Capítulo Uno
Cosas de indios
Un guapo del 900 — Chopin no tiene la culpa — Casi Norman — El director(cito) de orquesta — En brazos de Eva — Pichón de terrorista — El más útil de los manuales — Un francotirador — Masas finas — Juguetes marca Solari — “¡Ay, me muero!”
1.
Empecemos por tu padre. ¿Quién era, cómo era?
Mi viejo era un Hombre de Piedra. Capaz de sacar una pistola porque le dijiste pijotero. Producto de otros códigos de conducta, de otros valores. Nació en 1900, se llamaba José Solari y era de La Pampa. Trabajó toda su vida en el correo, donde empezó siendo guardahilos en el sur, hace casi un siglo. Esto lo obligaba a viajar por paisajes que eran la nada misma: inspeccionaba los cables de las líneas telefónicas y telegráficas, armado con una pértiga que le servía para limpiar y desenredar el tendido. Como las tormentas de nieve eran frecuentes y el hielo se juntaba encima de los cables, terminaban cortándose. Y alguien tenía que hacer la reparación.
Hay que imaginarse lo que debía ser el sur más remoto de la Argentina en aquella época: kilómetros y kilómetros de desolación helada, sin gente ni casas ni ninguna otra marca del ingenio humano más allá de los cables. Ahí, cualquier error —si se mancaba tu caballo, si te lastimabas con algo— podía significar la muerte.
Pero a mi viejo nunca le pesó esa vida, al contrario. Le encantaba el campo, camuflarse con ramas para cazar avestruces: les sacaba unas lindas milanesas.
Un día, para arreglar un cable, se subió arriba del caballo que lo trasladaba. No era la clase de laburo en el que contabas con una escalera, lo que hacía falta era un caballo obediente. Pero este bicho hizo no sé qué mierda y mi viejo se cayó.
Quedó cabeza abajo, con una pierna enganchada en la horqueta de un árbol, en medio de la nada. Veía sólo nieve, la tormenta… ¡Todo blanco!
Menos mal que zafó. De otro modo, no habría habido Indio, ni Redondos. Y tampoco existiría este libro.
2.
¿Y tu mamá?
Mi vieja era hija de un vasco francés medio vagoneta, bailarín, qué la dejó en el sur: en Río Colorado, a cargo de unos conocidos —dueños del único hotel del lugar— que se convirtieron en sus padrinos y eventualmente en mis abuelos postizos. La gente que vivía por entonces en el sur era como Davy Crockett: hacía vida de frontera.
Se llamaba Santiago Choy, mi abuelo. Y mis bisabuelos, si no me lo contaron mal, se llamaban Marianne y Pierre au Lemoine. Una familia de origen vasco, del Cantón de Moulins en los Bajos Pirineos, que se había mezclado con otra familia que era francesa, de las inmediaciones de Bayona.
A mi vieja le pusieron Celina Estelita. Se ve que el escriba del Registro Civil preguntó cómo le iban a poner y dijeron Estelita, porque la verían minúscula, y el tipo anotó eso literalmente. Le quedó el diminutivo hasta los 100 años.
3.
¿Qué te contaban de aquella vida de frontera?
Mi abuelo postizo tenía de preferido al indio Peine, que era un viejo ladino. Lo hacía comer con la familia todos los días. A su mujer —mi abuela postiza— no le gustaba un carajo, porque el indio no se lavaba nunca las manos y mi abuelo le servía antes que a todos los demás; le daba siempre las mejores presas, la carne más rica. Entonces inventaron una historia para empujarlo a que se las lavase, sin ofenderlo.
Agarraron una jofaina, la llenaron de agua. Todo el personal aceptó hacer fila, para lavarse las manos con jabón. El indio avanzaba. Pero cuando le llegó el turno dijo, con elegancia: No, gracia. ¡Io no cotumbro!
4.
En la casa de mi madre había una fonola. Un día, mientras sonaba la música clásica que solían poner, vio que una de las indias lloraba. Era la madre de la india que trabajaba en la casa, que había ido de visita. Mi madre la ve así, llevándose el pañuelito a los ojos, y piensa: Lo que es el espíritu humano. Qué sensibilidad la de esta mujer, ante una música universal. Pero como la india seguía llorando, le preguntó si se sentía bien. Y la india le dijo: No, es que ando codida ’e los ojos.
No era que Chopin la emocionaba. Lagrimeaba porque tenía una peste.
5.
Hace unos cuantos años, cuando vivías a tiro de Plaza Irlanda, grabaste a tu vieja —a quien le decían Chicha— contando historias de esa infancia vivida en territorio casi salvaje.
Todavía me hace llorar de risa lo que dijo la vieja cuando le pedí que probase sonido. Cualquiera hubiese tirado uno, dos, tres, probando, hola hola como todo el mundo. Pero Chicha va y dice: ¡Por la abolición de los ejércitos y su misión!
Está claro que no venís de una probeta… Dejemos que la voz de Chicha se haga oír en esta parte del relato.
Mi padre quedó viudo muy joven, tendría 22 o 23 años. Y como no tenía a nadie acá —toda su familia estaba en Francia—, me dejó con los padrinos, a quienes conocía y frecuentaba en Río Colorado. Recuerdo despertar por primera vez en casa de ellos y ver una luz blanca que me impresionó. Gas de carburo, le decían, era la iluminación que generaban con una máquina para todo el hotel. Pensá que hablo de una época en la cual la iluminación del pueblo dependía de los serenos que encendían las farolas al caer el sol… Bajo esa luz alcancé a ver una mesita llena de juguetes, potiches, adornos muy finos, porque en esa casa no había criaturas. Recuerdo unos muñequitos de porcelana preciosos y las primeras paqueterías que me compraron: ropa que hacían traer de Buenos Aires, tapados que hacían juego con los sombreritos…
Tenía dos años y pico, nomás. Es obvio que extrañaba, parece que durante los primeros días no hablé. Unos vecinos vascos tenían a un nene de 12 que trataba de hacerme jugar. Era el único al que yo aceptaba. Como a los tres días dice mi mamita que empecé a llamarlo: Miguel, Miguel… Y eso los alivió, porque mi silencio los estaba asustando.
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En un pueblo tan chico, la diversión de los adultos era reunirse los sábados y hacer garufas con las gallinas de los vecinos. ¡Se las robaban entre ellos! Recuerdo que mamita se levantó una mañana y encontró que no quedaba ninguna. Sólo estaba el gallo, que tenía una cajita de fósforos atada a una pata, con un mensaje adentro. Decía: Desde las doce de la noche que estoy viudito.
El chiste de las gallinas terminó en una tragedia. Una noche le robaron un lechón a un italiano que los denunció y metieron preso a uno de la barra. Lo condenaron y se lo iban a llevar a la cárcel de Viedma. Pero parece que este muchacho tenía una relación oculta con una hermosa mujer casada. Cuando esta mujer supo que se lo llevaban a Viedma quiso seguirlo, irse con él. Pero el esposo la descubrió cuando estaba saltando la pared con una valija para irse. El hombre le imploró, agarró una efigie de la Virgen que solía adorar y por ella le pidió que no se fuera. Pero según contó después, la mujer le hizo pedazos la efigie de la Virgen y agarró un cuchillo de la cocina para apuñalarlo. Ahí él se apoderó del cuchillo… y terminó metiéndole veinte puñaladas. Me acuerdo cuando velaron a la mujer, los chicos del colegio estudiábamos el cuerpo de lejos y decíamos: Mirá, ahí hay una mancha de sangre…, e imaginábamos que se le veían las puñaladas y todo.
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Una vez hubo una creciente fenomenal, se desbordó un lago y tomó todo el valle de Río Negro. Llegó papá a caballo y le dijo a mi padrino: Mirá, Graciano, que viene un agua muy grande. Levantá campamento o me llevo la nena. Cargaron colchones y ropa, alcanzamos a llegar a la estación de tren para salir rumbo a Bahía Blanca pero el convoy no pudo seguir, el agua le cortó el camino. Vivimos un mes y medio o dos arriba de los vagones. Desde ahí veíamos los caballos nadando, los animales que flotaban sobre fardos de pasto, un hombre al que trajo la corriente todo llagado… Estuvimos dos días sin comer, hasta que cazaron un cerdo nadador. ¡Usábamos como inodoros las latas de metal de las galletitas!
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De los 4 a los 12 años ya no lo vi más a mi papá. Recién nos reencontramos cuando tuve tipo 15. Después me casé y la relación se hizo más frecuente.
Mi padrino era dueño de un hotel importante, que tenía confitería y cine. Me recuerdo sentada encima de una mesa, viendo un tren en la pantalla. Venía la locomotora y yo pensaba que se me echaba encima. Un paisano se asustó… ¡y salió disparando!
Había una maestra pensionista del hotel que me quería mucho. Yo desayunaba con la señorita Cornejo, ella era muy recta y cariñosa. Me llevaba como oyente a sus clases, decía que era muy despierta. Yo quería escribir como las chicas grandes, tener todos esos útiles. Entonces trataba de hacer lo mismo que ellas, igual que ellas. Pero la señorita Cornejo me ponía tareas más simples. Como yo me rebelaba, un día me llevó al patio en penitencia. Y en lugar de quedarme ahí, yo me escapé: me fui al hotel.
