Una dulce venganza

Jonas Jonasson

Fragmento

Capítulo 1

1

Él no tenía ni la menor idea de quién era Adolf y jamás había oído hablar del Imperio Austrohúngaro. Ni falta que le hacía: era el curandero de un pueblo apartado de la sabana africana. Dejó tan pocas huellas en la tierra roja y ferrosa que ya nadie recuerda cómo se llamaba.

Era diestro en el arte de la medicina pero, así como él mismo no tenía mayores noticias del resto del mundo, la buena nueva de sus habilidades tampoco llegó más allá del valle donde habitaba. Vivió frugalmente, murió demasiado pronto. Pese a su destreza, no pudo curarse a sí mismo cuando más falta le hizo. Un reducido grupo de pacientes fieles lo lloró y lo echó de menos.

El hijo mayor parecía demasiado joven para hacerle el relevo, pero ésa era la costumbre desde tiempos remotos y no había otra opción.

Tenía apenas veinte años y era aún más desconocido que su padre, de quien heredó el talento, pero no la humildad: la idea de vivir frugalmente no iba con él.

Construyó una nueva choza-consultorio con salita de espera separada, empezó a usar una bata blanca en lugar de la shuka, el vestido tradicional de los masáis, y se cambió de nombre y de título: el hijo del curandero de cuyo nombre nadie se acuerda comenzó a presentarse como el doctor Ole Mbatian en honor al legendario masái, líder y visionario, el más grande de todos los masáis de la historia. El original llevaba mucho tiempo muerto y no puso objeción alguna desde el otro mundo.

Entre las muchas cosas que desechó estaba la lista de precios del padre. Fijó otras tarifas, más acordes con la fama del gran guerrero: ya no bastaba con acudir con una bolsa de hojas de té o un trozo de carne seca para que el doctor se tomara la molestia de atenderte. Curarse de una dolencia más o menos simple costaba al menos una gallina, pero si se tenía algo más complicado había que pagar una cabra o más. Los casos realmente difíciles exigían una vaca... a menos que fueran demasiado difíciles, en cuyo caso el paciente podía morirse gratis.

Pasó el tiempo y los curanderos de los pueblos vecinos fueron viéndose obligados a cerrar sus consultas porque seguían describiéndose como curanderos, nada más, e insistían en que un auténtico masái no se vestía jamás de blanco. El renombre del doctor Ole Mbatian creció en proporción a su lista de espera, y hubo que ampliar varias veces el gallinero, el establo y el corral para acomodar tantos animales. Como tenía muchos pacientes y podía hacer pruebas con distintos bebedizos y decocciones, terminó volviéndose tan bueno como se rumoreaba.

Ya era un hombre rico cuando nació su primer retoño, Ole Mbatian Segundo. El chico sobrevivió los críticos años de la infancia y, como marcaba la tradición, fue instruido en el oficio de su padre. Pasó varios años a su lado como aprendiz antes de que la muerte lo obligara a sucederlo. Tras ese día inevitable, conservó el nombre usurpado de su padre, pero tachó el título de doctor y le prendió fuego a la bata blanca: muchos pacientes que provenían de poblados lejanos pensaban que los médicos, a diferencia de los curanderos, solían meterse en cosas de brujería, y a aquel que despertara sospechas no le quedaban muchos días de oficio por delante ni, para ser francos, muchos días de vida.

De manera que, después de Ole Mbatian le tocó el turno a Ole Mbatian Segundo, al que todos comenzaron a llamar el Viejo cuando su primogénito, Ole Mbatian el Joven, lo relevó.

Con este último empieza propiamente esta historia.

Capítulo 2

2

De modo que Ole Mbatian el Joven heredó el nombre, la fortuna, la reputación y el talento de su padre y su abuelo: en otra parte del mundo a eso se le habría llamado «nacer con un pan bajo el brazo».

Recibió una educación esmerada e, igual que todos los jóvenes masáis, tuvo que formarse en las artes militares. Por eso no sólo era un respetado curandero sino, además, todo un guerrero masái: nadie conocía mejor los poderes curativos de hierbas y raíces, y sólo unos pocos —entre ellos, su hermano menor, Uhuru, quien sólo pensaba en la guerra— podían equipararse con él cuando se trataba de lanzas, cuchillos o de las porras arrojadizas que los masáis llaman rungu.

Su especialidad médica eran los tratamientos para evitar que las familias tuvieran más hijos de los que deseaban. Con tal de consultarlo, muchas mujeres peregrinaban desde poblados lejanos, incluso desde Rigori, al oeste, y Maji Moto, al este, ambos a varios días de trayecto. Para poder atenderlas, Ole Mbatian el Joven ponía como requisito que hubieran parido un mínimo de cinco hijos, de los cuales al menos dos debían ser varones. Jamás revelaba la fórmula de la grumosa pócima que las pacientes tenían que beber a cada ovulación (y que él llamaba inatosha: algo así como «ya basta» en suajili), pero las que tenían mejor paladar notaban que llevaba melón amargo y unos toques de raíz de algodón indio.

Ole Mbatian el Joven era más rico que nadie en su pueblo, incluido el jefe de la tribu, Olemeeli el Viajado. Aparte de muchas cabezas de ganado, tenía tres chozas, mientras que el jefe tenía sólo dos...

Aunque también era cierto que el jefe tenía tres mujeres, frente a las dos de Ole, quien nunca había llegado a comprender cómo el otro conseguía que la cosa funcionara.

Por lo demás, Olemeeli nunca le había caído bien: tenían la misma edad y, ya desde pequeños, sabían cuál era el destino de cada uno.

—Mi padre manda sobre tu padre —se le ocurrió decir un día a Olemeeli sólo para chinchar.

Tenía razón, objetivamente hablando, porque su padre, Kakenya el Bello, gobernaba el valle. Pero a Ole júnior no le gustaba sentirse menos. La única solución que encontró fue coger su rungu y darle al futuro caudillo en los morros. Lo castigaron, desde luego: Ole Mbatian el Viejo no tuvo otra opción que azotarlo ruidosamente, pero lo felicitó en voz baja.

Kakenya el Bello sufría en secreto porque su apodo, si bien era certero, daba cuenta de la única cualidad envidiable que poseía. Tampoco lo tranquilizaba el hecho de que su primogénito hubiese heredado todos sus defectos a excepción de la evidente belleza; para colmo, mermada después de que el chaval del curandero le hiciera saltar dos incisivos.

Tenía serias dificultades para tomar decisiones. A menudo, dejaba que sus esposas lo hicieran por él, pero lamentablemente tenía dos —un número par—, y cada vez que no se ponían de acuerdo en alguna cuestión —es decir, ca

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