Fantasmas de luz

Enrique Symns

Fragmento

Corporativa

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BLADE RUNNER DE SÍ MISMO

Enrique Symns es la voz, el texto y el pensamiento de la Argentina profunda. Es tan inteligente, tan auténtico, tan culto y valiente que los géneros (los espacios) le tienen miedo porque “es lo que escribe”, porque lo vivió y lo sigue viviendo. Es demasiado verdadero para que la literatura lo soporte y demasiado genuino (entre casi todos los adjetivos del diccionario) para que el periodismo lo tolere. ¿Qué es Enrique, entonces? Es el pensamiento nacional, el narrador de lo que realmente ocurre, el sátiro tierno que casi siempre molesta, pero merece ser el más amado de nuestros camaradas. Este libro no es una antología de Enrique, entre otros motivos porque Symns no tiene un prontuario literario propiamente dicho.

Soy buen amigo de asaltantes y bandidos, de toreros y de algún poeta. Pero la amistad de Enrique es un tesoro. Hay que rastrear a Symns en YouTube para escucharlo hablar, siempre variopinto, pero único, discurso vitalista, revolucionario, brillante y aleccionador. En esta obra podemos leer una gran versión de Enrique Symns cuando nos guía por Mar del Plata y las pensiones del Once. Este oráculo, narrador, periodista, declamador y valeroso ser humano se destapa con un texto brillante de fluidez especial cuando nos lleva por los senderos que él mismo camina. Cuando es él mismo y se expone a la brutalidad dulce de la calle en su versión más genuina, entre los intestinos de la ciudad-laberinto, Blade Runner de sí mismo y replicante frágil que vio aquello que nadie se atreve a —o desea— mirar. Es atrapante y atrapado, extraviado y encontrado. Una pata fuerte para la sustancia del rock, las crónicas de una Argentina en proceso de putrefacción lírica, el periodismo de trincheras sangrando y el principio de un pensamiento filosófico superado y suicida. Siempre vivo. Perfecta y realmente vivo.

Nadie sale vivo de aquí, pero Enrique Symns tiene más vidas que un gato y en este libro nos cuenta algunos instantes testigos de una poderosa mente, una poderosa alma.

ANDRÉS CALAMARO

EL HOMBRE QUE VOLVIÓ DEL INFIERNO

Entraba en la Redacción como si caminara por una cornisa, el paso apurado, al borde del tropiezo, el pucho en la boca o colgando de sus dedos largos y flacos, la misma mirada triste de abismo de sus personajes. En cuanto le pedían una nota, ya fuera entrevistar a una celebridad o meterse en las calles calientes de la jungla de asfalto, se iba con el mismo vértigo con el que había llegado.

Conocí a Enrique Symns en Crítica de la Argentina: lo miraba de lejos, su rostro curtido detrás del humo del cigarrillo, con esa actitud defensiva de los tipos que han sufrido. Tipos que no necesitan una pistola para ser duros. Por entonces no me acercaba a hablarle, porque el mito decía que Symns podía ignorarte o patearte como una rata apestosa. Un amigo me contó que un día lo vio sentado en un banco de Parque Lezama y le preguntó por el Indio Solari. Según él, Symns lo mandó a la mierda y siguió mirando las palomas y a los pibes que jugaban a la pelota.

Tiempo después me enteré de que Enrique vivía en Mar del Plata, mi ciudad natal. Yo había leído dos crónicas magistrales sobre la mal llamada Ciudad Feliz: él mostró el lado más oscuro y oculto, el del drama existencial, el de las almas errantes, el de los barcos oxidados y el puerto pestilente, el del invierno que quiebra la piel de los que caminan como zombies de un destino que no existe. Supe que escribía contra el tiempo, que tiene dos libros inhallables (Los Tres y La represión sexual en el franquismo), un libro quemado (con cuentos infantiles, según él) y tres inconclusos (“Adiós muchachos”, “Mala suerte” y “El día que mataron a Enrique Symns”), que vivía en hoteles de mala muerte, que a veces comía salteado y que nunca perdió su dignidad. Eso me llevó a recordar una frase que John Cheever plasmó en sus diarios: “El alma del hombre no se refleja en granjas acogedoras ni en monumentos, sino en cuartos malolientes y oscuras pensiones”.

Compartí momentos inolvidables con Enrique. Charlas íntimas, enseñanzas, paseos por bares y restoranes, proyectos en común, vinos tintos y blancos, fernet o campari. Aunque una vez, el día de su cumpleaños, me dijo que no tenía motivos para vivir y que quizá lo mejor sería que la Parca se lo llevara de este sitio inmundo, al rato estábamos brindando porque nunca había dejado de escribir. “Escribir es más importante que vivir, somos más lo que escribimos que lo que somos”, me dijo cuando le conté que me sentía atravesado por una historia policial.

Una vez, Enrique contó que en el sueño más hermoso que había tenido en su vida volaba liviano por un cielo sin nubes. Este libro es parte de ese vuelo.

Más allá de que en sus textos critica a los que se someten a la rigidez del tiempo (“el presente es el recuerdo que el futuro tiene del pasado”, escribió), Enrique es puntual y ansioso por naturaleza. Ahora parece temerle a la noche —su vieja amiga de excesos sepultados— y a Buenos Aires, la ciudad de sus historias. Pero vuelve a los lugares donde fue feliz, como si fuese esclavo de lo que escrib

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