Ahí me vio mi padrino y me dijo: ¿No te habías ido con la señorita Rufina? Mamita, que lo entendió todo, me llevó de regreso a la escuela pero me escondió y se metió en la clase a preguntarle a la señorita Cornejo dónde estaba yo. La maestra dijo que me había portado mal y salió a buscarme al patio… ¡donde yo no estaba! Casi se muere de un infarto.
Es que yo era muy conversadora, y ella para callarme me retorcía el pico, los labios. Años después seguía diciendo: Esta pícara era diabla, cuando chiquita. Y yo le contestaba: La culpa de que yo sea bocona es suya, porque usted me torcía el pico.
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Papito compró un hotel en Choele Choel y nos fuimos, viajando en una volanta.
Al otro día de llegar salí a caminar sola. Era la nena nueva. Me encontré con chicos de una familia judía, con los que me puse a jugar. Esa familia tenía una joyería, y cuando me llevaron al negocio vi un anillito y una cadena y me dije: Voy a comprar todo esto. ¡Y el hombre me lo dio! Cómo sería la ingenuidad, la confianza en el otro que había en esas épocas… Y me aparecí en el hotel de anillo y de cadena. Cuando me preguntaron de dónde los había sacado, respondí: Yo les dije que después iban a ir ustedes a pagar…
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Este hotel no tenía cine pero igual recibía compañías de teatro todos los años. Me acuerdo de Olinda Bozán. A veces se escapaban sin pagar, cuando la temporada no iba bien. También me acuerdo de Narcisín Ibañez Menta, que era por entonces un niño prodigio e iba de gira con su padre. Yo era muy artista también, me aprendía todos los cuplés… Un día me disfracé con mosquiteros y canté El relicario. Cuando terminé la canción, me sorprendió un aplauso. Eran los artistas de una de esas compañías, que me habían estado espiando y le pidieron permiso a mi papá para que cantara en la matiné del domingo.
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Cuando nos fuimos a vivir a Choele Choel, yo ya tendría unos 4 años. Era un pueblito, ocho o nueve casas de un lado y otro tanto del otro. La calle principal era un arenal, el Ford no podía pasar, sólo pasaban el Buick y el Hispano Suizo que tenía la estanciera de la zona. Otra estancia estaba en manos del coronel Belisle, que quizás la heredó de la Campaña del Desierto. Bah: “heredó”… (Ríe.)
Como teníamos hotel, los visitantes ingleses —en general, gente vinculada con los ferrocarriles— paraban ahí, que era donde se hacían los banquetes. Recuerdo que nos visitaron Ángel Gallardo, que era presidente del Consejo Nacional de Educación, el Príncipe Umberto…1 De tanto en tanto llegaban viajantes de Gath & Chaves, Harrods y otras tiendas de la época, con baúles llenos de mercadería.
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Los Lehmann me llevaban de vacaciones. En esa época, cuando te portabas mal te contaban la leyenda del curita. Así te amenazaban: Ojo, que te va a venir a buscar el curita…. Decían que aparecía una sombra gigantesca con forma de cura y los perros se echaban a ladrar. Una vez me retaron y yo, sugestionada por ese asunto de la sombra, la vi pasar…
Cuando tenía 8 o 9 me metí a ayudar a una india de 120 años que había en el pueblo. Era un montoncito de huesos, la cubrían con un poncho. Yo la tomé como si fuera mi protegida, le llevaba comida, le lavaba la cara, la peinaba, pero ella no salía nunca de esa posición en cuclillas junto al fueguito. Vivía en una enramadita, una choza de jarillas. Me llevó cautiva el Rosas, contaba. ¡Pero decía siempre lo mismo! Me gustaba estar con ella, le había tomado cariño. Un día se enteró la prensa de que yo la cuidaba y terminó saliendo la historia en La Nueva Provincia de Bahía Blanca. Dos páginas le dedicaron, bajo el título: “La niñez en acción”.
Doña Mauricia, le decíamos. A su hijo le decíamos Mauricio también, y la nuera era la Mauricia…
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Era de apegarme a todas las chicas que despreciaban en la escuela, yo las protegía. Me daban dinero para fruta en el recreo y yo les compraba a ellas. Así andaba, llena de piojitos y mi mamá protestaba: Siempre cerca de los piojosos, vos….
A los 12 nos fuimos a Río Colorado, mi papá cambió de rubro y se dedicó a la hacienda. De ahí me mandaron a un colegio de monjas en Bahía Blanca, cinco años bastante severos. Separaban a las pupilas —o sea, a nosotras— de “las externas”. Discriminaban mucho a las artesanas, que eran las que trabajaban para pagar su educación. Cuando querían castigarte, te mandaban a comer con ellas. ¡Galletas surtidas, y gracias!
Después ya me casé. A mi marido lo mandaron al lago Puelo, lo que después fue El Bolsón. En ese época vivía por ahí un americano loco que inventó que había aparecido un plesiosaurio en la zona… ¡Venían todos en Mercedes Benz a verlo! Tomaba mucho, este tipo. Andaba siempre armado y como gracia disparaba a los tacos de los zapatos de la gente o la embocaba con un lazo a lo cowboy. Terminó bebiendo kerosene, se intoxicó y murió. Le decían El Gringo Sheffield, o algo parecido.
6.
¿Qué sabés de la historia de amor de tus viejos?
No mucho. Seguramente se conocieron bailando, como se usaba en la época. Según decían todos, tenían buena reputación en las pistas. Bailar era algo que se tomaban en serio.
Pero la familia postiza de mi vieja no veía con agrado a este empleaducho del Correo, que además era bastante mayor que ella. Pese a su falta de aprobación, el asunto siguió adelante. Y mi viejo progresaba. Cuando nací ya era jefe en Paraná. En esa época, ser jefe del Correo era como ser director de la sucursal del Banco Nación del pueblo. ¡Casi un cargo ministerial!
Tenés un hermano bastante mayor que vos.
Me lleva casi diez años. Somos dos personalidades totalmente opuestas. Uno fue militar, carrera completa: liceo, colegio, ejército… Y yo fui hippie.
Se llama Jorge Antonio Omar. Y a mí me pusieron Carlos. Mi vieja mandó a mi viejo a registrarme. Ella quería ponerme Norman Alberto. ¡Lo habrá sacado de algún libro!
El mismo libro que habrán leído los padres de Leonard Cohen, imagino. Porque a él le pusieron Leonard Norman Cohen.
Mirá vos… ¡No sabía! Pero mi viejo, cuando llegó al Registro Civil, me puso Carlos Alberto. El muy turro le dijo todo que sí a mi vieja. No le discutió. ¡Y después hizo lo que quiso!
Me lo imagino volviendo a casa, y al escuchar que mi vieja me llamaba por el nombre que había elegido, cortándole el mambo: No, Norman no: decile Carlitos.
7.
Viendo las fotos, queda claro que te parecés más a tu vieja.
Yo salí a los Choy. Mi hermano es más moreno y más alto, salió a mi viejo. La tez de mi viejo no era cetrina pero tampoco tan blanca como la de mi mamá, que era una leche.
Mi viejo era descendiente de genoveses. Los italianos tienen un clima propicio para tostarse fácilmente, son pueblos que han sido cruzados por distintas turbas.

Chicha entre los indios de verdad.

Chicha se desprende de los marjales sureños.

Chicha desafía aguas bravías, ma non troppo.

The Solari Kid, lanzado al galope.

Adivinen cuál es Solari. (Pista: cerca de las faldas adoradas.)

Bendito tú eres entre todos los adultos.
Era un hombre muy serio pero no se daba cuenta. Mi vieja le preguntaba: ¿Te pasa algo? Y él: No, no, ¿por qué me decís? Yo pensé que estaba sonriendo.
Supongo que el tesón necesario para progresar en un ambiente de ese tipo, bien desde abajo, lo habrá obligado a vivir aprendiendo todo el tiempo. Por eso mascullaba constantemente. Manejar un distrito de correo no debía ser sopa. No era una tarea automatizada, como ahora.
A mí me tuvo cuando ya era grande, y más aún para los parámetros de aquella época: cuarenta y nueve pirulos.
¿Tenés algún recuerdo de tu viejo que sea particularmente vívido?
Después de almorzar, jugaba conmigo una partida de ajedrez. Todos los días. Por supuesto, me ganaba enseguida. Prendía una pipa y me hacía pelota, con los ojos cerrados. Era una especie de obligación, mi viejo no quería acostarse enseguida para hacer la siesta provinciana, por esas cosas de la digestión. Y yo quería rajar…
Era un tipo callado, pero cuando se encopetinaba le salía un humor bueno: en las fiestas familiares, por ejemplo.
8.
Contame algo de tu experiencia en Paraná.
Vivíamos en lo que había sido una de las casas de Urquiza: una manzana o una media manzana, que funcionaba como el correo e incluía la vivienda del jefe. Tengo el recuerdo de jugar en una terraza que era como un océano de baldosas rojas, donde cada tanto sobresalía una chimenea.
9.
Una vez me regalaron un caballito de madera.
10.
¿Cuál es tu primer recuerdo donde la música juega un rol importante?
