UNO
Muchos años más tarde, cuando hablara con un entrevistador o con un público compuesto por fans maduros en una convención de cómics, a Sam Clay le gustaría explicar, a propósito de la creación más importante de la que era autor junto con Joe Kavalier, que cuando era un chaval encerrado y atado de pies y manos en aquel tanque hermético que era Brooklyn, Nueva York, a menudo soñaba con Harry Houdini.
—Para mí, Clark Kent en una cabina de teléfono y Houdini en un cajón de embalaje eran lo mismo —explicaría con erudición en el WonderCon o en la Feria de Angoulema o al editor del Comics Journal—. La persona que salía no era la misma que entraba. El primer número de magia de Houdini, ya saben, cuando estaba empezando, se llamaba «Metamorfosis». Nunca era una simple cuestión de escaparse. También era una transformación.
Lo cierto era que, de niño, Sammy solamente había tenido un interés casual, como máximo, en Harry Houdini y sus hazañas legendarias. Sus grandes héroes habían sido Nikola Tesla, Louis Pasteur y Jack London. Sin embargo, hablar del papel de Houdini —y de su imaginación— en el nacimiento del Escapista, como en todas sus mejores invenciones, resultaba verosímil. Los sueños de Sam siempre habían sido houdinianos: eran los sueños de una crisálida forcejeando a ciegas en su capullo, enloquecida por su anhelo de luz y de aire.
Houdini era un héroe para los bajitos, los chavales de ciudad y los judíos; Samuel Louis Klayman era las tres cosas. Tenía diecisiete años cuando empezaron las aventuras: fanfarrón, no tan veloz a la carrera como le gustaba imaginar y con tendencia, igual que muchos optimistas, a la excitabilidad. No era guapo de ninguna forma convencional. Su cara era un triángulo invertido, con la frente ancha, la barbilla puntiaguda y una nariz roma y pendenciera. Tenía los hombros caídos y la ropa le sentaba mal: siempre tenía aspecto de que lo acababan de asaltar para robarle el dinero del almuerzo. Cada mañana salía de casa con las mejillas impolutas de la inocencia personificada, pero a mediodía el afeitado ya no era más que un recuerdo y la penumbra de vagabundo en el mentón no bastaba para darle un aspecto duro. Se consideraba feo pero era porque nunca había visto su cara en estado de reposo. Había repartido el Eagle durante la mayor parte de 1931 para poder comprarse unas pesas, que luego estuvo levantando todas las mañanas durante los siguientes ocho años hasta que tuvo los brazos, el tórax y los hombros fibrados y fuertes. La polio le había dejado unas piernas endebles de niño. En calcetines, medía metro sesenta y cinco. Igual que todos sus amigos, consideraba un cumplido que alguien lo llamara listillo. Tenía un conocimiento incorrecto pero ferviente del funcionamiento de la televisión, la energía atómica y la antigravedad, y albergaba la ambición —entre otras mil— de terminar sus días en las playas cálidas y soleadas del Gran Océano Polar de Venus. Lector omnívoro con tendencia a la improvisación, le divertían Stevenson, London y Wells, se esforzaba con Wolfe, Dreiser y Dos Passos e idolatraba a S. J. Perelman; su régimen autoimpuesto ocultaba el típico apetito culpable. En su caso la pasión encubierta —una de ellas, por lo menos— eran aquellos cargamentos de sangre y fantasía a bajo precio: las revistas pulp. Había conseguido y leído todos los números quincenales de La sombra publicados desde 1933, y estaba en trámites de conseguir las colecciones completas de El vengador y El hombre de bronce.
La larga vida de Kavalier y Clay —y la verdadera historia del nacimiento del Escapista— empezó en 1939, hacia finales de octubre, la noche que la madre de Sammy entró de sopetón en su cuarto, le estampó el anillo y los nudillos de hierro de la mano izquierda en un costado del cráneo y le dijo que se moviera y que hiciera sitio en la cama para su primo de Praga. Sammy se sentó en la cama, con el corazón latiéndole en los goznes de la mandíbula. A la luz lívida del tubo fluorescente que había sobre el fregadero distinguió a un muchacho delgado más o menos de su edad, encorvado como un interrogante y apoyado en el marco de la puerta, con un montón desordenado de periódicos debajo de un brazo y con el otro tapándose la cara como si tuviera vergüenza. Aquel, dijo la señora Klayman dando un empujón a Sammy en dirección a la pared, era Josef Kavalier, el hijo de su hermano Emil, y había llegado aquella misma noche a Nueva York en un autobús Greyhound procedente de San Francisco.
—¿Qué le pasa? —dijo Sammy. Se corrió hacia un lado hasta que sus hombros tocaron el yeso frío de la pared. Se cuidó de llevarse consigo las dos almohadas—. ¿Está enfermo?
—¿Tú qué crees? —dijo su madre, dando unas palmadas sobre la superficie vacía de la cama como para dispersar las partículas nocivas que Sammy pudiera haber dejado. Acababa de llegar a casa después de su última noche en el turno de noche de Bellevue, en donde trabajaba como enfermera de psiquiatría. Todavía llevaba consigo el aliento rancio del hospital, pero el cuello abierto de su uniforme despedía un vago aroma al agua de lavanda con que rociaba su cuerpo diminuto. La fragancia natural de su cuerpo era especiada y áspera, como de virutas de lápiz—. Apenas se puede mantener de pie.
Sammy miró más allá de su madre, intentando ver mejor al pobre Josef Kavalier con su traje ancho de tweed. Se acordaba vagamente de que tenía primos checos. Pero su madre no le había dicho ni una palabra de que uno de ellos fuera a venir de visita, menos todavía de que fuera a compartir la cama de Sammy. Tampoco estaba seguro de qué papel tenía San Francisco en la historia.
—Ahí lo tienes —dijo su madre irguiendo la espalda de nuevo, aparentemente satisfecha de haber desplazado a Sammy a los quince centímetros más al este del colchón. Luego se volvió hacia Josef Kavalier—. Ven aquí. Quiero decirte algo. —Le agarró de las orejas como si agarrara una jarra por las asas y le aplastó los labios en cada una de las mejillas—. Lo has conseguido. ¿De acuerdo? Ya estás aquí.
—Muy bien —dijo su sobrino. No parecía convencido.
Ella le dio una toallita y salió. Tan pronto como se hubo marchado, Sammy recuperó unos centímetros preciosos de colchón mientras su primo se quedaba de pie, frotándose las mejillas maltrechas. Al cabo de un momento la señora Klayman apagó la luz de la cocina y los dos se quedaron a oscuras. Sammy oyó que su primo suspiraba y dejaba ir el aire lentamente. El montón de periódicos crujió y luego cayó al suelo con un ruido sordo de derrota. Los botones de su chaqueta golpearon el respaldo de una silla. Sus pantalones susurraron cuando se los quitó. Dejó caer un zapato y luego el otro. Su reloj de pulsera tintineó contra el vaso de agua de la mesilla de noche. Luego él y una ráfaga de aire frío se metieron bajo las sábanas, trayendo consigo un olor a cigarrillos, axilas, lana húmeda y algo dulce y vagamente nostálgico que Sammy identificó como el olor, procedente del aliento de su primo, a las ciruelas del pedazo que había sobrado del p