Vida y muerte del cartel de Medellín

Carlos Lehder

Fragmento

Vida y muerte del cartel de Medellín

PREFACIO

Nací el 7 de septiembre de 1949. Días después, en ceremonia que tuvo lugar en la catedral de Armenia, capital del departamento del Quindío (Colombia), me bautizaron con el nombre de Carlos Enrique Lehder Rivas.

Mi padre, Guillermo Lehder, llegó a Colombia en 1927, procedente de Alemania, su país natal. Era ingeniero de una compañía alemana que diseñaba y construía obras de infraestructura. Tuvo a su cargo la construcción de la vía férrea que comunicaba a Pereira y Manizales, así como la estación del tren de esta última ciudad, de la que era oriunda mi madre, Helena Rivas. Allí se conocieron, se enamoraron, se casaron por la Iglesia católica y, tiempo después, nacimos cuatro hijos. Desde ese entonces, mi padre residió en Colombia; solo volaba esporádicamente a Alemania, con el propósito de visitar a nuestros familiares.

Desde muy pequeño me consideraron el hijo rebelde, la oveja negra de la familia. Tuve todas las oportunidades de estudiar y seguir el camino que mi familia, con amor y esfuerzo, había trazado para mí, el cual incluía obtener un título universitario, pero por esas cosas misteriosas de la vida, no fue así. Muy joven me decidí por dejar a un lado el estudio y, curioso y ansioso, empezar a aventurar por fuera de Colombia, en el que para entonces veía como el país más importante y avanzado del mundo: los grandiosos Estados Unidos de América.

En el país del norte caí en la tentación del dólar fácil. Comencé a quebrantar las leyes y, al cabo de un tiempo y como lo relato en este libro, terminé en una prisión federal por dos años, para después ser deportado a Colombia. Pese al camino que elegí, pude desarrollar una férrea disciplina personal, opté también por aprender de personajes exitosos, ya fuera leyéndolos o conociéndolos, incluso trabajando para ellos personalmente. Asimilé a fondo el lugar común de la sabiduría popular, que reza así: «Con poca disciplina se obtienen pocos resultados, con mediana disciplina se obtienen medianos resultados y con máxima disciplina se obtienen máximos resultados». Arrepentido de no haber logrado un título universitario, me concentré en tener éxito en todo aquello que yo me propusiera con disciplina y planificación.

Y aunque el texto que usted tiene en las manos contiene aspectos claves de mi vida, quiero ser claro en que este libro, mucho más que mi biografía, es ante todo —como su título lo dice— la historia nunca antes contada en primera persona de la más famosa, trascendental y quizás poderosa organización dedicada al tráfico de cocaína que haya existido en la historia de la humanidad.

Todos los hechos que se cuentan aquí los viví en carne propia, como testigo presencial y protagonista de la mayoría. Tomé parte en todas las aventuras —algunas criminales y otras no— que se narran a lo largo del libro y que hoy componen el relato de una vida con errores —muchos, sin duda— y aciertos —quizás menos—, pero llena de intensidad. Me tomó muchísimos meses redactarlo, escribirlo y reescribirlo. Espero que le permita, a quien se aproxime a él, no solo hacer un viaje interno, sino también una reconstrucción emotiva de momentos de la historia reciente del país para que no se repitan. Ojalá que mis memorias sirvan para que las nuevas generaciones se enteren de primera mano de lo azaroso, traicionero y nocivo del camino del narcotráfico. En él existen dos garantías, con muy contadas excepciones: uno siempre terminará en la cárcel o en la funeraria. En cada transacción o negocio uno se está jugando la vida misma; la autoridad, a la larga, siempre ganará.

Con frecuencia reflexiono acerca de cómo la historia sagrada nos enseña que el Creador expulsó al hombre y a la mujer del paraíso terrenal por haber comido del fruto del árbol prohibido. Entonces, pienso que quizá nosotros, algunos hijos de Suramérica, pecamos también al utilizar indebidamente el arbusto de la coca, la hoja sagrada del Imperio inca.

Hoy puedo decir, con certeza y conocimiento de causa, que me opongo a la legalización de las drogas ilegales, excepto de la marihuana. Quiero ser muy claro en que ninguna droga ilegal, que al consumirse en exceso pueda causar la muerte inmediata de un ser humano, se debe legalizar, incluyendo la cocaína.

Con más de setenta años a cuestas, actualmente me considero, pese a todo, un hombre común y corriente, a quien un notable equilibrio mental y físico le permitió sobrevivir a extraordinarias circunstancias adversas y letales. Ya purgué la sentencia que me impuso el gobierno de Estados Unidos: treinta y tres años de confinamiento. Hoy en día, reconozco que me equivoqué al escoger para mi vida esta profesión prohibida. A pesar de tantos tropiezos, he cumplido siempre con mi palabra; creo que esa garantía ha sido una de mis fórmulas y herramientas de superación. Vivo en Alemania, mi segunda patria, como ciudadano contrito, rehabilitado, obediente a las leyes y, por fin, libre.

En este país también he aprendido y corroborado que, contrario a lo que en algún momento de mi vida consideré, los atroces e inhumanos excesos del nacionalsocialismo solo trajeron muerte, dolor e infamia para este país y para el planeta entero.

 

Por el resto, mis plegarias.