Me acuerdo de una asistente que se llamaba Nélida, hija de polacos, que cada tanto nos llevaba al campo. Su vieja hacía un strudel de manzana… Era chico, pero ya me daba cuenta que había cosas que estaban bien y otras que estaban más o menos.
Frente al correo estaba la plaza principal, que tenía una pérgola donde tocaban distintas bandas: la de la municipalidad, la de la Marina… Nélida me llevaba y yo me fascinaba con el brillo de los vientos. Los músicos de la Marina usaban polainas y yo las imitaba, subiéndome mis soquetitos blancos. Tendría 3 o 4 años. Volvía a casa flotando en el aire, colocado como si hubiese salido de un recital.
Mis viejos no eran melómanos pero ponían música clásica en la radio. Todavía tengo la cañita que usaba entonces como batuta. Me la devolvió mi vieja antes de morir. En aquel entonces me ponía encima de un papel de diario que oficiaba de escenario, delante de una radio vieja —esas que parecían catedrales de madera— y “dirigía” desde ahí.
11.
En casa no había muchos discos. Estaban, sí, esas colecciones típicas de la época, que armaba la revista Selecciones del Reader’s Digest: Música para soñar y reposar. Venían en una caja, las partes más reconocibles de las obras clásicas: Chopin, Wagner.
Mi viejo chiflaba tangos, le gustaba Magaldi. Se ponía a inventar. Yo también puedo hacerlo, invento tangos chiflando y sé que no existen, los improviso. Más allá de eso no tenía ningún tipo de habilidad ni destreza artística.
Aunque puede que, en el fondo, fuese un compositor frustrado. Nunca chiflaba una canción conocida. No sabías si estaba probando o no podía sacar una melodía.
12.
Tal vez haya tenido consecuencias el hecho de que le gustase Magaldi. Hay un tango suyo en el cual —por el escenario marginal, por el lado en que se para respecto de la vida— encuentro algo proto-solariano: se llama Dios te salve mi hijo y la letra es de Luis Acosta García.
El pueblito estaba lleno de personas forasteras
Los caudillos desplegaban lo más rudo de su acción
Arengando a los paisanos a ganar las elecciones
Por la plata, por la tumba, por el voto o el facón.
Y al instante que cruzaban desfilando los contrarios
Un paisano gritó: “¡Viva!”, y al caudillo mencionó.
Y los otros respondieron sepultando sus puñales
En el cuerpo valeroso del paisano que gritó.
Un viejito lentamente se quitó el sombrero negro,
Estiró las piernas tibias del paisano que cayó,
Lo besó con toda su alma, puso un Cristo entre sus dedos
Y goteando lagrimones entre dientes murmuró:
“Pobre m’hijo, quién diría que por noble y por valiente
Pagaría con su vida el sostén de una opinión.
Por no hacerme caso, m’hijo: se lo dije tantas veces
No haga juicio a los discursos del dotor ni del patrón.
Hace frío. ¿Verdad, m’hijo? Ya se está poniendo oscuro.
Tápese con este poncho y pa’siempre yeveló.
Es el mismo poncho pampa que en su cuna cuando chico
Muchas veces, hijo mío… Muchas veces lo tapó.
Yo vi’a d’ir al campo santo, y a la par de su agüelita,
Con mi daga y con mis uñas una fosa voy a abrir.
Y a su pobre madrecita… Y a su pobre madrecita
Le diré que usted se ha ido y que pronto va a venir”.
A las doce de la noche llegó el viejo a su ranchito
Y con mucho disimulo a la vieja acarició
Y le dijo tiernamente: “Su cachorro se ha ido lejos,
Se arregló con una tropa, le di el poncho y me besó.
Y aura, vieja, por las dudas, como el viaje es algo largo
Prendalé unas cuantas velas, por si acaso, nada más.
Arrodíyese y le reza, pa’que Dios no lo abandone
Y suplique por las almas que precisan luz y paz”.
Puede ser. Una de las costumbres que el rock retomó del blues —y acá del tango, claro— es relatar el dolor y la humillación a que está sometido el hombre de las grandes ciudades.
Yo soy un renegado de la clase media. Tengo fascinación por los desposeídos. No paro de preguntarme cómo mierda hacen para seguir encontrando razones para estar vivos en esas condiciones.
13.
Un día mi vieja mandó a Nélida a la farmacia. Le dijo: Necesito tal cosa y tal otra. ¿Se va a acordar, Nélida, o se lo anoto? Nélida le contestó: No hace falta, señora. Fue y volvió con algodón, en cantidades que podían abastecer a un regimiento. Y le dijo a mi vieja: Lo que no tenían, señora, era oleanoto.
14.
En la sala de telegrafía yo funcionaba como la mascota. Siendo el hijo del jefe, todo el mundo te trata bien aunque te odien y seas un rompepelotas.
La sala era muy grande, en Entre Ríos trabajaban setenta personas o más. Abría la puerta y, ante ese despliegue humano, me quedaba fascinado. Después me iba al lado, a la cancha de pelota paleta que tenía el correo. Me quedaba un rato viendo jugar al Manco Leiva, que era el campeón provincial. O veía alguna película —porque hasta cine, tenía ese correo—, mientras jugueteaba con la hija del ordenanza.
Antes el correo se trasladaba en unos cajones de mimbre, unos baúles grandes. Los guardaban en un depósito, habría como doscientos, por decir algo. Torres de canastos. Era como jugar a las escondidas en las pirámides de Egipto, por la magnitud del lugar y mi tamaño mínimo.
Me acuerdo más de eso que de lo que comí anoche.
15.
Otro recuerdo que tengo es el de un camión que hacía proselitismo, en la época en que los radicales estaban divididos entre los intransigentes —o sea, Frondizi— y los radicales del pueblo liderados por Balbín. En la parte de atrás había un par de tachos de basura inmensos: levantaban la tapa de uno y salía un muñeco que representaba a Frondizi, levantaban otro y salía un muñeco igualito a Balbín. Me acuerdo perfectamente, pero ¿qué sé yo si fue verdad?
16.
¿Dónde fueron después de Paraná?
De Entre Ríos, a mi viejo lo trasladaron a Santa Fe.
Dicen que ahí me tuvo en brazos Evita, la hermosa muchacha de Los Toldos.
Algún bien debe haberme transmitido. Evita siempre fue el Lado A para mí.
Si no hubiese puesto a mis viejos en la tapa de El ruiseñor, el amor y la muerte, la habría puesto a ella.
17.
¿Qué recordás de Santa Fe?
Poco. Había un tipo que se había montado un curro, en la puerta de salida de los empleados del correo. Hacía su business vendiendo sándwiches. Cuando se enteró de que yo era el hijo del jefe… Y yo me hacía el boludo todos los días: me paraba al lado del tipo, a la hora en que se abría el portón, y ligaba un sándwich. Así grandote: de salamín y queso, de mortadela y queso.
Otra de las cosas que recuerdo son los repartos: cuando salían los camiones del correo, cargados de sidra y de pan dulce. Los distribuían durante las fiestas, para la gente que no tenía nada con qué festejar.
18.
Y después de Santa Fe, le tocó el turno a La Plata.
Mis primeras impresiones fueron surrealistas. Era la época del radioteatro Tarzán. Los actores hacían un show por los barrios, Oscar Rovito interpretaba a Tarzanito. Un día salgo a comprar pan a la vuelta y se me aparece un elefante por la calle 7, con Tarzanito encima. En otro elefante venía Jane, en otro Chita…
¿Cómo era aquella casa en la que viviste tantos años?
Parte de un PH: dos habitaciones, comedor grande, cocina y baño. Pero los PH de La Plata no son como los de Buenos Aires, son un poco más prolijos, más delicados; en ese sentido, como en tantos otros, La Plata fue siempre de tener culo con pespuntes, presume de tener una aristocracia que no existe en el resto de la Argentina.
Si seguías por el pasillo te encontrabas con otras dos puertas, que daban a unos terrenos. Más al fondo sí había otros departamentos ocupados. En uno de esos había un perro bravo, que una vez salió a torearme por el pasillo. Como estaba cerrado con llave y no me quedó otra, me di vuelta, lo encaré y le grité: ¡GRRRRRRAAAAA…! El bicho se frenó y dejó de chumbar, dándome tiempo a agarrarme de un techito y escapar. Era jodido, el perro ese…
19.
¿Qué clase de chico eras?
Dañino. Todos lo éramos, en el barrio. Hablo de un mundo completamente distinto, donde ni siquiera existía la televisión: la única que había estaba en la vidriera de la sodería, cuando había una pelea de box se juntaban cincuenta en la vereda. Andábamos todo el día en la calle, salíamos del colegio y volvíamos a la noche. Era una calle menos peligrosa que la de hoy. Armábamos batallas con los del barrio de la plaza Olazábal, con escopetas-honda que fabricábamos con palos o a los cascotazos. Nos tirábamos como snipers con rifles de aire comprimido.
Muy cerca, en 42 y 8, había una fábrica de gaseosas que se llamaba Sidral: hacían una naranjada y una bebida cola. Los Papaleo tenían la panadería en 41 y 7, por ahí había unas ratas de este tamaño. Tiempo después, ese local lo compró la Ika; allí también hicimos estragos. A la Sidral entrábamos a través del paredón de los Piccinini, un lugar donde depositaban granos: maíz, trigo, afrecho, y con cuchillos rompíamos las bolsas y mezclábamos todo. Después nos tomábamos la Sidral, hasta quedar inflados como un calamar. Lo que buscábamos eran tubitos para hacer cerbatanas y para eso rompíamos un montón de sifones.
