Título original: The Mulberry Tree
Traducción: Lidia Lavedan
1.ª edición: enero, 2016
© 2016 by Deveraux, Inc.
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-349-0
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Epílogo
1
Él la necesitaba.
Cada vez que alguien —por lo general un periodista— le preguntaba cómo se las arreglaba con un hombre como Jimmie, ella sonreía y no decía nada. Sabía que, dijera lo que dijese, sería citado de forma incorrecta, así que simplemente permanecía en silencio. En una ocasión cometió la equivocación de contarle la verdad a una periodista. Parecía tan joven e indefensa que por un momento bajó la guardia.
—Me necesita —le dijo. Eso fue todo. Sólo esas dos palabras.
¿Quién hubiera pensado que un segundo de sinceridad imprudente originaría tal revuelo? La chica convirtió su frasecita en un alboroto internacional.
Lillian tenía razón al pensar que esa chica también estaba necesitada. Uf, sí, muy necesitada. Precisaba un guión, de modo que se fabricó uno. No le importó no tener nada en que basar su relato. Y parecía prometedora como periodista de investigación. Puede que no durmiera durante las dos semanas que pasaron entre el comentario y la publicación de su fábula. Consultó a psiquiatras, gurús de autoayuda y sacerdotes. Entrevistó a numerosas feministas agresivas. Toda mujer famosa que hubiera dado alguna pista de odio a los hombres fue entrevistada y mencionada por ella.
Por último Jimmie y Lillian fueron descritos como una pareja enferma. Él fue presentado como un tirano dominante en su vida pública, pero que se transformaba en un niño quejica al llegar a casa. Ella aparecía como un cruce entre el acero y un pecho maternal de flujo infinito.
Cuando el artículo vio la luz pública y causó sensación, Lillian quiso esconderse. Quería retirarse a la más remota de las doce casas de Jimmie y no salir nunca más. Pero él no le tenía miedo a nada —ése era el verdadero secreto de su éxito— y enfrentó con la cabeza bien alta las preguntas, las risas burlonas y también, lo que es peor, a los seudoterapeutas que creían que su «obligación» era exhibir a los cuatro vientos sus pensamientos y sentimientos más íntimos.
Como respuesta a todas las preguntas, Jimmie la rodeaba con su brazo, sonreía a las cámaras y se carcajeaba. Siempre tenía a mano un chiste para contestar a cualquier insolencia.
—¿Es cierto, señor Manville, que su esposa es el poder oculto detrás del trono?
Mientras el periodista formulaba la pregunta, Jimmie dirigía una sonrisa malévola a su mujer. Jimmie medía un metro ochenta y nueve y tenía la corpulencia del toro que muchos decían que en realidad era. Los uno cincuenta y ocho y la redondez de Lillian no sugerían que pudiera ser el poder oculto detrás de nadie.
—Es ella quien toma todas las decisiones. Yo no soy nada más que su hombre de paja —contestaba Jimmie, mostrando con la sonrisa sus famosos dientes. Pero aquellos que lo conocían sabían de la frialdad de su mirada. No le gustaba nada que menospreciaran lo que consideraba suyo—. No podría haber hecho nada sin ella —añadía con esa forma tan suya de bromear. Poca gente lo conocía suficientemente bien como para saber si bromeaba o no.
Tres semanas más tarde Lillian vio por casualidad al fotógrafo que ese día había acompañado al reportero. Era uno de sus preferidos porque no se deleitaba en enviar a su editor las fotos en que ella apareciera con doble papada desde su peor ángulo.
—¿Qué le pasaba a tu amigo que estaba tan interesado en mi matrimonio? —le preguntó, tratando de parecer amistosa.
—Lo han despedido —dijo.
—¿Cómo has dicho? —Ponía pilas nuevas en su cámara y no la miró.
—Despedido —repitió y luego levantó la vista; no hacia ella sino hacia Jimmie. Prudente, no dijo nada más. Y con la misma prudencia ella dejó el tema.
Jimmie y Lillian tenían un acuerdo tácito: ella no interferiría en los asuntos de él.
—Como la esposa de un mafioso —le dijo su hermana un día, más o menos al cabo de un año de la boda.
—Jimmie no mata a nadie —contestó ella enfadada.
Esa noche le contó a Jimmie las palabras que había cruzado con su hermana y durante un rato a él le brillaron los ojos de aquella manera de la que, visto en retrospectiva, ella todavía no había aprendido a cuidarse.
Un mes más tarde el marido de su hermana recibió una fabulosa oferta de trabajo en la que se le doblaba el sueldo y dispondría de casa y coche. La oferta incluía también una niñera a tiempo completo para sus hijas, tres sirvientas y la pertenencia a un distinguido club social. Un trabajo que no podían rechazar. Era en Marruecos.
Después de que el avión de Jimmie se estrellara y la dejara viuda a los treinta y tres años, los medios de comunicación de todo el mundo sólo hablaron de una cosa: Jimmie no le había dejado «nada». Ninguno de sus miles de millones —dos o veinte, nunca conseguía recordar cuántos eran— habían sido para ella.
—¿Hoy estamos arruinados o somos ricos? —le preguntaba a menudo, porque el valor de su entramado financiero fluctuaba de un día para otro, dependiendo de las actividades que realizara en ese momento.
—Hoy estamos en la ruina —podía decir él, y se reía de la misma manera que cuando le contaba la cantidad de millones que había ganado ese día.
El dinero nunca le importó. Nadie lo entendía. Para él era sólo un subproducto del juego.
—Es como todas las peladuras que tiras después de hacer la mermelada —explicaba—. Sólo que en este caso lo que todo el mundo valora son las peladuras, no la mermelada.
