguesía intelectual en Alemania; porque no se parece en nada a los vocingleros nativos de ustedes de la costa este. En resumidas cuentas, que se trata de una simpleza a la que solo se puede llegar tras una ardua labor de análisis. Aunque el último movimiento de una partida de ajedrez sea en apariencia sencillo, viene precedido por toda una esforzada estrategia.
—Pues últimamente Milton ha invertido grandes esfuerzos en el estudio del mercado alemán —dijo Fisk, arrellanándose en su butaca con el ceño fruncido.
A Thomas le parecía que esa reunión era un reto para el señor Fisk y que este disfrutaba poniéndolo a prueba.
—Con el mayor de los respetos, señor, debo decirle que antes verá a mi madre persiguiendo a los leones en el Coliseo que a los americanos entendiendo al hombre germano. ¿Ha leído usted a Ernst Jünger? Por supuesto que no. Es un buen amigo mío. ¿Y a Pauli, lo conoce usted? El anhelo por alcanzar la luz más poderosa está implantado profundamente en nuestro espíritu. Si no ha visto usted a la multitud en Winterfeldtplatz a altas horas de la noche observando fijamente las antorchas de la casa Nivea, usted no ha visto Alemania. ¿Conoce el adjetivo völkisch? Se trata en realidad de la definición de la esencia alemana, y no tiene equivalente en las demás lenguas. ¿Y la teoría de Naumann acerca del estado como «gran negocio» en beneficio del pueblo? ¿La conoce? Tenga entonces a bien, mi querido señor, reconocer que resulta algo forzado definirlo a usted como especialista entendido en el hombre germano... Bien cierto es que ahora la moneda alemana se ha estabilizado y que la situación económica ha mejorado, pero si hubiera estado usted en Berlín hace unos cuantos años, ¡habría aprendido muchísimo del verdadero carácter alemán! Habría usted visto a unas personas en apariencia racionales inventando un demencial sistema de estabilización consistente sencillamente en imprimir dinero y devaluar la moneda hasta que llegó a valer menos que una concha de la playa. Esa es la lógica germana: abocarse, por medio del desgaste, hacia la catástrofe. No entra dentro de nuestros planes detenernos ni aunque sea un momento antes. El hombre germano está formado por multitud de componentes distintos. Dirá usted que eso les pasa a todos los pueblos, y es cierto, pero la composición de las características alemanas, como por ejemplo la dosis del sentimentalismo que encierran, es única e irrepetible. Lo que quiero es indagar en una fórmula vencedora por medio de la cual podamos conquistar el mercado alemán. ¿Le sorprendería si le dijera que ya la tengo en mi poder? Pues le comunico que sí, que así es, porque he dedicado mi vida entera a estudiar al hombre germano. Y esa es la razón, señor, por la que le sugiero que colaboremos, ya que su intención es hacer negocio en Alemania.
—Muchacho, todavía no estás muy puesto en el asunto, pero no te falta talento y tu facilidad de palabra impresiona —dijo un Jack Fisk muy agitado.
Cuando Fisk se instaló en Berlín nombró a Thomas su ayudante, y al cabo de un año director de una nueva sección con un solo empleado a la que llamó «Psicología del Consumidor Alemán». Y haciendo honor a la verdad, hay que decir que Thomas creía haber nacido para ese puesto. Desde muy joven estaba convencido de que su mayor habilidad consistía en seducir a la gente para que comprara su producto tañendo las cuerdas adecuadas del alma del comprador.
Partiendo de esa premisa guio sus asuntos con sabiduría. Tras presentar unas razones convincentes y unas gráficas con sus nuevas ideas, y todo ello haciendo gala de su habilidad para encandilar al prójimo, recibió del director de la compañía el permiso para ser el consejero del presupuesto del proyecto de investigación de la cadena Woolworth, uno de los primeros clientes de Milton Berlín. En la compañía se oyeron quejas en el sentido de que los alemanes no iban a depositar su confianza en una cadena popular proveniente de un país que aún seguían viendo como misterioso e indescifrable.
—De las encuestas realizadas por la empresa Milton en un determinado número de grandes ciudades se desprende que los alemanes no están en absoluto convencidos de que nuestros productos merezcan la pena —informó la señora Günter, que se había hecho con el título de vicepresidenta del Departamento de Investigación, cuando su verdadero papel era el de la caza y captura de clientes para los Milton.
Se trataba de una mujer rubia y menuda que, tras perder a su marido en la Gran Guerra y sacar adelante a dos hijos ella sola, siempre sobrevaloraba la opinión del consumidor alemán. A los ojos de Thomas era la comedida y razonable voz del viejo mundo. Como la señora Günter le molestaba, había planeado decapitarla —profesionalmente, claro está— antes de fin de año; porque tampoco es que hiciera falta ser un gran maestro en estratagemas para conseguirlo. Entre tanto, para su gran conmoción, a ella no se le había ocurrido otra cosa más que subir los precios para aumentar las ventas.
—Lo primero que tengo que decir es que discrepo de Frau Günter: los alemanes, precisamente, sí sienten curiosidad por América —dijo Thomas—, y lo segundo es que propongo que Woolworth irrumpa en el mercado desde el cielo. Recuerdo a la perfección cómo todos se entusiasmaron aquí con aquel avión arrojando Persil desde el cielo, y eso que no era más que detergente para la ropa. Una cadena tan enorme como Woolworth lo que tiene que hacer es comprar el cielo de Berlín durante todo un mes. Expulsaremos a cualquier otra compañía —prosiguió Thomas—. Hay que evitar que la persona que alce los ojos hacia el cielo vea nada salvo una inscripción voladora, unos haces de luz o el rastro de los aviones de Woolworth, y si no hay más remedio, hasta utilizaremos aves. Alquilaremos todos los zepelines, todos los aviones y cualquier cosa capaz de volar. Y si la competencia se hace con cualquier artilugio volador, soy partidario de que se lo interceptemos.
