“Pero si me paro un momento, si consigo
Cerrar los ojos, los siento a mi lado.
De nuevo, aquellos que he amado: viven conmigo.”
Poema de ANTERO DE QUENTAL,
tomado del libro El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas.
“Eso era lo que no conseguía yo captar: la oquedad, la absoluta falta de adecuación entre la facilidad con la que es posible matar y la tremenda dificultad que debe haber en morir. Para nosotros, era otro asqueroso día de trabajo; para ellos, el fin de todo.“
Las benévolas, de JONATHAN LITTELL
“La historia se escribe siempre más a partir de las sorpresas que de los hechos predecibles.”
GERALD MC FARLAND, 69 años. Nacido en los Estados Unidos,
es profesor de historia y dictó cursos en la Argentina
“[…] cada vez que a través de testimonios personales o de documentos tomamos contacto con la cuestión de los desaparecidos en la Argentina […] el sentimiento que se manifiesta casi de inmediato es el de lo diabólico. […] quienes han orquestado una técnica para aplicarla mucho más allá de casos aislados y convertirla en una práctica […] saben perfectamente que ese procedimiento tiene para ellos una doble ventaja: la de eliminar a un adversario real o potencial (sin hablar de los que no lo son pero que caen en la trampa por juegos del azar, de la brutalidad o del sadismo), y a la vez injertar, mediante la más monstruosa de las cirugías, la doble presencia del miedo y de la esperanza en aquellos a quienes les toca vivir la desaparición de seres queridos.”
JULIO CORTÁZAR, Primer Coloquio sobre la Desaparición
de Personas, París, enero de 1981
PRÓLOGO
Gracias, Graciela
El libro de Graciela Fernández Meijide es, sin dudas, un libro testimonial, pero desde dos dimensiones diferentes. Por un lado, la historia del desarrollo de las luchas de las organizaciones de derechos humanos durante la dictadura militar, el advenimiento de la democracia y la labor de la CONADEP, desde la perspectiva de una protagonista directa de esos episodios. Por el otro, es un testimonio íntimo, visceral, de una tragedia humana, de los sentimientos de una madre a la que le arrancan de su propia casa a un hijo adolescente, casi un niño, de diecisiete años de edad.
La reconstrucción de los hechos del pasado, la labor propia de los historiadores, no es una tarea sencilla. Es necesario recurrir a una gran cantidad de fuentes, archivos, documentos, publicaciones, diferentes relatos, etc., para tratar de brindar un panorama lo más objetivo posible de los hechos, sobre los que se podrán hacer o no las interpretaciones que se deseen. Graciela no sólo narra los sucesos de acuerdo con sus propias vivencias y recuerdos, sino que acude a otras visiones y a distintos documentos. El resultado es una sólida narración de cómo se fue gestando la resistencia de las organizaciones de derechos humanos a los crímenes de la dictadura, las diferencias entre cada una, sus tensiones y luchas internas.
El increíble plan delictual de represión que ordenaron los comandantes militares incluía, necesariamente, el secreto acerca de los secuestros, torturas y asesinatos para garantizar así la absoluta impunidad de los ejecutores. El dominio sobre el aparato estatal y el control sobre los medios de comunicación permitió en los primeros años del Proceso mantener frente a la sociedad la apariencia de que las Fuerzas Armadas actuaban con sujeción a cierta legalidad. La verdadera oposición a los militares no surgió desde los partidos políticos, sino que provino de las organizaciones de derechos humanos. Ellas se fueron conformando bajo el impulso desesperado de los familiares de las víctimas, que teniendo vedado el acceso a la justicia, pues los reclamos que emprendían resultaban inocuos ante un Estado responsable de los delitos que se le pedía esclarecer, comienzan a tratar de agruparse e impulsar denodadamente acciones para develar lo que estaba ocurriendo y saber el paradero de los secuestrados.
La actividad de todos estos grupos, la valentía personal de sus integrantes que ponían en riesgo su libertad y su propia vida, como les ocurrió a varios de ellos, es lo que comenzó a provocar fisuras en el muro de silencio impuesto por el régimen militar, grietas que se ensancharon progresivamente hasta derrumbar ese muro en los albores de la recuperación democrática. Pero esos corajudos militantes de los derechos humanos son merecedores del reconocimiento de la sociedad, pues se constituyeron, quizá sin saberlo en ese entonces, en los artífices de la democracia que venía.
El libro hace referencia a las actividades de la APDH, lugar donde intervino activamente Graciela, pero no se omite por ello en estas páginas el nacimiento y desenvolvimiento de otras organizaciones, explicando las diferencias de matices y enfoques.