—Pobre gente —contestaba ella, y entonces Jimmie se reía a carcajadas y la llevaba escaleras arriba para hacerle el amor con dulzura.
En su opinión, Jimmie sabía que no iba a llegar a la vejez.
—Tengo que hacer lo que pueda, tan rápido como pueda. Y tú conmigo, ¿verdad, Pecas? —le preguntaba de vez en cuando.
—Siempre —contestaba ella desde el fondo de su alma—. Siempre.
Pero no lo siguió a la tumba. Fue olvidada, justo como Jimmie había dicho que pasaría.
—Cuidaré de ti, Pecas —dijo más de una vez. Cuando hablaba de cosas así, siempre la llamaba por el apodo que le puso la primera vez que se vieron: Pecas, por las manchitas que le salpicaban la nariz.
Cuando dijo «Cuidaré de ti», ella no dedicó a esas palabras ni un segundo de pensamiento. Jimmie siempre la había cuidado. Quisiera lo que quisiese, él se lo daba mucho antes de que ella misma supiera de su necesidad.
—Te conozco más que tú misma —decía.
Y así era. Aunque, para ser sincera, nunca tuvo ocasión de saber mucho de sí misma. Seguir a Jimmie alrededor del planeta no le dejaba tiempo para sentarse y reflexionar.
Jimmie la conocía, y cuidó de ella. No de la forma en que la gente pensaba que debía hacerlo, sino teniendo en cuenta lo que ella necesitaba. No la dejó como viuda rica con los solteros de medio mundo clamando profesarse amor, no. Dejó el dinero y las doce casas de lujo a las únicas dos personas vivas que odiaba de verdad: sus hermanos mayores.
A ella le dejó una nota y una granja en ruinas, cubierta de malas hierbas, en una zona algo apartada de Virginia; una propiedad que ni siquiera ella sabía que poseía.
En la nota ponía:
Descubre la verdad de lo que ocurrió. ¿Querrás, Pecas? Hazlo por mí. Y recuerda que te quiero. Estés donde estés y hagas lo que hagas, no olvides nunca que te amo.
J.
Cuando vio la granja, se deshizo en lágrimas. Lo que le había permitido sobrevivir las seis semanas anteriores era una imagen ideal de ese lugar. Había fantaseado con una encantadora cabaña de troncos y con chimenea de piedra en un extremo. Había imaginado un ancho porche con mecedoras de madera labrada y jardín trasero lleno de rosales, cuyos pétalos se desprenderían con la brisa y perfumarían suavemente el ambiente.
Había pensado en una extensión de tierra ligeramente ondulada, cubierta de frutales y frambuesos; todo bien cuidado, saludable y cargado de jugosa fruta.
Sin embargo, se encontró con una atrocidad de los años sesenta. Era un edificio de dos plantas con un revestimiento exterior de color verde, de esos que no varían por mucho que pasen los años. El tipo de cobertura a la que no afectan las tormentas, el sol, la nieve o el paso del tiempo. Habría sido de un verde pálido enfermizo cuando se instaló y así seguía siendo, muchos años después.
A un lado de la casa crecía una enredadera, pero no de esas que dan al lugar un aspecto pintoresco y acogedor, sino de las que parece que se van a tragar la casa, que la engullirán entera y luego la regurgitarán con el mismo tono verde vomitivo.
—Se puede arreglar —dijo Phillip a su lado.
Lo que ella había pasado durante las semanas transcurridas desde la muerte de Jimmie no podía ni empezar a describirse con la palabra infierno.
Cuando el avión de su marido se estrelló fue Phillip quien la despertó en mitad de la noche. A ella le conmocionó verle. Como mujer del jefe, era sacrosanta. Los hombres de que él se rodeaba sabían lo que podría pasarles si se les ocurría acercarse a Lillian. Y no sólo se refería a un acercamiento sexual, sino a cualquier tipo. Ningún empleado de Jimmie, ya fuera hombre o mujer, le pidió nunca que intercediera ante su marido. Si había sido despedido sabía que dirigirse a Lillian y pedirle ayuda no serviría más que para lograr algo mucho peor que el simple despido.
Así pues, cuando ella despertó con la mano del mejor abogado de Jimmie sobre su hombro mientras él le decía que tenía que levantarse, supo inmediatamente lo que había sucedido. Sólo en el caso de que Jimmie estuviera muerto podía atreverse alguien a entrar en su dormitorio y pensar que seguiría vivo al amanecer.
—¿Cómo ha sido? —preguntó, súbitamente despejada y tratando de aparentar serenidad. Temblaba por dentro. Desde luego no puede ser verdad, se dijo. Jimmie era demasiado imponente, estaba demasiado vivo como para... como para estar... No pudo formar la palabra en su cabeza.
—Tienes que vestirte ahora mismo —dijo Phillip—. Tenemos que mantenerlo en secreto todo lo que podamos.
—¿Está herido? —preguntó ella con tono esperanzado. Era posible que estuviera preguntando por ella desde la cama de un hospital. Pero incluso mientras lo pensaba, supo que no podía ser cierto. Jimmie sabía cuánto se preocupaba por él.
«Casi preferiría que me cortaran los pies a tener que vérmelas con tu preocupación», le había dicho más de una vez. Detestaba que le regañara continuamente por fumar, beber o por no dormir.
—No —respondió Phillip con frialdad y dureza. La miró a los ojos—. James no está vivo.
Ella quiso morirse. Sumergirse bajo las cálidas sábanas y volver a dormir y que al despertar Jimmie estuviera allí, deslizando su mano inmensa bajo su camisón y gruñendo de esa manera que la hacía reír tan tontamente.