A los americanos eso les gustaba. Por los libros que había leído y las películas que había visto, estaba convencido de que a los americanos les encantaban las frases atrevidas que expresaran una idea ambiciosa que al mismo tiempo asestara un golpe definitivo al enemigo: haremos esto y les demostraremos quiénes somos, haremos lo otro y los destruiremos, haremos esotro y ellos se habrán convertido en unos pobrecitos que tendrán que limitarse a vender baratijas en la calle. Cuantos menos tabúes tenga la idea, más se convencerán de que «este hombre es de los nuestros». Tienen que creer que su hombre va a estar dispuesto a incendiar Dresde con tal de venderles una cafetera.
—Desde cualquier camión que tenga un foco, desde cualquier edificio, escaparate o parabrisas de coche tendrán que salir nuestros luminosos. El producto con su precio. Los productos con sus precios, uno tras otro.
—Suena descomunal —dijo uno de los directores de Woolworth Europa.
—Conozco por casualidad a nuestros colegas de Paul & Netzel —dijo Thomas.
—¿Los que patentaron el avión que rota los anuncios? —preguntó la señora Günter.
—Los mismos —afirmó Thomas—, unos chicos increíbles que tienen guardadas en la manga un montón de patentes más. Propongo que Woolworth les compre esa patente.
—¿Necesitamos, realmente, un avión que cambie veinte anuncios en cada vuelo? Pero si somos una sola compañía —advirtió otro de los representantes de Woolworth.
—Ya lo he explicado... —dijo Thomas, con sus verdes ojos irradiando una amabilidad casi paternal—, no debemos actuar a lo loco y sin lógica, como se suele hacer en esta ciudad, sino que lo primero que haremos es publicitar un producto con su precio, y solo en una segunda etapa el resto.
—Suena interesante. ¿Podría usted concertarnos una visita con Paul & Netzel? —le preguntaron los de Woolworth.
—Naturalmente que sí —les aseguró un Thomas entusiasmado—, son muy buenos amigos míos.
Su ascenso en Milton fue vertiginoso. Muy pocos de los empleados de la empresa habían conseguido hacerse socios de ella, y muchísimo menos en un lapso de tiempo tan breve. Su cita de aquella noche con Daimler-Benz, además, por la que había luchado durante todo el último mes, podría suponerle el broche de oro a un año buenísimo. Desde que Daimler y Benz se fusionaron había soñado con trabajar en el nuevo coche, el Mercedes Benz. Pero las últimas frases de su discurso no le acababan de gustar, por demasiado artificiosas. El vago susurro que le llegaba desde el dormitorio de su madre le impedía concentrarse, por lo visto.
De niño, se sentaba en el suelo al otro lado de la puerta cerrada y escribía en un cuaderno lo que decían su madre y la señora Stein, aunque nunca había conseguido separar en dos voces diferentes el murmullo conjunto que allí tejían. Esa era la razón por la cual el cuaderno se fue llenando de retazos de frases hasta formar un único y larguísimo monólogo. Solamente por la noche, en su habitación, analizaba cada párrafo por separado y decidía a quién le encajaba mejor uno u otro, si a su madre o a la señora Stein, hasta que al final fijaba su propia versión del diálogo. Y cada vez que oía a una de las dos repetir una de las frases que él les había asignado, lo celebraba como una pequeña victoria.
El susurro enmudeció. Se oyeron unos pasos pesados. Thomas se levantó, pero la señora Stein volvió a adelantársele, pasó por su lado —los zapatos dejando en el suelo una fina huella de barro— y se coló rauda en el cuarto de baño. Según parecía, seguía siendo partidaria de los paños de agua fría.
—Frau Stein —dijo Thomas en voz baja pero furioso—, ¿no hay un método más moderno? —cuando lo que quería preguntarle, en realidad, era: «Hannah Stein, ¿no ha oído usted hablar del Departamento de Psicología del Consumidor Alemán, de Milton, que soy yo? El socio gerente. Seguro que querrá usted oír lo mucho que he progresado durante estos últimos años. Después de todo, no somos unos extraños».
La señora Stein se acercó a él con las toallas en la mano. Llevaba un vestido muy ajustado que le marcaba mucho el abultado vientre. Al cruzarse sus miradas le vio en los ojos, conmocionados todavía por la enfermedad de su señora, el acta de acusación. Al principio la miró inocentemente: le costaba creer que se atreviera a dirigir contra él, aunque fuera con el solo pensamiento, aquella acusación. Pero entonces ella entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos estrechas rendijas, como si declarara: sí, eso es exactamente lo que opino.
