Tres meses (Meses a tu lado 3)

Joana Marcús

Fragmento

tres_meses-3

1

Kill Ross

Joder, qué dolor de cabeza.

Me estiré de forma perezosa y, tras unos segundos de hacer el vago, por fin abrí los ojos. Estaba en mi habitación, pero no recordaba haber llegado a ella ni haberme quitado la ropa… y mucho menos haberme traído a la chica que tenía al lado.

Me incorporé lentamente, mirándola. Estaba tumbada de cualquier manera, también desnuda, y con la cara hundida en la almohada. Lo único que alcanzaba a ver era el pelo teñido de rojo y las pecas sobre los hombros.

¿Quién coño era?

Tan discretamente como pude, me incliné y aparté uno de los mechones con la precisión de un cirujano.

De poco sirvió. De pronto, ella roncó con fuerza; yo, alarmado, le solté el mechón y traté de retroceder.

¿Resultado? Caída de culo ridícula y ruidosa en el suelo de mi dormitorio. Y, por consiguiente, que la chica levantara la cabeza de golpe.

Empezamos bien.

—¿Q-qué…? —quiso preguntar, tan confusa como yo.

Y entonces la reconocí. Oh, mierda. Era Terry.

La noche anterior habíamos tenido la reunión anual de antiguos compañeros de instituto, y Will me había convencido para que fuera. No sé cómo se sucedieron los hechos, pero debí de aburrirme de cojones, porque para terminar en una cama con Terry… Lo último que recordaba de ella en el instituto eran las carcajadas que soltó cuando, al darle mi primer beso —cursábamos tercero—, me metió la lengua tan hondo que me entraron arcadas. El resultado fue vomitarle en la alfombra de la habitación y, por descontado, varios años de burlas.

¿Y ahora estaba con ella? ¿En serio? ¿Qué tenía en la cabeza cuando le dije que viniera?

Por la cabeza, nada. Por el hígado, varias cosas.

Bueno, por una noche de borrachera tampoco pasaba nada.

Una noche, dice.

Malhumorado, volví a centrarme en Terry. La situación era un poco incómoda: yo, desnudo y tirado en el suelo; ella, desnuda y con el pelo aplastado por mi almohada. Me miraba confusa, como si no me ubicara del todo.

Lo que faltaba para humillarme del todo era que encima no me reconociera.

—¿Qué…? —repitió, y entonces se le iluminó el cerebrito—. Ah, no jodas… ¿Te has acostado conmigo?

—¿Y cómo sabes que no eres tú la que se ha acostado conmigo? —protesté.

—Porque yo no lo haría ni loca.

—¡Como si yo me muriera de ganas!

Terry se puso en pie y pasó por mi lado sin vergüenza alguna. Su ropa estaba esparcida por toda la habitación, mientras que yo solo conservaba un calcetín y lo llevaba mal puesto.

La viva imagen de una generación.

—Debió de ser un polvo lamentable —murmuró ella mientras—, porque ni lo noto.

—Fíjate si fue malo que no me acuerdo de nada…

Mientras se subía las bragas, Terry enarcó una ceja, con burla.

—¿Cómo vas a acordarte de todos los polvos que echas, Ross? Si no sabes hacer otra cosa.

—¡Sé hacer muchas cosas!

—¡Solo sabes hacer eso! ¡Y encima lo haces mal!

—¡Lo hago de muerte!

—Sí, porque me quiero morir… No me puedo creer que me hayas metido esa cosa que ha estado dentro de medio campus.

Me tapé el pajarillo con las manos. De pronto se sentía insultado.

—No he estado con medio campus —recalqué—. De hecho, no he estado con nadie del campus. Tengo ciertas normas, ¿sabes?

En realidad, solo tenía esa norma. Esa y la de llevar siempre condones encima. La primera, para no tener que cruzarme con nadie con quien hubiera follado —era incómodo de narices—, y la segunda, para prevenir posibles bebitos no deseados —que también eran incómodos de narices—.

—¿«Normas»? —repitió Terry, subiéndose el vestido—. No recuerdo que las aplicaras en el instituto con Maya, con Lizzy, con Stan, con Nana, con Vincent, con Mir, con…

—¡Vale, vale! —Yo también me puse en pie. A esas alturas, ya me sentía un poco ridículo ahí tirado en el suelo—. Ni que tú no te hubieras liado con nadie.

—Yo tenía estándares.

—Y yo también. Por eso te vomité encima en cuanto me be­saste.

Toma esa carta reversa.

Ofendida, Terry ahogó un grito y agarró el bolso con todas sus fuerzas.

—¡Que te follen!

—¡Ya te encargaste anoche! ¡Jódete, que lo hemos hecho!

Roja de rabia, salió de mi habitación. Pero yo no estaba conforme con ello, así que fui tras ella. Si me decía algo, no permitiría que se marchara sin que yo tuviera la última palabra. Quería ganar la discusión.

En el salón, mis compañeros de piso levantaron la cabeza para contemplar la escena. Sue estaba sentada en el sillón con su portátil mientras Will, sentado en uno de los sofás, miraba los apuntes. Hicieran lo que hiciesen, ninguno de los dos se molestó en disimular que estaban pendientes de cada palabra de la conversación.

Terry, por cierto, ya había llegado a la puerta. La abrió con todas sus fuerzas y se volvió hacia mí. Seguía tan roja como su pelo.

—¡No vuelvas a hablarme en tu vida!

—¡Como si tuviera muchas ganas de hacerlo! —vociferé yo también—. ¡Y ni se te ocurra cerrar de un portaz…!

Tarde. Acababa de hacerlo.

Me quedé mirando la entrada con irritación hasta que oí una risita mal disimulada. Sue sonreía a la pantalla de su portátil.

—¿Algo que decir? —le pregunté, irritado.

—Qué va.

—Curiosa escena —comentó Will.

—La misma que cada mañana —recalcó ella—. Solo que normalmente soy la única testigo.

Sue cursaba el tercer año de Psicología, y pasaba muchísimo tiempo en el piso preparando el trabajo que tendría que entregar antes de las prácticas. Lo que más le gustaba era que, de ese modo, nunca se perdía lo que sucedía en casa.

Todo lo que tenía de rara lo tenía de cotilla.

Todavía recordaba la primera vez que la había visto. Llevaba puesta la misma sudadera gigante y negra que de costumbre, pero su pelo corto y oscuro estaba suelto, y no atado en una coletita. Me había parecido una chica rarísima, y por eso mismo la había aceptado. No había peligro de acostarme con ella —no me tocaría ni con un palo, seamos sinceros— y, además, aportaría algo distinto a la casa.

Will, por otro lado, sí que pasaba poco tiempo por aquí. Obsesionado con estudiar y sacar buenas notas —cosas de gente lista que yo no entendía—, le gustaba pasar el día en la biblioteca con

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