—Ahora mismo no hay tiempo para duelos —continuó Phillip—. Tenemos que ir de compras.
Eso la sacó de la conmoción.
—¿Estás loco? —repuso—. Son las cuatro de la mañana.
—Me las he ingeniado para que nos abran unos grandes almacenes. ¡Ahora vístete! —ordenó—. No tenemos tiempo que perder.
Su tono no la intimidó. Se sentó en la cama con su holgado camisón y se retiró el pelo. A Jimmie le gustaba que vistiera ropa antigua y que tuviera el pelo largo. Después de dieciséis años de matrimonio podía sentarse encima de su trenza.
—No voy a ningún sitio hasta que no me digas qué ocurre.
—Ahora no tengo tiempo... —empezó Phillip, pero se detuvo, respiró profundamente y la miró—. Podría ser expulsado del Colegio de Abogados por esto, pero preparé el testamento de James y sé lo que te espera. Puedo apartar a los buitres durante unos días, pero no más. Hasta la lectura del testamento eres todavía la mujer de James.
—Siempre seré la mujer de Jimmie —dijo con orgullo, manteniendo erguida su doble papada en la postura más valiente que pudo encontrar.
¡Jimmie! Su corazón lloraba. Jimmie, no... Podía morir cualquier otra persona, pero no Jimmie.
—Lillian. —Los ojos de Phillip estaban cargados de compasión—. No ha habido otro hombre como James Manville sobre la faz de la tierra. Siguió sus propias reglas y las de nadie más.
Esperó a que dijera algo que ella no supiera. ¿Adónde quería ir a parar? Se pasó la mano por los ojos y echó una ojeada al reloj que había junto a la cama.
—Por principio ético no puedo contarte... —empezó, pero inspiró y se sentó pesadamente junto a ella.
Si hubiera necesitado alguna prueba más de que Jimmie ya no estaba vivo, ésa habría sido la definitiva. Si hubiera existido la más remota posibilidad de que Jimmie pudiera entrar por la puerta y ver a otro hombre sentado en la cama al lado de su mujer, Phillip no se habría atrevido a tal familiaridad.
—¿Quién puede entender lo que hizo James y por qué? Trabajé con él durante más de veinte años, pero nunca lo conocí. Lillian, él... —Tuvo que detenerse para tomar aire, luego agarró su mano y la retuvo—. No te ha dejado nada. Ha legado todo a sus hermanos.
No entendió qué quería decir.
—Pero si los odia —dijo, soltando su mano de la de él.
Atlanta y Ray eran los únicos parientes vivos de Jimmie y él los despreciaba. Cuidaba de ellos económicamente, siempre estaba pagando fianzas para sacar a uno u otro de algún tipo de lío, pero los detestaba. No, peor aún, los despreciaba.
En una ocasión en que Jimmie la miraba de una manera rara, ella le preguntó qué estaba pensando. Él le dijo: «Te comerían viva.» «Parece interesante», respondió con una sonrisa, pero Jimmie no se la devolvió. «Cuando yo muera, Atlanta y Ray te perseguirán con todos los medios a su alcance. Y encontrarán abogados capaces de trabajar sobre la base de una contingencia.»
No le gustaba que Jimmie hablara con tanta frecuencia de su muerte. «Contingencia de qué tipo», preguntó sin dejar de sonreír. «¿Cuánto dinero pueden conseguir si presentan una demanda contra ti de mil pares de demonios?», repuso él con aire severo. Ella no quiso escuchar nada más, así que agitó la mano para acabar con el tema. «Phillip se ocupará de ellos», dijo.
Jimmie repuso que Phillip sería incapaz de combatir una codicia a esa escala. Para eso ella no tenía respuesta porque estaba de acuerdo con él. Diera lo que diese Jimmie a Atlanta y Ray, siempre querían más. En una ocasión en que él había debido ausentarse inesperadamente, ella encontró a Atlanta en su vestidor, contando los zapatos. No mostró el menor asomo de incomodidad. «Tienes tres pares más que yo», dijo mientras levantaba la vista hacia Lillian. Su mirada la atemorizó de tal manera que se volvió y salió huyendo de su propio dormitorio.
—¿Qué quieres decir con que les ha dejado todo a ellos? ¿Qué es todo? —preguntó. Sólo podía pensar en lo que iba a ser su vida sin Jimmie.
—Quiero decir que James legó todas sus acciones, las casas, sus propiedades en todo el mundo, las líneas aéreas y todo lo demás, a sus hermanos.
Dado que a ella le asqueaban todas y cada una de las casas que Jimmie había comprado, no pudo comprender qué había de malo en ello.
—Demasiado cristal y acero para mi gusto —comentó con un esbozo de sonrisa.
Phillip la miró airadamente.
—Lillian, esto es serio. James ya no está aquí para protegerte... Y yo no tengo poder como para hacer nada. No sé por qué lo hizo. Dios sabe que traté de hablarlo con él, pero me dijo que te daba lo que necesitabas. Eso es lo único que pude sacarle. —Se levantó y dedicó un momento a serenarse.
Jimmie le había dicho que lo que más le gustaba de Phillip era que no había nada que pudiera perturbarlo. Este asunto lo había conseguido.
Intentó formarse una imagen de su vida futura, tratando de evitar el pensamiento de cómo podía ser una vida sin la risa de Jimmie y sin la protección de sus grandes hombros, y miró a Phillip con expectación.