Graciela describe minuciosamente el contexto de la época y sus cambios a medida que se acerca el advenimiento de la democracia. De su lectura es posible entender cómo se fueron gestando las posibles respuestas que debía dar el nuevo gobierno popular a los delitos de la dictadura, e incluso efectuar alguna comparación con la situación actual.
Un dato esencial es la inexistencia por aquel entonces del derecho internacional de los derechos humanos, tal como ahora se lo conoce. No cabe duda, como relata el libro, que la visita y posterior informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979 tuvieron una enorme importancia; también las denuncias que se acumularon en Ginebra en la Comisión de Derechos Humanos a la luz de la famosa resolución 1.503. Pero no existía un sistema articulado de defensa y protección de derechos humanos como lo hay actualmente. Las Declaraciones y Convenciones sobre derechos humanos, como las interpretaciones de los órganos encargados de la vigilancia en su aplicación, carecían de toda fuerza prescriptiva y eran vistas como expresiones de buenos deseos, libradas a la voluntad de cada país soberano. Cabe recordar que recién durante los inicios del gobierno de Raúl Alfonsín se ratifican los tratados internacionales más importantes sobre derechos humanos.
Por otra parte, creo que otras dos circunstancias tenían su gravitación. La Argentina fue el primer país de la región en recuperar la democracia, pues al 10 de diciembre de 1983 se encontraba rodeada de dictaduras, en Uruguay, Paraguay, Brasil y, desde ya, en el Chile de Pinochet. Además, si bien luego de la derrota de Malvinas el régimen militar había perdido consenso público, en esa Argentina de 1983 se sentía el fuerte peso de medio siglo de militarismo, que había dejado un importante sedimento autoritario en buena parte de la sociedad.
Ello explica por qué no resultaba irrazonable la propuesta del candidato justicialista de aceptar la autoamnistía de los militares. Ésa había sido la tradicional e inveterada respuesta en Argentina a los episodios derivados de actos de fuerza, desde la amnistía política del 30 de septiembre de 1811 respecto de las consecuencias de la asonada del 5 y 6 de abril de ese año hasta las más recientes de la Revolución Libertadora, del gobierno de Frondizi, de Onganía y del de Cámpora (veinticinco en toda nuestra vida independiente, según detalla Alfredo Vítolo en su libro Amnistías políticas argentinas),1 y por qué los organismos pretendían que la comisión bicameral que impulsaban, como dice la autora, al menos realizaran una condena pública y moral al terrorismo de Estado.
Por eso, la propuesta que realizó Raúl Alfonsín durante su campaña de juzgar a los máximos responsables de los crímenes de la dictadura era innovadora, y hasta temeraria, en el momento en que fue anunciada, aunque hoy parezca mezquina o insuficiente. Esa política inicial se apoyaba en dos pilares: mucha verdad y poca justicia.2 Un difícil equilibrio entre salvaguardar, aunque fuera mínimamente, un principio democrático básico como es el de igualdad ante la ley y permitir a la vez la integración de las Fuerzas Armadas, en cuyo seno se albergaban individuos que habían cometido los crímenes mas aberrantes, al régimen democrático. Así, el diseño inicial contempló respetar la justicia militar como primera instancia para juzgar a los responsables, con control de la justicia civil para evitar algún abuso. Racionalmente el esquema parecía ingenioso, los propios militares señalaban a los que habían cometido los delitos, “autodepurándose” de esa manera, y luego la justicia civil podría corregir cualquier desvío. Pero en la práctica esa política pecaba de ingenuidad, como bien se destaca en el libro, por el fuerte espíritu corporativo de las Fuerzas Armadas, que no estaban dispuestas a reconocer los horrores sucedidos.
Lo notable del caso argentino es que la propia dinámica de los acontecimientos fue colocando los elementos que posibilitaron el ensanchamiento de la política primitiva. En efecto, en primer lugar el Congreso introdujo dos modificaciones que fueron clave al proyecto de reformas al Código de Justicia Militar que envió el Poder Ejecutivo. Por un lado, permitió a las Cámaras Federales avocarse al conocimiento de las causas si el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas incurría en demoras injustificables, por el otro entendió que los hechos atroces y aberrantes no podían justificarse por la orden del superior, lo que descartaba la defensa de obediencia debida.
