Prólogo
Escribo estas líneas con la fuerte impresión de una visita al lugar donde se cometió uno de esos crímenes capaces de generar dudas acerca de la esencia de lo humano. Ayer estuve en una población del interior de la República de El Salvador, El Mozote. Allí, en 1981, el ejército masacró a más de mil quinientas personas, en su mayoría niños con un promedio de edad de seis años, algunos de días.
Un monumento con placas recuerda sus nombres o, mejor dicho, los nombres que se recuerdan, porque muchos pasaron por este mundo sin dejar siquiera el recuerdo de sus nombres, anónimos, como los perros que quedan atropellados al costado de las rutas, cuando un conductor no se toma el trabajo de disminuir su presurosa marcha hacia la nada o la muerte.
Los mataron conforme a la táctica de tierra arrasada, de quitarle el agua al pez, para que entre los aldeanos no pudiese esconderse la guerrilla. Sus muertes fueron como quemar un bosque, un napalm a puro plomo. No eran guerrilleros, obviamente, eran solo campesinos que vivían de un poco de tierra y algunos animales; también quemaron sus viviendas y mataron sus animales.
Sentí la misma congoja que me produjo la sinagoga vacía de Praga, con sus paredes forradas de nombres. No hago comparaciones, no sea que algún descerebrado se moleste, pero tampoco fue igual en otro sentido: los muertos no eran población originaria, pues en El Salvador esta había sido masacrada en 1932.
Conocí a los soldados salvadoreños, cuando en septiembre de 1991, en vísperas del acuerdo de paz de Chapultepec, participé en el primer informe sobre la futura reorganización de la policía. Tenían el mismo color de piel y la misma extracción social humilde de los campesinos que mataron. Como pocas veces en esta masacre de increíble insensibilidad y sadismo se verificó la táctica perversa de hacer que los pobres se maten entre ellos.
¿Por qué comienzo con este relato? Porque me parece sumamente ilustrativo de la crueldad visceral y casi ilimitada con que puede proceder un grupo de riqueza concentrada, cuando cree que peligra su hegemonía. Muestra hasta qué punto pueden llegar los artífices inoculadores del odio, los mismos que asesinaron a monseñor Oscar Romero y años después a Ignacio Ellacuría y a otros seis jesuitas y a sus dos empleadas domésticas. Tampoco es del caso olvidar que contaron con asesoramiento argentino, provisto por los genocidas de nuestra dictadura de seguridad nacional.
Es con esta impresión aleccionadora que termino la lectura del libro de Elbaum. Su prosa es ágil y clara, por momentos suena a realismo mágico, aunque no es producto de imaginación, sino de nuestra historia bastante reciente. Su relato va y vuelve en el tiempo y en el espacio, provoca una sensación de remolino. Alguien me relató alguna vez el efecto de los hongos alucinógenos de Oaxaca, quizá sea algo parecido. Hay en el presente texto hechos bien verificados: la muerte del fiscal, su perversa manipulación política en beneficio de los que endeudaron al país, el desfile de advenedizos que cambian de bandos, bandas y de patrones, la leyenda armada por el monopolio mediático, las insólitas y hasta disparatadas decisiones de algunos jueces, la federalización forzada del caso, la pretendida descalificación del peritaje del cuerpo médico forense, el crédito dado a un peritaje negociado, etcétera.
No menos incuestionable es el carácter desopilante del escrito acusatorio del fiscal, caótico, desordenado, reiterativo, confeccionado por alguien sin la menor experiencia judicial, claramente armado con cortar y pegar de computadora, con un encuadre jurídico reducido a poco más de una página de vulgaridades vagas. En síntesis: no lo redactó el fiscal.