—¿Quieres decir que estoy en la miseria? —dijo procurando no sonreír. Las joyas que Jimmie le había regalado a lo largo de los años estaban valoradas en millones.
Phillip respiró hondo.
—Más o menos. Te ha dejado una granja en Virginia.
—Pues entonces ya es algo —añadió, mientras suavizaba el tono humorístico y esperaba a que él continuara.
—Ya sé que no es ético, pero después de redactar su testamento, envié a alguien a Virginia para que echara un vistazo al lugar. No es... gran cosa. Es...
Se volvió por un momento y a ella le pareció oírle murmurar «bastardo», pero no quiso escucharlo. Cuando volvió a mirarla su rostro se había transformado en el del profesional. Miró el reloj, uno que le había regalado Jimmie y cuyo coste superaba los veinte mil dólares. Ella poseía un modelo de menor tamaño del mismo reloj.
—¿Le hiciste algo? —preguntó él con suavidad—. ¿Otro hombre, quizá?
Ella no pudo contener el bufido de burla y su única respuesta fue lanzarle una mirada. Las mujeres de los harenes no eran guardadas bajo llaves y cerrojos de mayor calibre que la esposa de James Manville.
—De acuerdo —dijo—. He pasado meses intentando imaginármelo y ni siquiera así he llegado a aproximarme, de forma que voy a dejarlo. Cuando sea leído el testamento se desatarán todos los demonios. Todo va a ser para Atlanta y Ray, y lo que te va a quedar a ti es una granja en Virginia y cincuenta mil dólares... Una miseria. —La miró con los ojos entornados—. Lo único que puedo hacer es asegurarme de que recibas todo aquello que seamos capaces de conseguir desde ahora hasta que se haga pública la muerte de James.
Fueron aquellas palabras, «la muerte de James», las que casi pudieron con ella.
—No te derrumbes —dijo Phillip, agarrándola del brazo para hacerla incorporar—. En este momento no hay tiempo para duelos o victimismos. Tienes que vestirte. El director de los grandes almacenes nos espera.
A las cinco y media de aquella fría mañana fue empujada dentro de aquella gran tienda, donde debía comprar lo que necesitara para la granja de Virginia. Phillip le contó que el hombre que había enviado a inspeccionarla no había podido entrar en la casa, por lo que ni siquiera sabían cuántas habitaciones tenía. El adormilado director de los almacenes, quien había sido obligado a levantarse precipitadamente para abrirle las puertas a la esposa de James Manville, los seguía con sumisión y anotaba lo que ella señalaba.
Era todo tan irreal. No podía creer que nada de lo que pasaba estuviera ocurriendo, y una parte de ella, la más conmocionada, no podía soportar la espera hasta contarle a Jimmie todo esto. ¡Cómo se iba a reír! Cuanto más exagerara cada situación, más iba a reírse y más divertido sería su relato.
«Y ahí estaba yo, medio dormida, mientras le decía qué lecho quería comprar», le contaría. «¿Lecho? —me preguntó el hombrecillo, bostezando—. ¿Qué es un lecho?»
Pero no iba a haber ninguna historia que contar, porque no volvería a verlo vivo.
Sin embargo, hizo lo que le pidieron y eligió mobiliario, utensilios de cocina, electrodomésticos, ropa blanca e incluso accesorios para una casa que ni siquiera había visto. Parecía todo tan ridículo... Jimmie tenía casas abarrotadas de muebles, la mayor parte hechos por encargo y además espléndidos, con cocinas enormes provistas de todos los aparatos imaginables .
A las siete, cuando Phillip la llevaba en su coche de regreso a casa, se giró hacia el asiento de atrás, cogió un folleto y le dijo: «Te he comprado un vehículo», mientras le tendía la foto de un Toyota de tracción en las cuatro ruedas.
Estaba empezando a despertar y comenzaba a sentir dolor. Todo le resultaba demasiado extraño; su mundo se estaba poniendo patas arriba. ¿Por qué conducía Phillip su coche? Normalmente utilizaba uno de los de Jimmie y con chófer.
—No puedes quedarte con las joyas —le dijo—. Cada pieza está catalogada y asegurada. Puedes llevarte la ropa, pero incluso en eso pienso que Atlanta te creará algunos problemas. Tiene la misma talla que tú.
—Mi talla —murmuró—. Quedarse con mi ropa...
—Desde luego puedes plantarle cara —continuó él—, pero hay algo que falla. Hace unos seis meses Atlanta insinuó que conocía algún secreto tuyo de importancia.
Phillip le dirigió una mirada con el rabillo del ojo. Otra vez volvía a indagar si había otro hombre en su vida. Pero cuándo, se preguntaba ella. A Jimmie no le gustaba estar solo, ni siquiera un segundo, y se aseguró de que ella no lo estuviera nunca.
«Me da miedo que me agarre el coco», le dijo, besándola en la nariz, cuando le preguntó por qué evitaba la soledad con tanto ahínco. Raras veces... no, Jimmie nunca daba una respuesta directa a una pregunta personal. Vivía el aquí y el ahora; vivía en el mundo que le rodeaba, no en un mundo dentro de su cabeza. No era el tipo de persona que examina por qué la gente es como es; la aceptaba y le gustaba o no.
—Yo era virgen cuando lo conocí —musitó—, y para mí sólo ha existido Jimmie. —Pero apartó la mirada cuando lo dijo porque tenía un secreto que no quería compartir con Phillip. Sólo ella lo sabía. Atlanta no podía... ¿O sí?
Sí, lo sabía.