 

Carlos Lehder

 

Frankfurt, Alemania, 6 de julio de 2023

Vida y muerte del cartel de Medellín

EL DÍA QUE NACIÓ EL CARTEL DE MEDELLÍN

Nunca antes se habían visto tantos narcotraficantes juntos. Convocados por Pablo Escobar a una finca que había alquilado para la ocasión, mafiosos y abogados unidos por un temor compartido nos reunimos por primera vez. La razón era un concepto que ninguno entendía del todo, pero que teníamos claro que era una amenaza directa: la extradición. Se había filtrado que el gobierno colombiano había llegado a un acuerdo con el de Estados Unidos para que nos buscaran en nuestro país y nos enviaran para responder ante la justicia norteamericana por los delitos cometidos allá.

La mayoría no nos conocíamos. Éramos, para ese entonces —finales de 1981—, un grupo de aventureros, «emergentes», para usar una palabra muy común de la época, que estábamos acumulando enormes fortunas en poco tiempo por cuenta del tráfico ilegal de cocaína. De los presentes, muy pocos habían terminado siquiera el bachillerato, pero no hacía falta tener muchos estudios para entender el tamaño de la amenaza que ahora nos acechaba.

En el jardín, Escobar instaló una tarima. El primero en subirse y tomar el micrófono fue su abogado, Guido Parra, secundado por otro experto en leyes, Federico Estrada Vélez. A los dos los asesinarían años más tarde. A Estrada lo mató el mismo cartel en 1990, mientras que a Parra lo ejecutaron Los Pepes, la banda que aglutinó a los enemigos del capo tres años después. Su intervención giró en torno a la jurisprudencia existente en Colombia sobre la extradición, información que ninguno entendió y, en cambio, sí logró alimentar nuestra paranoia. Lo único claro es que no había nada claro. Fueron muchas las preguntas que les hicimos, ansiosos por saber qué iba a ocurrir con nosotros, pero no obtuvimos ninguna respuesta concreta. Ninguno de los presentes había podido leer el tratado firmado con Estados Unidos por el embajador de Colombia en ese país, Virgilio Barco. Este se mantenía en el más estricto secreto. Tampoco teníamos idea de la ley que el Congreso acababa de aprobar y que le daba vida jurídica a la extradición en el país.

Un alterado Pablo Escobar le quitó el micrófono al abogado Parra y dijo con fuerza:

—Nosotros debemos conseguir, primeramente, una copia del tratado, y entonces sí leerlo y estudiarlo con los abogados. Lo compraremos, o si necesitamos robarlo, lo robaremos; así, los abogados y todos nosotros podremos leerlo, los abogados estudiarlo y darnos una exacta explicación sobre los peligros ante nosotros. Tenemos que descubrir qué intenciones tiene el hijueputa gobierno.

En el aeropuerto de Medellín abordé mi avión con destino a Bogotá. Allí me dirigí al centro, a la oficina del doctor Pablo Salah Villamizar, famoso abogado a quien conocía desde joven. Estaba ubicada a media cuadra del Palacio de Justicia. Me recibió cordialmente y me confirmó que, en efecto, el tratado sí existía, pero que no se podría implementar todavía, ya que se necesitaba una ley aprobada por el Congreso para ratificarlo. Dicho esto, sacó de un cajón un fólder que contenía una copia del temido documento, y me hizo prometerle que jamás revelaría quién me lo había entregado.

Me explicó que después de que se ratificara el tratado por medio de dicha ley que hacía falta, bastaría una petición de la Embajada de Estados Unidos para que el gobierno colombiano ordenara la captura de aquel ciudadano requerido por la justicia de ese país. Una vez a buen recaudo, le correspondería al presidente decidir si lo extraditaba o no. El doctor Salah me advirtió que debía tener mucho cuidado, pues pronto la extradición sería un hecho.

Perplejo, abrí el fólder y traté de leer el texto, pero era demasiado sofisticado para mí. Decidí que era mejor preguntarle al doctor Salah si quería ser mi abogado. Me dijo que él no podía, pero que un conocido suyo sí podría hacerlo, con su asesoría. Era el doctor Valencia, a quien inmediatamente le pidió que viniera a conocerme.

La puntualidad y el profesionalismo del doctor Salah eran legendarios. Era conocido por su porte de caballero y por ser siempre impecable en su vestir; además, usábamos la misma loción italiana, Pino Silvestre. Sus hijos también eran abogados y tenían bufetes adyacentes.

El doctor Valencia era un paisa educado y práctico. Tan pronto como le firmé el poder para que me representara, le dije:

—Doctor, quiero coordinar una entrevista con los medios de comunicación, que presentemos este tratado y que usted le explique a la opinión pública lo que implica.

Me dijo que no era buena idea la rueda de prensa, que mejor sería pagar un aviso en El Tiempo para darlo a conocer. Ofreció la mediación de una periodista amiga que trabajaba en ese diario, el más importante del país.

Mi nuevo abogado hizo dos copias, una de ellas destinada a la periodista, quien le dijo que veía factible lograr la publicación. Me preguntó quién aparecería como responsable y le dije que, dado que yo no era conocido, mejor sería sacarlo en nombre de los «ciudadanos extraditables».

—Señor Lehder, pues «Los Extraditables» será —puntualizó la periodista.

De esa manera, nació el nombre de una organización que marcaría la historia del país. Le entregué una importante suma en dólares para que pagara el aviso y tomé rumbo al aeropuerto El Dorado.