20.
Le entrabas al fútbol, imagino.
Cerrábamos las dos esquinas y éramos veintipico, jugando.
Al Caimán lo volvíamos loco. El tipo tenía su casa con un portón de metal en el garaje y nosotros, BRUM BRUM: todos los pelotazos contra el portón. Hasta que salía a buscarnos y nosotros rajábamos, cagando. Una vez salió con un cuchillo y, mamita: chau pelota. No lo dejamos dormir la siesta nunca más. Cada vez que salía, le cantábamos: Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla…
Otro personaje inolvidable era La Panorámica, una mujer a la que llamábamos así por el tamaño de su culo. ¡Si se tiraba un pedo en un gallinero, nos disfrazaba a todos de indio! También estaba Horacio, que tenía problemitas. Anteojos, cabeza chiquita como una nuez, era medio tololo. Pasaba caminando mientras repetía en voz alta la presentación de las radios de la época: LR1 Radio El Mundo… Había tenido un accidente menor, al que sin embargo responsabilizaba por su renquera. A pesar de que se había curado y ya había pasado mucho tiempo de ese porrazo, la gente —por joder— le preguntaba cómo andaba, si se estaba recuperando. Y él, que había llegado hasta ahí caminando lo más bien, decía que aún estaba en eso y se iba renqueando. Otro que circulaba por el barrio era el autor de Pájaro chogüí, una canción popular de la época. Cuando se lo cruzaba, la gente hacía un silencio, como diciendo: Ahí pasó el artista…
Después estaba la Canosa, que era directora de un colegio y nos tenía ojeriza. Por eso, en represalia, íbamos a lo de un vecino suyo que era amigo de la barra, Robertito. Siempre tenía su casa en remodelación, Robertito: por eso estaba llena de materiales de construcción de todo tipo. Agarrábamos lo que había disponible, usábamos la escalera del fondo y nos subíamos a los techos de la Canosa. Entonces le tirábamos cosas dentro del baño, adoquines y ladrillos, a través de una claraboya: le reventábamos el bidet, el botiquín, el inodoro…
Había una obra en construcción en una esquina, que llegaba a los cuatro pisos de altura. Estaba parada por algún problema. Pero abajo había quedado una montaña de arena, que volcó un camión. Nosotros nos tirábamos desde arriba. Claro, cuando calculabas a ojímetro desde abajo era una cosa, pero cuando llegabas a lo alto y mirabas al abismo…
Aun así, como nadie quería aflojar, nos lanzábamos igual: Iiiiji, pumba. Nunca nos pasó nada.
Le presentábamos batallas campales a otros barrios. Nuestra fortaleza era una obra en construcción, que conservaba los moldes de madera que se usaban para el hormigón. Ahí iban a atacarnos los de la plaza Olazábal y nosotros les tirábamos con escopetas de aire comprimido, con cascotes…
Venía el lechero con su carromato lleno de tarros, bajaba y entraba por los pasillos de los departamentos para hacer su reparto puerta a puerta. Nosotros aprovechábamos su ausencia para pegarle al carro. El caballo se asustaba y se iba al galope. Entonces reaparecía el gallego, con dos tarros en las manos, gritándonos: Hijos de puta, coño, mientras corría al caballo que se le iba a la mierda.
También poníamos tapitas de gaseosas rellenas de pólvora en las vías por las que iba el tranvía. Una vez probamos suerte con una lata de pomada Urbin… y el tranvía descarriló.
Éramos pichones de terroristas, sí. Muchos de aquellos amigos murieron a los pocos años, por culpa de la represión.
Así pasó mi niñez: haciendo daño.
21.
Y sin embargo había en mí una especie de gentileza que todos me hacían notar. Se ve que en mi casa eran así, tal vez por ser padres añosos. También es posible que tenga que ver con la formación típica de las provincias, donde existe otra cordialidad. Cuando yo no estaba en la calle haciendo desastres, me comportaba como un caballerito y la gente lo apreciaba.
22.
Una vez Dios me castigó.
Estábamos jugando a la escondida en La Plata. Calle 41, ya era de noche. Contaba un amiguito y yo me mandé a la calle, para esconderme en la vereda de enfrente. Justo pasaba en contramano un taxi, con las luces apagadas. Y me tiró de cabeza, me di la marota contra el cordón. Debe ser por eso que quedé así.
Decí que andaba por ahí un muchacho del barrio: el novio de una vecina, que era policía o estudiaba para policía. Él paró al taxista y me subió al auto, para llevarme a un hospital. Me tapaba la boca con un pañuelo porque sangraba. Los chicos que jugaban conmigo no entendían nada, vieron que de repente me tapaban la cara y me subían a un coche.
Entre los testigos de todo el asunto estaba una chica amiga, hijastra de unos alemanes pero santiagueña. Entró en mi casa corriendo y gritando: Se lo ievan a Carlitos, se lo ievan a Carlitos.
Mi viejo sale a la calle, no ve nada. Cuando vuelve a casa, busca a mi vieja y tampoco la encuentra por ningún lado… porque estaba abajo de la cama.
Pobre vieja. Tan pronto escuchó Se lo ievan a Carlitos, le agarró una tara, era algo sobre lo que no tenía control, la dimensión del asunto le pasó por encima. Enseguida llamaron por teléfono desde el hospital. Aunque no había tomografías en ese tiempo, la cabecita estaba bien: un chichón, apenas, pero la pierna sí —CRAC.
23.
A los pocos días sobreviví a un francotirador.
Un vecinito empezó a tirar con un rifle de aire comprimido desde un techo: PAC PAC… Le pegaba a todo el mundo, era una cosa seria. Y yo estaba en la vereda sin poder moverme: me habían puesto ahí en un silloncito, para que no me embolase tanto a pesar del yeso.
Todos los que se acercaron a tratar de sacarme, ligaron un balinazo. Pero a mí no me tiró: me respetó porque estaba convaleciente, imagino.
24.
El taxi me produjo una fractura expuesta de tibia y peroné. Me operaron dos veces, una para ponerme un tornillo de platino y otra para sacármelo. Decían que había que sacarlo porque, como estaba en edad de crecimiento, el tornillo se podía soltar y desplazarse solo por el cuerpo. De haber llegado al cerebro, me habría venido bien.
Así que estuve fané un tiempo. Ahí empecé a leer y a dibujar.
25.
¿Cómo comienzan tus lecturas?
Entonces leía cualquier cosa: desde enciclopedias hasta las cosas que traía mi hermano de la UES.2 Mi viejo era lector pero su biblioteca se limitaba a política e historia. El primer libro que recuerdo haber leído —y del que no debo haber pescado una mierda, a los diez años— fue El crimen de la guerra, de Juan Bautista Alberdi. Pero bueno, obviamente algo pesqué. De otro modo ni me lo acordaría, siquiera.
Así fui entendiendo que el mundo no se acababa en mi calle. Leyendo descubrías que estaban los asirios y el Estado y los persas y Estambul y la China y Marco Polo y todas esas aventuras de Julio Verne. Si un escritor me gustaba, buscaba otro de sus libros. Con los años, en las discusiones de los asados familiares empecé a tener razón yo, mágicamente.
Al abrevar en la biblioteca y los placares de mi viejo, me desentendí del estímulo convencional del colegio. Uno se daba cuenta de que había otro mambo, que no tenía nada que ver con los libros que te hacían leer de chico: Hansel y Gretel, esa clase de cosas.
Tuve la suerte de que en esa época existiesen revistas como Frontera y Hora Cero. Ahí dibujaban Hugo Pratt y Juan José Salinas. El formato historieta me empezó a interesar: me acuerdo de Bull Rockett, por ejemplo. Yo ya dibujaba con cuadritos, desplegando historias. Cuando llegué a la primaria me daba maña para copiar a San Martín de un libro y con eso iba zafando.
Cuando se acabó la época de los frisos, en el secundario, se me vino la noche.
26.
¿Y tus primeras nociones del tema sexual?
En mi habitación había un placar donde mi viejo arrumbaba libros y revistas. Un día, cuando ya empecé a andar de nuevo, voy a buscar una revista y veo un libro de tapa rosada que antes no estaba ahí. Era un libro de Havelock Ellis. Este tipo era una especie de psiquiatra dedicado al sexo, como Masters y Johnson. El libro era un manual de instrucciones, o por lo menos yo lo leía así. Muy atractivo porque describía muchos casos, decía: Entonces le mete el dedo en la vagina y eso bastaba para inspirar unas pajotas terribles. No se podía pedir mucho más, en aquella época había unas pocas revistas, como Cabeza fresca. Después vino Adán, que era más banana… con minas en bombacha. Si las ves ahora, te cagás de risa. Pero nosotros nos calentábamos igual.
Todo aquel que aprendió de sexo en mi generación lo hizo del mismo modo, a las perdigonadas: rapiñando de aquí y de allá, parando la oreja, preguntando a los amigos más grandes para confirmar si sabían lo mismo que vos.