Otro elemento clave fue la creación de la CONADEP. La búsqueda de la verdad es un aspecto central en toda transición democrática que sucede a una dictadura, pues satisface el elemental derecho de las víctimas y de sus familiares de saber lo que pasó, reestablece su dignidad y permite el repudio de la sociedad de hechos inhumanos. Probablemente, la sanción del decreto nº 187/83, que estableció la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, haya sido una reacción al temor que provocaba una comisión bicameral de difícil control y proclive, por su misma naturaleza, más al escándalo periodístico que a una labor eficiente. La posibilidad de que se citaran a oficiales en actividad y que no progresaran las investigaciones, seguramente pesó en la decisión del gobierno de impulsar la búsqueda de la verdad a través de un grupo de notables.
Lo cierto es que la CONADEP, una de las primeras Comisiones de la Verdad a la que sucedieron luego muchas otras en la región, realizó una tarea sencillamente extraordinaria. En el brevísimo lapso de nueve meses recogió una enorme cantidad de información, parte de ella fruto de la esforzada tarea realizada durante la dictadura que ahora encontraba una maravillosa legitimación, y redactó un informe de fama mundial, el Nunca Más, que comenzó a develar públicamente la siniestra trama de la represión clandestina, el número aproximado de desaparecidos, la cantidad de centros de detención y de tortura, y algunas características de la organización militar. Que la intención de Alfonsín de alcanzar la verdad era genuina, lo prueba el apoyo brindado a la tarea de la Comisión y que ésta pudo actuar sin injerencia alguna de parte del Ejecutivo.
Dice bien Graciela que el informe de la CONADEP tuvo una importancia clave para el juicio a las Juntas militares, pues el fiscal Strassera escogió de los legajos de la Comisión los casos “paradigmáticos” por los que acusó a los integrantes de las Juntas. Pero quiero destacar, quizá por deformación profesional, un aspecto que me parece decisivo: la manera cómo se organizaron las denuncias. El hecho de que se agruparan por centros clandestinos de detención (efecto “imán” dice Graciela, los abogados “conexidad”), permitió ordenar esa enorme información, entrecruzar testimonios, establecer e identificar responsables, detectar otras víctimas, etcétera.
Las evidencias que se fueron colectando trabajosamente durante la dictadura, y que se enriquecieron y sistematizaron en el Informe de la CONADEP, salieron a la luz y robustecieron la demanda de justicia. No podía reclamarse otra cosa ante la exhibición pública de atrocidades de esa naturaleza. Cuenta Graciela la discusión interna en la Comisión acerca de si se debían remitir los elementos a la justicia militar o a la civil, y como se zanjó trabajosamente a favor de esta última. Probablemente en aquel tiempo hubiera opinado distinto, porque la ley indicaba la necesidad de una instancia militar, pero visto ahora en perspectiva, el envío de denuncias al Consejo Supremo hubiera dilatado innecesariamente un final inexorable; el tribunal militar no estaba dispuesto a enjuiciar seriamente a sus pares.
Este libro es de lectura indispensable para quien desea conocer, de primera mano, los antecedentes de nuestra dolorosa historia y cómo se la enfrentó en los inicios de la democracia. Es cierto que la revisión de las cuentas del pasado se encuentra todavía inconclusa en la Argentina. La sociedad es otra, los jóvenes de hasta veinticinco años han nacido en democracia, los represores del pasado ya son personas de edad avanzada, una nueva generación de militares integran hoy nuestras Fuerzas Armadas, la defensa de los derechos humanos se ha globalizado, existe hoy un canon del derecho internacional de esos derechos que establece que los autores de delitos de lesa humanidad siempre deben ser juzgados. La Corte Suprema de Justicia ha aceptado la vigencia de esa regla y los argentinos esperamos que se cierre con justicia esa etapa trágica de nuestra historia. No obstante, tengo la sensación de que quizá pueda haber todavía una etapa más en esta complejísima relación entre la verdad y la justicia. Falta todavía mucho para poder satisfacer el derecho de saber qué ocurrió con cada uno de los desaparecidos y, probablemente, el proceso penal sea una herramienta muy tosca para alcanzar la verdad.
Dije al comienzo que el libro de Graciela Fernández Meijide contenía un prolijo relato de los acontecimientos por ella protagonizados, relevante aporte a la reconstrucción histórica. Pero a la vez estas páginas tienen una dimensión íntima acerca del drama de una persona, a la que el destino obligó a enfrentarse, sin otras armas que su dolor desgarrado, a un poderoso Estado criminal.
Confieso que me he conmovido al leer las increíbles vicisitudes de una madre desesperada y de su familia, en procura de saber siquiera algo de la suerte corrida por Pablo. No rendirse ante la adversidad y transformar esa energía en un incansable trabajo tratando de difundir los horrores de la dictadura, procurando verdad y justicia. Se advierte en muchos pasajes que la narración sale de las entrañas, que es un mandato del alma, con una sinceridad inusual acerca de la evolución de sus sentimientos.
