Este libro está escrito en memoria de Michel Lambeth,
Sharon Stevenson, y Bill y Michal Acres.
Y para Linda, y Sarah y David.
Quiero expresar mi agradecimiento a la John Simon
Guggenheim Foundation, que me concedió
una subvención mientras escribía este libro.
También al Ontario Arts Council, al Restaurante El Basha,
la Multicultural History Society de Ontario,
y el Glendon College, York University.
Gracias también a Margo Teasdale, George y Ruth Grant, Donya Peroff, Rick Haldenby, Paul Thompson y Lillian Petroff. Mi agradecimiento especial a Ellen Seligman.
*
Ésta es una obra de ficción, y en ocasiones me he permitido algunas libertades con las fechas y los lugares.
Los más alegres se encorvarán afligidos, y cuando hayas retornado a la tierra me dejaré crecer el cabello en tu memoria y vagaré por la inmensidad remota envuelto en una piel de león.
LA EPOPEYA DE GILGAMESH
Jamás una historia volverá a contarse
como si fuera la única.
JOHN BERGER
Lo que sigue es un relato que una joven oye en un automóvil a primeras horas de la mañana. Escucha y pregunta mientras el vehículo circula en la oscuridad. Afuera, el paisaje no se revela. Si el conductor dijera «En esos campos hay un castillo», ella podría creerle.
Lo escucha mientras él elige y agrupa diversos recodos de la historia, intentando abarcarla entera entre sus brazos. Y está cansado, ora elíptico, como su concentración en la carretera, ora sobreexcitado. —¿Comprendes?— Se vuelve hacia ella a la luz mortecina del cuentakilómetros.
Cuatro horas en coche hasta Marmora, bajo seis estrellas y la luna.
Ella vela para hacerle compañía.
Libro primero
Semillitas
Si se despierta temprano, el muchacho ve a los hombres pasar por delante de la granja, bajando por First Lake Road. Se arrima a la ventana y observa; alcanza a ver dos o tres lámparas entre el arce tierno y el nogal. Oye el ruido de las botas sobre la grava. Treinta leñadores, envueltos en ropas oscuras, con el hacha al hombro y pequeños paquetes de comida colgados del cinturón. El muchacho baja la escalera y mira por una ventana de la cocina, desde donde puede observar la entrada de coches. Se mueven de derecha a izquierda. Parecen agotados, aun antes de la energía del sol.
Sabe que a veces el grupo de desconocidos se cruza con las vacas que bajan del pastizal para el ordeño y se echa a un lado de la estrecha carretera, con silenciosa cortesía, levantando las lámparas (otro paso atrás y se meterían en la cuneta, donde la nieve llega hasta la rodilla), para que las vacas pasen perezosamente por delante de ellos. A veces, los hombres ponen las manos en los flancos cálidos de los animales para capturar el calor que liberan al pasar. Apoyan las manos, protegidas por guantes delgados, sobre las bestias blancas y negras, apenas discernibles en la oscuridad postrera de la noche. Tienen que hacerlo delicadamente, sin crear sensaciones de agresión ni de afirmación de derechos. No son propietarios de estas tierras, y el dueño de las vacas sí lo es.
Las holstein pasan entre la doble fila de hombres silenciosos. El granjero que las sigue saluda con un movimiento de cabeza. Casi todas las mañanas de invierno se cruza con la extraña comunidad, cuya compañía le reconforta en la oscuridad reinante a las cinco de la madrugada... pues lleva más de una hora reuniendo al ganado para llevarlo a los cobertizos de ordeño.
El muchacho, testigo de la procesión y que incluso sueña con ella, también ha observado a los hombres cuando trabajan, una milla más allá, entre los árboles grises. Ha oído sus aullidos, el golpeteo de las hachas penetrando en la madera fría como si fuera de hierro, ha visto un fuego junto al arroyo, donde el agua es molecular y gris bajo la fina capa de hielo.
El sudor se mueve entre los cuerpos duros y la ropa fría. Algunos mueren de pulmonía, o del azufre que se les infiltra en los pulmones en los molinos donde trabajan en otras estaciones. Viven en chozas, detrás del Hotel Bellrock, y tienen poco contacto con la aldea.
Ni el muchacho ni su padre han entrado nunca en esas habitaciones oscuras, en un calor que es olor de hombres. Una mesa sin desbastar, cuatro catres, una ventana del tamaño de un torso. Las construyen en diciembre y las desmontan en primavera. Ningún habitante de Bellrock sabe con certeza de dónde vienen. Será otro quien se lo cuente al muchacho, mucho más adelante. La única relación de los leñadores con la aldea es cuando salen a patinar por la vertical del río, con patines de fabricación casera hechos con cuchillos viejos.
