Chacra 51

Fragmento

Corporativa

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A la memoria de Vittorio Lamperti

¿Por qué quise sin falta el don de la profecía?

CHRISTA WOLF, Casandra

Marx dijo que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero quizá sea diferente. Puede ser que las revoluciones sean la mano de la especie humana que viaja en ese tren y que tira del freno de emergencia.

WALTER BENJAMIN, Tesis sobre la historia y otros fragmentos

Un hilo que lleva hasta el origen

En abril de 2011 recibí un llamado telefónico de mi hermana menor que, con voz grave, me dijo que una parte de la chacra del abuelo había sido alquilada a una compañía petrolera. La empresa norteamericana había firmado un convenio de servidumbre con mi primo Marcelo Svampa. Por encima de los álamos asomaba la torre de perforación que habían instalado en la chacra. Allá en Allen, mi pueblo natal, su presencia descollante estaba en boca de todos.

No lo sabía entonces, pero la firma de ese convenio con una empresa multinacional era algo más que el comienzo de una larga pesadilla, algo que iba mucho más allá de las transformaciones que pudiera sufrir la pequeña y casi olvidada propiedad familiar. La explotación petrolera no era algo ajeno a la historia de la localidad, pero hasta hacía poco tiempo había sido marginal, un salto de discontinuidad apenas perceptible, una grieta poco significativa dentro de un colorido paisaje de chacras. Aún hoy Allen continúa siendo la localidad de mayor producción de peras y manzanas de todo el país.

Pero el nuevo milenio marcó una inflexión. Poco después de aquel primer episodio familiar, las plataformas multipozos comenzaron a avanzar al compás del desmonte, exacerbando aún más la crónica crisis frutícola que padece el valle. Aunque pronto toda la atención de los medios estaría concentrada sobre la región de Vaca Muerta y sus promesas eldoradistas, Allen, asentada en el corazón del Alto Valle de Río Negro, se convertiría en la segunda cabecera de playa del fracking en el país, transformando a la provincia en una de las más importantes productoras de gas no convencional.

La sorpresiva situación no dejaba de tener aristas paradójicas. Parecía una ironía del destino que ni el más odioso de mis enemigos podría haber imaginado. En términos profesionales, yo no era una recién llegada al campo de las problemáticas socioambientales. En los últimos años había recorrido diferentes provincias para investigar sobre las consecuencias de la megaminería a cielo abierto y el surgimiento de resistencias sociales. Más aún, fueron los conflictos socioambientales y territoriales los que terminaron por dar un sello característico a mis intervenciones públicas y académicas. Para ese entonces había trabajado fuertemente en el Senado en favor de la sanción de Ley Nacional de Glaciares, una norma protectora que prohíbe la actividad petrolera y minera en glaciares y áreas periglaciares. Había ampliado el horizonte sobre los impactos del neoextractivismo hacia otros países de América Latina, ingresando así en la arena de los debates más generales sobre modelos de desarrollo, imaginarios sociales y crisis socioecológica. Más simple, mi trabajo y mi compromiso social y político fueron adoptando nuevas formas y expresiones al calor de las luchas ecoterritoriales que se expandían por el continente.

Así que cuando recibí aquel llamado telefónico anunciándome que había una torre de petróleo avanzando sobre el subsuelo de la chacra de mi abuelo, no podía creer que eso estuviera sucediendo. El retorno a los orígenes fue para mí un golpe feroz, algo que empecé a leer como una maldición. Era como si la historia de mi familia, y luego la situación de la comunidad en la que me crié, se abalanzaran sobre mí, atropelladamente, soltando codazos aquí y allá, colocándose en un doloroso primer plano. En ese contexto, el regreso a mi pueblo fue adoptando menos la forma de una reivindicación del arraigo y la localía que la de un descenso infeliz, un retroceso no querido, la vuelta al mundo de la infancia y la adolescencia, a los límites de la socialización primaria.

Esa conjunción desafortunada entre lo social y lo familiar interpeló también la idea que yo misma me había construido sobre la Patagonia. Abandoné mi pueblo natal a los 18 años, pero nunca rompí lazos con el lugar. Con el tiempo y la distancia aprendí a amar el viento del sur, incluso a venerarlo, y terminé por convertir esa tierra inmensa en mi territorio literario. Comencé a escribir novelas que enlazaban personajes e historias con desiertos y montañas. Poco a poco, a la vista de lo sucedido, todo ello empezaba a perturbarme, a adquirir un carácter llamativamente premonitorio.