Otro hecho incuestionable es el marco político de los hechos. A estas alturas está bastante claro que las manipulaciones contribuyeron a que la república cayese en manos de inescrupulosos vernáculos vinculados a corporaciones transnacionales que endeudaron al Estado hasta el desastre, validos de la realidad única creada por el monopolio mediático, que hizo sentir a muchos que eran clase media, superior a los parias protegidos por el populismo corrupto, que les quitaba cosas a los meritocráticos que todo lo hicieron solos, esforzándose, sacrificándose, trabajando, ahorrando, sin Estado, sin pueblo, sin conciudadanos, sin sociedad, para dárselas a esos feos, negros, sucios, concupiscentes y delincuentes.
El viejo gorilismo no se agotó en 1955 con el bombardeo de la Plaza de Mayo, con los fusilamientos sin proceso, la proscripción del partido mayoritario, el viva el cáncer, el decreto-ley 4161/55, innumerables detenciones arbitrarias, exilios, acusaciones inverosímiles de corrupción y la abolición de una Constitución por decreto. Pero tampoco comenzó en 1955 y ni siquiera en 1930, con la vandalización de la humilde vivienda de Hipólito Yrigoyen y la dictadura criminal del payaso bigotón de José Uriburu, sino que viene desde el fondo de nuestra historia, desde que comenzó la lucha dos veces centenaria por la independencia, es decir que desde siempre se nos planteó la disyuntiva entre independencia y colonialismo, que aún no ha terminado, sino que, por el contrario, se mantiene al rojo vivo.
Todo lo que este libro de investigación relata se enmarca en esa bipolaridad, que en vano se trata de reemplazar por izquierda o derecha. Es verdad que una sociedad sometida al colonialismo no puede gozar de una discreta distribución equitativa de la riqueza, en tanto que un modelo soberano necesariamente democratiza un poco más la distribución.
Si se quiere llamar “derecha” a la injusticia social e “izquierda” a su contraria, no incomoda, pero siempre con la condición de tener presente el marco de la bipolaridad básica y no confundir el efecto con la causa. Esa confusión es peligrosa, porque al ilusionarla como originaria, permite que ingenuamente se intente probar con un poco más de derecha, sin percibir que se está optando por el colonialismo.
La trama internacional de este colonialismo en etapa avanzada que estamos padeciendo —y a la que Elbaum se asoma— es complejísima. En el fondo se trata de una pulsión totalitaria, llevada a cabo por gerentes de transnacionales —de las que forman parte los monopolios mediáticos y cuentan con la complicidad de algunos sectores judiciales— que en el mundo están ocupando o pretenden ocupar el lugar de la política. Su propia estructura mundial es claramente delincuencial.
Este totalitarismo financiero que nos somete al actual tardocolonialismo se enmascara con una ideología reduccionista, economicista y autodenominada “neoliberalismo”, que cooptó los medios académicos —incluso el Premio Nobel— y quiere arrasar con todas las ciencias sociales, como en los tiempos del neocolonialismo lo hizo el paradigma del reduccionismo biologista racista.
Su ideología simplista se basa en una antropología perversa, que reemplazó al humano condicionado por sus genes jerarquizados (propio del neocolonialismo) por el Homo economicus, condicionado por la pretendida racionalidad del mercado (propio de esta etapa de colonialismo avanzado).
En este texto abundan nombres y anécdotas, mencionados y adjetivados por su autor, pues se trata de un libro escrito con la pasión y la indignación de quien se encuentra en medio de una batalla. Por supuesto que todo eso corre por cuenta del autor y no del prologuista. En especial me abstengo de emitir juicio acerca de los conflictos entre las entidades judías argentinas y de sus internas.
A muchas de las personas a las que Elbaum menciona las conozco desde hace largo tiempo y me merecen respeto, más allá de que coincida o no con sus posiciones, pero, ante todo, me abstengo de esto por la elemental razón de no pertenecer a esa colectividad que en conjunto estimo, admiro y valoro en alto grado, por su tradición, su dignidad y su contribución a nuestra riqueza cultural.