En el terminal de aviones privados abordé el Turbo Commander y partí hacia a Medellín. Pablo Escobar sostenía en sus tensas manos las copias del tratado de extradición. Vociferaba, se veía descompuesto y furioso tras escuchar lo que el doctor Salah me había dicho.

Ahí estaba Pablo, este burdo joven que fue gamín y bandido y que ahora se había convertido en capo lleno de ira:

—Si estos políticos hijueputas están dispuestos a vender a los ciudadanos colombianos a Estados Unidos, entonces también están dispuestos a vender todo lo que hay aquí.

Frente a mí, veía a un Pablo que yo no conocía. Sentí por primera vez que nuestra causa tenía un gladiador, un líder nato. También pude percibir que no estábamos solos, que esta coyuntura nos había unido para proteger nuestra supervivencia y nuestros derechos como ciudadanos colombianos. Ya éramos una sólida organización de narcos.

Le dije que en El Tiempo aparecería un aviso con el tratado, pero se mostró muy escéptico de que finalmente saliera por tratarse de un diario tradicionalmente defensor del establecimiento, lo que nos llevó a discutir en forma acalorada. Yo le recordé que el presidente Eduardo Santos, miembro de la familia que para ese momento era propietaria de El Tiempo, durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial había declarado neutral a Colombia, argumento que no convenció a Pablo, para quien esos encorbatados eran todos los mismos con las mismas.

Encorbatados eran también muchos de nuestros clientes. De nuestra coca y de nuestros dólares. Nos separaban muchas cosas, empezando por el origen; en mi caso, quizás un poco menos. Pero teníamos en común la codicia. Como la que me llevó a salirme del camino que mis padres me habían trazado, para tomar, hace más de cincuenta años ya, un seductor atajo que al principio me condujo a La Paz (Bolivia).

Vida y muerte del cartel de Medellín

MI PRIMER PATRÓN

Don Miguel de Aguinaga no era un traficante de cocaína. El capitán español fue gobernador del Nuevo Reino de Granada y en noviembre de 1675 fundó la Villa de La Candelaria de Medellín, rememorando al pueblo de Medellín en Extremadura (España).

Corría el año de 1970. En esa misma ciudad, Álvaro «el Gago» Ramírez y yo brindábamos por cualquier pendejada en una mesa de una cantina de la carrera 70, escenario predilecto de la noche medellinense, prendidos y risueños por una botella de ron y unas cuantas cervezas. Galantes, bebíamos junto con dos mujeres jóvenes en un escenario multicolor, cortesía de los avisos luminosos de neón y el humo de las parrilladas de carne al carbón que llenaba el ambiente. Sonaban rancheras, temas de salsa y uno que otro de rock, siempre a un altísimo volumen.

Álvaro era muy parlanchín, gran contador de anécdotas. Gagueando —de ahí su apodo—, traía dosis abundantes de humor a la conversación. Era, desde luego, un imán para atraer a jovencitas a las que luego sabía persuadir de hacer todo lo que las mamás les habían prohibido. Él tenía treinta años y yo acababa de cumplir diecinueve. Mi amigo compraba y vendía carros usados, comerciaba con todo lo que diera ganancia. El licor mojaba la palabra y el humo del tabaco se mezclaba con el de las parrillas. La cocaína casi no se conocía en Colombia.

El Gago tenía parqueado su nuevo Mustang 351 azul a pocos metros de nuestra mesa. Mi camioneta Ford 250 cabinada le hacía compañía. Lo nuestro era seducir y enamorar jovencitas y así hacerlas copartícipes de nuestros malabarismos sexuales, obviamente cuando accedían; de lo contrario, debíamos afrontar el rechazo: «Solo nos besaremos», escuchamos cientos de veces.

Yo sentía en mi interior un vacío de propósito. No lo soportaba. Tampoco la quietud en un mundo que, desde mi mirada, reverberaba de oportunidades. Quería avanzar, vivir. No sabía qué rumbo tomar, pero sí tenía claro qué me deslumbraba: lo cosmopolita. Para ese momento ya había vivido en Nueva York, escenario de mi adolescencia. Allí emergió mi predisposición a quebrantar la ley. Tras abandonar el internado al que mis padres —divorciados desde mi infancia— me habían enviado, empecé a trabajar en una fábrica de plásticos. Tenía dieciséis años. Con mi salario compré mi primer carro. «Carlitos es loco por los carros», decían siempre mis hermanos y amigos.

El punto de encuentro de los colombianos que comenzaban a llegar de forma masiva a Nueva York a finales de la década de 1960 era el barrio Jackson Heights, ubicado en el condado de Queens.

Añorando la sazón de mi hogar en Armenia fui a dar a uno de los primeros restaurantes colombianos que abrieron sus puertas en este sector de la Gran Manzana. Me volví cliente asiduo, ya todos me conocían. Dos años después de mis primeras incursiones en estos locales, ya era amigo de varios conductores caleños que trabajaban en las más reputadas agencias de alquiler de carros. A este lugar llegaban siempre al volante de vehículos último modelo que contrastaban con mi viejo Ford de doscientos dólares.

Un día cualquiera, mientras degustaba unos fríjoles, escuché que estos personajes tenían un carro nuevecito para la venta por trescientos dólares. Les pregunté y me respondieron que lo podría manejar por un mes para después venderlo. No escondieron nada: fueron claros en que ellos los sacaban robados de las agencias donde trabajaban.