Para el muchacho el final del invierno representa un río azul, representa la desaparición de esos hombres.
*
Echa de menos las noches de verano, ese instante en que apaga las luces, en que apaga incluso el pequeño ventilador color crema del vestíbulo, cerca de la habitación donde duerme su padre. Entonces la casa se queda a oscuras, sin más luz que la que brilla en la cocina. Se sienta ante la mesa larga y mira su manual de geografía, con sus mapamundis y el trazo blanco de las corrientes, repitiendo en voz baja los nombres, pronunciando lo exótico. Caspio, Nepal, Durango. Cierra el libro y lo alisa con la palma de la mano, tanteando la textura de la cubierta rugosa y las tintas de diversos colores que configuran un mapa del Canadá.
Más tarde, cruza a oscuras el salón, el brazo extendido por delante, y pone el libro en su lugar en la estantería. De pie en la oscuridad, se frota los brazos para devolver energía al cuerpo. Está luchando para no dormirse, para tomarse el tiempo que necesita. Todavía hace calor, y está desnudo de cintura para arriba. Vuelve a la cocina luminosa y va de ventana en ventana en busca de las mariposas nocturnas aprisionadas en la red metálica, aferradas a la luz. Han debido de ver, desde el otro lado de los campos, esta única habitación, y han viajado hasta ella. La investigación de una noche de verano.
Insectos diversos, hemípteros, saltamontes, mariposas color herrumbre oscura. Patrick contempla esas cosas que han navegado por el aire cálido de la superficie de la tierra para adherirse a la malla con un golpe sordo. Las había oído mientras leía, con los sentidos afinados a esa clase de ruidos. Años más tarde, en la biblioteca de Riversdale, aprenderá que los brillantes abejorros destruyen los arbustos, que los escarabajos de las flores se alimentan de la savia de la madera en proceso de putrefacción, o de maíz tierno. Súbitamente, todas esas noches adquirirán orden y forma. Tras haberles dado nombres nacidos en su imaginación, aprenderá sus títulos oficiales como quien hojea la lista de invitados de un baile: ¡El saltamontes espuela! ¡El arzobispo de Canterbury!
También los nombres reales son hermosos. Libélula de alas ámbar. Grillo arbustivo. En el curso del verano toma nota de sus visitas y dibuja esquemáticamente a los que repiten. ¿Es el mismo animal? Pinta con ceras en su cuaderno las alas anaranjadas del geómetra, la polilla lunar, el marrón claro, como piel de conejo, de la lagarta. No abre la pantalla para capturar los cuerpos cubiertos de polen. Lo hizo una vez y el sobresalto de la mariposa nocturna, una criatura marrón rosada que le dejó los dedos manchados de polvo de colores, asustó a ambos.
Vistos desde cerca son prehistóricos. Las mandíbulas de los insectos mastican. ¿Están comiendo un alimento diminuto, o es algo subliminal, como su padre cuando se mordisquea la lengua mientras trabaja en el campo? Los rayos de luz procedentes de la cocina atraviesan las alas porosas; incluso las rechonchas, como el áfido verde melocotón, parecen hechas de polvo.
Patrick saca del bolsillo una ocarina doble. Fuera de la casa no despertará a su padre, el sonido simplemente ascenderá hacia los brazos del arce tierno. Quizá pueda hechizar a esas criaturas. Quizá no son, ni mucho menos, mudas, y lo que ocurre es simplemente que su oído no alcanza la frecuencia. (Cuando tenía nueve años su padre lo descubrió una vez tumbado en el suelo, con la oreja pegada a una boñiga dura, dentro de la cual oía el batir de alas y el golpeteo de varios insectos.) Conoce la poderosa llamada que nace del cuerpecillo de la cigarra, pero quiere conversar... hablar el idioma de las libélulas, que necesitan traducir su aliento como él se sirve de la ocarina para darse una voz, algo con que brincar sobre el muro de aquel lugar.
¿Regresan todas las noches para enseñarle algo? ¿Tal vez las hechiza? Sale de la casa oscura y desde la puerta de la cocina iluminada dice a las tierras vacías Aquí estoy. Venid a verme.
Había nacido en una región que no figuró en el mapa hasta 1910, aunque su familia trabajaba allí desde hacía veinte años y la tierra estaba colonizada desde 1816.