Siempre respeté y tuve aprecio por Graciela Fernández Meijide, a quien traté más desde la política que desde los derechos humanos, pero luego de leer este libro le tengo admiración y agradecimiento. Admiración por su lucha inclaudicable, obcecada y tenaz, sin desmayos ni vacilaciones, poniendo en juego, como muchos otros, su propia vida y libertad. Agradecimiento, porque en la búsqueda denodada de Pablo nos estaba ayudando a todos a encontrar la democracia.
RICARDO GIL LAVEDRA
1 Amnistías políticas argentinas, Buenos Aires, Artes Gráficas Yerbal, 1999.
2 Como lo dice el propio Alfonsín: “[…] no se podían construir los cimientos de la naciente democracia desde una claudicación ética. El comienzo de la vida democrática argentina exigía poner a consideración de la sociedad el tema de la represión ejercida desde el Estado. Y llevar a los responsables de la violencia ante los tribunales. Pero había que hacerlo sin perder de vista la situación de fragilidad de la democracia. Muchas veces me pregunté si por defender los derechos humanos que habían sido violados en el pasado no arriesgaba los derechos humanos del porvenir. Es decir, si no estaba poniendo en peligro la estabilidad de la democracia y en consecuencia, la seguridad de los ciudadanos”, Memoria política, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004.
INTRODUCCIÓN
Este libro es un testimonio de experiencias directas vividas desde los organismos de derechos humanos en aquellos años de terror y desesperación que corrieron entre marzo de 1976 y diciembre de 1983.
Tiene la intención de aportar a la historia de los organismos pero, en lo que a mí respecta, no es solamente historia. Aquí tengo mezcladas, con una intensidad para la que me faltan las palabras, mi carne y mi sangre.
Ésta es una historia que, aunque da cuenta de la de miles, para mí, en lo más profundo de mi ser, sólo gira alrededor de Pablo, mi hijo desaparecido, de su búsqueda hasta hoy, porque aún no lo he encontrado.
Al escribir estas páginas Pablo vuelve a mí, aunque sueño raramente con él. Su ausencia es una suerte de intimidad diaria, también, en su padre, en sus hermanos. Sin duda estamos juntos en este dolor, pero también estamos juntos en la simple esperanza de un mundo más justo. Como el que quiso Pablo desde su absoluta inocencia. Como la que este libro también alienta en su memoria, dando cuenta de las experiencias de una familia argentina en los años de plomo. Por eso tampoco falta aquí la visión acerca de Pablo por su padre y sus hermanos.
Julio de 2009
1. La desaparición de Pablo
La noche del 23 de octubre de 1976, casi treinta y tres años atrás, fue la última vez que vi a mi hijo Pablo. Tenía diecisiete años —este año habría cumplido cincuenta— y estaba aterrado. Desde entonces no he tenido ninguna noticia fehaciente de su destino. Mi familia y yo quedamos librados a los angustiosos tormentos de la imaginación, pensando en los que él mismo estaría sufriendo, reales.
A las dos de la mañana de ese día, cinco hombres de civil entraron al departamento detrás del portero, a quien habían obligado, a punta de pistola, a franquearles el paso y a pedirnos que abriéramos la puerta de nuestro departamento. La desaparición de Pablo se inició en una atmósfera silenciosa, irreal, kafkiana, que sin embargo estallaba, casi, de violencia y miedo.
Los secuestradores se identificaron como miembros de la Policía Federal, y si bien no se molestaron en exhibir credencial alguna —el signo de la época no eran las formalidades sino el uso de las armas—, nosotros supimos sin lugar a la menor duda, que, en efecto, representaban a alguna de las fuerzas de seguridad o de las Fuerzas Armadas. La realidad violenta del país y los métodos más despiadados y arbitrarios de represión de un estado dictatorial que buscaba disciplinar a la sociedad por medio del terror habían irrumpido en nuestro hogar. Y lo destrozaron.