27.
Nos colábamos en un cine. Conocíamos a un pibe cuya casa estaba en construcción y tenía una puertita que daba a la parte de atrás. Yo prefería el cine polaco o checo, porque siempre mostraba alguna teta. Eran pelis hábiles para contarte, por ejemplo, que las mujeres necesitan de una estimulación previa importante. Así vi a Bergman por primera vez. Y en busca de sexo te exponías a un cine que te abría la puerta a otros mundos: con secuencias largas, callado, totalmente diferente de lo que solíamos ver.
28.
En esa época, cuando había fiestas se estilaba ofrecer un lunch. Tenía mucho de marca de status. En el barrio se comentaba quién había tenido el mejor lunch en los quince de la nena y esas pelotudeces. Y al caballerito le tocaba siempre comer con los grandes, en lugar de consumir las porquerías que les daban a los chicos.
Uno de los pibes que jugaba al fútbol con nosotros, el Momo —bastante más grande que yo—, me miraba de afuera y, cuando salía, me decía siempre lo mismo: Carlitos, vos sí que comés masas finas.
29.
¿Qué tipo de alumno era Carlitos Solari?
Yo empecé a ser mal alumno muy temprano. Estaba en el grupo de los movilizadores, de los no obedientes. Siempre fui de desarmar lo que estaba armado. Me parecía que el caos era lo que ordenaba todo. En esa época no pensaba en esos términos, pero me veo en las fotos cagándome siempre de risa con el de al lado. Nos ponían en la gradilla a lo último, no por la altura sino por quilomberos.
Zafaba porque entendía sin problemas. Donde podía guitarrear, estaba salvado. Nunca me llevé bien con las matemáticas; en todo lo demás andaba bien, por más que me la pasase pelotudeando.
Me aburría completamente, lo único que me gustaba era dibujar. Una profesora me aprobaba siempre porque hacía unos frisos maravillosos, romanos o lo que carajo fuera, y porque dibujaba más o menos bien. Y esa cosa del caballerito también ayudaría. Pero este caballerito también se rateaba, de vez en cuando.
Es que no había control alguno. Tu mamá te dejaba en el colegio y se iba. Una vez adentro, estabas seguro. La maestra se ponía a tomar mate cocido y te ibas por atrás. Había una cancha de fútbol, un alambrado, un baldío y por ahí salías. El asunto era que no se diesen cuenta.
Un día lo engancharon, a este caballerito, y perdió la caballerosidad.
30.
A una cuadra y media del colegio había una diagonal que daba a la plaza Olazábal. Ahí había una casa que estaba en alquiler hacía mucho tiempo. Parecía un barco, con el balcón medio doblado, barandilla cromada y ojos de buey. Dije: Vamos para allá, y conseguí dos secuaces.
Yo había visto en alguna serie que el detective o ladrón se envolvía la mano en un pañuelo, daba dos golpes secos, rompía el vidrio y entraba. Yo intenté hacer lo mismo con un vidrio biselado. Me corté la mano. Volví al colegio, me llevaron al hospital, me pusieron puntos… y por supuesto, mis viejos se enteraron. Así que, por un tiempo, el ratero se acabó.
31.
¿Ya eras enamoradizo en esa época?
Los primeros enamoramientos datan del primario. Tengo la imagen de la señorita Susana, de primero inferior: yo estaba re-metido. Le miraba las gambas cada vez que las cruzaba. Después me enganchaba con compañeritas, siempre me enamoraba de las que no me daban pelota: las más lindas del colegio, que por supuesto eran más grandes que yo.
En esa época y a esa edad, la manera de seducir era rara: se parecía mucho a pelearse. Hacías una pasada por el barrio, para ver si había alguna ondita. A veces te topabas con un tercero que estaba haciendo lo mismo, y entonces… Recuerdo a dos chicas, una que se llamaba Elizabeth y otra que se llamaba Josefina, muy bien formada. Elizabeth era muy bonita, también. Yo estaba enamorado de las dos pero no me daban ni cinco, ni a mí ni a nadie; imagino que ya tendrían novios más grandes. Viste cómo son las chicas a esa edad: pasan de hablar pelotudeces a los gritos a hablar en susurros y uno se pone paranoico. Te miran, se ríen y te decís: ¿De qué mierda están hablando?
32.
Cuando la Revolución Libertadora sacó a Perón del gobierno, cambió la vida de millones de familias.
Yo tenía seis años en el 55. Me fueron a buscar corriendo a la escuela, porque nos pasaban los aviones por arriba. Iban a bombardear el Séptimo de Infantería que estaba ahí nomás, cerca de la calle 12.
A veces pienso que los pibes no éramos dañinos porque sí, tan sólo porque estábamos aburridos. Y me pregunto si, al menos en parte, no salimos de ese modo como respuesta a la violencia que imperó en el país, desde el 55 en adelante.
Rodolfo Walsh vivía en La Plata entonces. A él también la violencia le pasó cerca: la noche del levantamiento de Valle, en junio del 56, los militares le ocuparon la casa, con su mujer y sus hijas adentro.
Enseguida escracharon todo el frente de mi edificio. Y a mi viejo lo jubilaron de prepo. Los pagos se atrasaban, pasaban tres meses sin cobrar. Entonces en mi casa —como en tantas otras—, a Papá Noel y los Reyes Magos se les vino la noche. A mi hermano le había tocado la parte de bonanza, a tal punto que, aún con la Libertadora en el gobierno, seguía teniendo crédito en casas de pilchas. Pero yo, de una Navidad a otra, pasé de recibir un Mecano a ligar un par de medias. A mi viejo le producía culpa no poder darme todo lo que le había dado a mi hermano.
Ni las Pascuas se salvaron. No había presupuesto para chocolate, mi vieja pintaba guardas de colores en los huevos de gallina. Que, por supuesto, después de cumplir su función pascual terminaban fritos.
33.
Hay períodos históricos que son de una abulia total, otros que son de terror porque te ponen en medio de alguna guerra y nacés en pleno bombardeo. A mí me tocó una época que me permitió vivir una niñez muy buena. En mi casa era todo armonía: mi viejo era el jefe de familia, mi mamá era la mamá y entre ellos se comportaban como amantes. Un esquema anticuado, si se quiere, pero que ya había zafado de ciertas limitaciones de la generación anterior, donde se ejercía el poder sin que nadie diese explicaciones y no podías sentarte a la mesa hasta que no se sentase tu papá.
Mi viejo tenía ese rol pasivo pero imponente y mi vieja el del cariño. Ella era la que consolaba, la que te cocinaba (todavía sigue ahí, mi mamá: en la fragancia de la torta hecha con levadura), la que te salvaba las papas muchas veces, porque cuando llegabas al tribunal masculino era porque ya venía mal la mano. Era mi salvadora, siempre estaba cerca. Pero no tuvo capacidad de formarme, más allá de la niñez.
En general pasaba eso, la mujer estaba reducida al hogar y su sabiduría debía limitarse a la cocina o los primeros seis años de la criatura, hasta que el padre decía: Ahora vení acá, que tenés que jugar a la pelota.
Todavía el que traía la guita tenía como una presencia, una expresión de poder, era como una autoridad tácita. Uno ya venía al mundo con eso, con un papá al que no entendías cuando hablaba pero sí pescabas que la gente se callaba para oírlo.
El cariño de la madre era incondicional. El padre servía como modelo: alguien que te formaba diciéndote cosas, pero ante todo a través del ejemplo. No era que mandoneaba a los demás mientras se rascaba el higo o se tomaba un Coco Loco. El tipo era el primero en ser recto, derecho, y sólo entonces se creía su papel de jefe de la tribu. Yo reconozco la honestidad de mi viejo, por un montón de conductas confirmadas por gente que lo trató. Mi viejo tenía eso: era el Hombre de Piedra, sí, pero a su vez era el tipo incólume ante cualquier tentación.
Aunque podía presumir de haber arribado a la clase media aposentada, nunca dejó de ser peronista.
34.
Cuando yo nací, mi viejo tenía una buena posición económica. En ese momento significaba que eras dueño de un montón de pares de zapatos, a los que no necesitabas cambiarles las suelas: cuando se les gastaba, los tirabas y listo. Insisto, vivíamos en una de las casas de Urquiza: ¡había dos leones de bronce flanqueando la puerta!
La jubilación forzada le provocó lo que por entonces se llamaba surmenage. No fui muy consciente de lo que sufría porque yo era chico y me protegían mucho. Ahora lo entiendo mejor: el tipo se había hecho por completo desde abajo y había llegado a jefe de distrito en La Plata, era peronista pero no militaba. Entonces, a los cincuenta y cinco pirulos, no tuvo más remedio que empezar a laburar de cualquier cosa para pagar la carrera de mi hermano. Que se casó a los veintidós, él hizo todo bien. Yo no. A mí me miraban como diciendo: Si no te las arreglás… ¡Por lo menos, este ya está encaminado!
Yo hice todo mal para los parámetros de ese momento, sin que nadie supiera que treinta o cuarenta años después iba a estar todo bien.
35.
¿En qué cosas más se notaba ese cambio de status a que los condenó la “Revolución Fusiladora”?