El momento en el que decidí aceptar esa tentadora oferta marcó un antes y un después en mi vida. Terminó siendo la decisión que marcó mi destino en esta existencia, mi debut en el mundo del delito. Yo ya había trabajado en restaurantes y para ese momento lo hacía en una fábrica de plásticos. Tenía dieciocho años de edad.

Ese carro, mi manzana prohibida, se lo terminé vendiendo al dueño de un taller en el que no preguntaban por el origen de las máquinas, solo las desvalijaban. Desbarataban los carros por completo y vendían cada una de las partes por separado, así no quedaba huella del delito.

El precio que me pagaban era ligeramente superior al que yo había tenido que pagar, nada significativo. Esto me puso a buscar alternativas para que fuera mayor la utilidad del negocio. Opté entonces por sentarme con papel y lápiz, formularios oficiales para el registro de vehículos y un diccionario grande a investigar las distintas opciones.

Creí encontrar una fórmula que me permitiría casi que legalizar los documentos del carro, pero tendría que venderlo en estados lejanos al de Nueva York. Con el propósito de mimetizarme, decidí vestirme siempre de traje y corbata cuando realizaba diligencias y trámites de los carros robados.

Visité tres oficinas diferentes de registro y matrículas automotrices en tres Estados distintos. Analicé los formularios para concluir que era casi imposible llevar a cabo mi plan, pues siempre requería un registro previo que solo se podía hacer adjuntando los documentos del traspaso que, por supuesto, yo no tenía.

Cuando estaba a punto de claudicar, supe que en el estado de Vermont, frontera con Canadá, ese requisito no existía. Bastaba una factura de venta de una agencia de carros y que el registrante fuese residente del estado. Con presentar esos papeles me entregaban inmediatamente el registro oficial y las placas.

Con esta información logré que en el Bronx me imprimieran copias de una factura original de una agencia de carros. Pronto tuve en mis manos un fólder lleno de los documentos que me hacían falta para que mis planes fueran un éxito. Conduje hasta Montpellier, capital de Vermont, y busqué una dirección que fuera corroborable. La obtuve luego de alquilar por tres días una cama en los dormitorios de la Asociación Cristiana de Beneficencia, YMCA, que tiene miles de albergues en Estados Unidos para personas de bajos recursos. Allí le guardaban a uno todo el correo.

Poco después de haber llegado a Vermont logré registrar mi primer carro: nuevecito, de cuatro puertas y su placa era de color verde. Viajé con él a Chicago y después de ofrecerlo en varias agencias de vehículos usados del barrio mexicano, lo pude vender por mil ochocientos dólares. El propietario me dijo que si tenía más carros que se los trajera, y así ocurrió. Mis proveedores eran los choferes caleños.

Semanas después conocí en Connecticut al dueño de una gasolinera que también les compraba carros a los choferes caleños. Había más demanda por carros deportivos de alta gama que por carros estándar. Hablé con Miguel, el dueño de la gasolinera y me escuchó atento. Me dijo que él me conseguiría cualquier carro deportivo que yo necesitara. Eso sí, fue enfático en que el precio era innegociable: quinientos dólares cada uno. Días después me envió con un mecánico suyo a Nueva York. Entramos a un parqueadero de seis pisos y el mecánico me pidió que escogiera cualquiera de los carros allí estacionados.

Elegí un Pontiac Firebird Sport, con motor de cuatrocientos caballos y llantas en rines de aluminio. El asistente del propietario de la gasolinera apuntó el número de la placa y el color, y manejó hasta la administración del estacionamiento. Allí me pidió doscientos dólares para pagarle a su contacto. Minutos después regresó con las llaves originales del vehículo. Regresamos al lugar donde estaba estacionado, lo abrimos, buscamos los documentos y anotamos la dirección del dueño. Fuimos hasta una cerrajería para sacar copia a las llaves. En la noche fuimos a visitar la dirección del dueño del Pontiac y, en efecto, lo hallamos estacionado justo al frente de un condominio. El mecánico me entregó las llaves y me dijo: no tiene alarma, es suyo, y así ocurrió muchas veces. De esta manera hice el curso y me gradué de vendedor de carros robados.

Estos primeros pasos en el crimen me condujeron también a la cárcel, donde no me rehabilité, sino que adquirí nuevos conocimientos para surgir en el mundo del delito. De eso me ocuparé más adelante.

 

 

De vuelta en Medellín, yo compartía apartamento con un grupo de amigos y una mujer, a quien cariñosamente llamábamos la Gordita; ella se encargaba de la cocina y nos alimentaba como si fuéramos atletas.

Yo visitaba la casa recién comprada del Gago con frecuencia, donde su madre —una tradicional matrona paisa— nos atendía con un banquete de alimentos típicos de Antioquia y España. La confianza y la camaradería con este amigo a quien había conocido en una parrillada iban en aumento. Teníamos en común el haber vivido en Estados Unidos. Allá, él trabajó como obrero de construcción. Ambos éramos bilingües.

Yo veía con frecuencia cómo él se encontraba en esos lugares nocturnos con desconocidos que se acercaban para susurrarle algo al oído o para entregarle notas con excesiva discreción. Una tarde, el Gago apareció en la barra de un bar, colorado y sudoroso de tomar ron. Me dijo que lo siguiera a su Mustang, que quería mostrarme algo.

Abrió una caja de zapatos repleta de dólares y me dijo, gagueando, por supuesto:

—Carlos, mire, tengo que contarle: estoy enviando dos kilos de cocaína a Miami cada mes y hoy mi correo de dos patas me trajo este billete.