Esa noche de viernes se habían quedado a dormir tres amigos de los chicos, dos de Pablo y una amiga de mi hija Alejandra. Cuando Antonio, el portero, una persona noble y de nuestra confianza, llamó a esa hora desusada, con una voz que claramente trasuntaba temor, traté de no abrir la puerta con la excusa de la hora, pero inmediatamente escuché voces detrás de él y luego en tono más alto una orden: “Policía Federal señora, ¡abra!”. Pedí un momento para vestirme y de paso poner en aviso a Enrique, mi marido, pedido al que accedieron. No obstante, al minuto comenzaron a golpear la puerta con fuerza y al abrir entraron cuatro miembros del grupo secuestrador que casi sin palabras, en un silencio ominoso, amenazándonos con sus armas y sin decirnos a quién o qué buscaban, nos obligaron a Enrique y a mí a sentarnos en el living y rápidamente se distribuyeron por los dormitorios. El quinto secuestrador quedó en el palier. Al reflexionar, tiempo después, sobre el número relativamente reducido del grupo, que accedieran a que me vistiera y que no derribaran la puerta, me resultó evidente que los secuestradores estaban perfectamente informados de la situación que encontrarían en nuestro departamento, es decir, sabían que no los esperaba un grupo armado ni un arsenal, sino un adolescente y una familia indefensa. El único atisbo de resistencia lo protagonizó nuestro perro, un pastor alemán, que apareció en el living arrastrándose, con los pelos erizados y mostrando los dientes. Quien nos custodiaba nos conminó lacónico y sin alterarse: “Agarren a ese perro o lo mato”.
No nos explicaban nada y tampoco atinábamos a preguntar nada. Una parte de los secuestradores revisó la planta alta del departamento —de paso robaron algo de dinero que encontraron, botón de muestra de la bajeza de esos sujetos— y luego siguieron por los dormitorios del piso inferior, en cuyo living nos mantenían amenazados. Allí ubicaron a Pablo, que dormía con sus amigos, y escuchamos su voz identificándose. Le preguntaron por sus documentos y lo trajeron al living poniéndose los pantalones, descalzo y sin camisa.
El documento de Pablo estaba en una campera a mi lado y con desesperación e ingenuidad lo entregué con la fantasía de que aportaría alguna clase de alivio mágico a la situación. Le ordenaron que los acompañara e intenté pedir una explicación, ante lo cual alegaron que se trataba de una cuestión de rutina y que fuéramos a buscar a nuestro hijo a las ocho de la mañana a la Comisaría 19.
Fue inútil y sin respuesta nuestro ruego de acompañarlo. Pedí por último que le permitieran abrigarse y me indicaron que le diera el pulóver que ya tenía en mi mano. Se lo alcancé y ese gesto angustioso fue el último intercambio que tuve con mi hijo.
Un momento después bajamos a la calle donde encontramos al portero quien, llorando, nos contó que, ya con violencia desembozada, al llegar a la vereda tomaron a Pablo del pelo y lo empujaron dentro de uno de los dos autos sin identificación en los que habían llegado. Salieron disparados hacia la noche y hacia el martirio de nuestro hijo.
Más tarde pudimos ir reconstruyendo la secuencia de hechos que desembocaron en el secuestro de Pablo. Hubo otros dos operativos esa noche, consecutivos y casi simultáneos, cuyo objetivo fue capturar a un grupo de adolescentes que asistían al Colegio Nacional de Vicente López. Nuestro hijo había ido hasta el año anterior a ese establecimiento y estaba relacionado con el grupo que los represores buscaban. Fueron primero a la casa de Eduardo Muñiz. Allí entraron de manera muy violenta rompiendo muebles y un equipo de percusión de Eduardo y se lo llevaron encapuchado. A los pocos minutos llegaron a la casa de la familia Zimmermann, donde capturaron a las dos hijas del matrimonio, María y Leonora. Estos dos operativos se realizaron en el partido de Vicente López. Después pasaron unas horas hasta que llegaron a nuestra casa en la Capital. Supongo, de acuerdo con lo que mucho tiempo después aprendimos del modus operandi de los Grupos de Tareas en que se organizaban los secuestradores, que se trataba de la misma patota y que la demora debió ocurrir mientras obtenían el permiso de “zona liberada” en la Capital.
Este permiso fue un aspecto característico de la organización centralizada del terror represivo desde las máximas estructuras del Estado y que coordinaba la acción de las Fuerzas Armadas y de Seguridad. La “zona liberada” despejaba un área de la acción de la Policía para evitar que se cruzaran y, en la confusión, se atacaran entre sí los Grupos de Tareas.
Despertamos a un abogado amigo, Carlos Kreimer, a quien pedimos consejo, pero poco pudo decirnos más que ofrecernos su afecto y su propio miedo. Recorrimos infructuosamente algunas comisarías y nos refugiamos en casa de mi hermana y su marido hasta que se hizo la hora de ir a la Comisaría 19, tal como nos habían indicado. Cuando llegamos, mientras nos atendían, entraban y salían hombres vestidos de civil de la misma dudosa catadura de los que habían entrado en nuestro hogar. No obtuvimos ninguna explicación ni información sobre la situación de Pablo, hecho que se repetiría en el futuro hasta el cansancio más desolador.