Me costó mucho decidirme a escribir sobre esta experiencia en primera persona, incluso durante cierto tiempo me costó verbalizarla, contarla en voz alta, no tanto por los contornos escabrosos del curioso incidente familiar que le dio origen, sino más bien por la profundidad de los cambios sociales y territoriales que la propia historia revela, por la hondura que propone la reflexión sobre el pasado y su acción sobre el presente. Con el tiempo, comprendí que para contar esa historia que comenzaba a obsesionarme debía llegar hasta el origen, hasta el carretel que contenía el resto de ese hilo del que había comenzado a tirar sin saberlo, muchos años atrás, sin siquiera sospechar el alcance de sus impactos ni el tamaño de su resistencia.

1. Cambio de lugar

El día que mi padre por fin levantó los ojos y vio que una torre petrolera asomaba por encima de los álamos, se preguntó con sorpresa: “¿Qué hace eso tan cerca del pueblo?”. Como nadie se animaba a decírselo, había sido el último en enterarse.

“Está en la chacra de Basilio Svampa”, le contestó alguien.

Mi padre quedó atónito: nunca imaginó que la familia no le hubiera consultado una decisión tan importante.

Todavía confuso por la noticia, decidió que lo mejor era poner rápidamente las cosas en claro. Subió a su viejo automóvil rojo, un Gol modelo 1996, apretó el acelerador y fijó rumbo en dirección a la chacra número 51, ubicada a unos tres kilómetros del Allen. Pero no pudo encontrar a mi primo Marcelo, quien estaba a cargo de la chacra. Fue varias veces, y al tercer intento, cuando ya estaba por dar la media vuelta e irse, Marcelo apareció como de la nada, desde un costado del tinglado, frotándose las manos, con su clásica semisonrisa y sus ojos chispeantes. Comenzaron a hablar, fue subiendo la tensión, las voces de ambos se fueron superponiendo de modo desordenado, casi peligroso, hasta que Marcelo decidió cortar por lo sano y decirle lo que pensaba. Mi padre se fue tan dolido aquella vez que durante días no pudo reproducir ni contar a nadie lo que había sucedido en esa tarde.

Marcelo Svampa, a quien en el pueblo conocían como “El Carca”, estaba a cargo de la chacra familiar desde la muerte de su padre, mi tío Carlos, ocurrida unos años atrás. Con una de sus hermanas tenía un poder legal —aunque limitado— para administrarla. La sucesión de la propiedad boyaba en un limbo jurídico. Había poca tierra y demasiada familia, y ninguno de los hermanos Svampa, a excepción de mi padre, podía aparecer y plantear algún reclamo. Marcelo inspiraba en la familia un temor mayúsculo. Solo enterarse de sus últimas aventuras delincuenciales, de seguro magnificadas por los coloridos relatos locales, hacía que tíos y tías se estremecieran para resignar cualquier reclamo sucesorio. En cambio, mis padres, mis hermanos y yo siempre habíamos tenido un buen vínculo con Marcelo, aun cuando, en los últimos años, el humor de mi primo y el modo de relacionarse con los otros se habían vuelto más hostiles, más agresivos.

Mientras tanto, la chacra del abuelo permanecía semiabandonada. Mi primo nunca se había ocupado demasiado de ella. Sus negocios eran otros. Desde la calle rural que conducía al río podían verse las ramas de los perales que se iban retorciendo, y la enorme casa que tanto habíamos amado, en la cual mis primos, mis hermanos y yo habíamos pasado una parte importante de nuestra infancia, iba descascarándose, empequeñeciéndose hasta perder parte de sus misterios y sus colores.

Un mes después de este primer episodio, cuando visité a mi familia allá en el lejano sur, el tema principal de todas las conversaciones era “el problema de la petrolera”. Mi padre seguía muy afectado por la discusión que había tenido semanas atrás con mi primo, quien incluso poco después se había acercado hasta él para intentar sobornarlo. Al no obtener una respuesta satisfactoria, deslizó una amenaza antes de irse.

—¿Vas a prenderme fuego la casa? —le retrucó mi padre.