La revelación me dejó perplejo. Yo conocía los dólares, pero no la cocaína.

Días más tarde, el Gago me preguntó de frente:

—¿Vos creés que tenés los cojones pa meterte en este negocio?

—Gago, yo solo conozco el negocio chueco de los carros calientes, no conozco el de la coca —le respondí—. ¿Qué tal es?

—Mirá, Carlos, esto es fácil: obedecés todas las órdenes que da el patrón. La parte recia sí es que si hablás con la policía, te morís.

DON ARTURO, EL PATRÓN MAFIOSO

Ese día era festivo en Medellín. El Gago se bajó de su Mustang y, llegando a la mesa de costumbre, me dijo:

—Carlos, tenés mucha suerte: mi patrón quiere conocerte.

Noté que el Gago lucía ropa nueva: su pelo crespo estaba bien peinado, excepto por sus largas patillas. La cita debía ser también importante para él.

—Está bien, Gago, vamos; yo lo sigo en mi camioneta.

Pronto arrancamos en caravana y así llegamos a un sector marginado, muy peligroso, localizado al sur de Medellín. El Mustang azul se detuvo frente a una amplia casa vieja de un solo piso, convertida en cantina y bailadero. Todas las puertas estaban abiertas, todo vibraba por la música ruidosa. En un par de cuadras del sector se veían otras casas antiguas, transformadas en bulliciosos bares-cantina de tan indescifrable mundo.

Estacioné mi camioneta paralela al Mustang y, al bajarnos de los carros, varios jóvenes se ofrecieron a cuidarlos a cambio de una propina. Al Gago lo conocían por su apodo. Atravesamos media cantina entre numerosas mesas repletas de gente. El humo de cigarrillo y tabaco, más el proveniente de la cocina de carbón, sumado al vaho de los orinales, ardían en el olfato. Ya al final, entramos en un corredor con sillas; un amable guardián, tatuado con calaveras, nos abrió la puerta del patrón. Entramos.

Don Arturo se levantó de su sillón y nos saludó de mano:

—Arturo Restrepo Quijano, para servirle —se presentó.

Su figura de padrino maligno encajaba perfectamente en el estereotipo del villano de película: bigotudo y barrigón. Sombrero no tenía, pero su grasosa piel ceniza y sus penetrantes ojos leían los míos, al tiempo que me intimidaba.

Mis atentos oídos comenzaron a escuchar una perorata, cual gallo de pelea antes del combate. Repetía enfático lo que le podría ocurrir a un trabajador suyo si osaba desobedecer sus órdenes. No se cansaba de repetir cuán vengativo, despiadado y cruel podía llegar a ser cuando alguien lo traicionaba. Yo lo observaba, en estado de alerta, y dudaba entre despedirme cortésmente o reírme a carcajadas. Sabía que este era su trono, este era su teatro. Hasta que, finalmente, dijo lo que necesitaba de mí:

—Carlos, este es el negocio: yo tengo cuarenta y dos kilos de cocaína pura en La Paz, en Bolivia, y con mis socios necesitamos traer esa mercancía. Mis mecánicos van a meterle caletas a su camioneta Ford en un taller de Cali y nosotros le daremos un chofer experto que lo acompañe. No pueden usar drogas ni marihuana; además, tienen prohibido beber alcohol y llamar por teléfono a Colombia. ¿Entendido?

Ahora era yo el que gagueaba.

—Sí, don Arturo.

—Cuando regresen, el Gago le va a entregar un kilo de cocaína en Miami a quien usted le diga, a cambio de la vuelta. Hoy mismo él le va a dar todas las instrucciones, y plata para gasolina, viáticos y hoteles. Él lo va a acompañar hasta Cali. De ahí en adelante, la misión es su total responsabilidad; no me vaya a quedar mal. Puede irse.

—Sí, don Arturo; muchas gracias —dije sin pensar.

Años antes de que Pablo Escobar y Gustavo Gaviria emprendieran en sus carros esta misma aventura, yo tenía la dudosa suerte de ser uno de los precursores de un comercio ilegal que partiría en dos la historia del país.

Temprano, a la mañana siguiente, le dije a la cocinera mientras empacaba mi maleta:

—Gordita, me voy de viaje por dos semanas.

El Gago, de cachucha y gafas oscuras, llegó en su Mustang a las nueve de la mañana y trajo con él al chofer que me habían asignado, quien sería también mi acompañante de viaje.

—Mucho gusto en conocerlo, soy Carlos Lehder.

—Mucho gusto, yo soy Jaime. Llevo cuatro años trabajando para don Arturo.

Jaime tenía veintiséis años y era fornido. Vestía bluyines y permanecía siempre alerta.

—Jaime, esta es mi camioneta y todo mi capital en este mundo —le dije, mientras abría la compuerta de la cabina trasera para que él pusiera su maleta. Yo procedí también a montar la mía, junto con unas bolsas con cobijas.

Energizado por tanta adrenalina, apenas asimilaba que la peligrosísima aventura había empezado. Nos lanzamos en caravana rumbo a Cartago y Cali por una angosta carretera. Nueve horas de conducción hacia el sur de Colombia.