Volvimos a casa llenos de estupor y shockeados. Nos esperaban nuestros otros hijos, Alejandra y Martín, a los que nada pudimos explicarles. Ninguno de nosotros lloraba, porque no alcanzábamos a imaginar la dimensión del espanto que sobrevendría.
LAS MIL Y UNA FORMAS DE BUSCARLO
En los días siguientes iniciamos el recorrido por todas las instancias que el derecho y las instituciones habían ofrecido hasta entonces. No tardaríamos en comprender que cualquier vestigio de las mínimas garantías que la Constitución y las leyes ofrecen a cualquier ciudadano, habían desaparecido por completo. Eran reemplazadas por la arbitrariedad omnímoda y la vileza de un Estado que, usurpado por los militares del llamado Proceso de Reorganización Nacional, se había transformado en una máquina de violencia, terror y mendacidad.
Tales circunstancias provocaron en nuestra familia, y en muchas otras, enorme angustia y desgarradoras decisiones acerca de cómo proceder para encontrar a nuestros seres queridos. En esos primeros días de búsqueda de Pablo, Carlos Kreimer me aconsejó presentar un hábeas corpus para tratar de salvarle la vida y lograr que el Gobierno blanqueara su detención. Sin embargo, otros allegados nos advertían que si lo hacíamos íbamos a señalar a Pablo como a un militante de izquierda con lo cual se agravaría su situación. Aquellos que nos aconsejaban recurrir a los tribunales lo hacían basándose en las experiencias precedentes de las últimas dictaduras en la Argentina —tanto la del general Juan Carlos Onganía como la del general Alejandro Lanusse— durante las cuales, si bien ocurrieron ocultamientos de detenidos mientras eran sometidos a interrogatorios bajo tortura, en algún momento los recursos legales solían permitir que abogados y familiares lograran localizarlos. Pero muchos de los que tenían una conciencia más aguda acerca de la destrucción del estado de derecho ocurrida a partir de marzo de 1976 y de los propósitos criminales de la Junta Militar, entendían que todo gesto legal de defensa de los desaparecidos podría ser interpretado como la actividad y el desafío propios de una organización de izquierda. A esta disyuntiva debía agregarse que ningún abogado que nosotros conociéramos en esos momentos se animaba a firmar un hábeas corpus, dado el temor cierto de que tal recurso legal terminara con la desaparición del propio letrado patrocinante.
Así las cosas, nos sentíamos brutalmente tironeados y urgidos por la contradicción entre presentar o no un recurso ante la justicia para saber dónde estaba nuestro hijo. Esa disyuntiva, más el sentimiento de culpa por estar libres, vivos e impotentes para arrancar a Pablo de donde fuera que estuviese, desembocaban en dolorosas y tremendas discusiones con Enrique. El día en el que insistí, ya convencida, en la idea de presentar el recurso de hábeas corpus, fue una de esas ocasiones. Yo quería presentarlo porque algunos amigos abogados me decían que era una posibilidad para salvarle la vida. Por su parte, Enrique recibió un consejo exactamente opuesto: “Si presentás un hábeas evidenciás que es de izquierda”. En realidad, ninguno de los dos sabía qué hacer. Esa noche nos dormimos llorando y por fin, al día siguiente presentamos el hábeas redactado con la ayuda de nuestro amigo Kreimer y firmado por nosotros dos.
Esperamos con ansiedad la respuesta que, como se repetiría sistemáticamente en el futuro, fue la de negar cualquier noticia sobre el paradero de Pablo.
Los meses siguientes se convirtieron en una rutina desesperante. Cada mañana me despertaba pensando en qué trámite haría ese día para saber de Pablo y cada atardecer, al volver a casa, me desarmaba y me sumía en una profunda tristeza. La impotencia me provocaba un pensamiento recurrente: imaginaba que les metía una bala en medio de la frente a Videla, Massera y Agosti. Esa fantasía imposible, muy intensa por cierto, era el hipnótico que me permitía dormir.
Hicimos lo imposible por dar con el paradero de Pablo. Apelamos a todos nuestros contactos familiares y sociales o recurrimos a terceras personas para que nos habilitaran alguna vía de entrada a esa pared hermética a todo procedimiento legal o informal en que la dictadura había transformado al Estado.