La señora Stein tenía la maravillosa capacidad de organizar los acontecimientos de manera que cuadraran a la perfección con su idea preconcebida de la historia. «Hombres contra mujeres» era uno de sus mecanismos preferidos de interpretación de la realidad. Durante el tiempo que había trabajado en casa de ellos levantó un muro entre la maldad de los hombres —es decir, el padre y el hijo—, y la débil madre y esposa. Erika Gelber tendría decididamente unas cuantas cosas interesantes que decir al respecto. Thomas encerró por un momento en su imaginación a la señora Stein en la clínica de Erika Gelber: la tendió en el duro diván y la obligó a responder a las preguntas de la psicoanalista, a confesar sus sueños, a enfrentarse al lamentable hecho de que existían otros puntos de vista. Porque no era una mujer como la señora Stein, desde luego, que siempre creía estar en posesión de la verdad, la que iba a permitir que nadie le revelara algo nuevo. A sus ojos, todo lo que ella desconocía formaba una sola y gran mentira, porque las buenas personas, que eran las menos, dicen la verdad y jamás la traicionan a una, mientras que todas las demás son unas mentirosas. Por ese motivo la traición de la madre de Thomas le había producido tal conmoción. Cuando se habló ya del asunto del despido de la señora Stein, su madre le pidió que contribuyera económicamente para poder mantenerla, pero él se negó aduciendo que su sueldo como empleado de Milton era muy pequeño, «además, mamá, de que Frau Stein lleva trabajando aquí desde hace más de veinte años y hay que saber dejar atrás a las personas...».
La señora Stein se marchó de la casa a finales de 1930 dejándolo al cuidado de su madre, y ahora, al cabo de ocho años, la encontraba en su lecho de muerte. Naturalmente que estaba convencida de que si ella se hubiera quedado allí, nada de eso habría sucedido. Y resultaba curioso que siguiera sintiendo la necesidad de proteger a la mujer que la había despedido. Era muy posible, pues, que la señora Stein tuviese una extraña clase de fidelidad, o quizá fuera que existe un tipo de persona que se niega a abandonar viejos hábitos.
—Frau Stein —exclamó Thomas, esbozando una desenfadada sonrisa y con los ojos relumbrantes; hasta la señora Günter había reconocido que tenía unos ojos cautivadores de puro serenos—, ¿ha llegado a sus oídos que su fiel esclavo ha sido nombrado socio gerente de la compañía Milton y director del Departamento de Psicología del Consumidor Alemán incluidas las filiales de París, Varsovia y Roma? Todas esas sucursales las he creado yo. Y ahora resulta que, de pronto, esos francesitos tienen sus propias ideas. Frau Stein, si estuviera usted en mi piel, ¿les permitiría usted a esos franceses reorganizar el trabajo de su filial? Porque para formar parte del entramado de Milton lo que tendrían que hacer, en realidad, es adoptar nuestra forma de trabajar, ¿verdad? Por eso les he dicho: «No puede ser que la sucursal de Francia utilice unos modelos del siglo pasado». Y eso suponiendo que exista el espíritu francés... Y seguro que estará usted de acuerdo conmigo en que la cualidad de esa definición tan bella desprovista de contenido como es el espíritu francés viene a ser la cualidad de defender la moda a cualquier precio.
—Yo no compro jamás los productos de los anuncios —sentenció la señora Stein.
—Era de suponer —se solazó Thomas, recalcando todas y cada una de las sílabas, porque le encantaba despotricar contra ella.
Ese era uno de los extraños fundamentos de su relación con la señora Stein: ella se comportaba como si todos los comentarios de él la asquearan, pero por lo general se quedaba a escucharlo. La señora Stein tenía un punto que nunca dejaba de sorprenderlo porque era como si se resistiese a creer que pudiera existir alguien como él.
—Todos los estudios muestran que la clase obrera en Alemania siente aversión hacia la publicidad y las razones son bien claras. La publicidad está dirigida a las personas con dinero, hacia las personas que envidian a la gente adinerada, hacia las que creen que llegará el día en que tendrán dinero o las que aparentan tenerlo.
—Frau Heiselberg me ha pedido que me quede con ella unos días —le anunció la señora Stein.
—Delira. Eso es absolutamente imposible, y usted lo sabe muy bien —le espetó él furioso.
Despreciaba a las personas que se niegan a aceptar los hechos más simples. Pero de pronto recordó que tenía que procurar no mostrar cambios de humor demasiado drásticos en presencia de extraños, porque podían llegar a perder la confianza en su amabilidad, aunque enseguida se recordó a sí mismo que solo se trataba de la señora Stein.
—Pues no pienso irme de esta casa —dijo ella.
—Eso no va a poder ser. La gente habla. Quizá alguien la haya visto subir las escaleras y no la vea bajar. Lo que tiene usted que hacer, en realidad, es marcharse de inmediato.
—Su madre requiere de mi ayuda, y pienso responder a su petición —concluyó la señora Stein.
—Frau Stein, ¡el asunto no admite discusión! No tengo tiempo para estar aquí peleándome con usted. Se le están calentando las toallas. Vaya a ponérselas a mi madre en la frente y salga usted a continuación de esta casa. Tengo prisa. Dentro de dos horas, a las siete, tengo una reunión de trabajo con Daimler-Benz...
Oyó que su madre lo llamaba por su nombre desde el dormitorio. Se apresuró a acudir.
—Thomas —susurró, incorporándose con gran esfuerzo en la cabecera de la cama—. Thomas, quiero que Frau Stein se quede aquí unos cuantos días.
—Mamá, pero eso es imposible, esa mujer nos va a poner en peligro.
—Thomas, querido, yo ya hace tiempo que estoy en peligro —le dijo tendiéndole la mano.