En el atlas escolar, el lugar es verde claro y no tiene nombre. El río sale sigilosamente de un lago innominado y es una simple línea azul hasta que, veinte millas más al sur, se convierte en el Napanee. En su momento, y debido exclusivamente a la explotación maderera, se llamará Depot Creek, «Deep Eau».
Su padre trabaja para dos o tres granjas, cortando leña, trillando, arreando ganado. Las vacas cruzan el río dos veces al día: a la mañana se desperdigan por las tierras situadas al sur del río y por la tarde hay que juntarlas para ordeñarlas. En invierno se las llevan carretera abajo para estabularlas. En cierta ocasión, sin embargo, una vaca se encaminó hacia el río, impulsada por la nostalgia de los viejos pastos.
Tardan dos horas en echarla en falta, y enseguida el padre de Patrick se figura dónde ha ido a parar. Corre hacia el río, gritándole al muchacho que le siga con los caballos de labor. Patrick, a pelo en un caballo y tirando del otro por el ronzal, los azuza por encima de la nieve profunda. Cabalgando cuesta abajo hacia la poza del río ve a su padre entre los árboles desnudos.
En mitad del río, medio sumergida en el hielo, está la holstein de la granja contigua. No hay colores. Tallos secos de gordolobos muertos, árboles grises, y la ciénaga, ahora limpia y blanca. El padre de Patrick, con una cuerda al hombro, gatea por el hielo hacia el bulto blanco y negro. La vaca se debate, quebrando la capa de hielo, y el agua fría se filtra hasta la superficie. Hazen Lewis se detiene un instante para calmar al animal y enseguida avanza de nuevo. Tiene que pasarle la cuerda dos veces por debajo del cuerpo. Patrick se acerca lentamente y se arrodilla al otro lado de la vaca. Su padre apoya la mano izquierda en el cuello del animal y hunde el brazo derecho en el agua helada hasta donde alcanza por debajo del cuerpo. Al otro lado, Patrick mete el brazo y lo mueve de un lado a otro en busca de la cuerda. No se alcanzan. Patrick se tumba en el hielo para hundir más el brazo y el hombro; la muñeca empieza a entumecérsele, y piensa que pronto no sentirá la cuerda aunque le roce el brazo.
La vaca se mueve y el agua se introduce en la chaqueta del muchacho y le empapa el pecho. Su padre se incorpora y ambos, arrodillados, cada uno a un lado de la vaca, mueven los brazos y se golpean el pecho. No hablan. Tienen que trabajar lo más deprisa posible. El padre apoya la mano sin guante en la oreja de la vaca para capturar su calor. Se tumba de costado en el hielo y hunde de nuevo el brazo, con la cara a pocas pulgadas del agua. Patrick, como una imagen especular, tantea en círculos bajo el agua, pero sigue sin encontrar nada. «Voy a meterme. Tienes que cogerla deprisa», dice su padre, y Patrick lo ve encorvarse y meter la cabeza en el agua helada. Engancha la mano al otro brazo de su padre, por encima de la vaca, y se sujeta firmemente.
Después mete la cabeza en el agua y tantea. Toca la muñeca de su padre por debajo de la vaca. No se atreve a soltarla y desplaza la mano con cuidado hasta agarrar firmemente la gruesa cuerda trenzada. Tira de ella, pero no logra moverla. Se percata de que su padre, al sumergirse, ha apoyado de alguna manera el cuerpo en la cuerda y está tumbado sobre ella. Patrick no quiere soltar, aunque se está quedando sin aire. Su padre sale del agua bufando, se tumba de espaldas en el hielo, respira hondo para mitigar el dolor de las sienes, y de pronto se da cuenta de lo que tiene debajo y se voltea hacia un lado, liberando la cuerda. Patrick tira, empujando con un pie para proyectarse bruscamente fuera del agua, y se aparta de la vaca deslizándose sobre el hielo.
Se incorpora, ve a su padre y levanta los brazos en ademán victorioso. Su padre está intentando desesperadamente sacarse el agua de las orejas y de los ojos antes de que el aire la hiele, y Patrick utiliza la manga seca para hacer lo mismo, hundiendo la mano en la chaqueta y metiéndose la tela en las orejas. Siente que se le está formando hielo en la barbilla y en el cuello, pero eso no le preocupa. Su padre corre a la orilla y vuelve con una segunda cuerda. La ata a la primera y Patrick tira de ella por debajo de la vaca, de forma que ambas circundan ahora al animal.
