Amar y ser amado

Jim Towey

Fragmento

Amar y ser amado

INTRODUCCIÓN
La Madre que yo conocí

Si no se vive para los demás, la vida carece de sentido.

—MADRE TERESA

13 de septiembre de 1997

Eran las dos de la mañana cuando llegué a la Iglesia Santo Tomás, en Calcuta, el día del funeral nacional de la Madre Teresa. Yo había arribado unas horas antes con otros miembros de la delegación oficial de EE. UU., presidida por la primera dama, Hillary Clinton. Los otros delegados se habían retirado para dormir un poco, pero dos Misioneras de la Caridad (MC) que habían volado con nosotros fueron directo a la Casa Madre para unirse a los cientos de otras hermanas que habían venido a la ciudad.

Reinas, presidentes, dignatarios y celebridades de todo el mundo, habían viajado para asistir al servicio fúnebre, incluyendo los presentadores de las tres cadenas televisivas más importantes de Norteamérica y CNN (las mismas agencias de prensa que habían cubierto el funeral de la Princesa Diana una semana antes). Cada hotel de lujo de la ciudad estaba lleno al tope. La delegación de EE. UU. se dividió entre los dos más finos —el Oberoi y el Taj Bengal—, pero yo no tenía intenciones de dormir. Quería estar tan cerca de la Madre como fuera posible.

Incluso a esa hora tan temprana, había una multitud dando vueltas afuera de la vieja iglesia de ciento cincuenta años, y docenas de hermanas conversaban por lo bajo cerca de la entrada. La Madre yacía en la capilla ardiente, envuelta en una bandera india, por el término de una semana, y cientos de miles de personas desfilaron junto a su cuerpo. Ella iría a su destino final de descanso en la misma carroza que había transportado el cuerpo de Mahatma Gandhi en 1948. El personal militar y la policía de la ciudad estaban preparados, aunque las hermanas estaban haciendo un buen trabajo protegiendo a la Madre. Entré al santuario de la iglesia y divisé a un buen número de ellas guardando vigilia, y me uní. Había muy pocos ojos secos en ese santuario.

El cuerpo de la Madre Teresa se veía muy bien preservado. El equipo de embalsamadores de Bombay, que había llegado a Calcuta inmediatamente después del deceso, podía sentirse orgulloso. Sus esfuerzos se vieron asistidos por seis aires acondicionados que habían instalado a toda velocidad y que luchaban para vencer al intenso calor subtropical. Aun así, su rostro estaba de algún modo pálido, y sus manos y pies lucían un poco descoloridos.1

Su tez más oscura le hacía parecer india. Estaba vestida con su sari típico y su rosario —el que en tiempos pasados intercambiaba con el mío cuando orábamos en algún viaje— que asomaba de sus manos entrelazadas y reposadas sobre su estómago. Su cuerpo parecía sagrado. La noche en que la Madre murió, la hermana Gertrude había tomado cuidadosamente los viales de sangre de la Madre para preservarlos como reliquias. (Más tarde me entregaron uno de esos a mí). Una hermana me había dado varias medallas cuando llegué por primera vez al pie del cajón de la Madre. Yo las tomé, junto con mi rosario, y acaricié con ellas sus pies descalzos. Ahora, arrodillado ante su cuerpo, podía llorar su muerte con libertad, y así lo hice. Pero no eran lágrimas de tristeza; estaba envuelto en gratitud a Dios y a esta mujer que me había brindado tanto gozo.

Así como el calendario romano se separa en dos eras, antes y después del nacimiento de Cristo, también mi vida puede dividirse en dos períodos diferentes: antes y después de la Madre. Haberla conocido no solo moldeó mi forma de pensar y de actuar, sino que en definitiva determinó cada elección importante que tomé, desde los empleos que acepté hasta la mujer con la que me casé, la casa en donde viví, y la forma en que paso mis días. Conocí a la Madre durante los últimos veinte años de su vida, desde 1985 hasta su muerte en 1997. Yo fui su abogado y el consejero legal de las Misioneras de la Caridad (y continúo siéndolo). Pero más importante que eso, fui su amigo, y la Madre fue mi amiga. Ella me guio en asuntos grandes y pequeños, y me permitió ayudarla en lo que podía. Me enseñó que los momentos cotidianos nos brindan las mayores oportunidades de servir a Dios haciendo “pequeñas cosas con mucho amor”. No es exagerado decir que ella me enseñó a vivir y a amar.

¡Tantos recuerdos vinieron a mi mente mientras estaba arrodillado a los pies de la Madre en la Iglesia Santo Tomás! Toda la alegría que he vivido con mi esposa e hijos se puede remontar a ese afortunado día de 1985, cuando la Madre me dio la bienvenida a Calcuta y me envió a Kalighat, su hogar para los enfermos terminales. Ella me llevó a Jesús, no al concepto de Jesús, la figura histórica de hace veinte siglos, sino al Dios vivo al cual podía acceder por medio de la fe.

Pensé también en todos los amigos que pude hacer gracias a ella. Muchas de las personas que más aprecio las conocí porque eran cercanas a la Madre: Sandy McMurtrie, por ejemplo, y el cineasta Jan Petrie. Naresh y Sunita Kumar, la pareja de Calcuta que eran como la familia de la Madre, se había convertido también en una familia para mí. Pensé en muchas de las Misioneras de la Caridad (MC) que había llegado a conocer y amar con el correr de los años, así como en los Padres MC con quien había vivido en Tijuana, y que eran mis hermanos en la vida.

Pero, sobre todo, pensé en los “más pobres entre los pobres”, desde los hombres y mujeres moribundos que llegué a conocer en el hogar Regalo de Paz (Gift of Peace en inglés), para enfermos con sida, a los que frecuentaban los comedores comunitarios en la ciudad, y de quienes conseguí hacerme amigo. La Madre se refería a los más necesitados como “Jesús en su angustiante disfraz de pobre”. Ella basaba su creencia en la presencia real de Dios en la persona del pobre, conforme las enseñanzas de Jesús registradas en el evangelio de Mateo:

Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber…; [estaba] enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver… Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo.2

Este pasaje fue central en la misión de las Misioneras de Caridad, y la Madre enseñaba a vivir las palabras “por mí lo hicieron” en casi todos los discursos públicos o privados que le escuché dar. Su fe demostraba que ella interactuaba con Dios cuando ayudaba a los pobres, que es la razón por la que se diferenciaba el trabajo que ella y las hermanas hacían, de acción social. Una vez dijo en una entrevista: El trabajo es solo la expresión de amor que tenemos para Dios. Tenemos que derramar nuestro amor sobre alguien. Y las personas son nuestro medio para expresar ese amor.

Mis relaciones con las personas a las que las Misioneras de la Caridad servían tenían las huellas de la Madre Teresa. No hay chance de que yo alguna vez las conociera si no hubiera sido por la invitación de la Madre a alcanzar a “Jesús en su angustiante disfraz de pobre”, cosa que, gradual y

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