Él la tomó y le acarició los finos dedos. Sintió una punzada de dolor al acudir ahora a su memoria aquel ritual de hace años: él siendo un muchacho ante el espejo de la habitación de su madre, porque siempre se había sentido atraído por el espejo enmarcado en madera y la tamizada y embellecedora luz del dormitorio. Su madre tendida en el lecho y la señora Stein sentada en una silla junto a ella. Las dos hablando de él como si él no estuviera presente. «El chico se pasa el día en el espejo peinándose como los pimpollos del cine. ¡Se lo hemos dado todo! Le hemos puesto a los pies la cultura más exquisita. Filósofos y músicos han sido sus profesores y hasta he hecho venir aquí solo por él a Ernst Jünger, uno de nuestros escritores más famosos, y al niño no se le ocurre preguntarle otra cosa que si ha estado en América... Le he dado, de entre todo, lo mejor, ¿y él? Todavía será capaz de venderle el alma a Pluto. Míralo, arreglándose el pelo como una mujer y dando todo el día vueltas por la calle con ese tal Hermann Kritzinger, el hijo del estafador que anda vendiendo sus falsos inventos. Andan haciendo todo tipo de negocios y trapicheos con los harapientos chicos de Oranienburgstrasse, esos que venden sus cuerpos a los diplomáticos franceses».
El espejo tenía unos alerones que se podían mover hacia la derecha y hacia la izquierda hasta formar un triángulo que duplicaba la imagen reflejada en él. A Thomas le encantaba plegar los alerones para ver cómo los rostros de aquellas dos señoras se estiraban o se ensanchaban: la cara hinchada como un globo, la cara diminuta como un anillo, la cara de goma estirada de extremo a extremo del espejo, la cara fina como un lápiz o ensanchada por la base como la falda de una montaña; los ojos de la señora Stein junto a la boca de su madre, una frente nívea junto a unas rosadas mejillas, unas cejas hirsutas bajo un pelo similar a una piel de zorro.
—Mi querido Thomas, solo te pido eso.
A él le resultaba insoportable el contacto de aquellos delicados dedos que había dejado de acariciar, porque sabía que pronto ya no estarían ahí.
—Tengo una reunión, mamá, estoy con prisa. Los clientes nos han presentado una lista de peticiones con la que no vamos a poder cumplir. Los tiempos han cambiado, la gente está ahorrando, tiene miedo de que venga una guerra...
El deseo de marcharse de allí vibraba en todos y cada uno de sus músculos.
Su madre se dio cuenta de ello. Le lanzó una mirada distante que lo devolvió a su condición de niño sermoneado —ahí estaba otra vez mendigando una mirada maternal— y cerró los fríos dedos alrededor de la mano de él. Ahora iba a resultarle mucho más duro negarle la petición.
—Pues al menos deja que Frau Stein se quede hasta que vuelvas. Hoy no quiero estar sola.
—Si no hay más remedio, mamá —dejó escapar finalmente.
La cara de ella fue toda felicidad. Se apresuró a liberarle la mano mientras lo expulsaba ya de allí con la mirada.
«Qué volátil es el amor de tu madre», le había dicho un día Erika Gelber.
Thomas abandonó la habitación mientras se cruzaba con la señora Stein, que llevaba las toallas apretadas contra el pecho. El agua goteaba por el suelo. La miró furioso. No había nada en el rostro de la señora Stein que mostrara su satisfacción, pero a pesar de ello los dos sabían que ella, más que celebrar su victoria, disfrutaba de la derrota de él.
* * *
Thomas ordenó al chófer que aparcara ante la fachada principal del edificio para que los invitados vieran el nuevo Mercedes Benz de la compañía Milton y subió a toda prisa por las escaleras. Liberó sus pensamientos de la trampa de la señora Stein y los lanzó con fuerza en dirección a la cita que tenía concertada con los clientes. (Erika Gelber no creía que fuera capaz de dominar su voluntad ni que le bastara con tomar la determinación de centrarse por entero en un solo asunto. «Vosotros, los científicos del espíritu, no confiáis lo suficiente en la determinación de las personas», le había dicho él muy enfadado, en una ocasión.) Se quitó el abrigo y se lo entregó al conserje al tiempo que le dirigía una mirada de advertencia: «Ahora no es el momento de recordarme lo del aumento de sueldo ni de volverme a contar que tu hija se ha casado y necesita piso».
Mientras tanto repasaba el discurso que iba a pronunciar en el encuentro: durante los próximos meses no se esperaba un aumento significativo de ventas de coches de lujo, especialmente ahora que el Volkswagen se había vuelto tan popular. Hasta los ricos iban en ese triste coche, y todo por identificarse con el pueblo[1]. Daimler-Benz necesita un proyecto nuevo, popular pero que al mismo tiempo tenga un aire un poco suntuoso, un coche que no te vacíe el bolsillo, que le diga algo a un público amplio pero que a la vez hechice a los amantes del lujo, en definitiva, que lo que tenemos que hacer es inventar el coche del pueblo del decenio que viene. Se trata de un plan anual basado en el principio de la aceleración de un coche: para llegar a la máxima velocidad hay que ir acelerando gradualmente, ¿no es cierto? La magia del secreto es alcanzar la mayor velocidad en el momento adecuado.
Thomas permaneció de pie en su despacho —la mayor parte de las horas de trabajo prefería pasarlas de pie, postura que le confería una agradable sensación de fuerza y vitalidad— y llamó a las dos secretarias. Ya con una semana de antelación había avisado a todos los empleados de la compañía de que ese día debían quedarse en la oficina hasta bien entrada la tarde. Había que transmitirles a los de Daimler-Benz un mensaje muy claro: «Milton va a estar a vuestro servicio en todo momento». Empezó a dictarles unas cartas dirigidas a los directores de las sucursales de Milton en Europa por medio de las cuales los invitaba a la fiesta tradicional que la compañía da en Berlín para celebrar el año nuevo. Cada una de las cartas sería sazonada con unos detalles personales más o menos afables en función de los logros de cada sucursal. A continuación llamó a un empleado de rango inferior para que preparara la documentación de la inminente reunión con uno de los clientes más pequeños, le dio diez minutos para presentar los puntos principales, le hizo las observaciones pertinentes y le pidió el documento corregido para principios de semana. Mientras el empleado recogía los papeles de la mesa, se puso a hablar por teléfono con su amigo Schumacher, del Ministerio de Economía, para decirle que anotara unas ideas y unos cuantos nombres de compañías a las que debían proponer los excelentes servicios de Milton. Después de ocuparse de unos pocos detalles más, se plantó delante del espejo, se atusó el pelo, se alisó las arrugas de la americana y salió hacia la sala de reuniones.