Ya oscurecía cuando llegamos a nuestro primer destino. El Gago nos hospedó en el céntrico hotel Alférez. Vaya paradoja: mi padre, como ingeniero jefe, había construido este mismo hotel hacía cuarenta años. No les mencioné esta coincidencia ni al Gago ni a Jaime, ya que supuse que no me creerían.

Al día siguiente, muy temprano, llevamos los carros hasta el taller contratado por don Arturo; el Gago y Jaime se encargaron de acondicionar las caletas. Me dijeron que esta labor tardaría cuatro días, pues solo podrían trabajar en la noche con dos mecánicos veteranos y con Jaime siempre presente en el taller.

El día de la partida, el Gago le entregó los dos mil dólares para viáticos a Jaime y nos condujo hasta el taller. Allí abordamos la camioneta, nos despedimos y, arrancando rápido, iniciamos el recorrido ordenado por don Arturo con destino final La Paz, luego de atravesar en su totalidad los países de Ecuador y Perú.

En ese entonces, las autopistas no existían y en muchas ocasiones tampoco había pavimento en carreteras que eran apenas de dos carriles, uno de ida y uno de venida. Llegamos a Popayán, en la cima de la cordillera de los Andes, y continuamos hacia Pasto, a 2527 metros de altura (unos siete mil quinientos pies).

En Pasto pernoctamos en un hotel económico, y siguiendo las instrucciones que su patrón le había dado, Jaime esperó a que cayera la noche para cruzar la frontera entre Colombia y Ecuador, por el puente internacional de Rumichaca.

En la capital de Nariño estábamos a setenta kilómetros de la frontera. Jaime había comprado un puñado de lapiceros y unas pequeñas libretas para obsequiar en las fronteras y en las oficinas públicas. En ese momento me pareció extraño, pero muy pronto entendería la enorme utilidad de llevarlos.

En la frontera colombiana, al escucharnos decir que solo íbamos a visitar la ciudad de Ibarra, ubicada a cien kilómetros de distancia, en el Ecuador, nos respondieron: «Sigan y que pasen bueno».

Al final del puente Rumichaca estaba la Oficina de Inmigración del Ecuador. A esa hora, las diez de la noche, éramos los únicos turistas solicitando permiso de ingreso para visitar, como dijimos, amigos estudiantes en Ibarra. Nos sellaron los pasaportes sin ningún problema y nos autorizaron una estadía máxima de treinta días. Hecho el trámite, Jaime les ofreció un billete de diez dólares «para las cervezas». Lo agarraron felices y, todos sonriendo, nos despedimos.

Jaime tomaba pastillas para quitar el sueño y manejó las cuatro horas que le correspondían a él. Yo había reposado y tomé el volante en mi turno de cuatro horas, hasta que salió el sol. Entonces, en plena carretera, estacioné la camioneta en un parqueadero techado, situado detrás de un restaurante, y dormimos en la cabina hasta el mediodía.

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MI BAUTIZO INCA

Siempre conduciendo por las montañas de la cordillera de los Andes, por lo general a dos mil metros sobre el nivel del mar o más, comenzamos a descender hacia la frontera con Perú. En este punto fronterizo se encuentran Aguas Verdes, del lado ecuatoriano, y Huaquillas, del peruano.

Era de noche cuando enfrentamos a ambas oficinas de inmigración. En Perú, un oficial salió al parqueadero a verificar el número de la matrícula colombiana de mi pick up Ford. Curiosamente, nos advirtió:

—Está nuevecita, guárdela siempre en un parqueadero.

Yo había notado que, cada vez que nos bajábamos, Jaime esperaba a que yo me fuera. Luego sacaba algo de su maletín y se lo ponía en el bolsillo de atrás o en la cintura, pero con las chaquetas gruesas que usábamos no se notaba nada.

Ahora estábamos ya al nivel del mar y sintiendo un calor pegajoso. Al detenernos a cenar, Jaime me dijo:

—Llave, yo siempre que me bajo de la Ford me pongo mi cuchillo en la cintura, porque si alguien nos va a robar la camioneta, yo la puedo rescatar. —Y desenvainó un grueso cuchillo de cacería.

Con eso, claro, disminuyó mi preocupación. Después de comer, nos dirigimos a Lima, pero una vez que llegamos decidimos atravesarla rápidamente y seguir rumbo al pueblo de Puno, puerto del lago Titicaca situado a unos mil kilómetros de la capital peruana. Para ello, debíamos encontrar la vía a la ciudad de Cuzco, a cuatrocientos treinta kilómetros de distancia, una carretera totalmente destapada: era solo tierra y barro. El ascenso obliga a llegar hasta 3390 metros de altura (11 151 pies), en un trayecto en el que no había estaciones de servicio. Escasamente, se encontraban depósitos de barriles usados de metal o plástico con gasolina o diésel para la venta.

Por eso, en la cabina llevaba dos tanques extra llenos de gasolina comprada en una estación de servicio confiable.

La Ford tenía casi cinco mil kilómetros en su odómetro: estaba relativamente nueva. Los más frágiles éramos los humanos, no la máquina. Los avisos viales eran escasísimos y, para nuestra sorpresa, muchos de los transeúntes a los que les preguntábamos por direcciones no entendían el castellano, pues eran indígenas y su lengua era el quechua. En una choza de montallantas, el chofer de un camión-bus nos dijo que lo siguiéramos por unas dos horas, tras las cuales entraríamos en la única carretera hacia Cuzco. Le pagamos y lo seguimos fielmente, en medio de un tierrero y una polvareda terribles, siempre ascendiendo hacia el cielo. Al llegar a la vía que buscábamos, se despidió de nosotros y se santiguó. Había empezado a llover recio.