Enrique logró que lo recibiera el general Guillermo Suárez Mason, el entonces comandante del I Cuerpo de Ejército, uno de los líderes todopoderosos de las Fuerzas Armadas y de la represión, con jurisdicción en el área donde secuestraron a Pablo y a sus compañeros de colegio. La reunión fue una enorme frustración. Suárez Mason lo atendió con una infranqueable frialdad y negó poseer la más mínima información sobre el procedimiento de secuestro y la localización de Pablo.
También por entonces acudimos al secretario del Vicariato Castrense, el sacerdote Emilio Graselli,1 quien en 1985 fue citado a declarar como testigo en el juicio a las Juntas Militares y cuyo superior era el vicario castrense monseñor Adolfo Tortolo. Nos sentamos delante de él, con la esperanza de que, por reunir la doble condición de integrante de la Iglesia Católica y de persona íntimamente relacionada con las Fuerzas Armadas por su tarea, pudiera hacer alguna gestión a favor de nuestro hijo y lograr que, de ubicarlo, recibiera trato humanitario. Era un hombre de carácter bonachón, joven, rubio, alto. Nos hizo un comentario perverso: “Yo vengo todos los días de San Isidro y durante el viaje veo esos chicos jóvenes y no puedo dejar de pensar a cuántos de estos les puede pasar algo”. Comentamos que Pablo criaba peces, afición que el cura dijo compartir. Tomó nota de nuestro pedido y prometió averiguar. Hacia el final de la conversación yo tenía las manos puestas en el escritorio y él me las tocó como para consolarme. Al salir nos acompañó y repitió el gesto intentando pasarme un brazo por el hombro. En ambas oportunidades me puse rígida y me aparté.
Ya en la calle, Enrique me preguntó por qué había tenido esos gestos de hostilidad pensando, seguramente, en que era la actitud menos conveniente para obtener alguna información. Le contesté: “No pude evitarlo porque siento que este hijo de puta es parte de todo este aparato que secuestró a Pablo”.
Enrique volvió en algunas oportunidades más a hablar con Graselli, pero nunca obtuvimos ninguna información ni resultado. En la sala de espera había otra gente con las mismas ojeras que yo. El cura los recibía y se limitaba a decir “¡qué barbaridad!” y tomaba nota.
Intentamos asimismo elevar nuestro reclamo en forma directa a la máxima autoridad de la dictadura, el general Jorge Rafael Videla, quien entonces reunía los dos cargos más importantes del poder militar: el de comandante en jefe del Ejército y el de Presidente de la Nación. A través de conocidos por su actividad profesional, Enrique había hecho contacto con una sobrina de Videla y por medio de ella le mandamos una carta que nunca fue contestada, en la que relatábamos los hechos del secuestro, pedíamos su intervención y la aparición con vida de Pablo. Mi madre también, por su propia iniciativa, le escribió una carta a Videla en su condición de abuela con la vana esperanza de conmoverlo. Sus palabras corrieron la misma suerte que las nuestras.
PISTAS FALSAS
Apelamos a otras vías, no nos importaba cuál con tal de que tuviera algún grado de efectividad. Mi cuñado Osvaldo tenía una hermana casada con una persona de origen húngaro, cuyo hermano, a su vez, se hallaba vinculado con los militares. Así de enrevesados y complejos devenían muchos de los intentos de obtener datos e información, teniendo en cuenta la inutilidad de todo procedimiento hecho en forma legal y formal. Este hombre nos requirió una suma de dinero importante que pedimos prestada. Según nos explicó, la utilizó para pagar a quienes le suministraban datos sobre el paradero de Pablo y conseguirían su liberación. Nos tuvo un mes y medio con el corazón en la boca. Decía que en algún momento cuando trasladaran a Pablo de un lugar a otro se produciría su liberación y que estuviéramos preparados para ir a buscarlo, si bien nunca nos dio una fecha cierta. Esperábamos desesperadamente que fuera verdad, no podíamos dejar de creer en sus palabras, aunque para cualquier observador no comprometido con la situación fuera evidente que nos estaba manipulando y estafando de la manera más perversa y cruel. Entretanto, expectantes, vivíamos pendientes de la posibilidad de que a Pablo lo liberaran en la calle en cualquier momento. Estábamos en ascuas: tocaba el portero eléctrico en casa por cualquier motivo y saltábamos, como impulsados por un resorte, esperando que fuera nuestro hijo. Fueron más de treinta días de agonía y de gran desilusión. Finalmente este personaje rehuyó todo contacto y así se deshizo la esperanza que habíamos construido a través de sus promesas.
La venta de información fue un negocio subsidiario de los represores y de perversos oportunistas fuera de las escalas jerárquicas, una manera de hacer dinero fácil y espurio utilizando la desesperación ajena. Era volver a victimizar una y otra vez a los desaparecidos y a sus familias.