La señora Günter se encontraba en el distribuidor que daba a los despachos de la dirección, entre la carta de agradecimiento enmarcada de Peugeot y la de la fábrica de dulces Wedel de Varsovia, ocultando el rostro tras un periódico. Aquellas halagadoras cartas las habían enviado los clientes de unas sucursales que, por supuesto, él había fundado.
La cara rosada de la señora, cubierta ahora por su espeso maquillaje, asomó de detrás del periódico. Se acercó a él retorciendo con los dedos el cuello del vestido azul que llevaba puesto.
—Frau Günter, hoy está usted más guapa que nunca —exclamó Thomas disponiéndose a entrar en la sala de reuniones—, ha llegado la hora de acabar con todos estos pequeños asuntos de trabajo y marcharse a festejar con uno de sus muchos pretendientes.
—Pero si nos pidieron ustedes a todos los empleados que nos quedáramos hasta tarde —dijo dolida.
—De acuerdo, pero está más que claro que no nos referíamos a usted, Frau Günter, porque usted es un caso único y especial.
—¿Está usted enterado? —insistió ella, plantándosele delante hasta obligarlo a detenerse.
—Sí, por supuesto que sí —dejó escapar entre dientes muy furioso.
La señora Günter, hábil cazadora de tiempo sin igual, siempre estaba al acecho del más mínimo momento libre de cualquiera para importunarlo con nimiedades.
—Von Rath ha muerto.
—Pues dígale a Elisabeth que prepare la corona de flores y la carta. Yo tengo que entrar ya en la reunión.
—¿Qué carta? —se sorprendió la señora Günter.
—Frau Günter, pero ¿qué clase de pregunta es esa? —le respondió muy serio—. No podemos darles la espalda a nuestros clientes ni siquiera cuando han muerto. Vamos a seguir trabajando con la compañía Richard Lanz todavía durante muchos años.
—Thomas, no tiene gracia. Von Rath no trabajaba con nosotros, era el secretario de la embajada en París...
—Conozco el caso a la perfección, Frau Günter —la interrumpió impaciente—, hace dos días que no se habla de otra cosa. Puede que usted no lo recuerde, aunque una de sus funciones sea la de recordar, pero el director de Richard Lanz se llama Von Kraft, un nombre muy parecido.
El asombro que reflejó la cara de ella produjo en él cierta hilaridad: la señora Günter volvía a no entender cómo era posible que Thomas se atreviera a dudar de su profesionalidad mediante una demencial frase declarada como verdad sin derecho a réplica. La señora Günter, como Else, su exmujer, insistía en hablarle sermoneándolo para después molestarse por aquella alegría tan thomasiana que parecía anunciar: el mundo es un juego, no tiene sentido buscar en él ni verdad ni mentira, de manera que ¡limitaos a jugar y no os hagáis mala sangre! Thomas había oído que para sus adentros la señora Günter llamaba en broma a aquel comportamiento la «ética heiselbergiana».
—Además, siento un gran respeto tanto por las empresas como por las personas que tienen sueños pequeños, como el de Richard Lanz. Porque como usted muy bien sabe, Frau Günter, no todo el mundo está destinado a conquistar el mundo.
Confiaba en que el asunto de Von Rath no fuera a retrasar la reunión. En las calles, sin embargo, se notaba una actividad febril, como si otro atronador desfile fuera a ocupar el centro de la ciudad impidiendo a la gente trabajar. Hacía un rato, al pasar en el coche blindado por Kurfürstendamm, había visto a algunos de los inconformistas del viejo grupo de Hermann Kritzinger, un amigo de la adolescencia. Hacía ya tiempo que Hermann no iba con ellos porque vestía el resplandeciente uniforme de las SS, mientras sus excompañeros se habían quedado bien atrás.
—Thomas, dicen que se avecinan muy malos tiempos —siguió dándole la lata la muy preocupada señora Günter.
—Tengo que ir a la reunión —respondió un distraído Thomas.
En el verano de 1923, una semana después de que despidieran a su padre de la fábrica de Junkers, se encontraba Thomas sentado en el extremo de una cafetería de Unter den Linden. Su padre se estaba quejando de la locura que había asaltado a Alemania. Y es que realmente aquellos fueron unos días muy extraños: parecía como si el mundo que habían conocido se hubiera puesto una camisa de fuerza mientras susurraba su fin, al tiempo que las masas alzaban los anhelantes ojos a los resplandecientes anuncios del cielo de la ciudad. Los billetes de banco se imprimían con la imaginación. La gente arrastraba carritos llenos de sueldos con millones y por la tarde todo ese montón de papel ya no valía ni para comprar una cerveza y una salchicha.
De repente, irrumpió en la cafetería el grupo de Hermann. Thomas lo saludó con un movimiento de cabeza, como de costumbre, pero Hermann volvió a aparentar no haberlo visto. Ese había sido su comportamiento desde que terminaron los estudios. En una ocasión Thomas se había encontrado con él por casualidad y lo había saludado, pero Hermann lo miró de una manera muy extraña, como si le bastara oír la voz de Thomas para sentir náuseas, y no dijo nada.