Con el tiempo empecé a fabricar mis propios juguetes. La última vez fabriqué un bicho de plástico, le puse un tambor con una franja azul y soguitas doradas.
Fue una época jodida para muchos. La gente hacía cola para comprar aceite, para comprar cigarrillos…
36.
Me acuerdo de un dibujo que hice después de la “Fusiladora”. Pinté un avión, un cuerpo desmembrado y una cabeza con anteojos oscuros —el almirante Rojas, obvio— que explotaba. Y en el globito de historieta, la cabeza sola, que rodaba por ahí, cortada, decía: ¡Ay, me muero!
37.
Contás cosas traumáticas. Y sin embargo, en el relato en sí no se percibe resentimiento alguno.
Todos los pintores y escritores —los artistas en general— parecen signados por una niñez desgraciada, dolorosa, en la que han sido muy castigados. Pero yo no tuve que huir a Europa con unos tapices mientras me perseguía la KGB.
Mi infancia fue feliz.
1. Podría tratarse de Umberto II de Italia, quien visitó Sudamérica entre julio y septiembre de 1924.
2. La Unión de Estudiantes Secundarios (UES) era una organización política, creada por el ministro de Educación de Perón, Armando Méndez, en 1953.

Los Solari, José y Chicha

Chicha in the Wild, Wild South, alimentado a los pajaritos
Capítulo Dos
La bandera negra de la curiosidad
El otro Indio — Un luchador callejero — Descubrimos al Mago Chichipío — Comida para gatos — Técnicas milenarias contra el dolor de huevos — La importancia del bigote en el yoga — DJ Solari — Encuentro con la bohemia — Los riesgos de usar ácido
1.
¿En qué parte de La Plata vivías?
En 41 entre 7 y 8. En aquel tiempo todo el mundo sacaba reposeras a la calle. Nosotros jugábamos por cualquier lado y a nadie se le ocurría tener un temor de nada.
El aire era gratis. Si empiezo a hacer memoria, me dan ganas de llorar: no teníamos tantas chucherías, cepillo de dientes eléctrico, pelapapas no sé cuánto… Pero la vida era más amable. Entre las pocas golosinas que había estaban las Seng Seng —unos rectangulitos de mentol, que parecían una pepa— y el gofio, un polvito que venía en un sobre y te tirabas en la lengua.
Había muchos ratos libres. Hoy veo esas mochilas de los pibitos, donde parece que entra un mueble de tu casa. En aquella época era todo más austero: tu maestra, tus cuadernos y vos. Y algún compendio, el Manual del Alumno Bonaerense: toda la sabiduría estaba ahí.
2.
Con tu hermano había una diferencia de edad de esas que, en ciertas etapas, se vuelve abismal. ¿Qué clase de relación tenían?
Me hacía renegar cuando volvía del colegio. Ahí empezábamos a jugar de manos. Y era inmenso, el hombre. Llegaba un momento en que me agarraba una furia y yo corría para tomar carrera y me le tiraba encima como un kamikaze para agarrarlo de las tetas… y él se cagaba de risa.
Ya le decían Indio Solari, pero mi sobrenombre no viene de ahí. Había diez años de diferencia entre nosotros, sus amigos y mis amigos no se conocían o no nos dábamos bola. La mayoría del tiempo estaba encerrado, en el liceo o en algún colegio militar.
Recuerdo el buen gesto que tuvo cuando se recibió de subteniente. Con el primer sueldo me regaló una bicicleta italiana, la Legnano. Después ya no tuvimos mucho que ver. Él se retiró del ejército, yo ya era un freaky. Él cumplió con todos los preceptos familiares y yo todo lo contrario. Yo era la oveja negra.
3.
Y tu viejo, ¿cómo sobrellevaba la caída del estado de gracia?
Mientras changueaba de lo que podía, empezó a buscar un lugar para tener una quinta, cortar leña, cultivar algunas cosas. Arrancó con los lotes vacíos que había detrás de nuestro departamento: ahí plantó de todo, criaba las gallinas que daban los huevos que mi vieja pintaba en las Pascuas.
Ni bien entendió que la mano iba a seguir así durante mucho tiempo, se compró un terreno en Valeria del Mar, cuando en Valeria no había nada. Supongo que algún tipo de decepción acarreaba.
Suena a que perseguía un exilio interior, que reflejase el estado de su ánimo.
Mi viejo fue siempre un tipo muy fuerte. Se iba en bicicleta de Valeria a Pinamar, cortaba leña, se abastecía solo… Fue pionero en la zona cuando no había ni servicios. Durante toda la vida funcionamos en direcciones contrapuestas, nunca tuve mucha relación con él. Era como las gallinas: comía y se iba a dormir, no era un tipo con el que te ponías a charlar. Ante todo era el señor que venía a casa a la noche y andaba todo el día de traje, mientras que yo vivía contradiciendo sus tesis de base: me rateaba del colegio —por algo se ratea, uno—, filmaba… Ni siquiera hice la comunión, como la hizo mi hermano y hacía todo el mundo.
Fui a catequesis, sí, porque pasaban películas y series de la época —Los comandos de Garrison, El llanero solitario—, tenían metegoles y mesas de ping-pong. De lo que trataban de meterme en la cabeza no me quedó nada, salvo —quizás— esa parte de los Evangelios donde Jesús dice: No vengo a traer la paz, sino la espada. Tenía 9 años, creo; ya estaba grandecito… Ahora, cuando llegó el día que teníamos que desfilar todos de traje con el moño acá, con el cura adelante y por la calle 7 —¡la avenida principal!—, me encerré en el baño. ¡Me pareció un rito de iniciación vergonzante! Y no salí hasta que pasó todo.
Mi viejo me cagó a puteadas. ¡Ya me habían comprado toda la ropa!
4.
La única vez que me fajó fue porque lo tenía cansado. Cuando sonaba el despertador, yo le daba la misma pelota que si sonara un gol de Temperley. (Con perdón de la gente de Temperley…) Todos los días era lo mismo: Dale, querido, que tenés que ir al colegio. Pero mi viejo era de esos tipos que no manifestaba ninguna, que no anticipaba; como el luchador callejero, que te pega el cabezazo antes de poner cara de enojado.
Ese día yo estaba en la misma de siempre, pero en vez de venir mi vieja vino mi viejo y agarró el colchón conmigo arriba y, pum, lo tiró al piso. Entonces empezó a los cintazos. No me apuntaba a mí, más bien le pegaba al piso por el que yo acababa de pasar mientras me arrastraba para rajar. Salí cagando en cuatro patas, para esconderme en el baño. Y ahí me quedé, encerrado, mientras mi viejo gritaba desde afuera: La puta que lo parió, a ver si entendés que tenés que estudiar, boludo. Hasta que se cansó y se volvió a acostar.
¿Entraste en razón o seguiste en la tuya?
Debo haber entrado en razón, no me acuerdo bien. Generalmente, cuando pasan cosas como esa, el efecto dura un tiempito…
Supongo que, para no matarme, le delegaba a mi vieja esas funciones de guía, de control. Pero yo para mi vieja era Carlitos y me aprovechaba de eso.
5.
A los 11 o 12 trabajé para el moishe de la esquina, que tenía una venta de vaqueros Far West y Topeka. No me pagaba nada pero mi vieja se quedaba tranquila porque sabía que yo estaba ahí. Me agarraba unos emboles…
6.
Mi vieja me ayudaba a hacer trampa, hasta de grande. Yo pasé por muchos colegios y hacía que estudiaba y me iba a filmar cortometrajes. Entonces mi vieja tenía que dar la cara… y la daba.
Le he escrito una canción, que algún día tengo que terminar. La letra está, pero le imagino una música que no cuadraría del todo en un disco convencional mío.
7.
Una canción para mi Celina
Hay una canción para vos
Celina, escondida, la vas a escuchar.
Que lo increíble es cierto siempre,
jurabas al reír
y que hay locuras dulces
que te llevan a ser feliz.
En mi mejor día me hiciste guardar
conejos de mago en mi gorro estelar.
Y es una canción que jura que en Arabia
hay un árbol que cobija al fénix real
el último que hay para almas satisfechas
que ya nunca se verán como en aquellas mañanas
que comenzaban oyendo tronar
rayos de esperanza, Celina los guio.
Ahora será mi sueño
el que se encargue del amor aquí
pues del pasado, siempre así
el tiempo se ocupó bien.
Será bueno verte (a escondidas nomás)
Mi melancolía te guía hasta mí.
Ella me invitó… a vivir.
8.
Mamá es el recuerdo del cariño y la preocupación por mí, aun cuando a menudo servía sólo como un mimo. A determinada altura ya no me podía cuidar de nada, a partir de los 17 o 18 uno sale de su casa y los padres no se enteran más de lo que hacés. Sólo saben lo que pasa en la intimidad del hogar, que los querés, pero respecto de los riesgos que corrés afuera, en esa edad tan heroica…
9.
Hablemos de tu experiencia durante la secundaria.
A la secundaria no fui casi nunca. Me hacía amigo de los celadores, que me bancaban hasta donde podían. Y entonces tenía que cambiarme de colegio.
Cursé en varios lugares. Había una nocturna a la que iban todos los que estaban perdidos, pero yo no quise entrar. La tentación era que ahí había muchos amigos. Pero, para mí, la noche estaba para salir.