La pregunta estaba lejos de ser una exageración. Meses atrás, cuando se separó de su segunda mujer, le mandó a incendiar la casa, aunque por suerte el fuego fue controlado rápidamente.

Con su habitual media sonrisa, Marcelo lo miró y le dijo que él no hacía esas cosas, aunque había gente que bien podía hacerlas. La amenaza conmocionó a mis padres y aumentó su sensación de fragilidad: por las noches se levantaban a mirar desde la ventana y volvían a dar vuelta una y otra vez a la llave de la puerta.

Marcelo estaba perdido, comentábamos todos, había abandonado los códigos, traspuesto cualquier límite.

Tiempo después, la empresa Apache se acercó hasta mi padre para proponerle alquilar una parte de su propia chacra, la número 28, en el límite entre las localidades de Allen y Fernández Oro, por más dinero del que podía esperar en un año de buena cosecha, en concepto de “servidumbre”. Aunque al principio él se negó de modo rotundo, pronto la oferta comenzó a hacerle un run run tentador. Empezó a dudar, pensó la oferta de la petrolera como si se tratara de un premio, como si alguien en una esquina cualquiera le hubiera tocado el hombro ofreciéndole el billete ganador en la lotería.

Trabajaba la chacra desde niño y no conocía otro horizonte que aquel que trazaban acequias, bardas y álamos. Luego de sudar durante años en la chacra paterna, bajo el tiránico mando de mi abuelo, seis décadas atrás se había desplazado a otras tierras, distantes unos seis kilómetros, que en ese entonces no eran más que monte, pedregullo y laguna, también cerca del río Negro. Mi abuelo había comprado un lote de más de veinte hectáreas que entregó a tres de sus hijos. Sumisos y laboriosos, los hermanos emparejaron el terreno, disquearon la tierra, marcaron uno por uno los bordos, y plantaron manzanos, peras y duraznos.

Cada uno construyó su casa, en lo que era todavía un suspiro débil en medio del monte autóctono. Eso fue en 1961, el año de mi nacimiento. Fui la cuarta en llegar, muy celebrada, luego de tres hijos varones. Mi padre plantó un nogal y un castaño frente a la vivienda recién construida, que hasta el día de hoy siguen estando, junto con otras plantas de cerezos, damascos, guindas y duraznos que poblaron los años de mi niñez pero que ya hace mucho tiempo no están. Luego de la temprana muerte de sus hermanos, él continuó trabajando la segunda chacra en obstinada soledad. Eso fue a principios de los noventa. Entonces no lo sabía, pero eran tiempos de neoliberalismo y globalización asimétrica, lo cual castigó a los pequeños chacareros y desembocó en una mayor concentración de la producción en nombre de la reconversión tecnológica y la competitividad.

A mi padre le costó hacerse la idea de que estaba viviendo en carne propia el ocaso del mundo de los pequeños chacareros. Hacía tiempo que ese pedazo de tierra consagrado a la fruticultura había dejado de ser rentable, al menos en las dimensiones casi minimalistas que él se proponía trabajar, luego de sucesivas pérdidas y mutilaciones. Pedazos enteros de su mundo se fueron desmoronando ante sus ojos. Sin embargo, él siempre se las apañaba para darle consistencia y perdurabilidad, retomando un nuevo ciclo, con la idea de que quizás el año que arrancaba todo iría mejor. Los hijos, que hacía rato habíamos abandonado el hogar familiar, leíamos ese lento e inevitable declive desde el pesimismo de la razón. Por su parte, él era puro optimismo de la voluntad, salía todos los días con una sonrisa, silbando algún tango, esperando que todo mejorara…

Antes de que terminara 2011, descartó la propuesta de la empresa Apache. Menudo conflicto teníamos ya con la chacra de mi abuelo alquilada de modo irregular a la petrolera con un convenio de renovación automática como para agregar un problema más. No fui ajena a la decisión que tomó. Me había encargado de decirle, de machacarle una y otra vez, que hay situaciones en las que no se puede fingir inocencia. La petrolera no podría salvarlo. Él mismo me lo confirmaría en esos términos, con la mirada perdida en el cielorraso, el día en que afirmó en voz alta que no alquilaría parte de sus tierras. No solo porque yo le había puesto un precio muy alto a la posibilidad de que él aceptara aquella oferta, sino también porque al final había entendido que no había vuelta atrás; que aceptar una torre de petróleo en sus tierras significaba, sin más, el adiós a la fruticultura.