Thomas no comprendía el motivo de aquel comportamiento. ¡Pero si hubo un tiempo en que eran muy buenos amigos! Cuando el padre se suicidó dejando a su mujer y a sus hijos sin absolutamente nada, fue Thomas el que vendió en su nombre y a un precio exorbitante lo poco que tenían para después acoger a Hermann bajo su protección.
Aquel había sido un caso realmente triste. Después de la guerra, el negocio se les vino abajo; El Mundo de los Juguetes de Kritzinger, una tienda que importaba pequeños artilugios eléctricos de América, juguetes, curiosos inventos que los barcos traían de ultramar, unos productos no precisamente necesarios pero que a la gente, sobre todo a la de aquí, le encantaba comprar aunque fuera algo sin provecho. La cuestión es que un buen día Kritzinger, el padre, se quedó sin dinero para comprarles a los americanos ni un triste lapicero. Estos, al principio, le fiaron, pero después contrataron a un abogado para que lo demandara. El abogado se llevó el gato al agua y el padre de Hermann se tendió sobre las vías del tren. Thomas prefería a los que saltaban de lo más alto de una torre. El momento de tomar impulso, el vuelo, por lo menos un instante de gloria. ¿Por qué no sacarle aunque fuera una última cosa buena a la vida, por mínima que fuera?
Tras la muerte de su padre, Hermann pasaba verdadera hambre, pero Thomas se portó muy generosamente con él y le enseñó cómo conseguir un montón de cosas en Berlín. Por lo menos una vez a la semana, después de clase, salían a dar una vuelta por los hoteles de lujo: Thomas se hacía pasar en recepción por un príncipe ruso exiliado para quien el lujo alemán era ofensivo por su parquedad, y Hermann hacía el papel de fiel servidor llevándole la maleta. Si alguno de los conserjes del hotel hacía demasiadas preguntas, Thomas lo atacaba con una cascada de furiosas frases en ruso que Hermann traducía como otra cascada de insultos y amenazas, pero por lo general los conserjes reculaban reverenciando al joven príncipe.
Entonces se dedicaban a vagar por los pasillos, subían y bajaban por los ascensores y por las escaleras, con un solo propósito: llenar la maleta de comida. A veces se encontraban con un cesto repleto de panecillos o un platillo de mermelada a la puerta de alguna de las habitaciones, pero por lo general lo que buscaban era la celebración de algún evento: una recepción en honor a los directores de Siemens-Schuckert, el histórico festejo de reencuentro de los del clan Brunner, una fiesta de productores de cine americanos. En ocasiones como esas resultaba de lo más sencillo hacerse con unos crujientes panecillos, unas salchichas ahumadas y unos quesos, y los días de suerte había hasta asado con ciruelas. Otras veces, incluso se aventuraban a sentarse en el restaurante del hotel, porque Thomas era único para encandilar a los camareros poniendo la inocente cara de sorpresa de un muchacho criado entre algodones que no puede ni imaginar que su padre esté llegando tarde a la comida, porque nunca ha tenido ocasión de experimentar que exista algún placer que él no pueda alcanzar con un solo y perezoso gesto de la mano. Y pasaron también por lo de aquella noche de verano en la que tomaron vino en el salón de fiestas del hotel Adlon escuchando con gran placer el Divertimento de Mozart y donde con una asombrosa calma, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, metieron en la maleta forrada de papel un arenque a la pimienta inglesa y muchísimo salmón ahumado. Hermann se había quedado observando a aquellos hombres tan respetables con sus chaquetas que cambiaban de color ante la potente luz y le dijo a Thomas, medio con admiración medio con enfado: «Las personas, cuando están contigo, aprenden enseguida a falsear su comportamiento con tal de agradarte. Tu manera de ser empuja a ello».
Así se lo agradecía.
Sea como fuere, tampoco en esta ocasión le respondió Hermann al saludo. Sus amigos bebían y conversaban entre grandes voces hasta que al final se les acercó el viejo camarero dando traspiés para presentarles la cuenta. El viejo sabía perfectamente la misión que le acababa de encomendar su jefe, un cobarde que se había quedado parapetado tras la barra empuñando una pistola cargada.
—¿Cinco millones quinientos mil marcos? —exclamó uno de ellos—. ¿No podíais, por lo menos, haberlo redondeado, apestosos perros?
Aquel grupo de salvajes se puso en pie a una vociferando mientras dos de ellos quemaban la cuenta y obligaban al camarero a sujetar el papel ardiendo al tiempo que cantaba un nuevo precio. El camarero gritaba de dolor y las venas del cuello se le hinchaban retorcidas como la soga de un ahorcado. Finalmente recibió un fuerte empujón de Hermann y cayó al suelo agradecido por haberse liberado del papel en llamas.
—Nicht satisfaktionsfähig —gritó Hermann[2].
Thomas se dio cuenta de que Hermann se había arriesgado mucho al hacer eso. Algunos de sus amigos podían llegar a comprender que el empujón había tenido como propósito librar al camarero de la cuenta en llamas. En resumen, Hermann había mostrado piedad sin motivo aparente, de manera que Thomas supuso que ahora se vería obligado a demostrarles la crueldad de la que era capaz.
Hermann se subió a una silla, blandió su bastón y gritó:
—¿Estáis locos? Si ya no podíamos pagar la cifra anterior, ¿encima pedís más? ¿Cómo es posible que durante el par de horas que llevamos aquí sentados el precio haya aumentado en un cuarenta por ciento? ¿Es que ya no va a poder uno ni tomarse una cerveza en esta maldita ciudad?