Patrick levanta la mirada hacia la roca gris de la poza y el roble que se cierne sobre la broca sucia que asoma, puntiaguda, por la nieve. El cielo es azul claro. El muchacho siente como si hiciera años que no veía esas cosas. Hasta ese instante no había más que su padre, el bulto blanco y negro de la vaca y esa horrible agua negra que le cortaba los ojos cuando los abría debajo.
Su padre ata las cuerdas a los caballos. La cara de la vaca, semisumergida, es un ojo gigante en blanco y tiene expresión abstraída. A Patrick no le sorprendería que empezara a rumiar de puro aburrimiento. Le levanta un labio y apoya los dedos fríos en las encías para robarle calor. Después gatea hasta la orilla.
Patrick y su padre sujetan cada uno a un caballo por el ronzal y los animan a gritos. Los caballos ni siquiera vacilan bajo el peso que arrastran. Desde la orilla, Patrick ve que la vaca saca la lengua, y que su expresión satisfecha se torna, por fin, en una mirada inquieta mientras la arrastran hacia la orilla, quebrando el hielo para abrirle camino. A unos diez pies de la orilla, donde el hielo es más espeso, las cuerdas se tensan sobre el cuerpo. Los caballos se detienen. Patrick y su padre los fustigan y los animales se ponen al trote. Entonces la vaca emerge entera del hielo, como por arte de magia, y es arrastrada de costado, con las patas rígidas y duras en el aire, arrastrada sin miramientos hasta la orilla por encima de los gordolobos marrones.
Sueltan los caballos. Tratan de desatar las cuerdas que sujetan a la vaca, pero es demasiado difícil, y el padre de Patrick saca un cuchillo y las corta. El animal permanece tumbado, bufando vapor en el aire frío, y al rato se incorpora torpemente y les mira. Más que nada, Patrick está sorprendido por la actitud de su padre, que tiene obsesión por no desperdiciar nada. Ha tenido que oír más de un sermón sobre el ahorro de cuerda. Siempre desatar. ¡Nunca cortar! Sacar un cuchillo y cortar la cuerda en pedazos es un acto atroz, exageradamente innecesario.
Echan a correr hacia la casa, mirando por encima del hombro para ver si la vaca les sigue.
«Si vuelve a meterse en el hielo no pienso mover un dedo», jadea el muchacho.
«¡Tampoco yo!», chilla su padre, riendo.
Cuando por fin llegan a la cocina, situada en la parte trasera de la casa; es casi de noche y les duele el estómago.
Una vez en casa, Hazen Lewis enciende el candil de petróleo y el fuego en la chimenea. El muchacho tirita mientras cena y el padre le dice que puede dormir con él. Más tarde, ya en la cama, no se hacen el menor caso, limitándose a compartir el calor bajo la manta. El padre está tan inmóvil que Patrick no sabe si duerme o está despierto. El muchacho mira hacia la cocina, donde agoniza el fuego.
Se imagina el transcurso del invierno hasta verse a sí mismo como una sombra estival, al lado de su padre. En verano, éste derrama gotas de gasolina en los nidos de las orugas y les prende fuego. Flof. Las pieles grises, como telarañas, estallan en llamaradas. Las orugas caen sobre la hierba, el olor acre a quemado se pega al paladar del muchacho. A la luz del atardecer registran juntos, meticulosamente, las tierras de labor. Patrick señala un nido que su padre ha pasado por alto y ambos penetran más profundamente en el pastizal.
Está casi dormido. En la oscuridad, otra llama se enciende, se desvanece y se apaga.
*
En el cobertizo, Hazen Lewis trazó con tiza verde, sobre los tablones de la pared, la silueta del cuerpo del muchacho. Después, como si estuviera realineando las venas del armazón de su hijo, fijó con grapas una serie de cables de un lado a otro de la figura. Músculos de cordita, y la espina dorsal como un afluente de la mecha de pólvora negra. Así es como el muchacho recuerda a su padre, estudiando la silueta de la que su hijo acaba de apartarse mientras la mecha encendida arde sin llama y la explosión abre un agujero en la parte del tablón donde estaba la cabeza.
Hazen Lewis era un hombre tímido, distanciado del mundo que le rodeaba, indiferente a los hábitos de la civilización ajenos a su propio círculo. Montaba en su caballo asumiéndolo, como si fuera un tren, como si la carne y la sangre no existieran.