Yo recorrí desde Bellas Artes hasta un industrial. Salía con mi amigo Hugo y filmábamos con una maquinita de 8 mm. Empezamos a hacer un documental, estoy hablando de primer o segundo año del secundario. Queríamos hacer una película sobre los pordioseros que vivían a la salida de La Plata. Había un lugar que en algún momento se debe haber usado como taller ferroviario y ahí se metían después de mamarse, al mediodía. Se quedaban tumbados al sol.
Ese primer día nos acercamos con la camarita. Ni bien la prendemos —porque las cámaras de esa época hacían ruido— uno se despierta. Se nos ocurre decirles que éramos del Dos, el canal de televisión de La Plata. El tipo que se había despertado… Plácido, dijo que se llamaba… Aseguró que había sido cabo de policía y que también era el Gran Mago Chichipío. De repente sacó un alfiler de gancho así de grande, como esos que se usaban para los pañales de antes. Estaba tan en pedo que se lo metió por cualquier lado y empezó a sangrar. Y todo el tiempo decía: ¡No pasa nada, no pasa nada!, mientras se tocaba la cara y se manchaba de rojo.
Enseguida se despertó otro, un viejito, que al ver la cámara y convencerse de que saldría en la tele empezó a improvisar sus propios trucos. Le prendió fuego a un papelito que se pasaba por los brazos mientras decía, imitando a Chichipío: ¡No pasa nada, no pasa nada! Se cagaba de risa…
Todo eso era mucho más entretenido que el colegio.
10.
En aquellos años, todavía llevaban a los varones a debutar sexualmente con profesionales. ¿Fue ese tu caso, también?
La primera vez fue una cosa medio espantosa. El Negro Silva era un cafiolo, tenía un departamento frente a las vías del tren. Le dabas la plata y te llevaba a Punta Lara en moto. Ahora los chulos andan en coche: ¡han progresado todos los malos! Ahí tenía un par de muchachas. Una medía como dos metros, me acuerdo.
Varias generaciones de platenses deben haber debutado en lo del Negro Silva. Si ibas con uno o dos amigos, estaba bien, la cosa era no armar una cola de diez personas en la calle. La primera vez no pasó nada. Quiero decir: a mí me pasó, obvio, pero a ella, nada. Aun así quedé entusiasmado.
Al otro día me junté con más amigos, reunimos unos ahorritos y enfilamos a Punta Lara. Ahí sí que fue una transición fea porque, apenas terminé, la mina me dijo: Tiráselo a los gatos.
Tardé en entender qué me había querido decir. ¡Yo estaba convencido de que la tipa había disfrutado un poco! Estaba preocupado por mi placer, en aquella época el disfrute de ambos no se concebía como una prioridad. ¡A nadie se le ocurría que la trabajadora sexual tenía que disfrutar!
11.
¿Y cómo evolucionaban tus otras aventuras, las intelectuales?
En la secundaria me atraía mucho el mundo de las ideas. No había ninguna pretensión, encontraba un libro y me lo devoraba. Tenía una curiosidad grande, siempre me acuerdo de uno de los muñecos que hay en la película Yellow Submarine, que chupa todo como aspiradora… y al final se chupa a sí mismo.
Empecé a tener inquietudes propias de lectura. Saltaba de Lovecraft a libros orientalistas. Mi interés hacia esa cultura lo despertó un tipo que se hacía llamar Lobsang Rampa. Decía ser un lama pero en realidad era inglés, hijo de un plomero: un farsante, sí, pero que me sirvió.
En ese entonces descubrí también a Lin Yutang, que era un pensador chino que básicamente funcionó como divulgador de cierta sabiduría oriental en Occidente. Todavía recuerdo una frase que tenía uno de sus libros en la tapa: Solamente quienes toman sosegadamente aquello por lo cual se atarea la gente de mundo, pueden atarearse por aquello que la gente de mundo toma sosegadamente.
En general estaba siempre con gente más grande que yo. Tenía un profesor de yudo japonés, que sabía de verdad. Le teníamos un respeto enorme, al tipo, a pesar de que no lo habíamos visto más de tres veces. Practicábamos en lo que había sido una botonería, en los rincones había parvas de botones de distintos colores: nacarados, rojos… Era medio psicodélico.
Un día cayó sobre el tatami uno que no se había puesto suspensor y se pegó en las bolas. Quedó ahí, el pobre, medio seco. Los accidentes de ese tipo eran habituales, el japonés sabía todas las técnicas para recomponerte. Entonces agarró a la víctima por las axilas y empezó a arrastrarla por el tatami, mientras la sacudía un poco. Y nosotros lo seguíamos como siempre, maravillados. Mirá vos, decíamos. ¡Debe ser una técnica milenaria!
Uno de los chicos más grandes le pidió detalles: ¿cómo funciona el asunto, en qué principios anatómicos se basa? Y el japonés le dijo: Esto no sirve para una mierda. Lo hago para que se distraiga, nomás.
12.
Te tocó la época de la popularidad del folklore de salón.
Había una sola banda que me gustaba: Los Fronterizos. Que me bancaba por el color de la voz de Gerardo López, nomás.
El folklore nacional nunca fue lo mío. Antes que el folklore de salón, prefiero una grabación de Leda Valladares con una chola que grita y desafina para la mierda. O a un boyerito de Madariaga, que toca debajo de un árbol con una guitarra a la que le falta una cuerda.
¿Tus viejos escuchaban esa clase de música?
Tan pronto pintó la malaria, el stock de discos dejó de renovarse. Recuerdo un día, cuando todavía era chico y volvíamos caminando por la calle 8. Habremos pasado por delante de una disquería, porque mi vieja dijo: Qué caro que es el long play… Y mi viejo respondió: Y, Long Play debe ser mejor que Benny Goodman. Pensaba que existía un artista que se llamaba Long Play. ¡Y que había un escalafón, según el cual los mejores músicos te salían más caros!
¿Y tu hermano no hacía sonar música que le gustara, en la casa familiar?
Mi hermano, que era un petitero, tenía su música: Benny Goodman, Luis Aguilé, Elvis Presley. Pero yo no le daba bola. Era música, nomás: algo que pasaban por la radio para entretener a la gente y vender discos. No era un vehículo para cuestionar la cultura, ni una manera de ver la vida, ni una rebelión, ni un carajo. Recién en el 63, cuando llegan acá los primeros disquitos de los Beatles, me pasa algo.
Cuando los escuché, mi reacción fue instantánea. Hasta física, diría. Yo me enteré tempranamente de su existencia, en ese sentido La Plata era un lugar de privilegio, donde llegaba al instante lo que valía la pena del mundo entero. Y a mí me sacudió todo lo que representaban los Beatles.
Entre otras cosas quería vestirme como ellos, pero esa ropa no existía acá. Entonces tenías que hacerte el saco de cuatro botones, la camisa de cuello redondeado; había que buscar las botitas esas, las vendían en un solo local de la Galería del Este, en la Capital, sobre la calle Florida.
Yo ya era un raro, parte de la minoría. Estamos hablando del 63 o a lo sumo del 64. Mi temperamento era así, estaba del lado de los cuatro o cinco que se rajaban siempre pero cuidaban su relación con el celador. Para que te salga bien algo así, tenés que tener gracia. Entonces te mandás la cagada pero no la contás con miedo, tu gracia elegante le hace decir al profesor: Qué pelotudo, este hijo de puta, y cagarse de risa. Y ahí ya perdió autoridad para echarte.
13.
¿Qué pasó cuando tu viejo terminó de construir la casita de Valeria?
Mis viejos se pegaron el olivo y yo me quedé en La Plata. Mi hermano ya se había casado. Tenía todo el departamento para mí. O sea que empecé a estar solo desde muy temprano.
¿Lo viviste con amargura…?
A fin de cuentas, ¿cómo es este asunto de la familia? Uno sale de una cotorra, cae a una palangana y ahí te presentan a una gente, mientras te dicen: Estos son tus papás. Es lo único que uno no elige, en esta vida. A partir de ahí, elegís vos: tus amistades, tus comidas favoritas, si te gusta dar por culo o que te den.
Uno tampoco es demostrativo con los padres cuando es joven. Mi hermano era más vehemente al respecto, más del abrazo. Pero yo me parezco a mi viejo, que te manifestaba el cariño de otras formas.
Somos la especie que se libera más tarde de sus progenitores. Los pajaritos aprenden a volar y chau, ni mamá ni papá. Para ser aptos para la cultura, nosotros debemos desarrollar nuestra capacidad de comunicación.
Vos no te podés quejar, en ese rubro.
Entré en una época de experiencias con cosas fuertes.
Mi casa se fue transformando. Le decían “La Trinchera”. Por ahí empezó a pasar todo el mundo. Ya entonces se mezclaban en mi vida esas dos clases de gente, que nunca han dejado de estar presentes: la gente aposentada, formalmente educada, y los pícaros y atorrantes.
Mis amigos pícaros sacaban las cajas de todas las porquerías que tomábamos y las tiraban al patio; y los estudiantes de arquitectura me limpiaban la casa e improvisaban un tacho de basura al que le ponían un moño de papel crepé.
14.