Hacia las ocho de la mañana el mundo cómodo y seguro que la había rodeado se vino abajo. No sabía cómo Atlanta se había enterado del accidente del avión tan poco después de que ocurriera, pero lo supo. Y en el lapso de tiempo que pasó desde que la informaron hasta que la prensa tuvo noticia de la muerte de Jimmie, trabajó más que en los cuarenta y ocho años que llevaba vividos.
Al volver de aquella loca expedición de compras, ambos fueron recibidos en la puerta principal de lo que ella había creído hasta entonces su casa por guardias de seguridad que le dijeron que tenía prohibido el acceso. Le explicaron que, como únicos parientes supervivientes, Atlanta y Ray eran ahora propietarios de todo lo que había pertenecido a James Manville.
Cuando regresaron al coche Phillip sacudía la cabeza con asombro.
—¿Cómo se han enterado del testamento? ¿Cómo sabían que James se lo dejaba todo a ellos?
—Mira, Lillian —le dijo, y ella observó de nuevo que hasta la muerte de Jimmie siempre la había llamado señora Manville—, no sé cómo lo han descubierto, pero encontraré al culpable y... y... —Como era de suponer, no pudo pensar en algo suficientemente horrible para hacerle a algún empleado suyo que hubiera filtrado el contenido del testamento—. Lucharemos. Eres su esposa y lo has sido durante muchos años. Tú y yo pelearemos...
—Tenía diecisiete años cuando nos casamos —dijo en voz muy baja—, y no tenía el permiso de mi madre.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Phillip y abrió la boca como para soltarle lo que supuso sería una reprimenda sobre su insensatez, pero la cerró y ella se lo agradeció. ¿De qué serviría sermonearla, ahora que Jimmie ya no estaba?
Las semanas siguientes fueron horrorosas, mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Pocas horas después de la muerte de Jimmie, Atlanta apareció en la televisión y contó a la prensa que iba a enfrentarse a «esa mujer» que había esclavizado tanto, durante todos esos años, a su querido hermano.
—Me encargaré de que reciba su merecido —dijo.
A Atlanta no le importaba que Jimmie hubiera consignado por escrito que Lillian no iba a recibir nada. En el testamento ni siquiera aparecía mencionada la granja. No; su cuñada estaba decidida a vengar todo lo que creía que ella le había hecho a lo largo de los años. No sólo quería dinero, también quería humillarla.
Sí, era evidente que había descubierto que su casamiento con Jimmie no era legal. Probablemente no le había resultado muy difícil. Sin ir más lejos, la hermana de Lillian lo sabía. Ella y su marido se habían divorciado porque no habían podido soportar la vida en Marruecos, pero su marido ya se había acostumbrado a la holgura económica y a una vida de lujo, y no podía dejarlo. Su hermana la culpó de su divorcio. Quizá llamó a Atlanta y se ofreció a proporcionarle la información de que ella no estaba casada legalmente.
Fuera como fuese, Atlanta esgrimió su certificado de nacimiento ante la prensa y luego mostró una fotocopia del certificado de matrimonio. Ella tenía diecisiete años cuando se casaron, pero mintió y dijo que tenía dieciocho.
Ya no tenía a Jimmie para protegerla de la prensa. Ahora, cada uno de los periodistas que habían recibido un mal trato por parte de él —o lo que es lo mismo, todos— revisó sus archivos, sacó las fotos más desfavorecidas de su persona y las lanzó a los ávidos medios de comunicación. No podía mirar la televisión, una revista o la pantalla del ordenador sin ver representadas su doble papada y la nariz heredada de su padre.
Le había dicho a Jimmie miles de veces que quería arreglarse esa inmensa nariz. Todo lo que él respondía era «¿Quitártela?». Siempre le decía que la amaba tal como era, así que, en definitiva, su nariz ganchuda no pareció importarle.
Cuando se enteró de lo que se decía de ella, su fea nariz fue la menor de sus preocupaciones. ¿Cómo podía describir lo que sintió al ver a cuatro respetados periodistas —tres hombres y una mujer— sentados alrededor de una mesa, debatiendo si ella había «atrapado» o no a James Manville para casarse con él? ¡Como si un hombre como Jimmie se dejara atrapar por alguien! ¡Por una chica de diecisiete años cuyo único motivo de fama era haber ganado un puñado de cintas azules en una feria estatal! No era muy verosímil.
Hubo abogados que estudiaron si estaba legalmente autorizada a disponer de cualquier cantidad de dinero de Jimmie.
De todas formas, cuando por fin fue leído el testamento y se comprobó que le había dejado todo a sus hermanos, Lillian se convirtió de improviso en la Jezabel de Estados Unidos. Todo el mundo pareció creer que ella, no se sabe cómo, había hecho caer en una trampa al pobrecito Jimmie (la joven Salomé fue la comparación utilizada con mayor frecuencia), quien por suerte lo había descubierto todo y había utilizado el testamento para «darle su merecido».
Phillip hizo lo que pudo por mantenerla alejada de la prensa, pero no le fue fácil. Ella deseaba subirse a un avión y desaparecer; escapar de todo. Pero ya no disponía de esa opción. Había quedado atrás el tiempo en que podía irse a cualquier lugar del mundo que quisiera.
Las seis semanas posteriores a la muerte de Jimmie, mientras los tribunales debatían el testamento y la prensa embrollaba cada vez más todo lo que caía en sus manos, permaneció encerrada en la espaciosa casa de Phillip. La única ocasión en que salió durante aquellas horribles semanas fue para asistir al funeral de Jimmie, pero tan envuelta en ropajes negros que muy bien podría no haber estado allí. Lo que tenía bien claro era que no iba a dar la satisfacción a la prensa, a Atlanta o a Ray, de verla llorar.