También llevados por la desesperación o la fe en esos procedimientos, muchos familiares recurrían a gurús y expertos en diversas técnicas adivinatorias como las cartas astrales, el péndulo o el tarot. Durante un tiempo breve, en el transcurso de 1977, recurrí yo también a esas artes. Aunque no creía hasta entonces en ellas —y después tampoco—, no quería dejar pasar ninguna posibilidad que me diera la esperanza, por remota que fuera, aun por obra de la casualidad, de abrir el gran muro de silencio en que la Argentina se había convertido. La represión expandió así las posibilidades de dos industrias: la de los chantajistas, que prometían datos y hasta la libertad del desaparecido a cambio de dinero, y la de los adivinos.
CÓMO SALIR A FLOTE
Dice un poema de César Vallejo: “hay golpes en la vida, yo no sé, / golpes como del odio de Dios”. Los asesinatos de los chicos, el asesinato de mi hijo Pablo, fue ese golpe para mí. Pensar en su edad, en su sufrimiento, me volvía loca. En los momentos de angustia insoportable me daban ganas de resignar todo: en esos instantes quería morirme y alejar así el dolor. En esa situación me resultaba muy difícil mantenerme con mis sentimientos en equilibrio, porque era tan intensa la mezcla de amor por Pablo, odio por los militares e impotencia por no poder hacer nada, que sólo me aliviaba la fantasía de vengarme y matar a los tres componentes de la Junta Militar.
Esos días pusieron a prueba todo lo que fui antes, todos mis valores y todos mis recursos para mantenerme cuerda. Enrique, para quien proyectar era un apasionante desafío a su creatividad, frente al papel blanco del tablero no podía dibujar una línea. Sólo escribía poesías donde se materializaba cada día su infinita congoja.
Ser consciente del sufrimiento de mis otros dos hijos fue una de las vías que me permitieron salir del encierro de mi propio dolor. Alejandra se había ido aislando. Hasta dejó de ir a la facultad como si ella también hubiera querido estar presa. Apelando a toda su entereza se procuró un trabajo y recibió un cachetazo de insolidaridad: cuando contó que uno de sus hermanos estaba desaparecido, la despidieron. Martín, el menor de quince años, fue el que reaccionó de manera más saludable. Yo casi no comía, no sentía hambre, y absorbida como estaba por la búsqueda de Pablo no atendía ni organizaba la vida cotidiana de la familia como siempre había hecho. Un día Martín, sin enojo, como si fuera una observación de orden práctico, me muestra la heladera casi vacía: “¡Ésta es la comida que hay aquí! ¡Si en esta casa nadie trabaja pronto nos vamos a morir todos de hambre!”.
Mi primer impulso fue pensar que era una actitud egoísta. Sin embargo me arrepentí al instante, porque inmediatamente recibí el impacto de toda la angustia de nuestro hijo más chico, que pedía atención y que me señalaba a través de sus palabras que no nos estábamos ocupando de él. Martín era entonces muy alto y flaco. Se puso a hacer pesas, a remar y a adquirir un gran desarrollo físico. Creo que su actitud fue la metáfora perfecta de lo que debimos hacer todos en nuestra familia: hacernos más fuertes y adquirir capacidades para pelear ante tanta adversidad. Esos días en los que estaba sumida en la impotencia y el odio, no sabía qué hacer. Luego pude superar esa etapa pensando que Pablo no había entrañado ninguna clase de peligro real para la dictadura, pero que yo sí debía ponerme peligrosa de algún modo para ellos. No se me ocurría en ese momento, en términos racionales, cómo hacerlo, pero más tarde plasmé ese propósito a través de mi ingreso a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos.
La tarea metódica de acumular información, sistematizarla y chequearla —en la que participé intensamente, primero entre 1977 y 1979, y desde ese año hasta, ya en democracia, 1985— fue el sustento de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), dependiente de la Organización de Estados Americanos (OEA), en plena dictadura, y la base al juicio a las Juntas Militares y a su condena por las violaciones a los derechos humanos. Estoy muy orgullosa de esa actividad porque ha sido el mejor homenaje que he podido brindar a la memoria de mi hijo Pablo y que en algún sentido me permite pensar que he cumplido con él: hacer Justicia en un Estado de Derecho.
Ya no soñaba con meterle unos balazos a los emblemáticos de la dictadura, ahora los veía detrás de las rejas. A eso sí me animaba.
1 Su testimonio en el juicio a las Juntas Militares puede leerse en el Diario del Juicio n° 5.