Y dicho esto, lanzó el bastón contra el ventanal de la cafetería.
Sus compañeros lo observaban con sorna. ¡Qué escena tan patética! ¿Esperaba que creyeran que su intención había sido romper el cristal?
—¿No es aquel uno de tus amigos del instituto? —le susurró su padre.
—Sí, pero hace años que se comporta como si yo fuera un leproso, el muy bellaco —le respondió Thomas distraído y sin poder apartar los ojos de Hermann.
Por lo visto, este comprendió que no le quedaba otra. Quien quiera ser un matón debe obedecer unas leyes. Bajó pesadamente de la silla y miró a su alrededor. El sol reflejaba en sus ojos una luz dorada. Los cerró y volvió a abrirlos con cautela. Sus amigos seguían allí en tensión como si estuvieran escuchando un discurso en una asamblea, las camisas algo arrugadas, las gorras echadas hacia delante, las manos sujetando la hebilla del cinturón. Hermann se dio la vuelta, izó por el aire una silla con ambas manos, miró en redondo por la cafetería y a Thomas le pareció ver cierta pena en sus ojos. Entonces dobló el cuerpo y dándose un gran impulso lanzó la silla contra el ventanal. La luna se hizo añicos y cayó sobre dos señoras mayores que tomaban el café de la tarde. Sus amigos lo aclamaban a voces y le daban palmadas en la espalda mientras el resto de los clientes de la cafetería lo miraban fijamente. Algunos, según parecía, apoyaban su acción o por lo menos se identificaban con la furia que lo embargaba. Thomas no salía de su asombro al ver que también su padre parecía asaltado por una extraña vitalidad mientras comentaba lo sucedido con algunas personas, muy satisfecho de la actitud de Hermann.
—Me pagaban semanalmente —se puso a contarles a los de las mesas cercanas—, después pedí que se me pagara el salario del día porque el dinero que me daban al final de la semana servía de bien poco el mismo lunes. Mi jefe me dijo que volviera a leerme el contrato de trabajo firmado por mí: «Estimado Herr Heiselberg, ¿ve usted algún apartado en el que se hable de un salario diario?», me dijo, el muy canalla. «¿Cómo es posible que los trabajadores anden siempre exigiéndole más y más a la empresa? ¿Es usted comunista, o algo así? ¿Dice, acaso, su contrato cómo tiene usted que indemnizarnos en tiempos difíciles, cuando no tenemos ni un solo cliente en el mundo que nos haga un pedido? Si hasta en Mozambique se ríen de nosotros, y eso que teníamos planes de hacer negocio juntos. El pueblo alemán yace en el suelo y todos se dedican a despedazarlo. Nuestra economía ha descendido a los infiernos mientras los demás se ríen como si disfrutaran con ello.»
—¡Qué insolencia! —exclamó alguien.
—Yo le habría dado un puñetazo en plena cara —dejó escapar entre dientes un chico joven con una camisa marrón, por lo visto uno de los del grupo de Hermann.
—A la mañana siguiente me despidieron —se lamentó su padre en un tono entre dolido y desafiante, claramente destinado a instigar todavía más a aquel reducido público.
No hacía caso de los disimulados avisos de su hijo, que llevaba todo ese rato mirando fijamente el suelo y apretándole la muñeca con la intención de que se callara.
—Los ricos no tienen vergüenza —exclamó una mujer joven y le hizo una caricia a su hijito.
—Ni pizca de vergüenza —vociferó el padre de Thomas.
Un sudoroso Thomas se dejó caer en su butaca de siempre, que era un poco más alta que el resto de las butacas de la amplia sala de reuniones. La luz blanca le golpeó la cara. Ya ni sabía las veces que había pedido que cambiaran la iluminación de la sala porque le resultaba insoportable que imitara la luz del día.
Así que la señora Stein era mucho más lista de lo que él había supuesto. Ahora entendía por qué había aparecido en casa de ellos precisamente hoy, después de que se hubiera hecho pública la noticia de que Von Rath había muerto. Esa mujer era una pesadilla que lo perseguía desde niño. Con gusto la hubiera puesto a merced de Hermann y sus amigos, aunque no estaba muy seguro de que esas nulidades fueran a ser capaces de hacer bien su trabajo.
Eran casi las siete, y Karlson Mailer todavía no había llegado al despacho. Resultaba muy extraño, porque la reunión con Daimler-Benz incumbía en no poca medida a Karlson, quien todavía ejercía, al menos oficialmente, como director de la compañía. En realidad, dirigían el negocio juntos, pero Karlson, el hombre de confianza del dueño, conservaba el derecho a la última palabra. Tenía la misma edad que Thomas, era alto, llevaba el pelo muy corto y sus mandíbulas parecían las de un depredador. En sus negros ojos se agazapaba un enorme aburrimiento, cualidad esta que empujaba siempre a Thomas a intentar interesarlo por algo. Pero lo que más molestaba a Thomas era la fama que Karlson se había ganado, gracias a la creencia que había plantado en los demás de que a él no se le podía robar ni un segundo de su tiempo. Hasta los clientes lo trataban con sumo respeto. Thomas había llegado a entender que los complicados vínculos humanos —los que se apartan de las relaciones de negocios existentes entre el cliente y la empresa como los contratos, las gráficas y los índices— carecen de toda regla y lógica. Karlson Mailer tocaba las fibras más ocultas del espíritu de su interlocutor y llevaba a la gente a obedecerlo incluso si con ello contradecían los principios más elementales de lo que es hacer un buen negocio. Aquel hombre despertaba la mayor de las admiraciones por el mero hecho de existir, porque lo que son ideas brillantes, no había tenido ni una sola en toda su vida.