Cuando llegó a la iglesia le dijeron que no podía entrar, pero Phillip había anticipado esa posibilidad y en el acto se corporeizaron, aparentemente de la nada, media docena de hombres del tamaño de luchadores de sumo que la rodearon.
Así fue como entró en el funeral de Jimmie: rodeada por seis hombres enormes y cubierta de negro de la cabeza a los pies.
Ella estaba bien, no obstante, porque para entonces ya había comprendido que Jimmie no iba a volver nunca más y nada de lo que hiciera cualquiera le importaba mucho. Además, seguía fantaseando con la granja que le había dejado.
En una ocasión Jimmie le pidió que describiera dónde le gustaría vivir y ella le habló de una casita acogedora con un porche ancho, árboles altos alrededor y un lago cercano. «Veré lo que puedo hacer», dijo, mientras le sonreía con ojos brillantes. Pero la siguiente casa que compró fue un castillo en una isla cercana a la costa de Escocia, y allí hacía tanto frío que incluso en agosto a ella le castañeteaban los dientes.
Después de que se legalizara el testamento ella no hizo nada por dejar la casa de Phillip. Con la prensa aún rondando por el exterior y sin Jimmie, no le parecía que importara dónde estar o qué hacer. Tomaba largas duchas y se sentaba a la mesa con Phillip y su familia —su mujer Carol y sus dos hijitas—, pero apenas si probaba bocado.
Fue Phillip el que le dijo que ya era tiempo de que se fuera.
—No puedo salir ahí —replicó ella con temor, mirando hacia las cortinas que mantenía echadas noche y día—. Me están esperando.
Phillip tomó su mano y le rozó la piel con su palma. Por mucho que no tuviera un marido, Lillian todavía se sentía casada. Se deshizo de la caricia y lo miró con severidad.
Él sonrió.
—Carol y yo hemos estado hablando y pensamos que deberías... bueno, que deberías desaparecer.
—Ya. La inmolación voluntaria de la viuda hindú. La esposa que sube a la pira funeraria y sigue a su marido al más allá.
A juzgar por la cara que puso Phillip, no le hizo ninguna gracia su humor negro. A Jimmie sí le gustaba. Él solía decir que cuanto más deprimida estaba, más divertida resultaba. De haber sido así, habría debido subir al escenario el día de su funeral.
—Lillian —continuó Phillip, mientras extendía su brazo. Pero cuando alcanzó su mano otra vez, ella la retiró—. ¿Te has mirado en el espejo últimamente?
—Pues... —empezó intentando hacer un comentario sarcástico, pero entonces echó un vistazo al espejo del gran armario ropero, situado frente a la cama del cuarto de invitados. Había observado, por supuesto, que había perdido algo de peso. El no comer durante semanas acaba por lograrlo, pero no se había dado cuenta de cuánto había adelgazado. La papada había desaparecido. Tenía pómulos.
Se volvió hacia Phillip y bromeó.
—¿No te parece sorprendente? Todos los tratamientos de adelgazamiento que Jimmie me costeaba y resulta que no hacía falta más que se muriera para... ¡Bingo! Por fin, flaca.
Phillip volvió a mirarla con desaprobación.
—Lillian, he esperado hasta ahora para hablar contigo. He procurado darte algún tiempo para que aceptaras la situación de la muerte de James y de su testamento.
Inició otro sermón sobre su estupidez, al no decirles ni a él ni a Jimmie que tenía diecisiete años cuando se habían casado.
—Te hubiéramos ofrecido una boda esplendorosa. A él le hubiera encantado hacerlo por ti —había dicho Phillip al día siguiente del descubrimiento—. Hubiera sido mucho mejor que la fuga que tuviste la primera vez.
Ya había escuchado ese discurso antes y no quería volver a oírlo, así que repuso:
—¿Quieres que desaparezca?
—En realidad ha sido idea de Carol. Dijo que tal como están las cosas, el resto de tu vida va a ser una larga entrevista de prensa. La gente no va a dejar de perseguirte para que les cuentes tu vida con Jimmie. A no ser...
—¿A no ser qué?
El delgado rostro de Phillip se iluminó y por un momento ella pudo ver al «zorrillo» que Jimmie siempre había dicho que era.
—¿Te acuerdas cuando te dije que había tratado de discutir con James la redacción de su testamento? Pues yo le persuadí para que no incluyera la granja en el testamento. Le dije que si le asustaba tanto lo que su hermana pudiera hacer, entonces debería pensar que era posible que tratara también de quedarse con la granja. En aquel momento yo no había visto todavía ese sitio, y pensaba que era...
—¿Que era qué?
—Valiosa —dijo con suavidad, mirando al suelo por un momento, para luego levantar la vista—. Verás, Lillian, ya sé que la granja no es gran cosa, pero debe de haber significado algo para James, o no la hubiera conservado durante todos estos años.
—¿Por qué la compró?
—Ésa es precisamente la cuestión; no la compró. Creo que siempre fue suya.
—Las cosas hay que comprarlas —repuso, confusa—. La gente no tira las propiedades inmobiliarias, al menos no mientras vive. —En ese momento, de golpe, empezó a entenderlo todo—. ¿Quieres decir que crees que Jimmie heredó esa granja?
Por primera vez sintió un destello de interés. Tanto Atlanta, como Ray y Jimmie, los tres, se mostraban muy reservados sobre su infancia. Cuando ella se lo preguntaba, Ray evitaba responder y cambiaba de tema. Atlanta y Jimmie mentían por completo. Un día podían decir que habían nacido en Dakota del Sur y al día siguiente en Luisiana. Sabía a ciencia cierta que Jimmie la había nombrado ante su suegra con cuatro nombres diferentes. Incluso había leído a escondidas las seis biografías que se habían escrito sobre él, pero los autores no habían tenido mejor suerte que ella a la hora de descubrir algo sobre los primeros dieciséis años de su vida.
