Era el primer día de las vacaciones de verano, y Wilbur y yo estábamos muy EMOCIONADOS. Nos íbamos a pasar unos días con nuestros abuelos del mundo de las hadas: ¡el abuelo y la abuela Starspell!
Era la primera vez que nos íbamos a quedar en su casa sin mamá y papá, ¡y nos parecía toda una aventura! Mamá incluso me había comprado un pijama nuevo de ranitas. Estaba muy bien doblado en mi maleta, que papá llevaba en la mano mientras volábamos por el cielo hacia el pueblo de hadas Vistabrillante. Era más fácil que papá llevara nuestras maletas porque es completamente hada ¡y tiene alas!
Wilbur y yo no hemos heredado sus alas… Los dos somos más brujos, como mamá, así que volábamos en nuestras escobas.
Y puede ser complicado llevar las maletas en la escoba porque… ¡se mueven mucho!
—¡Ya casi hemos llegado! —dijo papá con ilusión cuando las nubes empezaron a volverse rosas y blandas como algodón de azúcar, y las carreteras dejaron de tener coches. Los coches no pueden entrar en Vistabrillante.
—¡Oh, mirad! —exclamó papá—. ¡Ahí está el arroyo! Yo solía divertirme muchísimo en el arroyo con mis amigos hadas cuando era pequeño. Portándonos BIEN, por supuesto. Creábamos bonitas guirnaldas de flores, cogíamos deliciosos frutos del bosque y hacíamos carreras de natación todos los días en las vacaciones de verano. Siempre lucía el sol. Oh, ¡qué tiempos tan maravillosos! ¡Era un paraíso absoluto!
Wilbur y yo nos miramos y pusimos los ojos en blanco. A papá le encanta hablar de su bonita infancia en Vistabrillante, en plena naturaleza. También le gusta remarcar que fue un niño muy bien educado, no como yo.
—¡Mirad! —exclamó papá, señalando con el dedo—. ¡Ahí está la casa de los abuelos!
—¡Oh, sí! —dije, sintiendo otra vez un cosquilleo de emoción. ¡Ahí estaba! Una seta gigantesca, en mitad de un precioso jardín lleno de flores.
Papá aterrizó junto a la puerta principal, y Wilbur y yo lo hicimos a su lado. Cuando papá estaba a punto de apretar el timbre, de pronto pareció dudar.
—Mirabella, Wilbur —dijo, volviéndose para mirarnos a la cara—, me prometéis que os portaréis bien en la casa de los abuelos, ¿verdad?
Wilbur se ofendió.
—¡Yo siempre me porto bien! —dijo indignado.
—Ejem… En realidad estaba hablando con Mirabella —dijo papá, mirándome fijamente a los ojos—. Me prometes que vas a portarte lo mejor posible, como un HADA, ¿verdad, Mirabella? Ya sabes que a los abuelos Starspell no les gustan los desastres ni las travesuras, ¡y los desastres y las travesuras parece que te siguen a todas partes!
—¡Claro que me portaré bien! —le respondí. ¡Y lo decía en serio! De verdad que no quería que mis encantadores abuelos pensaran mal de mí. Pretendía ser dulce y servicial, y muy hada. Estaba segura de que, portándome más como un hada, ¡les dejaría una muy buena impresión!
—Y ya sabes que no les gusta que hagas magia sin su supervisión —dijo papá.
—¡Lo sé! —contesté—. ¡No haré magia sin pedirles permiso antes! ¡Lo prometo!
—Bien —dijo papá, sonriendo con cara de alivio.
Le devolví la sonrisa, sintiéndome un poquito culpable. Papá no sabía que había metido mi kit de pociones de viaje en la maleta. ¡No pretendía usarlo, por supuesto que no! Pero es que me gustaba llevarlo conmigo. Siempre me he sentido más bruja que hada, y no me apetece ir a ninguna parte sin algo de magia brujesca. ¡Por si acaso! ¡Mi kit es mi amuleto de la suerte!
Papá llamó al timbre y una bonita melodía sonó por toda la casa. Wilbur y yo arrastramos los pies con impaciencia al oír que unos pasos se acercaban.
—¡Mis pastelillos de miel! —exclamó la abuela mientras abría la puerta.
Extendió los brazos y nos espachurró a los dos. Olía a polvo de talco y a rosas, y se había rizado cuidadosamente su pelo morado claro. El abuelo estaba a su lado, sonriéndonos a Wilbur y a mí. Iba también muy arreglado, igual que la abuela. Tenía una barba rosa puntiaguda que había adornado con estrellas.
—¡Entrad, entrad! —exclamó la abuela—. Alvin, vas a pasar a tomarte una taza de té antes de salir volando, ¿verdad?
—Claro que sí, mami —dijo papá—. Deja que lo prepare yo.
La abuela nos llevó a la pequeña cocina de la casa de seta. Mientras cruzábamos el pasillo, sonreí al ver las fotos de la familia que llenaban las paredes. ¡Había una foto de la boda de papá y mamá! Y había una mía con mis primas, Isadora y Flor de Miel.
Cuando llegamos a la cocina, nos sentamos todos a la mesa, cubierta con un bonito mantel de encaje. ¡Parecía tan limpio…! No quería tocarlo, por si lo manchaba con los dedos. Me puse las manos en las piernas y acaricié a mi mascota, la dragoncita Violeta, algo nerviosa por si dejaba quemaduras por la casa. Violeta va a todas partes conmigo, y me he esforzado mucho en educarla para que no prenda fuego a las cosas. Pero, a veces, cuando estornuda o bosteza, no puede evitarlo.
Papá nos puso una taza de té de capullos de rosa. Le di un traguito al mío cuidadosamente, poniendo mucha atención en no tirar nada. Los abuelos se sentaron uno enfrente del otro y nos hicieron un montón de preguntas sobre el colegio. Les estaba hablando de mi profesora, la señorita Mala Rueca, cuando sentí que algo sedoso se restregaba contra mis piernas.
—¡Ay! —chillé, y tiré un poco de mi té en el mantel, manchando de color rosa fuerte el encaje impecable. ¡Oh, no! Sentí que me ponía roja como un tomate.
Papá me reprendió con la mirada y frunció el ceño. Con un movimiento de su varita, hizo desaparecer la mancha antes de que los abuelos se dieran cuenta. Por suerte, estaban entretenidos hablando con Wilbur de su escuela de magia.
—¡Ha sido sin querer! —dije moviendo los labios en silencio.
Eché un vistazo bajo la mesa para ver quién me había hecho derramar el té, y vi a un gato grande y peludo de color blanco, con alas de hada, que miraba