En los meses de invierno, Patrick le llevaba la comida a los campos situados al norte del arroyo, donde su padre, solitario y diminuto en aquellos recintos blancos, cortaba árboles de la mañana a la noche. Y de pronto, cuando Patrick tenía quince años, su padre dio la única pirueta de su vida. En un determinado momento, mientras talaba un abeto, sin oír otro ruido que el del hacha y su eco giratorio, debió de concebir una imagen de árboles y suelos helados y hornos de jarabe de arce saltando al mismo tiempo en una sola expresión y sacudiendo la nieve de todas las ramas del bosque circundante. Dejó de trabajar a media tarde, regresó caminando a casa, se soltó los cordones de las botas de nieve y guardó el hacha para siempre. Hizo por carta un pedido de libros, fue a Kingston en busca de materiales. La explosión que había visto en los bosques fue una imagen concebida cuando tiraba del hacha incrustada en un abeto. Compró dinamita, detonadores y mechas, dibujó diagramas en las paredes del cobertizo y se adentró en el bosque con los explosivos. Situó cargas junto a las rocas, sobre el hielo, entre los árboles. El pistón detonador escupió una llama en el cartucho, y Hazen Lewis vio con sus propios ojos cómo la nieve se desprendía de las ramas, impelida por un estremecimiento del aire. El espacio desalojado se transformó en un gráfico que le reveló el radio de la sacudida.
Antes del deshielo de primavera, Hazen Lewis bajó a caballo a las oficinas de la compañía maderera Rathburn. Demostró su talento desplazando un tronco exactamente al lugar donde había predicho que iría a parar, reventando media tonelada de pizarra, y fue contratado junto con los transportadores de troncos. Se había asegurado un papel en la industria que se desarrollaba a lo largo de los lagos Depot y el río Napanee. Unos años más tarde, cuando la empresa quebró, se fue a trabajar de dinamitero a las minas de feldespato de los alrededores de Verona y Godfrey, contratado por la compañía minera Richardson. El discurso más largo de toda su vida fue el que pronunció ante los encargados de Rathburn cuando les explicó lo que sabía hacer, añadiendo que para él sólo había dos empleos sensatos en la industria maderera: dinamitero y cocinero.
Los leñadores llegaban en invierno a la cadena de los lagos Depot —desde el primero hasta el quinto— y desaparecían para instalarse en campamentos de chozas, penetrando veinte millas en tierras que no conocían. En febrero y marzo, las pirámides de troncos, trasladados hasta allí en trineo, crecían en el centro de los lagos. Los hombres empezaban a trabajar antes de que despuntara el día —bajo las peores tormentas, con una temperatura muy por debajo de los cero grados— y terminaban a las seis. La sierra de través de doble mango derribaba los pinos. Los cortadores de pulpa, encorvados, tenían que aserrar los tocones a ras del suelo. Éste era el peor trabajo. Algunos usaban la sierra sueca. Cortaba abetos dos veces más deprisa que la de través, y cuando los hombres se trasladaban al siguiente campamento enrollaban la hoja estrecha y se hacían mangos nuevos tan pronto como llegaban a un bosque.
En abril, cuando se derretía el hielo del lago, se iniciaba el transporte fluvial. Era el trabajo más fácil y el más peligroso. De Bellrock a Napanee, los hombres ocupaban posiciones allí donde el río se estrechaba. En los puentes y en las rocas hendidas había siempre dos o tres hombres por si se formaba un atasco. Si un tronco atascado no se sacaba a tiempo, los demás se amontonaban detrás y el río entero se embotellaba. Si llegaba a ocurrir, los conductores fluviales no podían hacer nada, y entonces se enviaba a un correo a caballo en busca del dinamitero. Un tronco de veinte pies emergiendo inesperadamente del agua y golpeando de lado a un hombre reventándole el pecho.
Hazen Lewis y su hijo subían a caballo hasta la roca hendida. El hombre corpulento caminaba sobre los troncos atascados. Taladraba un agujero, metía un tapón de dinamita y encendía la mecha. Hacía que el muchacho diera el grito de advertencia, y los troncos volaban por los aires hasta la orilla, liberando el río.
En los casos difíciles, Patrick se desnudaba y se embadurnaba el cuerpo con aceite del cárter de la grúa de vapor. Se zambullía en el agua entreverada de troncos y nadaba entre ellos. Cada medio minuto, dondequiera que se encontrara, tenía que levantar la mano para tranquilizar a su padre. Finalmente localizaba el tronco que él le había indicado. Agarraba la carga que se le lanzaba, aplastaba con los