En los meses siguientes todo pareció calmarse. Yo volví a focalizar el problema sobre la chacra del abuelo, pero sin avances. Estaba tan descolocada que no me animaba a hablarlo con mis amigos, compañeros de militancia ni colegas, como si el silencio garantizara la inexistencia del problema, su rotunda irrealidad. Había momentos en los que la historia amenazaba con quemarme como si fuera un río de lava. Solo lo hablé en profundidad con Enrique Viale, abogado ambientalista y querellante contra las más variadas formas de contaminación, desde la minería a cielo abierto y los agrotóxicos hasta la causa del Riachuelo.

Con Quique habíamos empezado a trabajar juntos en septiembre de 2010 a favor de la Ley Nacional de Glaciares. Juntos publicaríamos artículos, haríamos intervenciones públicas en Europa y América Latina e incluso escribiríamos un libro sobre el extractivismo en nuestro país. Desde las páginas de algún sitio pro minero nos bautizarían, con tirria apenas contenida, como “el inefable dúo ambiental”.

Él me escuchó y contuvo el aire: “Es la maldición del extractivismo”. Sonreímos con tristeza, ambos entendimos que era el comienzo de una larga historia. Empezamos a explorar estrategias legales para ver qué podía hacerse. El contrato que habían firmado mis primos mostraba el reemplazo de la figura propietaria del “chacarero” por la del “superficiario”. Ya desde la primera página, la chacra pasaba a ser un “inmueble” y la empresa, de ahí en más, “la operadora de la concesión de explotación sobre el área denominada Fernández Oro”. A partir de la cláusula dos, mis primos eran llamados “los superficiarios”.

La figura del superficiario conlleva una división entre subsuelo y superficie. Supone reconocer que hay alguien, el Estado o privados, que es propietario del subsuelo o tiene derechos sobre éste. Pese al carácter inequívoco que encierra el término, cuesta encontrar la figura jurídica. La definición con la que terminé dando decía lo siguiente: “es un derecho real temporario, que se constituye sobre un inmueble ajeno, que otorga a su titular la facultad de uso, goce y disposición material y jurídica del derecho de plantar, forestar o construir, o sobre lo plantado, forestado o construido en el terreno o el subsuelo, según las modalidades de su ejercicio y plazo de duración establecidos en el título suficiente para su constitución y dentro de lo previsto en este Título y las leyes especiales”. La reforma del Código Civil suma una nueva división, haciéndola tripartita, porque a la superficie rasante y el subsuelo agrega la superficie aérea.

En un artículo publicado en el diario La Nación se afirmaba que “es imposible hablar de derechos de propiedad privada si no existe libre uso y disposición de ésta. […] A pesar de su espíritu liberal, la Constitución de 1853 no estableció expresamente la propiedad privada de las riquezas del subsuelo y, mediante la ‘reglamentación de los derechos’, dio paso a la vigencia de la propiedad estatal y la regulación del subsuelo. En consecuencia, a lo largo de la historia argentina la propiedad del subsuelo perteneció siempre al Estado, oscilando entre la jurisdicción nacional y la provincial. En los Estados Unidos, en cambio, el principio de accesión consagrado en el derecho romano permitió el reconocimiento del suelo y el subsuelo como una cosa única e indivisible. Por ende, desde entonces hasta hoy se reconoce al dueño del suelo la propiedad del subsuelo. […] Según las leyes mineras y petroleras, el superficiario está obligado a otorgar servidumbres al concesionario minero. Si no lo hiciera, éste tendría derecho a solicitar la expropiación del terreno que ocupa”.

El artículo ponía el ojo crítico en la división entre la propiedad del suelo y la propiedad del subsuelo, culpando al Estado, pues el goce “no era pleno”. Pero era una verdad a medias. Por ejemplo, en relación con la minería, el Estado argentino está lejos de erigirse en “enemigo de la propiedad privada”. En los años noventa, cuando la normativa jurídico-política sobre la minería dio un vuelco radical con el objeto de hacer atractivos los territorios para el capital extractivo, uno de los incentivos fue otorgar “seguridad jurídica” sobre las concesiones (derechos de imprescriptibilidad y transabilidad, preeminencia de la propiedad minera), por sobre los derechos superficiarios de la tierra. En relación con el petróleo, la privatización de los años noventa había configurado un panorama similar, de completa transnacionalización. Más allá de quienes usufructúen el subsuelo, tanto la actividad minera como la petrolera aparecen asociadas al concepto de “utilidad pública”, lo cual abre la posibilidad de la expropiación.