Al contrario que Karlson, Thomas era un hombre que avanzaba a saltos. Aproximadamente un año después de haber entrado a formar parte de Milton, pasó por una temporada apasionante durante la que creó el Departamento de Psicología del Consumidor Alemán. Pasó otro año, y aunque el departamento se había hecho con una buena clientela, él se dejó caer en una especie de apatía que parecía presagiar que nada nuevo iba a suceder ya. Un día seguía a otro y Thomas no podía entender cómo se había ido esfumando todo ese tiempo.
En el verano de 1929 llegó el momento de su ascenso en la compañía. Los directores generales de Milton viajaron a Sevilla a la Exposición Iberoamericana y él fue escogido para acompañarlos como representante de la filial alemana. La señora Günter, que no había sido invitada, se sintió muy ofendida y amenazó con despedirse.
—Frau Günter, no lo entiendo —se hizo Thomas el inocente—, cuando vuelva se lo contaré todo, hasta haremos fotos para usted. Le parecerá haber estado allí.
En aquel viaje providencial a España tuvo la idea que iba a cambiarle la vida: se encontraba entre Jack Fisk y Karlson Mailer en el segundo piso de la plaza de España, la espectacular plaza construida con motivo de la Exposición, palpando el recubrimiento de terracota y la mirada vuelta hacia el piso inferior, donde los bancos adornados con los mapas de las distintas provincias españolas rodeaban la hermosa explanada. De pronto sintió como si un cálido torrente le inundara todo el cuerpo; cerró los ojos y vio en su imaginación una plaza similar que sería el centro de la compañía Milton, mientras ellos, los directores, estarían arriba entre los arcos y a sus pies las sucursales de Psicología del Consumidor del espíritu francés, español e inglés.
Pasaron otros dos años hasta que la sucursal alemana volvió a estabilizarse bajo la dirección de Karlson Mailer, que sustituyó a Jack Fisk como director de Milton Berlín. Llegado el momento oportuno, Thomas desplegó ante él, en aquella misma sala de reuniones, su ambicioso plan de expansión. Karlson perdió dos meses entre dudas, pero al final, después de que Thomas hubiera consultado también a Fisk, quien mientras tanto había regresado a Nueva York, donde fue nombrado vicepresidente de la compañía, se vio obligado a dar el visto bueno al plan. Entonces comenzó una época maravillosa, la mejor de la carrera de Thomas. Todas las mañanas tejía con las nubes de la imaginación los distintos mapas posibles de Milton Europa, y el cielo que se divisaba desde su despacho lo empujaba a creer que se iba a comer el mundo. Salió de viaje de negocios a Roma, Varsovia, Londres y París, conoció otras sociedades y otras culturas, cada una de ellas con sus propias exigencias de mercado... Y cuando en una de las reuniones Karlson dijo «veo que hemos criado en esta compañía un pequeño Alejandro Magno», Thomas le respondió, decidido a evitar un enfrentamiento personal: «No tienes por qué temer ningún reto, querido amigo. Vamos a conseguir crear una red paneuropea que al menos aparentemente funcione según una coordinación y unas leyes bien firmes pero que al mismo tiempo asimile la mentalidad de todos los lugares en los que haya sido implantada».
Conoció a decenas de personas, algunas de las cuales lo inspiraron con ideas de lo más fructíferas, y todos esos encuentros le produjeron una ambición tan grande que no le daba reposo. Llegó a planear que para 1940 habría en Europa diez filiales de Milton. Por la noche, en los trenes, imaginaba un Tren Milton que estaría al servicio exclusivo de los empleados de la compañía. Soñaba con un gigante americano que le tendía la mano y juntos sobrevolaban los océanos conquistando el continente de una sola vez. Y después el Lejano Oriente, el Imperio británico, Australia, la India... ¿Sería el mundo lo bastante grande para ellos?
Thomas se despertó de repente. En la sala de reuniones apareció un hombre con gafas, de estatura media, cuyos robustos brazos estaban enfundados en un traje muy bien planchado de funcionario y que llevaba en el cuello de la camisa un broche de oro. Saludó a Thomas con un movimiento de la cabeza y se dirigió con una leve cojera hacia la butaca de enfrente.
—Un accidente de esquí en Cortina —dijo señalándose la pierna de la que cojeaba—. Mi mujer, la pobre, se rompió la clavícula.
Al principio el hombre no mostró ningún interés por Thomas, que vio en él a uno de esos funcionarillos de apariencia idéntica que llenaban las calles durante los últimos años y que ganaban entre doscientos cincuenta y mil marcos imperiales al mes. Al parecer lo habían enviado allí para informar a Karlson de que estaba en contacto con todos los ministerios y oficinas del estado.
El hombre se sentó, volvió a mirar a Thomas, apuntó con el dedo hacia la puerta y dijo muy bajito:
—Ciérrela, por favor.
Mientras Thomas cumplía la orden que le acababan de dar, se sintió preocupado por varios motivos. Eran las siete y cuarto. ¿Dónde estaba Karlson? ¿Dónde estaban los representantes de Daimler-Benz? Además, odiaba las reuniones que no habían sido fijadas por los canales convencionales y para las que no se había preparado a conciencia. Y sobre todo comprendía que el hombre que tenía sentado enfrente no dudaba de su importancia, y según parecía, estaba en lo cierto.
—Compañía americana Milton y Psicología del Consumidor Alemán. Qué nombre más rocambolesco —masculló el hombre.