Amor take away (El club de las zapatillas rojas 9)

Ana Punset

Fragmento

cap-1

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Lucía no podía apartar los ojos del tráfico. No es que le motivara ver pasar los coches desde la ventanilla, pero era la mejor manera de ir a lo suyo. Es decir, dejar la mirada perdida y disfrutar de uno de esos momentos tan gratificantes en los que podía dejar que su imaginación se desbordara sin límites, sin que nadie la molestara. Pensaba en Mario, el chico perfecto, en cómo le gustaba su manera de mirarla, en cómo le gustaban sus besos...

Su padre, David, conducía atento el coche familiar. Bueno, familiar por parte de padre, porque en el asiento de atrás, además de ella, estaba su hermana Aitana, sentada a su lado. Lucía había accedido a sentarse con ella cuando se lo había pedido, a pesar de que le apetecía mucho más ir al lado de su padre para resintonizar la radio cada vez que le aburriera la canción que sonaba en ese momento. Ahora David tenía vía libre y podía poner todas las canciones de rock de su época que se le antojaran. (Que, a ver, algunas molaban, pero otras... a Lucía le sonaban a ruido y nada más.) Aitana se revolvía inquieta en el asiento, no dejaba de señalarle cosas a Lucía para que le hiciera caso. Y es que Aitana estaba pasando por una época complicada. Hacía solo unas semanas que había nacido Álvaro, su hermanito, el nuevo hijo de su padre y Lorena, y su mundo de color rosa se rompía a pedazos poco a poco: ya no era la favorita, pues sus padres dedicaban bastante más tiempo al recién nacido que a ella.

Así que cada vez que Aitana reclamaba atención a Lucía, ella respondía por poco que le apeteciera. Le daba pena la pobre enana, ¿qué iba a hacerle?

Pero bueno, ahora solo estaban ellos tres. Lorena se había quedado en casa cuidando de Álvaro por causas obvias: una fiesta llena de ajetreo y ruido no era el mejor lugar para un bebé que solo quiere comer, llorar y... hacer caca (al menos eso era lo que había comprobado Lucía). Los tres iban de camino a la fiesta de inauguración del restaurante que su madre acababa de abrir y que llevaba su mismo nombre, Lucía. Era un gesto muy bonito y también un gesto que su madre probablemente se cobrara pidiéndole que la ayudara con su nuevo negocio más de una vez. Y de dos.

En un primer momento a Lucía le había sorprendido que su madre invitara a su padre, después de todo... desde que se habían separado, miles de años atrás, las reuniones familiares se habían convertido en batallas de tensiones. Al preguntárselo María respondió HACIÉNDOSE la inocente:

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Cuando ya tenía a Lucía casi convencida, a su madre se le habían escapado las motivaciones auténticas de esa decisión:

—Además, así verá lo bonito que es.

Claro, lo que su madre quería era demostrarle a David lo bien que le había acabado saliendo todo. ¡Como si no la conociera! Aunque, después de lo mal que lo había pasado con las obras, era lógico que quisiera presumir. Y luego estaba la estresante carrera final para llegar a tiempo a la gran fiesta... ¡Lucía tenía la sensación de que llevaba semanas sin ver a su madre! Aun así, María podía ser un poco más sutil, para que no se notaran tanto sus intenciones.

El día que su padre llamó por teléfono a Lucía para anunciarle que había recibido su invitación, supo enseguida que él también se había dado cuenta de sus verdaderos motivos sin necesidad de que ella se los explicara.

—Estoy seguro de que solo me ha invitado para que sea testigo de la fantástica fiesta que debe de estar planificando —le comentó David.

—¡Has dado en el clavo!

Padre e hija se habían reído a carcajadas, porque los dos la conocían demasiado bien, pero a pesar de todo, su padre había contestado a la invitación con un SÍ bien grande. Su única condición era que pudiera llevarse a Aitana. En un primer momento, la niña se había mostrado algo recelosa («¿La inauguración de un restaurante? ¿¡Qué rollo es ese!?»), pero después de que su padre le hiciera saber que Álvaro no estaría, había aceptado la propuesta con saltos de alegría. Así que ahí estaban los tres, en el coche, camino de la fiesta.

¡Lucía estaba deseando ver a Mario! Volvió a deleitarse con el recuerdo de su novio, al que estaba a punto de ver más bien trajeado que nunca, ¡incluso más que por la fiesta de San Valentín! Los dos habían acordado ponerse elegantes para aquella ocasión, por mucho que a Mario no le entusiasmara la idea, pues era más de tejanos negros, camiseta negra y zapatillas negras. Monocolor. Lucía le había explicado que sería como una especie de juego, en el que aparentarían ser unos adultos en una fiesta importante, como el estreno de una película, con famosos, y debían estar a la altura. Mario había accedido porque... porque hacía todo lo que Lucía le pedía, porque era el mejor novio del mundo. Así que Lucía había elegido para ponerse un traje muy fino que su madre le había comprado especialmente para ese día. Seguramente había aceptado regalárselo porque quería asegurarse de que su hija estaría a la altura de aquel acontecimiento tan importante (o quizá Lucía estaba siendo ya demasiado susceptible). La cuestión era que su vestido era precioso: de color violeta, su favorito, muy corto, con el cuerpo ceñido de encaje, y la falda de mucho vuelo. En cuanto lo había visto en la tienda había sabido que estaba hecho para ella, un presentimiento que corroboró al probárselo delante de sus amigas: Frida, Bea, Susana y Raquel se quedaron con la boca abierta hasta el suelo. Hasta que Lucía no les preguntó qué tal lo veían, no comenzaron a soltar halagos, y luego ya no pararon. Hicieron una foto para que también Marta le diera el visto bueno. Cuando respondió:

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Lucía reconfirmó que aquel era EL VESTIDO. Y estaba deseando llegar al restaurante para que Mario lo viera y se quedara con la misma cara de pasmado que sus amigas, que también acudirían a la inauguración acompañadas de sus novios. Eso sí, a pesar de los trajes de gala, todas llevarían las zapatillas rojas, porque ya era una tradición y porque querían celebrar como se merecía aquel momento tan bueno que estaban viviendo. El grupo crecía por momentos, ahora que Susana estaba con Iván definitivamente, Raquel con Charlie, Frida con Leo y Bea... bueno, Bea parecía que se había casado ya con Aitor y todo, de lo estables que eran esos dos. Lucía se estaba preguntando si se habrían dicho ya las palabras mágicas cuando notó un golpe en el brazo. Tardó un par de segundos en recordar que Aitana estaba a su lado, y otro segundo más en darse cuenta de que en ese momento la estaba llamando entre susurros, tapándose la boca con la mano.

—¿Estás sorda? —le reprochó su hermanita, de bucles dorados y mejillas sonrosadas, tanto como el vestido que le había puesto su madre, lleno de brillos. ¡Ella sí que era una princesa!

—¿Qué pasa? —quiso saber Lucía.

—¿Me guardas un secreto? —le preguntó Aitana.

En cuanto Lucía asintió, la niña abrió el bolsito pequeño del mismo color cursi que llevaba colgado del hombro y le enseñó su interior: el hocico marrón y blanco de un hámster asomó un poco, lo justo antes de que

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