El concepto de “utilidad pública” me hizo pensar en el increíble episodio de Andagalá, sucedido en 2009. Un documento elaborado por la Dirección Provincial de Minería y avalado por el secretario de Minería de Catamarca confirmaba lo que hasta entonces era solo un rumor: el gobierno provincial había adjudicado, entre tantos permisos de cateo minero, uno que abarcaba a la ciudad misma. Es decir, se había autorizado —a través del otorgamiento de la concesión— a la empresa Billington Argentina a ejercer derechos de prospección, exploración y futura explotación del subsuelo de la ciudad. El informe consignaba el nombre del yacimiento, “Pilciao 16”, y abría la posibilidad de expropiar viviendas para que avanzara la actividad minera. Sin embargo, el informe omitía decir que el propio Código de Minería prácticamente prohíbe realizar trabajos mineros en áreas habitadas o construidas, sin formal consentimiento de los propietarios superficiarios. El resultado de ello fue una de las primeras puebladas contra la megaminería en el país.

Respecto de los derechos de los superficiarios vinculados a la actividad petrolera había todavía menos información. En realidad sucedía que desde la privatización del petróleo, entre 1989 y 1992, los derechos del subsuelo pasaron a ser pura ficción para el Estado. Mucho más para aquellos habitantes que padecían el avance de la frontera petrolera, casi todos humildes puesteros criollos o indígenas invisibilizados, con nula o escasa capacidad de presión política. Muy esporádicamente salía publicado algún artículo que hablaba de las áreas contaminadas, producto de los impactos y residuos de la actividad, que pesaban sobre “los superficiarios”, aunque no se decía quiénes eran, como si se tratara de un sujeto abstracto. También se aclaraba que las empresas transnacionales nunca se hacían cargo de tales pasivos ambientales. En aquella búsqueda casi a ciegas encontré un artículo que mencionaba a una misteriosa Asociación Argentina de Propietarios y Superficiarios afectados por la actividad hidrocarburífera, minera y eléctrica, que planteaba la necesidad de actualizar leyes, y que los Estados intervinieran para la remediación del daño ambiental. Tiempo después me enteré que en 2003 la Asociación de Superficiarios de la Patagonia inició una demanda contra Repsol y otras petroleras ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, tomando como base un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, que cuantificaba el daño ambiental producido entre 1991 y 1997 en la Cuenca Neuquina en 545 millones de dólares. Pero la causa se frenó cuando se produjo la expropiación parcial de YPF, pese a que Repsol ya había reconocido la contaminación y estaba pautando un plan de remediación.

Todavía en 2011, la legislación petrolera era comparable a la minera, ya que los hidrocarburos habían sido privatizados durante la década menemista, en un intercambio de favores entre el ejecutivo y los gobernadores, que conllevó el traspaso del dominio originario de la Nación a las provincias. Las consecuencias de la privatización de YPF fueron desastrosas. Vaciamiento de la que había sido la mayor empresa productiva estatal, explotación concentrada en grandes corporaciones trasnacionales, disminución de las reservas, carencia de inversiones adecuadas y pérdida del autoabastecimiento energético, entre otros. La gestión siguiente, bajo el kirchnerismo, estuvo signada por la improvisación, la visión de corto plazo; por el manejo de los operadores del sector mediante una política de subsidios; por las concesiones arbitrarias; por las licitaciones poco claras para favorecer a empresarios amigos y afines; por el desaliento a la actividad hidrocarburífera local y la discrecionalidad en la toma de decisiones. Pero lo más inquietante era la pérdida de autoabastecimiento. En 2006, el país tenía un saldo de balanza comercial energética positiva de 5600 millones de dólares. En 2011, ésta se había vuelto negativa. Estaba en juego nada menos que el conjunto de la actividad económica y la provisión energética a los hogares. Fue así que, bajo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la Argentina salió de forma desordenada a importar gas. Finalmente, a principios de 2012, se anunció la expropiación parcial de YPF, lo cual reabrió la puerta a la intervención del Estado en la administración de un sector estratégico como el de los hidrocarburos. Sin embargo, el carácter de “sociedad mixta” con el cual se dotó a la empresa nacional habilitó la asociación con los capitales privados, consolidando por otra vía la transnacionalización del subsuelo y su avance vertiginoso por la superficie, ocupada por otras economías y otros habitantes.