Cuando me rajan del industrial para pasar al Normal 3, porque no iba nunca —estaría en cuarto o quinto—, yo ya usaba bigotes. Había estado leyendo cosas de yoga y le empecé a tirar un papo a la vicedirectora, que me pedía que me afeitase.
Le dije que yo asistía a un templo que quedaba en Lugano, donde vivía mi hermano. O sea: en la concha de la lora respecto de La Plata, para que no pudiese comprobarlo. Le solté que iba todos los fines de semana y me quedaba allá y que el bigote tenía que ver con un grado de mi formación. Un disparate: le dije que, en mi templo, el bigote era el equivalente de la comunión en el catolicismo.
El problema fue que la vieja era entusiasta de esos temas: el origen del hinduismo y la mar en coche. Y me empezó a apretar. Me preguntaba cosas, quería que yo expusiese en clase. No me dejó más remedio que aprender de verdad, me tragaba todos los libros de la editorial Kier.
Hay circunstancias —como esa, sin ir más lejos—, en las que cierta gente te permite o te obliga a mejorar como persona.
15.
Yo tengo la suerte de que el público de Los Redondos haya proyectado sobre mí ciertas destrezas o aptitudes. Ha pretendido de mí cosas —con respecto a la honestidad, por ejemplo— que, si yo tuviese que reivindicar en un examen, probablemente no aprobaría. ¿Qué pruebas tienen? Son necesidades de la gente, que precisa de algún muñeco que se calce ese chaleco.
La ventaja que tiene eso es que te da permiso para ser mejor. Cuando la gente te da ese permiso y no lo aprovechás, sos un boludo.
No cuesta tanto ser honesto cuando hay tanta gente a favor de que lo seas.
16.
¿Cómo siguió tu derrotero por el secundario?
Nunca lo terminé. Me falta matemáticas.
Empecé a hacer el curso de ingreso a Bellas Artes. Pero me mandé una cagada y me rajaron. Hubo una profesora que no me dejó ir al baño. Y yo, que me estaba meando en serio, me puse a hacerlo ahí. De puro encabronado, porque podría haberme ido igual sin permiso, subí un par de escalones de la grada y empecé a mear contra una tabla. Rodaba para abajo como una cascada, el meo. Y bueh…
Sí: era insufrible.
17.
Me acuerdo de una fiesta que organizó el colegio para recaudar fondos, donde yo hice de DJ. La cosa es que empecé a picar discos tranquilo, ahí sentadito. Me pusieron una ginebra al lado y yo entré a tomar sin pensar. Cuando me bajé la décima, la cuenta la empezaron a llevar ellos.
En un momento me dan ganas de mear, me levanto para ir al baño, me vengo en banda… y no me acuerdo más.
Aparecí en casa, con un médico al lado. Había estado al filo del coma hepático.
Mis amigos decían que me habían encontrado debajo de un arbusto, en la plaza San Martín. Entonces me levantaron y me llevaron a casa, abrieron la puerta con mi llave y me tiraron adentro. Parece que no estaba en condiciones de explicarle a nadie qué me había pasado, transpiraba helado y me veía blanco como un papel.
Esa fue una de mis primeras experiencias en materia de lo que podríamos denominar “zarpe”.

Adivinen cuál es Solari II. (Pista: el único que desprecia el ojo de la cámara)
Cuando murió mi “abuelo”, el padre postizo de mi vieja, la acompañé a Río Colorado. Empecé a ir al bar del tren, pensá que era un viaje de dieciocho, veinte horas y yo tenía apenas 16 o 17 años… Llegué en pedo. Nos recibieron como si nos hubiésemos ido ayer. Gente a la que yo no había visto nunca. Y mamá pidiendo disculpas. Es un viaje largo, sí, entendemos… Todo el mundo a favor, ¿eh? No recuerdo gran cosa. Debo haber seguido en pedo todo el tiempo.
Nunca más volví a tomar ginebra.
18.
¿Cuál fue el primer instrumento que agarraste?
Una guitarra. Ya era bastante grande. En el Normal 3 me había hecho amigo de un pibe que tenía una guitarra criolla. Los fines de semana íbamos a la casa quinta de otros pibes, compañeros de aula, que más tarde estudiaron arquitectura: una gente estupenda.
Un día decidimos hacerle una canción a una piba. Ellos rasgueaban acordes y yo hice la melodía y la letra: se llamó A Itatí, que era el nombre o sobrenombre de la piba. Fue la primera canción que hice, tendría 16 o 17. (La tararea. Todavía se la acuerda.) Juega Itatí a ser de verdad…
A esa edad, la época en que vas al parque a quemarte un faso y alguien caza la guitarra y rompe el fuego, ya te das cuenta de que a las canciones que cantás vos les prestan más atención que a otras, de que te las piden. Es un grupo chiquito, pero vos sabés que esos amigos no son los menos exigentes. Y si prefieren que cantes vos y no otros que tocan bien, evidentemente está pasando algo.
Yo no sabía tocar nada. No tengo paciencia. Pero estoy agradecido de no haber aprendido con mucha destreza ningún instrumento, porque compongo desde un lado muy liberador. Aquel que compone desde el instrumento que domina, tiene tendencia a ubicarlo en un lugar especial. En cambio yo soy libre de esas ataduras. Toco bien la guitarra rítmica, los punteos los hago con el teclado.
19.
Yo creo en la canción. La canción es la cosa. Hay diez mil canciones en el mundo hechas sobre la misma secuencia de acordes, pero lo que las diferencia es la melodía.
Una buena canción es esa que parece que no podría ser escrita de otra manera. Lo que hace que tanto el pibe joven, que se masacra para llegar al pie del escenario, como los viejos amigos que están bebiendo en el fondo, vibren al mismo tiempo. Si cantan todos, algo está pasando: un estado de conmoción.
Cuando el mercado se apropió del rock, acabó con su diversidad original. De repente había que llegar a millones de personas y se estandarizó la cosa. La cultura rock acabó reducida a tres o cuatro pósters. Para que diera ganancia tenían que venderle a mucha gente pocos productos. ¡No era rentable capitalizar 5000 expresiones distintas!
20.
Volvamos al Carlitos solo y desaforado.
Entré en una etapa rara: jugaba al póquer, por ejemplo. Perdíamos suéteres y zapatos porque muchas veces jugábamos por guita y cuando se acababa, había que apostar lo que quedaba a mano. Si habré inventado excusas para justificar la ausencia de la camperita que me acababan de comprar…
La pasábamos bien. Bebíamos un poco, escuchábamos los primeros disquitos dobles de los Beatles y se iba entusiasmando el ambiente.
La curiosidad me impulsaba a acercarme a los padres ricos de mis amigos. Al principio, todo lo que hablaban me parecía fascinante. Hablo de importadores de juguetes de China, de directores de empresas. Pero lo interesante se acababa enseguida. Pronto no tenían más que contar. Es que la franela no es gamuza… ¡Y ser bancario no es lo mismo que ser banquero!
La Plata era un lugar especial, en esa época. Tenía su parte careta, de gente que vivía en una nube de pedos, convencida de que formaba parte de una aristocracia aunque carecía de la antigüedad y de la prosapia necesarias. Mentalidad de casta, bah. Y por el otro lado había gente de clase media aposentada, que mandaba a sus hijos a estudiar afuera. Y cuando volvían, esos hijos traían consigo toda la información del mundo. Por ejemplo: la psicodelia que llegó a La Plata —me refiero a las drogas— fue pulentería.
Me acuerdo de ir a la París, con tres o cuatro amigos, después de tomarnos unas pepas. La París era la confitería más pituca de La Plata, sus sandwichitos eran legendarios. Nosotros nos sentábamos en pleno salón y pedíamos jarras de agua, una tras otra. Y nadie nos decía nada, lo único que podían suponer era que estábamos un poco entonados. Ni siquiera te metían preso, porque por entonces no tenían forma alguna de probar que habías consumido algo prohibido. ¡Lo que fabricaban por entonces en las universidades de California era pura novedad!
La Plata era un lugar que bullía culturalmente, que invitaba a las experiencias nuevas. Cuando programas de radio populares, como Modart en la Noche, difundían ciertas músicas por primera vez, sonaban discos que allá ya teníamos. Y a mí me tocó todo eso, a pesar de que ya no formaba parte de una familia medianamente aposentada o que vivía bien.
Tengo varios amigos de doble apellido que mejor no mencionar… En esa época éramos todos iguales, íbamos a comprar los zapatos a Tibus y las corbatas a Filardi. Éramos todos bananas, caqueros. Pero muchos terminaron matándose unos a otros.
Aquello fue bravo, bravo, bravo.
21.
Alrededor de los 18 dejé el colegio, prácticamente. ¡Ya no iba nunca! Los celadores hacían lo que podían, porque éramos el grupo de los bananas y ellos querían estar con nosotros. ¡Si hasta íbamos a los burros! Entrábamos a la pelouse3 a hacer facha, pero una vez ganamos lo que para nosotros era un montón de guita.
En esa oportunidad fuimos con el Batata, su vieja era burrera. Yo no había ido nunca al hipódromo, éramos cuatro o cinco, lo único que sabíamos se lo debíamos a la mamá timbera del Batata. Ella nos pasó una fija: el nombre del caballo ganador, dijo, era Tinglad