Respecto de sus conflictos, solo puedo decir que me entristecen, quizá porque idealicé demasiado a los argentinos judíos, pensando que su larga tradición de dolor, persecución y discriminación, mucho mayor que la que cargan otras contribuciones a nuestra formación pluricultural, los hacía más invulnerables a nuestras contradicciones. De todos modos, no dejo de confiar firmemente en que esa tradición les facilite la superación de sus problemas.
Hay un tema entre los abordados en el libro que me toca de cerca y al que no puedo eludir en estas líneas: la conducta de algunos jueces y el silencio de algunos juristas, aunque el segundo lo dejaré de lado.
Por algún tiempo me dediqué a investigar qué escribían los penalistas nazis, me introduje en sus elucubraciones perversas ante el riesgo de supervivencia o renacimiento de sus tortuosas racionalizaciones de lo abominable. Me perdí en algunas bibliotecas obsesionándome con la lectura de libros y artículos en gótico, hasta que finalmente publiqué un ensayo el año pasado.
Ahora observo con seria preocupación lo que sucede en una parte de los tribunales argentinos y, por cierto, verifico que no es lo mismo. Los nazis eran aberrantes, pero con finos bisturíes trataban de descuartizar las garantías penales y procesales más tradicionales, apelaban a metodologías diferentes y en cada una explotaban lo que les era útil para su perversa argumentación que, en definitiva, asentaban sobre una viga muy débil: el famoso Führerprinzip.
Pero lo que noto en la conducta de algunos jueces es algo muy diferente: no argumentan, no manejan ningún bisturí, ni siquiera un cuchillo de mesa, sino que simplemente dicen cualquier cosa, que poco o nada tiene que ver con el derecho. Así es como pretenden imputar por traición a la nación (cuando nunca hubo guerra), declaran imprescriptibles delitos de corrupción (serían más graves que los parricidios), toman declaraciones a arrepentidos bajo amenaza de dejarlos en prisión (a las brujas no se las torturaba para que confesasen, sino para que diesen algún nombre), disponen prisiones preventivas efectivas sin riesgo de fuga ni de interferencias (por presuntos vínculos residuales), hacen lo mismo sin sentencia firme (total se sabe que se va a confirmar), prohíben a médicos atender pacientes cuando no tienen matrícula provincial (la nacional no sirve en Jujuy), y podría seguir largamente, pero no vale la pena.
Nada de esto se racionaliza finamente, como hacían los nazis, sino que solo se ordena, encargando a cualquier amanuense que escriba algo solo porque algo hay que decir, por desopilante que sea jurídicamente. La consigna parece ser “lo hago porque tengo el poder de hacerlo”.
Todo esto es perfectamente verificable, de modo que no requiere mayor discusión. Las motivaciones en el nivel de conducta manifiesta pueden ser políticas coyunturales, pero tampoco son las que llaman la atención. Creo que lo que más debe alarmar es el proceso psicológico que en el nivel no manifiesto (no consciente) lleva a estas decisiones.
Sé muy bien que se sostiene —más o menos encubiertamente en los medios y manifiestamente en los corrillos— que todo eso se debe a corrupción o a carpetazos. Pero me consta en muchos casos que nada hay de corrupción y, en otros que no conozco, presumo que tampoco. No creo que haya carpetazos amenazantes en tal cantidad y tampoco que haya tantos vulnerables a ese infame procedimiento. Todas estas explicaciones son demasiado simplistas y, por ende, al menos en la mayoría de los casos, completamente falsas, y hasta diría que sedantes, porque de ser verdaderas, todo se solucionaría con expulsar a unos pocos corruptos y vulnerables. Creo que esto no es cierto, no nos podemos llamar a engaño si en el futuro pretendemos resolver en serio el problema.
La premisa según la cual “lo hago porque tengo poder” es un error de conducta que, de reiterarse en una institución, debe alertar sobre la posibilidad de un condicionamiento institucional o, por lo men