—No lo sé con seguridad —dijo Phillip—, pero lo que sí sé es que James no compró esa granja después de que nos conociéramos.
Ante una declaración así, no podía hacer otra cosa que mirarle con asombro. Jimmie y Phillip habían estado juntos desde el principio.
—Lo único que puedo contarte es que, al decirle que Atlanta y Ray tratarían de quitarte la granja, James se puso lívido, como si tuviera miedo de algo.
—¿Jimmie asustado? —preguntó ella, perpleja.
—Me dijo: «Tienes razón, Phil, así que la pondré a tu nombre y, cuando llegue el momento, harás la cesión a Lil. Y quiero que le des esto de mi parte.»
Fue entonces cuando Phillip le tendió la nota escrita por Jimmie. Estaba en un sobre lacrado, de forma que Phillip no la había leído. La había tenido, junto con la escritura de la granja de Virginia, en la caja fuerte de su casa, a la espera de que llegara el día de entregarle las dos cosas.
Después de haber leído la nota, la dobló y volvió a meterla en el sobre. No lloró; había llorado tanto las últimas seis semanas que ya no le quedaban lágrimas. Fue a coger la escritura de la granja, pero Phillip se la quitó de las manos.
—Si la extiendo a nombre de Lillian Manville y luego registro la transferencia de la propiedad, al cabo de veinticuatro horas tendrás a los periodistas (y abogados) en la puerta de tu casa. Pero... —Se detuvo, tragándose lo que había querido decir como si ella fuera una niña a la que debía animar a ser buena.
No mordió el anzuelo; se quedó mirándolo fijamente.
—De acuerdo —se vio obligado a decir—. Lo que pensamos Carol y yo es que quizá debieras cambiar de identidad. Has perdido tanto peso que ya no pareces la esposa regordeta de James Manville.
Ese comentario la hizo entrecerrar los ojos. No quería escuchar las bromas disimuladas que tanto él como el resto de los empleados de Jimmie habían hecho a sus espaldas. Le pareció que todos esos años con Jimmie no habían pasado en balde, porque lo fulminó con la mirada.
—Está bien —volvió a decir él, para aflojar luego la respiración contenida—. Eres tú quien tiene que decidir, pero yo ya he hecho parte del trabajo, como conseguirte un nuevo documento de identidad. He tenido que utilizar los contactos de James antes de que se olviden de él. Lamento ser tan franco, pero la gente olvida rápido. Ahora, depende de ti aceptarlo.
Le tendió un pasaporte, que ella abrió. No había foto, pero sí un nombre.
—Bailey James. —Leyó en voz alta y después miró a Phillip.
—Fue idea de Carol. Tomó tu apellido de soltera, el nombre de James y... No te gusta.
El tema era que sí le había gustado la idea. Un nombre nuevo; quizás una nueva vida.
—Carol pensó que con la pérdida de peso, si te cortaras y aclararas el pelo... Si te... Bueno, si tú...
Lo miró. ¿Qué era lo que le costaba tanto decir? Vio que mantenía los ojos fijos en su nariz.
Ella había caído de cabeza tras un resbalón en el patio de la escuela, durante el primer curso, y luego se las fue arreglando para golpearse siempre la nariz. Su compañero Johnnie Miller, de sexto grado, había dicho, mientras a ella no paraba de sangrarle la nariz: «No me extraña. Tiene una nariz tan grande que golpea el suelo media hora antes de que llegue ella.» Todavía recordaba cómo la profesora había intentado no reírse, mientras le sujetaba la cabeza hacia arriba y la compadecía, aunque hizo que Johnnie se disculpara por el comentario.
—Quieres que me hagan un trabajito en la nariz, ¿es eso?
Phillip asintió, lacónico.
Se giró y echó un vistazo al espejo. Si Jimmie le hubiera dejado sus miles de millones, ella habría podido construir una prisión con altas vallas y se hubiera apartado de todos los gigolós y oportunistas que rondaran el dinero. No tenía los miles de millones, pero sí la notoriedad. Sabía que en unos diez años, más o menos, el recuerdo de Jimmie se desdibujaría de la memoria en la gente y la dejarían en paz, pero durante esos diez años...
Se volvió hacia Phillip.
—Supongo que ya tienes cirujano y todo lo demás organizado.
—Para esta noche —dijo, mirando el reloj; el de los veinte mil dólares. Atlanta llevaría ahora el de Lillian—. Si estás dispuesta, claro está.
Respiró hondo y mientras se ponía de pie dijo:
—Lo dispuesta que cabe estar, supongo.
De eso hacía dos semanas. Su nariz se había curado lo suficiente como para saber que ya era hora de mar-char de la casa de Phillip y Carol. Ya no era Lillian Manville la que iba a salir al mundo, sino alguien que incluso ella no reconocía en el espejo, alguien cuyo nombre era Bailey James.
Durante el tiempo de convalecencia tras la operación, había llegado a conocer algo más a Carol. En el pasado ella había asistido a las fiestas que a Jimmie le gustaba organizar, pero él la había advertido de que era mejor no trabar demasiada amistad con empleados, así que Lillian se mostraba cortés, pero no había confidencias entre ellas. No había compartido secretos más que con Jimmie.
