La Voluntad 2. El cielo por asalto (1969 - 1973)

Eduardo Anguita
Martín Caparrós

Fragmento

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La Voluntad es un intento de reconstrucción histórica de la militancia política en la Argentina en los años sesenta y setenta. Y, también, la tentativa de ofrecer un panorama general de la cultura y la vida en esos años. La Voluntad es la historia de una cantidad de personas, muy distintas entre sí, que decidieron arriesgar todo lo que tenían para construir una sociedad que consideraban más justa.

Elegimos las historias que la componen para que ofrecieran un cuadro de las corrientes y espacios sociales de la época. La elección siempre se puede discutir; por otro lado, no todos los que contactamos quisieron dar su testimonio. Pero creemos que la veintena de relatos que se cruzan en su trama muestran cómo era la vida cotidiana, los intereses, odios, convicciones, objetivos, miedos y satisfacciones de los que eligieron ese camino.

La Voluntad es el resultado de años de trabajo. Para escribirla, hicimos unas veinticinco entrevistas de muchas horas cada una y revisamos numerosos archivos. Pero el libro, sin duda, está incompleto. Hay muchas cosas que todavía no se pueden contar en la Argentina contemporánea. O que no se pueden saber, porque sus protagonistas están muertos.

Esas cosas, por supuesto, forman parte importante de este libro. Pero hay mucho que sí se puede contar, aunque hasta ahora muy pocos lo hayan hecho. Todo lo que se relata aquí es, hasta donde sabemos, cierto, y ha sido chequeado cuidadosamente. Solo fueron cambiados unos pocos nombres, en situaciones que no se alteran por eso. El resto es historia.

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A todos los que quisieron

escribir otra historia

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UNO

—Elvio, otra vez se me enfrió la comida. ¿Dónde estabas?

—En lo de doña Ester, mamá, mirando la tele.

—¿Había un partido?

—No, mamá, el noticiero.

—¿Y desde cuándo te interesan tanto los noticieros?

—¿Pero vos no viste lo que está pasando en Córdoba, mamá? Es de locos. Tienen la ciudad patas para arriba. Viene la policía y los tipos en vez de correr los enfrentan a piedrazos. Los hacen recular, vieja, no se puede creer. Por fin alguien que les hace frente…

El sábado anterior, a eso de las dos de la mañana, Elvio Vitali estaba en un banco del parque de Domínico, besando todo lo posible a una chica que acababa de conocer en un baile en Sarandí, cuando sintió una luz en los ojos y, al mismo tiempo, una voz cachadora:

—No manotiés así, nene, que te van a cobrar jáns.

Elvio levantó la cabeza y vio a un par de policías de la provincial que lo miraban desde detrás de una linterna. La chica se asustó y salió corriendo: cuando Elvio quiso levantarse, uno de los agentes lo sentó de una piña. Elvio se cayó sobre el banco, medio desmayado, y alcanzó a soltar una puteada. Elvio acababa de cumplir 26 y no pesaba más de sesenta kilos. El agente lo sacudió de nuevo. Su compañero, mientras, había corrido detrás de la chica y ahora volvía, triunfante, agarrándola del cuello.

—¿Así que te querías garchar a esta menor de edad? Pero mirá si serás turrito, che. Esto no se va a quedar así. A ver si se van a creer que pueden cagarse en la moral y en las buenas costumbres, carajo…

Elvio seguía medio turulato, derrumbado sobre el banco, y los miraba de abajo. Los policías lo insultaron un rato más y, tras un par de cachetadas, decidieron retirarse. Elvio se paró: la mandíbula le dolía como una muela rota y la chica le pidió que la acompañara hasta la parada del colectivo. Caminaron en silencio y sin mirarse. Hacía frío. Elvio rumiaba puteadas y venganzas. Hasta entonces no le había tenido bronca especial a la policía: en Villa Domínico se la veía poco. No solía haber robos ni peleas y un crimen era algo de otro mundo; la primera vez que Elvio había visto un policía había sido, varios años antes, cuando apareció un perro rabioso en un baldío y un vecino fue a llamar a un agente. El uniformado se presentó, desenfundó la pistola reglamentaria, miró por última vez las babas tristes del animal y le voló la cabeza de un cuetazo. Los chicos del barrio miraban desde lejos.

Elvio Vitali había nacido en Villa Domínico el 26 de marzo de 1953. Su padre, Antonio, era un italiano de Recanatti, republicano, que se había pasado ocho años a regañadientes en el ejército fascista hasta que cayó prisionero en un campo americano, donde pudo retomar su oficio de ebanista. En 1948, con una visa americana y un poco de dinero en el bolsillo, se embarcó para Buenos Aires: su madre le había encargado que convenciera a un hermano díscolo de volver a Italia y él, después, seguiría viaje a los Estados Unidos. Pero se enamoró de una chica de Flores, Beba, diez años menor, se casó, empezó a trabajar y, al cabo de un tiempo, pudo poner una casita y un taller en Domínico.

A principios de los sesenta, al ritmo del desarrollismo de Frondizi, el taller de don Antonio se había convertido en una pequeña fábrica de muebles con más de una docena de obreros. Villa Domínico era un barrio que se estaba haciendo. Sus vecinos eran trabajadores que suponían que si se esforzaban y ahorraban podrían mejorar sus condiciones de vida, y lo conseguían. Así fueron trayendo el asfalto, el agua corriente y, después, el alumbrado público y el teléfono. La Argentina creía en esas cosas. Elvio tenía 10 años: a veces se acercaba a la esquina donde los vecinos se reunían para discutir cómo asfaltarían esta calle o completarían aquel desagüe.

La escuela también se iba haciendo de a poco, con la ayuda del barrio. La directora era una maestra peronista que se llamaba Yorga Salomón y se había hecho famosa contestando en Odol Pregunta sobre la vida del caudillo entrerriano Pancho Ramírez. La señorita Salomón era una mujer enérgica, capaz de pegarle cuatro gritos a cualquiera para conseguir lo que su escuela necesitaba. En 1965, cuando le llegó la invitación para participar en La Justa del Saber, un programa de preguntas y respuestas para estudiantes en radio El Mundo, decidió mandar a Elvio. Elvio estaba terminando sexto grado y no era el mejor de su clase, pero la directora pensó que sería el más apropiado.

La señorita Salomón se pasó todo el verano preparándolo: le enseñaba, más que nada, historia argentina con una perspectiva revisionista, y le hablaba de Rosas y Perón. Elvio ya había llegado hasta las semifinales cuando Julio Bringuer Ayala le preguntó cuál era la confesión que, según la Constitución Nacional, debía tener el presidente de la república, y Elvio no supo contestarle.

—Católica, apostólica y romana. Es una lástima, Vitali. De todas formas lo felicito. Lo ha hecho muy bien.

La señorita Salomón habló con los padres de Elvio para decirles que el chico era inteligente y valía la pena mandarlo a un buen colegio. Ya era tarde para pensar en el Buenos Aires, y lo anotaron en el Santa Catalina, en Constitución. Los Vitali no eran religiosos, y Elvio ni siquiera había tomado la comunión, pero se suponía que los salesianos eran buenos educadores.

Fue un cambio radical. Hasta entonces, Elvio había salido poco de Domínico. Tres años antes, los Reyes le habían

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