Peregrinamente, comenzamos a ascender la cordillera; nos turnábamos cada dos horas el timón, mascando pastillas contra el sueño, mientras la aguanieve golpeaba el parabrisas en esa noche oscura.

Los «caballos» de los campesinos e indígenas eran las lanudas llamas. Cuando el pobre cuadrúpedo envejecía, iba directo a la sopa del día. Las llamas cargaban de todo, incluidos bultos de hojas de coca, cuyo cultivo y comercio era legal.

Tras doce horas de agotador trayecto empezamos a ver más casas y pueblos grandes, hasta que por fin, a eso de las diez de la mañana, llegamos a Cuzco. Era la capital original del Imperio inca, caracterizada por sus inmensas construcciones de piedra y roca labrada. Mientras avanzábamos cuidadosamente en la Ford por esas arcaicas calles empedradas, veíamos a numerosos indígenas peruanos con sus folclóricos gorros de lana, y a grupos de turistas norteamericanos, europeos y japoneses; en un garaje convertido en una venta de pollo asado, había varios viajeros.

—Aquí no nos envenenan —dijo con gracia Jaime, que conducía y, seguidamente, estacionó. En este «moderno» ventorrillo comimos y bebimos, en generosas porciones, pollo asado, papa criolla y Coca-Cola. Una vez saciados, compramos tres pollos más para el largo camino que aún nos aguardaba.

Poco después nos detuvieron unos policías, seguramente al ver que el nuestro era un vehículo extranjero. Constataron el número de la placa colombiana y nos pidieron los pasaportes. Leían sin leer, y Jaime prontamente les facilitó dos libretas calendario y unos cuantos lapiceros, como gentileza táctica.

—Muchísimas gracias, señores. Buen viaje y cuídense mucho; no dejen el carro en la calle —nos recomendaron al despedirse.

Afanados, creímos que lograríamos llegar a Puno antes del anochecer, pero la carretera se tornó aún más estrecha y, por momentos, de un solo carril. Ya en la cima de los Andes, hacia las nueve de la noche, divisamos a lo lejos las titilantes y escasas luces de Puno, puerto sobre el gran lago Titicaca, el de mayor altura sobre el nivel del mar en el mundo.

Habíamos manejado ya veintitrés horas sin parar. Vimos varias casuchas que servían de posada turística, a un dólar la noche. Nos detuvimos en una, donde nos acostaron en rústicos catres forrados con peludos cueros de llama —bastante apestosos, por cierto—, para mayor calidez del huésped. Y allí, sin quitarnos la ropa ni las botas, caímos profundamente dormidos, por tanto cansancio, estrés y la falta de oxígeno a esa altura de casi cuatro mil metros.

Dormimos por once horas, hasta el mediodía, cuando nos despertaron los ruidos de un vehículo que descargaba turistas extranjeros. No había agua caliente, así que el baño fue lavado de gato, y luego nos fuimos en busca de almuerzo: delicioso pescado frito del Titicaca. Ya estábamos a tan solo unos doscientos kilómetros de la frontera con Bolivia. La vía no conocía todavía el pavimento, pero sería un recorrido plano a orillas del lago. Le pagamos a la señora de la posada los dos dólares y les dimos su propina a los niños que nos habían cuidado la camioneta.

Ya no teníamos casi gasolina, así que nos arrimamos a uno de esos ranchos en los que vendían combustible en barriles usados de metal y plástico. La examinamos y la compramos. Usando filtros nuevos incrustados en la boca de nuestros dos tanques extra, nos encargamos de remover impurezas. Conmigo al timón, nos encaminamos hacia el cruce fronterizo con el propósito estratégico de cruzarlo durante la noche, pues siempre cabía la posibilidad de que la suspicacia o la codicia de algún representante de la autoridad significara un retraso innecesario para nuestra operación.

Por esta carretera fue posible andar a mayor velocidad, gracias a la planicie. Nos acompañaba la majestuosa vista del lago, que parecía infinito. El entusiasmo crecía porque nos acercábamos a la meta, pero con él también crecía el nerviosismo: se acercaba mi debut como contrabandista.

Como a las ocho de la noche, estacioné frente al cuartel fronterizo de la República del Perú. En esta dependencia todo fue rutinario, incluyendo el regalo de lapiceros y libretas para los oficiales de inmigración. Procedimos luego a estacionarnos frente a una serie de casonas deterioradas, identificadas por un gran aviso: «República de Bolivia, Oficina de Inmigración y Aduana».

Un grupo de turistas europeos, con su guía, esperaban pacientemente a que los atendieran; no se oían ni veían máquinas de escribir, pues los oficiales hacían todo el trámite a mano. Y no solo a mano: ¡con lápiz!

Afuera, unas mujeres con sus niños terciados en la espalda y un par de oficiales asombrados rodeaban mi Ford y se les oía exclamar: «¡Tiene placas de Colombia!». Jaime, que observaba alerta la escena, me susurró:

—Llave, en las caletas están clavados los cuarenta y cuatro mil dólares para pagar la mercancía.

En ese momento, sentí que el estómago se me enfriaba, así como muchas ganas de orinar.

Finalmente, nos correspondió el turno. Presentamos nuestros pasaportes colombianos y los documentos del carro.