El cirujano realizó la operación en su consulta y pocas horas más tarde estaba de vuelta en casa de Carol y de Phillip. La primera noche la acompañó una enfermera, pero la segunda ya estaba sola cuando Carol llamó a la puerta. Respondió y ella entró de puntillas. Se sentó en el borde de la cama.
—¿Estás enfadada? —le preguntó.
—No, el médico ha hecho un buen trabajo. No hay por qué enfadarse —contestó, intentando dar a entender que no sabía de que le hablaba.
Carol no se dio por satisfecha y la miró fijamente.
—¿Quieres decir si estoy enfadada porque he pasado dieciséis años entregándole mi vida entera a un hombre que luego me ha apartado de su testamento?
Carol sonrió ante el sarcasmo.
—Los hombres son unos rastreros —dijo.
Sonrieron y cuando Lillian se tocó la dolorida narizota, se echaron a reír. Era la primera ocasión que mostraba algo de verdadero sentido del humor desde que había hablado por última vez con Jimmie.
—¿Y ahora qué te vas a poner? —preguntó Carol mientras doblaba las piernas y se acomodaba a los pies de la cama.
Era unos diez años mayor que Lillian, que hubiera jurado que a ella tampoco le resultaba extraño el bisturí del cirujano. Era rubia, bonita y resultaba evidente que se cuidaba muchísimo. Ella también solía pasar un montón de horas cuidándose. Podía estar rellena, pero bien peinada; era una regordeta cuidada.
—¿Ponerme para ir adónde? —preguntó, y el corazón le dio un vuelco. Por favor, imploró en silencio, que alguien me diga que no tengo que volver a la sala del Palacio de Justicia para que Atlanta y Ray me acusen de «controlar» a Jimmie.
—Con tu nuevo cuerpo —dijo Carol—. No puedes seguir usando mis jerseis, ¿sabes?
—¡Ah! Lo siento. Creo que no he pensado mucho en la ropa últimamente. Yo... —Se interrumpió. ¡Maldición! No podía contener las lágrimas. Quería ser el soldadito valiente y dar por cierto que, fuera lo que fuese que hubiera hecho Jimmie, había surgido del amor. Pero, cuando se veía confrontada a hechos tales como que la única ropa que poseía era la que llevaba puesta la noche en que Jimmie murió y el sudario negro que Phillip le había dado, no podía sentir mucha valentía.
Carol alargó la mano para tocar la suya, pero de pronto se incorporó.
—Vuelvo en un momento —dijo, y salió de la habitación.
Al cabo de unos segundos estaba de nuevo allí con un montón de lo que parecían catálogos. Le había llevado tan poco tiempo conseguirlos, que Lillian supo que los tenía apilados afuera.
Los desplegó a los pies de la cama y ella miró con sorpresa.
—¿Qué es esto?
—¡Phillip me debe cinco pavos! —dijo, triunfante—. Los aposté a que no habías visto nunca un catálogo. A las casas nor... uff, bueno, a la mayoría de las casas llega a diario un promedio de seis.
Sabía que había estado a punto de decir «a las casas normales» y que se había contenido. En las casas de Jimmie un sirviente le llevaba el escaso correo en una bandeja de plata.
Cogió uno de los catálogos. Era de Norm Thompson. Dentro se mostraba el tipo de ropa que aparecía en su armario de tanto en tanto, en especial en las dos casas de las islas. Jimmie tenía a alguien a quien llamaba el «comprador», que se aseguraba de que ambos contaran con todo el vestuario que pudieran necesitar en cada una de las casas.
Carol cogió uno y le echó un vistazo rápido. En la cubierta se leía Coldwater Creek.
—¿Sabes? Yo solía compadecerte. Siempre parecías tan sola y tan perdida. Una vez le dije a Phillip que... —Se detuvo y volvió a inclinarse hacia el catálogo.
—¿Qué le dijiste?
—Que eras como una bombilla, y que sólo estabas encendida cuando James andaba alrededor.
No le gustaron esas palabras. Ni una pizca. La hacían parecer tan... tan nada, como si ni siquiera fuera una persona.
—¿Y qué intención tenías con esto? —le preguntó, tratando de que su voz sonara serena.
—En mi opinión estamos en deuda contigo por el regalo de boda que nos hiciste a Phillip y a mí, así que pensé que podíamos encargarte algo de ropa y lo que puedas necesitar para tu nueva vida. Lo cargaremos a la cuenta de Phillip; puede permitírselo. —Y en voz más baja añadió—: Va a ser uno de los abogados de Atlanta y Ray.
A Lillian se le cayó la mandíbula, pero cerró la boca con una mueca de dolor porque el movimiento lastimó su nueva naricilla. Tuvo ganas de gritar «¡Traidor!», pero no lo hizo.
—Refréscame la memoria. ¿Qué fue lo que Jimmie y yo os regalamos por la boda?
—Esta casa.
Por un momento fue incapaz de hablar y tuvo que apartar la vista para que Carol no le viese los ojos. Él le había regalado una casa a su abogado, a un hombre al que consideraba su amigo. Pero ahora el supuesto amigo iba a trabajar para el enemigo.
Agarró un catálogo.
—¿Tienes alguno de joyería? Necesito un reloj.
Carol sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Acababa de formarse una amistad.
2
Phillip observó a Lillian salir del coche y caminar lentamente hacia la casa. A pesar de que había roto a llorar fugazmente cuando divisó el lugar, le parecía que estaba resistiendo muy bien. Teniendo en cuenta lo que había tenido que pasar, estaba soportándolo maravillosamente. Recordó, mientras movía la cabeza con incredulidad, todo lo que había hecho por evitar este momento. Él y algunos de sus socios habí