La imagen de aquella torre en medio de los álamos lastimaba mi visión. No deseaba cruzarme con mi primo. Tenía que respirar hondo y controlarme, apartar el enojo que por momentos me embargaba, encontrar el tono adecuado para encarar la situación.

Marcelo no me dio tiempo. En agosto de ese mismo año fue hospitalizado y falleció dos semanas más tarde, a raíz de una complicación producida por una sobredosis de heroína. Su muerte pareció cerrar un ciclo. En el entorno familiar todo era silencio y sorpresa, pero también se respiraba cierto alivio. La presencia de Marcelo, el Carca, sus delitos y adicciones habían causado una incomodidad que en los últimos años había ido en aumento hasta convertirse en abierto malestar. Pocos en la familia le dirigían ya la palabra; no tanto por desprecio como por temor, ante sus salidas cada vez más violentas.

El Carca tenía mi edad. Nos habíamos criado juntos, primos y primas, vaya a saber cuántos veranos compartidos durante nuestra niñez y primera adolescencia. Atrás habían quedado las largas tardes de verano en las aguas del río Negro, donde cierta vez casi nos ahogamos con dos de mis hermanos; las bulliciosas siestas en las que seguíamos la huella del tractor, nos sentábamos en la chata y robábamos la fruta de los cajones de madera, mirando de reojo a los peones que cosechaban desde lo alto y movían metódicamente las escaleras; las tardes de verano en que nos perdíamos entre las plantas de guindas cuyas ramas caían cual larga cabellera y comíamos hasta reventar; las corridas que nos dejaban sin aliento hasta el cuadro del bajo, donde había estado la laguna e íbamos con Marcelo a juntar frutillas silvestres; el porche de la casa de mis abuelos, frente al gran jardín, donde los fines de semana bailábamos y cantábamos con mi hermana y mis primas las canciones de moda... Ahora la chacra estaba en retroceso, y allí donde con Marcelo habíamos sabido juntar frutillas silvestres para comerlas a escondidas de los otros primos, habían arrancado todas las plantas de peras y se erigía una torre de perforación.

Tres meses después de su muerte, hacia noviembre de 2011 hubo un nuevo giro en la situación. Estaba en mi casa, siguiendo un programa político de la televisión por cable. El entrevistado de la semana era Miguel Ángel Pichetto, senador nacional por la provincia de Río Negro, quien durante doce años fue el máximo operador del partido oficialista en la Cámara Alta.

Dicen que Pichetto es un parlamentario muy respetado por sus pares en la Cámara Alta, gracias a su capacidad de cabildeo; sin embargo, en su provincia de adopción, la provincia en la cual yo nací, no es tan querido. Las razones no tienen que ver tanto con que Río Negro, de prosapia radical, ha sido tradicionalmente esquiva con el peronismo. Pichetto siempre fue un muy buen operador político, un buen capataz; doce años de kirchnerismo están ahí para atestiguarlo, pero es incapaz de construir un lugar diferente en el cara a cara con la gente.

Lo que él dijo en 2011 en ese programa de cable y que yo escuché esa noche con atención tuvo un carácter inapelable para mí y me decidió a romper de modo definitivo con cualquier intento de neutralidad frente a la expansión del petróleo en las tierras valletanas. Pichetto le contaba a un periodista que se había descubierto gran cantidad de petróleo y gas en la Patagonia, aunque no solamente en la provincia de Neuquén, donde desde hacía tiempo se extraían hidrocarburos, sino también en el Alto Valle, en Río Negro, en su provincia, ahí donde se cultivan peras y manzanas. Habló entonces de la existencia de hidrocarburos no convencionales, “como los que ya se explotan en Estados Unidos, país que —añadió haciendo un guiño al periodista— sabemos que en muchas cosas está más adelantado que nosotros”.

Quedé boquiabierta, casi no pude pegar los ojos en toda la noche. Una idea me carcomía la cabeza. Entonces lo que iban a sacar del subsuelo de la chacra de mi abuelo no era lo que todos ya conocíamos. Ahí había algo más. A las cuatro de la mañana me levanté. Em

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