Chacra 51

Maristella Svampa

Fragmento

Corporativa

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A la memoria de Vittorio Lamperti

¿Por qué quise sin falta el don de la profecía?

CHRISTA WOLF, Casandra

Marx dijo que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero quizá sea diferente. Puede ser que las revoluciones sean la mano de la especie humana que viaja en ese tren y que tira del freno de emergencia.

WALTER BENJAMIN, Tesis sobre la historia y otros fragmentos

Un hilo que lleva hasta el origen

En abril de 2011 recibí un llamado telefónico de mi hermana menor que, con voz grave, me dijo que una parte de la chacra del abuelo había sido alquilada a una compañía petrolera. La empresa norteamericana había firmado un convenio de servidumbre con mi primo Marcelo Svampa. Por encima de los álamos asomaba la torre de perforación que habían instalado en la chacra. Allá en Allen, mi pueblo natal, su presencia descollante estaba en boca de todos.

No lo sabía entonces, pero la firma de ese convenio con una empresa multinacional era algo más que el comienzo de una larga pesadilla, algo que iba mucho más allá de las transformaciones que pudiera sufrir la pequeña y casi olvidada propiedad familiar. La explotación petrolera no era algo ajeno a la historia de la localidad, pero hasta hacía poco tiempo había sido marginal, un salto de discontinuidad apenas perceptible, una grieta poco significativa dentro de un colorido paisaje de chacras. Aún hoy Allen continúa siendo la localidad de mayor producción de peras y manzanas de todo el país.

Pero el nuevo milenio marcó una inflexión. Poco después de aquel primer episodio familiar, las plataformas multipozos comenzaron a avanzar al compás del desmonte, exacerbando aún más la crónica crisis frutícola que padece el valle. Aunque pronto toda la atención de los medios estaría concentrada sobre la región de Vaca Muerta y sus promesas eldoradistas, Allen, asentada en el corazón del Alto Valle de Río Negro, se convertiría en la segunda cabecera de playa del fracking en el país, transformando a la provincia en una de las más importantes productoras de gas no convencional.

La sorpresiva situación no dejaba de tener aristas paradójicas. Parecía una ironía del destino que ni el más odioso de mis enemigos podría haber imaginado. En términos profesionales, yo no era una recién llegada al campo de las problemáticas socioambientales. En los últimos años había recorrido diferentes provincias para investigar sobre las consecuencias de la megaminería a cielo abierto y el surgimiento de resistencias sociales. Más aún, fueron los conflictos socioambientales y territoriales los que terminaron por dar un sello característico a mis intervenciones públicas y académicas. Para ese entonces había trabajado fuertemente en el Senado en favor de la sanción de Ley Nacional de Glaciares, una norma protectora que prohíbe la actividad petrolera y minera en glaciares y áreas periglaciares. Había ampliado el horizonte sobre los impactos del neoextractivismo hacia otros países de América Latina, ingresando así en la arena de los debates más generales sobre modelos de desarrollo, imaginarios sociales y crisis socioecológica. Más simple, mi trabajo y mi compromiso social y político fueron adoptando nuevas formas y expresiones al calor de las luchas ecoterritoriales que se expandían por el continente.

Así que cuando recibí aquel llamado telefónico anunciándome que había una torre de petróleo avanzando sobre el subsuelo de la chacra de mi abuelo, no podía creer que eso estuviera sucediendo. El retorno a los orígenes fue para mí un golpe feroz, algo que empecé a leer como una maldición. Era como si la historia de mi familia, y luego la situación de la comunidad en la que me crié, se abalanzaran sobre mí, atropelladamente, soltando codazos aquí y allá, colocándose en un doloroso primer plano. En ese contexto, el regreso a mi pueblo fue adoptando menos la forma de una reivindicación del arraigo y la localía que la de un descenso infeliz, un retroceso no querido, la vuelta al mundo de la infancia y la adolescencia, a los límites de la socialización primaria.

Esa conjunción desafortunada entre lo social y lo familiar interpeló también la idea que yo misma me había construido sobre la Patagonia. Abandoné mi pueblo natal a los 18 años, pero nunca rompí lazos con el lugar. Con el tiempo y la distancia aprendí a amar el viento del sur, incluso a venerarlo, y terminé por convertir esa tierra inmensa en mi territorio literario. Comencé a escribir novelas que enlazaban personajes e historias con desiertos y montañas

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