—Lehder: firme aquí la autorización del carro. Su estadía no puede sobrepasar los noventa días —dijo el diligente oficial.

Jaime le dio un manojo de lapiceros y el oficial, que escribía con lápiz, los vio con gula y, cogiéndolos, los guardó en su bolsillo del pantalón.

—Que disfruten su estadía —dijo a manera de despedida.

De repente, los dos oficiales que habían caminado curiosamente alrededor de mi Ford entraron al recinto y uno de ellos se dirigió a nosotros:

—¿Son ustedes los colombianos de la camioneta?

—Sí —le respondí—, yo soy el dueño.

—¿Va para La Paz? ¿Podría hacernos el favor de llevarnos también con nuestras mujeres y niños? —me preguntó.

—Sí, con mucho gusto, señor oficial —le contesté.

Jaime, muy cortés, abrió prontamente las compuertas traseras de la cabina de la camioneta, desplegó las bancas laterales e invitó a subirse a los que ahora eran tres uniformados, junto con sus mujeres y niños.

Mi compañero de viaje cogió el timón e iniciamos tan afortunada entrada nocturna a la desconocida y misteriosa Bolivia. Llegamos a La Paz a eso de las dos de la mañana, y procedimos a dejar a nuestros agradecidos pasajeros en una plazoleta desierta. Gracias a ellos pudimos sortear sin problema varios retenes que encontramos en la vía.

Jaime traía escrito el nombre de un hotel cómodo, pero no cinco estrellas, donde llegamos a despertar al recepcionista. Ambos sentíamos un fuerte dolor de cabeza, pues, mermado el oxígeno a esa altura, aparece el soroche. El mejor remedio para combatirlo era el té de coca.

«Ducha: agua caliente hasta quince minutos máximo», decía el letrero en el baño. Pararse bajo el chorro de agua y ver el jabón llevarse el sudor y la tierra acumulados en la travesía era una espléndida sensación.

El servicio de electricidad era intermitente. Nosotros necesitábamos llamar urgentemente al contacto de don Arturo, pero tardamos un día en ubicarlo. Jaime habló con él un par de veces por vía telefónica y quedó establecida la confianza mutua. Anunció que nos visitaría al día siguiente.

Llegó puntual. Entró al cuarto y se presentó. Confirmó el código convenido y comenzó la transacción, pero pronto quedamos desanimados y atortolados. El elegante señor nos explicó el funcionamiento de la operación: primero, él debía recibir todo el dinero para pagar por cuarenta y ocho kilos de base de coca, distinta de la pasta, pues a la base solo le resta la cristalización para quedar lista para el consumo. Solo entonces su gente llevaría la mercancía a un laboratorio en el que se efectuaría este proceso, el cual tomaría de una a dos semanas. En el proceso de refinación los kilos de base perderían más o menos el 10 % de su peso, así que saldrían listos del laboratorio unos cuarenta y dos kilos.

El contacto nos aseguró que este era el cargamento más grande que ellos habían manejado y que eso explicaba la demora. Le preguntamos un poco preocupados por el riesgo que podríamos correr al permanecer tanto tiempo en Bolivia, ante lo cual nos respondió de manera contundente:

—Ustedes no tienen nada de qué preocuparse: yo también trabajo con altos mandos de la Interpol en Bolivia.

Al superar nuestra perplejidad inicial, todos nos reímos. El señor «Inter», como en adelante decidimos apodarlo, nos indicó que nos alistáramos y lo siguiéramos hasta el parqueadero del hotel. Mi camioneta había sido lavada y se veía impecable. El señor Inter subió a la silla trasera de un Fiat y nosotros lo seguimos. Salimos del centro y entramos en un garaje-bodega. Las grandes puertas se cerraron cuando ingresamos en ella y el suspenso continuó: poco después, llegó un jeep con tres mecánicos. Inter nos explicó que ellos traían las antorchas para romper las entradas a las caletas del platón para así poder desempacar y contar los dólares.

Mientras tanto, yo me quedé hablando con Inter, quien era afable y conversador.

—Su patrón es un hombre de palabra, pero necesito contar los dólares delante de ustedes para confirmar la entrega exacta. Queremos hacer muchos otros negocios con él —dijo, y acto seguido, indagó—: Joven, don Arturo me dijo que para proteger este negocio iba a enviarme al hombre más peligroso que trabajaba para él; ¿ese es usted?

—No, señor; yo no soy hombre peligroso, pero sí me gustan los dólares.

El ahora peligroso Jaime seguía a cargo de la cirugía metálica. Una vez abierta la primera tapa, retiraron varias bolsas de arena, de las que empezaron a sacar paquetes de dólares envueltos en plástico. Jaime le entregó el tesoro a Inter, después de revisar los billetes metódicamente, confirmó que eran cuarenta y cuatro mil dólares.

Ahora, Inter procedería a comprar los cuarenta y ocho kilos de base de coca y su gente se encargaría de procesarlos.

—Colombiano, si me necesita, llámeme en horas de la noche; pórtese bien, no se meta en problemas —le dijo Inter a Jaime mirándolo fijo a los ojos.

«El peligroso» y yo manejamos hasta el hotel y comenzamos nuestras forzadas vacaciones; fueron dieciocho largos días de espera.

En nuestro lugar de alojamiento había unas camareras simpáticas, muy atentas y serviciales. Nos traían a la habitación las comidas, jugos y té de coca que ordenábamos. Teníamos prohibido be

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